Cambio de paradigma

1 abril 1997

Una «relectura teológica» de T.S. Kuhn

Manuel Olivera

Manuel Olivera, SJ, fue durante seis años consul­tor del P. Arrupe para el tema de los MCS y actual­mente dirige los «Encuentros con la Experiencia», organizados conjuntamente por la Universidad Pon­tificia Salesiana, la Gregoriana -ambas de Roma- y la Asociación PROA.

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO

Cuando el “modelo explicativo” de la realidad cambia tan radicalmente como hoy constatamos que lo está haciendo aunque la «experiencia cristiana de fondo» siga siendo la misma, nos damos cuenta que muchas imágenes, conceptos y formas de organización deben transformarse. El autor, al hilo del libro de T.S. Kuhn La estructura de las revolucio­nes científicas, pone de relieve el significado de los cambios de paradigma, sus repercu­siones y algunas pistas para asumir la «difícil conversión» que comportan.

1. El «paradigma» en la «Estructura de las revoluciones científicas»

Asustarse frente a un cambio puede ser útil. Por ejemplo, para no moverse como vele­tas al soplo de cualquier innovación; o para oponerse a las novedades sin peso ni consis­tencia de quienes quieren hacerse notar sin im­portarles los medios para conseguirlo; incluso, para detener a quienes quieren destruir lo acu­mulado en el pasado, sin perspectivas de me­jorarlo en el futuro. Pero también puede ser un freno a las ideas renovadoras y una manera de bloquear las posibilidades de quienes pueden desarrollarlas.

Esta ambivalencia de las actitudes frente a los cambios es la estudiada por T.S. Kuhn en el campo científico, particularmente en su ya famoso The Structure of Scientific Revolution, y sus conclusiones bien podrían seguir aplicán­dose a muchas otras esferas de la vida.

Miremos el caso de Colón, quien durante buena parte de su vida fue tratado como loco por afirmar que la tierra era redonda. O el de Galileo cuando empezó a explicar que el sol y no la tierra era el centro de nuestro sistema planetario. Ambos atacaban principios admiti­dos como obvios por la gente de su época, y aportaban razones de peso que no fueron cap­tadas en su justa dimensión por los expertos de entonces. ¿Por qué? ¿Cuál fue la causa de una tan fuerte resistencia para ver lo que hoy son «temas de primaria»? ¿Por qué sus con­temporáneos los tildaron de locos, precisa­mente por esos postulados en base a los cua­les hoy los consideramos como genios.

T.Kuhn, en su libro sobre La estructura de las revoluciones científicas (cuya primera edi­ción es de 1962), explica satisfactoriamente esa negativa generalizada a través de lo que él llama el «paradigma». Esa palabra, en nuestro idioma, significa «ejemplo representativo» y «modelo pa­ra ser imitado». Kuhn afina un poco más el sig­nificado referiéndolo a una «mentalidad» o con­junto de interpretaciones, un «círculo» dentro del cual se engloban diversos comportamientos coherentes entre sí.

Por ejemplo, un médico, dentro de su hospi­tal, se rige por una estructura muy precisa fabri­cada por un entramado de reglas de comporta­miento. Tal vez no todas escritas, pero cada una de ellas admitida por un personal acostumbra­do a cumplirlas. Gracias a ellas, cualquier ob­servador un poco atento puede distinguir a los médicos de los simples empleados, de los ad­ministrativos o de los enfermeros y enfermeras.

Los paradigmas pueden ser muchos y se en­cuentran por doquier en nuestra vida. En el cam­po científico, Kuhn nos descubre cuatro de sus características que nos pueden interesar para el desarrollo posterior de la reflexión:

  • Ante todo son creados paulatinamente, como una carretera cuyo trazado comienza con un sendero y, poco a poco, pasa a ser una especie de calle hasta convertirse en autopis­ta. Se van articulando y perfeccionando a gol­pes de paciencia, como parte del instrumental útil para realizar el trabajo ordinario.
  • En segundo lugar, se especializan, es decir, se reducen a una zona de operaciones precisa. Esa limitación permite enmarcar el área de tra­bajo y obliga al científico a centrar la atención, a determinar más fácilmente los problemas a resolver y a elegir los métodos adecuados pa­ra encararlos. La especialización progresiva no sólo ayuda a ser eficaces y ganar tiempo, sino que también facilita la creación de ayudas im­portantes: el lenguaje propio de cada ciencia, las reuniones y congresos donde se juntan quie­nes «están en ese paradigma», etc.
  • No todo son ventajas; también pueden ocultar cuanto está más allá de esos límites pre­cisos. Porque se llega a observar con detención lo que está dentro del propio paradigma, pero se pierde de vista cuanto queda lejos de sus bordes. Por eso, dice Kuhn, cuando Colón y Galileo aparecen, los científicos de aquellas épocas sólo les llegaron a ver de refilón, desde lejos y sin poder captar sus razones.
  • Pero hay algo más, insiste Kuhn internán­dose en el plano psicológico: esa laguna, esa ocultación, no siempre es del todo inocente. En el caso de Colón o Galileo, por lo menos algu­nos de los pensadores de entonces captaron algo del «nuevo planteamiento», pero también percibieron que, de seguirlo, estaban obliga­dos a «repensar todo desde cero» como si lo aprendido hasta ese momento no les sirviese de nada. Perder seguridades o replantear las propias convicciones «cuesta un ojo de la ca­ra», por lo que aquellas personas prefirieron se­guir la corriente y reírse de los innovadores co­mo si fueran payasos conocidos de un mal cir­co de pueblo.

Para captar la verdad de este última carac­terística, basta recordar que el gobierno inglés se resistió durante siglos a implantar el siste­ma decimal en sus monedas. Reconocía que ese paradigma era mejor, pero exigía transfor­mar hasta los hábitos mentales de los barren­deros del mercado. Por la misma razón, toda­vía no se decide a hacer circular por la dere­cha a los automóviles, pues eso obliga a cam­biar desde las señales de tráfico hasta el mo­do de mirar de las personas.

Resumiendo, Kuhn advierte que las ciencias se rigen por una serie de reglas de juego, a las que agrupa bajo la palabra «paradigma». Ese «paquete de ideas», interpretaciones, etc., fa­cilita el avance rápido a los científicos dentro del marco de operaciones fijado, pero, como con­trapartida, los toma poco sensibles para captar las señales llegadas desde fuera.

2. Algunos ejemplos reveladores

Lo sucedido a Colón y Galileo no sólo es historia del pasado. Trataré de ilustrarlo con una experiencia que conozco de primera mano. A comienzo de los años 60, un pobre y desvalido aspirante a clérigo, llamado Luis Gi­ribaldi, descubrió un reloj de pared abandona­do en la vieja carpintería del colegio «Máximo de San Miguel», situado en la periferia de Bue­nos Aires. Le dio cuerda y no consiguió poner­lo en marcha, porque la larga espiral de acero estaba definitivamente deteriorada. Entonces a Giribaldi se le ocurrió reemplazarla por una pila de su linterna. Así lo hizo y a los pocos dí­as el reloj seguía marchando perfectamente. Raro, muy raro, porque le habían sobrado la mayoría de las ruedecillas, tornillos y resortes consagrados por la centenaria tradición reloje­ra. Un año después, volvió a cambiar la vieja pila por una nueva y aquel reloj continuó mar­cando las horas tan monótona como exacta­mente, porque ni se atrasaba ni adelantaba, otro detalle de particular relevancia.

Dos años más tarde, un común amigo de ori­gen suizo, que vivía en el cercano poblado de San Miguel, se interesó por el invento. Hicimos con él los acuerdos pertinentes y aquel hombre viajó a su país para tentar a la industria relojera; porque entonces la relojería suiza dominaba el 70% del mercado mundial. No obstante, las ne­gociaciones emprendidas por nuestro interme­diario fracasaron rotundamente, dado que sus compatriotas rechazaron esa nueva modalidad de relojes. Y a tal punto desalentaron a este em­presario en potencia, que nuestro amigo se vol­vió al Río de la Plata sin ni siquiera patentar el invento. Sin embargo, por suerte o por desgra­cia, dejó en el viejo continente el modelo que llevaba como muestra.

Unos años más tarde, aquel misterioso reloj casi olvidado en Suiza todavía seguía funcio­nando a pilas y marcaba el compás de las ho­ras con precisión matemática. Por eso fue pre­sentado como una rareza en una exposición de Suiza que nada tenía que ver con la relojería. Aparecieron por ella unos inofensivos japone­ses que lo fotografiaron por todos los lados, co­mo solían hacer con cuanto les llamaba la aten­ción. Tampoco ellos tenían contacto con la in­dustria relojera. El resto ya es historia conocida, pues aquellos visitantes aprovecharon con es­mero el invento y en pocos años les robaron a los suizos el mercado mundial de relojes.

¿Qué había sucedido? Por un lado, que ni Luis Giribaldi, ni el amigo suizo, ni los japone­ses, de visita por Europa, tenían nada qué ver con la relojería. Eso les permitió mirar el reloj con ojos nuevos. Si hubiesen estado impreg­nados del paradigma de los relojeros, no habrí­an tenido los mismos ojos. Por otro lado, los profesionales de Suiza, tan acostumbrados es­taban a contar el tiempo que habían sido de­formados por sus relojes. Por eso no pudieron ver lo que hoy hasta resulta ridículo contar.

Anécdotas parecidas podrían narrarse con­tando la historia de la invención del cinemató­grafo. A fines del siglo pasado parecía un juego de ciertos locos que recoman California y se subían a los tejados para no desperdiciar ningún rayo de luz. El Congreso de USA quiso adjudi­car el nuevo invento a las universidades por su posible interés didáctico. Pero las instituciones docentes declinaron el ofrecimiento, porque no veían en él tales posibilidades. Aquello juegos para atrapar la imagen nada tenían que ver con una «enseñanza seria». ¿Era por mala voluntad? De ninguna manera, afirma Kuhn. Simplemente, acostumbrados a su autopista, no vieron cuan­to estaba surgiendo en otra pequeña senda pa­ralela. Además, les resultaba difícil abandonar el camino seguido durante siglos de tradición pe­dagógica y cambiar a otro nuevo.

La aspirina o el escarabajo de la Volkswagen recorrieron una lucha parecida y sólo comenza­ron a ser atendidos después de muchos años de estar archivados como descubrimientos secundarios.

En el campo de la música, Mozart fue una rara excepción, pues su genio fue reconocido de entrada; sin embargo, terminó en una fosa común sin pena ni gloria pese a que su talen­to, lejos de atrofiarse, se fue agigantando. Vi­valdi, en cambio, pasó dos siglos siendo un ilustre desconocido y los Strauss sufrieron mu­cho hasta imponer sus valses. La ópera Car­men arrancó con un sonoro fracaso, al no se­guir los cánones a los que estaban acostum­brados los melómanos de la época.

En la pintura, Van Gohg se moría de hambre, los dibujos de los impresionistas no se usaban ni para decorar cuartos de baño, y Picasso fue considerado como un extravagante que no sa­bía dónde ponerle los ojos a las mujeres.

Todo esto, ¿por qué razón? Porque sus obras no entraban en los paradigmas de su tiempo y los entendidos, entre los que ellos se movían, no tenían las condiciones mentales para percibir sus innovaciones. Por supuesto, en algunos ca­sos, tampoco interesaba aceptarlas.

Como resultado de este breve repaso histórico es bueno señalar otra de las conclusiones de Kuhn: la gente que crea nuevos paradigmas sue­le «venir de fuera», no son miembros del cuerpo establecido. Pueden innovar porque sus cabezas operan con un programa distinto al usado por el resto de sus contemporáneos.

  1. Aplicación al «campo religioso»

Lo descubierto por Kuhn probablemente no sea extraño al campo de la teología. Voy a tratar de señalar algunas encrucijadas que así parecen confirmarlo. No lo hago para investi­gar la cuota de razón en cada una de las posi­ciones, sino para mostrar cómo en todo cam­bio de paradigma hay una tensión inevitable que no deriva de las razones en juego sino del cambio de mentalidad.

3.1. Encuentros

Partamos con el caso del Vaticano II, un concilio que abrió las ventanas del catolicismo dejando entrar un aire fresco. ¿Por qué? Kuhn respondería: ante todo, porque permitió una buena participación de gente de fuera del para­digma tradicional. Y es cierto, el papa Roncalli llamó al encuentro a varias personalidades que hasta ese momento habían sido consideradas como innovadores dañinos y poco ortodoxos.

En segundo lugar porque los dirigentes ecle­siásticos tuvieron la valentía de rechazar los es­quemas preparados por los teólogos de la cu­ria romana. Prefirieron «partir de cero» y arma­ron el tinglado del «Esquema XIII».

En tercer lugar porque… ¡la batuta corres­pondía a un patrocinador con agallas que po­co se amoldaba a los modos de gobierno je­rárquico!

Algo similar sucedió en Medellín. En esa con­ferencia del episcopado latinoamericano hubo un claro «dominio de los secretarios” Tal ex­presión se lanzó, con un tono marcadamente despectivo, para explicar que en esa asam­blea cada obispo llevó a sus propios asesores y tuvo tiempo para consultar con ellos. Fue precisamente esto lo que convirtió aquel en­cuentro en un faro que todavía sigue señalan­do el camino. Por el contrario, en Puebla y, so­bre todo, en Santo Domingo, se evitó cuida­dosamente el ingreso de «gente de fuera» y los resultados fueron notablemente menos in­novadores. ¿Mera casualidad?

3.2. Biblia

En mi juventud aún se enseñaba en los seminarios y universidades católicas que Dios había escrito los libros sagrados dictándolos a escribas de reconocida fidelidad y probada solvencia; los evangelistas, por ejemplo. To­davía hoy, al terminar las lecturas de la Biblia, en muchos países se dice, conforme a esta tendencia, «palabra de Dios». Sin embargo, ya a mediados de este siglo, Pío XII admitió ofi­cialmente que Dios inspiraba las sagradas es­crituras pero no las escribía. Entre inspirar y escribir existe un abismo de diferencia; por­que, al menos, la segunda palabra permite que el «genio humano» accione directamente, con todas las ventajas e inconvenientes de tal ingerencia.

Pues bien, el cambio se logró tras más de dos siglos de luchas. Y las publicaciones de muchos de los pioneros en patrocinar esta nueva tendencia estaban en las bibliotecas de nuestros seminarios en un armario cerrado con llave, llamado el infierno. Hoy aquellos demo­nios se han convertido en santos y sus grandes intuiciones han sido aceptadas. Gracias a ellos, se habla ya con naturalidad de «géneros litera­rios», de «figuras poéticas» y de las «circuns­tancias históricas» en medio de las cuales sur­gieron los textos de la Biblia.

Sin embargo, todavía hoy se puede sentir la tensión entre los dos paradigmas. Por ejemplo, todos conocemos las diversas promesas de Yahvéh respecto a dar a su pueblo los terrenos de Palestina, expulsando de él a otros habitan­tes. Pues bien, ¿se trata de una promesa he­cha y derecha de Dios a los israelitas? ¿No se­rá, más bien, una atrevida imagen poética de un encendido nacionalista? Nuestra respuesta de­penderá, en gran medida, del paradigma desde el cual juzguemos esas preguntas.

Lo mismo se ha de decir de la Alianza cele­brada en el Sinaí, donde aparecen los Diez Mandamientos. ¿Estamos frente a una cróni­ca detallada de un episodio tan real como una piedra o se trata sólo de la expresión poética de una vivencia nacional? Como se ve, basta leer estas preguntas para sentirnos apretados por diversos intereses, como la reina Isabel cuando Colón se presentó frente a ella.

Pasemos al Nuevo Testamento, donde la ten­sión no es menos evidente. Por ejemplo, para la corriente más tradicional, la «ciencia de Cristo» superaba la de todos los superman de esta tierra. Sencillamente porque era Dios. Sin em­bargo, como no quiso utilizarla a fondo para no asustarnos, vivía tapando con «traje civil» su verdadera grandeza.

Otra corriente afirma que Cristo fue verdade­ramente hombre y, como tal, tenía conocimien­tos limitados. Por eso, realmente fue creciendo en edad, sabiduría y gracia, no sólo delante de Dios sino también delante de los hombres. Po­co a poco llegó a descubrir su identidad de profeta y ocupó el puesto de Mesías; pero só­lo se enteró de que era Dios cuando su Padre lo resucitó de entre los muertos.

Entre uno y otro paradigma hay un mundo de diferencias. Cada uno de ellos arrastra un montón de imágenes de Cristo totalmente di­versas. Pero no se puede pasar de unas a otras sin sacrificar mucho terreno.

3.3. Moral

En materia moral, el cambio de paradigma es particularmente visible en el tema de la ho­mosexualidad. Cuando apareció la defensa de los homosexuales por parte de algunos mora­listas norteamericanos, el Vaticano los atacó duramente. Entonces, se defendieron dando una razón interesante. Dijeron que la condena­ción había sido realizada sobre la base del vie­jo paquete de normas dictadas por santo To­más de Aquino. Ellos, en cambio, hablaban se­gún los datos obtenidos por los estudios de médicos y psicólogos contemporáneos. Con lo cual indicaban a su gobierno central la ne­cesidad de enfocar el antiguo problema con las aportaciones de nuevos paradigmas.

3.4. Mujer

Un enfrentamiento similar podría estar su­cediendo en relación al puesto que ocupan y deben ocupar las mujeres en la Iglesia. Ya Cris­to tuvo problemas por admitirlas en su séquito y los bienpensantes de su tiempo lo catalogaron como amigo de pecadoras y prostitutas. Hoy hay confesiones cristianas que las han admitido como sacerdotes y obispos; para otras, en cam­bio, ni siquiera se puede hablar del asunto.

Dentro de la Iglesia Católica ya hay mujeres desempeñando la función de párrocos, cosa impensable hace pocas décadas. Sin embar­go y como ejemplo, aún falta mucho para que puedan ocupar el puesto de «nuncios apostó­licos» o de cardenales de la Iglesia, puestos para los que no es necesario ser sacerdotes.

¿Por qué resulta tan duro el diálogo sobre este tema? La respuesta de Kuhn no se haría esperar: porque un cambio de parámetros o «esquemas explicativos» no afecta simplemen­te a los detalles sino a toda la estructura que los sostiene; el cambio es una revolución y obliga a comenzar desde cero. Por eso es más fácil plantear el problema y discutirlo serenamente en las confesiones con un reducido número de integrantes, pero se complica hasta límites in­sospechados en grupos mayores.

3.5. Dogma

Los «teólogos de la Liberación» nos pre­sentan un enfoque parecido en el campo dog­mático. Aunque esos pensadores no siguen todos la misma línea, coinciden en apartarse de una «teología de laboratorio», surgida de los libros acumulados en las bibliotecas. Se alejaron de ella porque la veían impregnada de una cultura occidental bastante distante del medio ambiente latinoamericano. Por eso, pre­firieron una reflexión surgida al contacto con los problemas de la gente. Este nuevo pará­metro, lógicamente, chocó con el tradicional y el diálogo se tornó tan difícil como el de Colón y Galileo con los sabios de la época.

3.6. Gobierno

También en el gobierno de la Iglesia el en­frentamiento de paradigmas resultaría evidente para Kuhn. Basta considerar que la estructura monárquica orienta los destinos del mundo desde las primeras dinastías en Egipto hasta la cercana guerra del 14. Incluso, se llegó a considerarse como un «derecho divino». No obstante, en la última guerra mundial, la no­bleza quedó fuera de juego. Al firmarse la paz con Japón se obligó a Hiroito a abdicar de sus atributos celestiales. Desde entonces los re­yes, donde existen, siguen reinando pero no gobiernan. En su lugar surge otro sistema más participativo, donde el gobierno debe estar al servicio del pueblo soberano. Se cambia así un paradigma que había comenzado a des­montarse con la Revolución francesa.

Sin embargo, en la Iglesia todavía sigue vi­gente el sistema monárquico que se introdujo en tiempos de Constantino. La tiara pontificia, los grandes títulos eclesiásticos, los palacios episcopales y las vestiduras de los cardenales lo hacen patente. El concilio Vaticano II ya dio ciertas orientaciones para modificarlo, pero aún queda mucho camino por andar.

  1. Recapitulación final

Los paradigmas, las estructuras menta­les, son naturales en nuestra manera de ser. Se trata de algo útil, bueno y necesario, para cualquier trabajo serio. Pero cuando se trans­forman en normas únicas, irreemplazables, exclusivas, etc., pueden convertirse en un pe­ligroso encierro.

Los acostumbrados a los viejos paradigmas, muchas veces, ni siquiera perciben cuanto aparece en uno nuevo; porque todo lo que es claro dentro de un paradigma, puede ser terri­blemente oscuro para quien mira desde otro. Por eso resulta difícil, cuando no imposible, convertirse a ese nuevo.

Y por eso también quienes están fuera de los viejos paradigmas deben tratar de com­prender que no resulta fácil una transformación radical. Los nuevos paradigmas exigen cam­bios a fondo. Es como una conversión a otra religión. De ahí que una de sus responsabilida­des pase por encontrar caminos donde los re­presentantes de los diversos paradigmas pue­dan dialogar serenamente. Entre otras cosas, porque frecuentemente es la institución la que sufre las consecuencias de una intransigencia paralizante.

Manuel Olivera

La estructura de las revoluciones científicas tuvo, entre otros méritos, el acierto de presentar la primera epistemología sistematizada de la ciencia a partir del análisis histórico. Aquí no entramos en la discusión a que dio lugar (cf., por ejemplo, I. Lagos-A. MUSGRAVE, La crítica y desarrollo del conocimiento científico, Ed. Grijalbo, Barcelona 1975). Sólo tratamos de leer algu­nos datos de la realidad a través de uno de los con­ceptos centrales de esa obra: el paradigma.

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