Agustín DOMINGO MORATALLA es Profesor de Filosofía Moral y Política de la Universidad de Valencia y Director General de la Familia, Menor y Adopciones de la Generalidad Valenciana
Síntesis del artículo[1]:
Durante los últimos años se ha producido un giro importante en la teoría política: hemos dejado de preocuparnos por el modelo de democracia para preocuparnos por el modelo de ciudadanía. Este giro no se puede entender como un olvido de la pregunta por el modelo de democracia más adecuado para unos individuos conectados más por las tecnologías que por los afectos, sino como una profundización en la forma de realizar la democracia en la vida cotidiana. Nos resultan más próximos e interesantes los problemas políticos donde intervenimos como ciudadanos y protagonistas. ¿Qué cambios se han producido en esta forma de entender el protagonismo?, ¿se trata de un protagonismo puramente socio-político?, ¿podemos ser protagonistas políticos sin ser protagonistas económicos, culturales o religiosos? El objetivo de este artículo es mostrar la evolución que se ha producido en el concepto de ciudadanía para demostrar que la ética política no es más democrática por el hecho de arrinconar más dimensiones de la vida humana sino, por el contrario, cuando las diferencia e integra. En este sentido, una teoría de la ciudadanía no es más democrática cuando deja a un lado las tradiciones culturales o religiosas para centrarse en problemas de legitimidad política (justicia y derechos), sino cuando las integra con rigor y capacidad crítica en una ética pública.
1.- Justicia liberal y bienes comunitarios
Desde 1971 en que apareció la Teoría de la Justicia, las tradiciones anglosajonas y continentales se han fundido en una tradición común que puede ser analizada desde diversos ángulos; uno de ellos es el que aparece directamente relacionado con la obra de J. Rawls y ha sido descrito como la controversia entre liberalismo y comunitarismo[2].
Los defensores de la Teoría de la Justicia de John Rawls afirman que una teoría de la justicia debe ser crítica, universalista e independiente de las prácticas y tradiciones culturales. Debe ser formal y procedimental, más preocupada por la forma de los principios de justicia que por su contenido, más preocupada por las reglas del juego y los árbitros que por el buen juego. Con ello, la tradición liberal está más preocupada por las reglas de justicia que deben orientar la vida de los ciudadanos que por los proyectos de convivencia que son capaces de proponer.
Junto a J. Rawls, en el “equipo liberal” se encontrarían pensadores como R. Dworkin, T. Nagel, T.M. Scanlon, Ch. Larmore, B. Ackermann. Frente a estos autores, y en el “equipo comunitarista”, se encuentran M. Sandel, A. MacIntyre, M. Walzer y Ch. Taylor. Estos últimos critican el procedimentalismo e individualismo de la teoría de la justicia liberal porque consideran que ha realizado una abstracción de la vida moral. Los liberales no se han tomado en serio el carácter condicionado de la razón humana y, por consiguiente, de la libertad. En este sentido, han construido una figura atomista y, en cierta medida, esperpéntica del ciudadano: sin raíces, sin historia, sin emociones, sin tradiciones, sin “hábitos del corazón”. Para los liberales son tan importantes las reglas, los árbitros y las leyes que se han olvidado de la calidad de los jugadores, de la moral de los equipos o de los fines del juego democrático.
Las teorías liberales de la ciudadanía plantean la participación como conocimiento de reglas, de normas y de derechos, haciendo hincapié en el “juego limpio”. Para ellos, la participación política de los ciudadanos consiste en el aprendizaje de las normas de convivencia. Las teorías comunitaristas de la ciudadanía plantean la participación como compromiso con un equipo donde las normas y los derechos están al servicio de unos fines, unos valores y unos bienes. Buscar la justicia no puede ser únicamente aplicar bien las normas sino realizar el bien común.
2.- De una ciudadanía pasiva a una ciudadanía activa
- Kymlicka y W. Norman han señalado que el concepto de ciudadanía está íntimamente ligado a dos problemas clave de la filosofía política: la idea de derechos individuales y la noción de vínculo con una comunidad particular. Este interés ha estado alimentado por una serie de acontecimientos políticos como el despertar de la sociedad civil en la Europa del Este, las tensiones generadas por los movimientos migratorios en Europa, la apatía de los votantes en EEUU, la crisis del estado de bienestar o el auge de los nacionalismos. Estos fenómenos han ido mostrando que el vigor y la estabilidad de una democracia no dependen sólo de una teoría de la justicia sino de las cualidades y actitudes de los ciudadanos. Así pues:
“…su sentimiento de identidad y su percepción de formas potencialmente conflictivas de identidad nacional, regional, étnica o religiosa; su capacidad de tolerar y trabajar conjuntamente con individuos diferentes; su deseo de participar en el proceso político con el compromiso de promover el bien público y sostener autoridades controlables; su disposición a autolimitarse y ejercer la responsabilidad personal en sus reclamaciones económicas, así como en las decisiones que afectan a su salud y al medio ambiente. Si faltan ciudadanos que posean estas cualidades, las democracias se vuelven difíciles de gobernar e incluso inestables.”[3]
Este protagonismo de la ciudadanía supone un giro con respecto al protagonismo que ya tuvo este problema después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se planteaba la ciudadanía como “igualdad en el trato”. Entonces, más que un problema ético se trataba de un problema jurídico, se buscaba el reconocimiento de unos derechos de ciudadanía; era el clásico planteamiento de T. H. Marshall, quien para su realización exigía un determinado modelo de Estado, el Estado liberal-democrático. Esta ciudadanía era descrita como pasiva porque no exigía actividad y obligación alguna para conseguir el reconocimiento. Cuarenta años después, frente a una ciudadanía pasiva donde al ciudadano se le reconocen unos derechos, hoy hablamos de una ciudadanía activa donde al ciudadano se le exigen unas responsabilidades[4].
Como han señalado Kymlicka y Norman, la crítica a la ciudadanía pasiva se realizó desde una derecha ideológica para la que el Estado de bienestar había promovido la pasividad de las gentes, había creado una cultura de la dependencia y había convertido a los ciudadanos no ya en súbditos, sino en clientes de la tutela burocrática. Para esta derecha ideológica, las democracias occidentales tendían hacia la “ingobernabilidad”[5], con las contribuciones de una parte de los ciudadanos disfrutaban todos de las mismas prestaciones. El Bienestar de todos se construía sobre la responsabilidad y participación desigual de unos pocos. En realidad, el Estado social de la post-guerra se había transformado en un Estado de bienestar sin haber pasado antes por un Estado de justicia. El propio Habermas ha señalado que con una ciudadanía pasiva se crean individuos dependientes, se faorece un retraimiento a la vida privada y se produce una “clientelización de la ciudadanía”[6].
- Compromisos para construir la democracia
Planteada la política en clave de participación no sólo está en juego un modelo de estado, sino un modelo de sociedad. El problema de la ciudadanía depende más de la preocupación común por lo público y de cierto nivel de virtudes públicas que de un determinado modelo de instituciones políticas (estado). Lo que el estado necesita de la ciudadanía no se puede obtener por medio de la coerción sino por medio de la cooperación y el autocontrol en la distribución del poder. Entonces aparece la gran pregunta de la ética política: ¿Dónde aprender las virtudes públicas? ¿Cómo adquirir esa conciencia de lo público? Kymlicka y Norman plantean cuatro frentes:
a.- La izquierda y la democracia participativa. Esta izquierda considera que el problema de la pasividad se resuelve otorgando a los ciudadanos más participación, planteando una democratización del estado del bienestar. En este sentido, el problema de la ciudadanía sólo se resuelve mediante una renovación participacionista de la democracia. La izquierda no tendría fácil esta renovación de la ciudadanía en clave de responsabilidad porque ha despreciado durante mucho tiempo la noción de ciudadanía al considerarla una noción “burguesa”[7].
b.- Republicanismo cívico. Esta tradición cívico-republicana, nacida en fuentes greco-romanas e inspirada en Maquiavelo y Rousseau, considera que la participación política tiene un valor intrínseco y, por consiguiente, no tiene un valor instrumental como piensan los liberales. La dedicación a los asuntos públicos tiene un valor superior al que proporciona una dedicación a los asuntos privados y debe, por consiguiente, ocupar el centro de la vida de las personas.
c.- Teóricos de la sociedad civil. Se agrupan aquí algunos pensadores comunitaristas para quienes la responsabilidad se aprende participando en el entramado de asociaciones que dan forma a la vida de los pueblos. No es al amparo del estado donde el ciudadano actúa “por obligación” o “por convención”, sino en este entramado de asociaciones donde el ciudadano actúa voluntariamente “por convicción”, donde se adquieren la civilidad y la disciplina personal necesaria que requiere la vida democrática.
d.- Teorías de la virtud liberal. No faltan quienes afirman que las grandes reflexiones sobre la virtud cívica se encuentran en la tradición liberal. En este sentido, la capacidad para cuestionar la autoridad y la voluntad de involucrarse en las discusiones públicas son dos virtudes sin las que no habría una vida democrática. Virtudes que se deberían aprender en el marco del sistema educativo. Mientras que en otros momentos de la historia de la ética era una cuestión derivada de la reflexión sobre la democracia o la justicia (un ciudadano es alguien que tiene derechos democráticos y plantea exigencias de justicia), ahora aspira a desempeñar un papel culturalmente relevante y significativo[8].
En definitiva, la apuesta por estrategias cívicas ya no supone una apuesta simple por cualquier tipo de compromisos, sino por una participación valiosa en sí misma. Con esta participación, los bienes individuales se reordenan y modulan según bienes compartidos, es decir, según un proyecto de bien común; también la justicia procedimental se convierte en justicia social y, también, las responsabilidades ciudadanas se transforman en responsabilidades comunitarias[9]. Una participación y organización social con la que se desarrolla lo que algunos analistas han llamado ciudadanía corporativa.[10]
4.- De la ciudadanía democrática a la ciudadanía diferenciada
Uno de los desafíos más importantes para los teóricos de la ciudadanía es el fenómeno de la inmigración. No se trata de un fenómeno nuevo, pero sí con dimensiones globales porque la desaparición de las fronteras también cuestiona el modelo de ciudadanía. Hasta ahora, cuando hablábamos de ciudadanía nos referíamos a una ciudadanía “con papeles”, nacional o estatal, delimitada institucionalmente por las fronteras que establece un régimen político en un territorio, con unas lenguas determinadas o culturas comunes.
Aunque la sociedad del conocimiento y la economía globalizada sean trans-fronterizas, las identidades se perfilan mediante fronteras. No son únicamente fronteras físicas, hay también fronteras de muchos tipos: económicas, sociales, políticas y culturales. Ante esta situación, ¿cómo entender la integración?, ¿qué modelo de ciudadanía: cosmopolita o patriótica?
La ciudadanía no es simplemente un status legal definido por un conjunto de derechos y responsabilidades. Es la expresión de la pertenencia a una comunidad política que comparte unas señas de identidad común. En ella no todos los grupos sociales están igualmente integrados; muchos se sienten excluidos de esta identidad compartida no sólo por razones socioeconómicas, sino por razones políticas o socioculturales. Unas razones que pueden girar en torno a una religión, etnia, costumbres, color de piel, sexo, proyecto nacional o lengua diferente. La integración de estos grupos sólo sería posible si se adopta lo que Iris Marion Joung ha llamado “ciudadanía diferenciada”[11].
Para los defensores de esta teoría, los miembros de ciertos grupos son incorporados o integrados no sólo como individuos, sino como miembros de un grupo con determinadas características, y sus derechos dependerían de su pertenencia o adscripción. Por ejemplo, algunos grupos discriminados por razones de género exigirán una política de cuotas o discriminación positiva; algunos grupos discriminados por razones religiosas exigirán una modificación de la uniformidad para ejercer cargos públicos, los horarios escolares o el calendario laboral.
Estas demandas de diferencia que han ocasionado polémicas importantes en la opinión pública con ocasión del uso del shador en las escuelas públicas francesas o la interrupción de las clases en colegios para facilitar la oración a niños musulmanes, ponen en cuestión el principio liberal de igualdad ante la ley de todos los ciudadanos. Son demandas de discriminación o acción afirmativa a favor de unos grupos que se justifican porque sus defensores mantienen que la igualdad no consiste en aplicar leyes que ignoren las diferencias naturales, sino que las tengan en cuenta. Para ello habría que proveer medidas institucionales y políticas de diferencia[12].
Sin embargo, de la política de la diferencia a la política de la distinción fragmentadora puede haber un solo paso. Cuando la política de la diferencia se plantea como reivindicación de una distinción que disgrega y no como una integración que diferencia, entonces nos aproximamos a una política que fragmenta las comunidades políticas y las convierte en agregados sociales. Para evaluar las diferencias, y cuando se plantea el tema en términos políticos, habría que clarificar y distinguir tres tipos de derechos:
a.- Derechos especiales de representación. Aquellos derechos que reclaman grupos desfavorecidos que exigen determinadas cuotas de representación para alcanzar una situación de justicia. Se trata de grupos de personas con alguna minusvalía o discapacidad que reclaman la aplicación de una discriminación positiva a su favor.
b.- Derechos de autogobierno. Aquellos derechos que reclaman minorías nacionales dentro de una comunidad política más amplia de la que se sienten discriminados porque no se reconocen sus peculiaridades culturales: lengua, tradiciones, fueros. Se refieren a grupos que reclaman competencias políticas encaminadas al autogobierno (autonomía, federalismo, soberanía).
c.- Derechos multiculturales. Aquellos derechos que reclaman grupos étnicos o religiosos para que se produzca el reconocimiento público de sus diferencias. Exigen al derecho público común una serie de medidas políticas de discriminación positiva que protejan el derecho a mantener una identidad étnica o cultural. Un ejemplo lo tenemos en los gitanos o algunas minorías religiosas que reclaman protecciones externas para mantener la estabilidad o supervivencia.
5.- La aparición de una ciudadanía multicultural
En estos últimos casos, el problema ético no se encuentra en el simple reconocimiento de las diferencias culturales, sino en la reciprocidad de tal reconocimiento o, lo que es más importante, en la aceptación de un marco ético-político que haga posible la reciprocidad socio-cultural[13]. Los “derechos multiculturales” se han convertido en exigencias de integración en una comunidad política con la que se quiere un modelo simbiótico de convivencia para la promoción de un bienestar compartido. Ahora bien, esta simbiosis no siempre se plantea en términos de convivencia respetuosa para promover tradiciones y proteger a las personas bajo principios éticos comunes.
Hay veces que se plantea en términos de una simbiosis selectiva. Se trata de una supervivencia muy particular porque quienes reclaman la protección de sus diferencias culturales se desentienden de los principios ético-políticos sobre los que se asienta el reconocimiento: dignidad de la persona (sea varón o mujer), tolerancia religiosa, separación de legalidad y religiosidad. La ciudadanía multicultural no puede ser una ciudadanía del “todo vale” o que se desentienda del valor moral que cada tradición cultural o religiosa aporte. No todos los elementos de todas las tradiciones culturales o religiosas son éticamente defendibles.
En algunas éticas contemporáneas, la valoración de las diferencias en una teoría de la ciudadanía depende de los presupuestos individualistas con los que se sostenga una política liberal. Ciertamente, hay un liberalismo individualista donde la igualdad ante la ley exige la ceguera ante las diferencias[14]. Sin embargo, también hay un liberalismo solidarista donde la igualdad exige el reconocimiento de las diferencias. Este es el modelo de ciudadanía que ofrece Charles Taylor en su libro El multiculturalismo y la política del reconocimiento[15].
Algunos de estos planteamientos han sido desarrollados por W. Kymlicka y los defensores de un nacionalismo liberal. A su juicio, los verdaderos enemigos de una ciudadanía cosmopolita no son los nacionalistas liberales sino la xenofobia, la intolerancia, el “chauvinismo”, el militarismo y el colonialismo. Sin embargo, mientras que los defensores del cosmopolitismo están a favor de una política de fronteras abiertas en la inmigración porque la consideran un derecho natural, los defensores del nacionalismo liberal como Kymlicka defienden la existencia de culturas nacionales, como si el concepto de cultura sólo exigiera un enraizamiento crítico en tradiciones y no un distanciamiento crítico de las mismas.
Esta defensa de la cultura nacional genera la necesidad de medidas que no sólo protejan esta particular forma de entender la identidad nacional[16], sino que limiten la movilidad personal y restrinjan a priori el número de miembros que puedan aspirar a compartir esa cultura. Recientemente, Kymlicka ha mantenido estos planteamientos en un artículo que lleva por título “Del cosmopolitismo ilustrado al nacionalismo liberal”. Sus dos tesis fundamentales son:
- – los beneficios de la movilidad están condicionados a la seguridad de la viabilidad de la propia cultura nacional,
- – se debe limitar el número de inmigrantes y se les debe animar a que se integren en la propia cultura nacional[17].
Ahora bien, ¿hay una única forma de entender el cosmopolitismo?, ¿cabe un cosmopolitismo diferente al secular? Alguien tan poco sospechoso de dogmático como Habermas ha señalado que lo que de verdad necesitamos es una revisión dogmática del concepto de “persona jurídica”[18].
A nuestro juicio, no sólo es posible sino deseable un cosmopolitismo intercultural donde las identidades culturales no se planteen únicamente en términos de enraizamiento para una supervivencia nacional, sino en términos de distanciamiento para un encuentro convivencial. Alain Finfielkraut apuntaba en esta dirección sus reflexiones cuando comentaba lo siguiente:
“Extrayendo del episodio nazi la lección de que existía un vínculo entre la barbarie y la ausencia de pensamiento, los fundadores de la Unesco habían querido crear, a escala mundial, un instrumento para transmitir la cultura a la mayoría de los hombres. Sus sucesores han recurrido al mismo vocabulario, pero le atribuyen una significación completamente distinta. Siguen invocando con énfasis la cultura y la educación, pero sustituyen la cultura como tarea (Bildung) por la cultura como origen, e invierten la trayectoria de la educación: allí donde estaba el “yo”, debe entrar el “nosotros”; en lugar de cultivarse ( y salir así de su pequeño mundo) el individuo tiene ahora que recuperar su cultura, entendida como “el conjunto de conocimientos y de valores que no constituye el objeto de ninguna enseñanza específica y que, sin embargo, todo miembro de una comunidad conoce.” Exactamente lo mismo que el pensamiento de las luces denomina incultura o prejuicio. Así pues, Lichtemberg daba muestras de una lucidez premonitoria cuando escribía, hace ya doscientos años: “Hoy se intenta por todas partes extender el saber, ¿quién sabe si dentro de unos siglos no existirán universidades para restablecer la antigua ignorancia?”[19]
6.- Ciudadanía inter-cultural y ciudadanía intra-cultural
Para algunos autores, la forma en la que los defensores del multiculturalismo plantean la ciudadanía democrática resulta insatisfactoria. En primer lugar porque una política de la diferencia no garantiza siempre una política del reconocimiento recíproco. Sin esta reciprocidad en el ejercicio del reconocimiento puede haber supervivencia o incluso coexistencia simbiótica con las diferencias, pero no convivencia democrática. Hay valores, tradiciones, costumbres y religiones (diferencias) que merecen ser estimados y reconocidos, lo que no significa que quienes las diferencien y reconozcan se olviden del valor de lo propio. En este sentido, una ciudadanía multicultural puede interpretarse como una ciudadanía filosóficamente “perezosa”, no porque olvide las pretensiones de verdad de la propia cultura, sino porque no está dispuesta a ponerlas a prueba en el encuentro con otras. Es más sencillo desentenderse del encuentro o del diálogo inter-cultural porque supone tener disponibilidad para argumentar públicamente sobre la pretensión de verdad de las culturas o tradiciones religiosas.
El multiculturalismo aparece en EE.UU durante la década de los sesenta y setenta. En algunas las Universidades de EE.UU. se estableció un fuerte debate sobre el valor de los autores que hasta entonces se consideraban “clásicos”. En el debate, los defensores del multiculturalismo exigían que se concediera igual valor a todas las expresiones de la diferencia, fueran occidentales u orientales, americanas o africanas, europeas o mapuches, zulúes o chiapanecas[20]. En primer lugar, ciertamente, una política del reconocimiento permite afirmar que el desconocimiento produce frustración, depresión e infelicidad, pero eso no autoriza a afirmar que los grupos o expresiones culturales diferentes estén oprimidos.
En segundo lugar, no tiene sentido hablar de cultura “nacional”, porque no podemos realizar la ecuación entre comunidad nacional = comunidad cultural. Hay convicciones culturales que desbordan los límites nacionales e incluso estatales, de manera que lo nacional y lo cultural no se identifican. Una ciudadanía democrática exige una ética hermenéutica que no plantee los problemas únicamente en términos jurídicos-políticos sino socio-culturales enraizados en la vida cotidiana de las personas. Los horizontes de cada cultura no son horizontes fijos, estables e inmutables. Por eso, cuando se produce el diálogo entre culturas sucede lo que desde una ética hermenéutica describimos como “fusión de horizontes”[21].
La diversidad cultural no puede ser tratada como la diversidad biológica, como si el problema de la ciudadanía democrática fuera un problema de “biodiversidad cultural”. Como afirma Adela Cortina, más que una ciudadanía multicultural deberíamos hablar de una ética intercultural:
“…se trata de tomar conciencia de que ninguna cultura tiene soluciones para todos los problemas vitales y de que puede aprender de otras, tanto soluciones de las que carece, como a comprenderse a sí misma. En este sentido, una ética intercultural no se contenta con asimilar las culturas relegadas a la triunfante, ni siquiera con la mera coexistencia de las culturas, sino que invita a un diálogo entre las culturas de forma que respeten sus diferencias y vayan dilucidando conjuntamente qué consideran irrenunciable para construir una convivencia justa… El sueño de los universalistas homogeneizadores -la eliminación de toda diferencia- representa un supremo empobrecimiento para la sociedad que lo practica; pero también el entusiasmo ante lo diferente, por el mero hecho de serlo, raya en el papanatismo, ya que no toda diferencia eleva el nivel de humanidad.”[22]
Esta ética intercultural exige pensar en serio la convivencia en sociedades complejas y pluriétnicas. Convivir no es simplemente sobrevivir unos a costa de otros. Convivir no es coexistir mediante apaños y negociaciones ocasionales que resuelven problemas puntuales. Convivir es participar en un horizonte socio-cultural compartido que genera identificaciones cívico-políticas y se produce cuando hay voluntad de diálogo. Ahora bien, entablar un diálogo significa estar dispuesto a aceptar las condiciones que le dan sentido y entre ellas, no sólo la voluntariedad en la adscripción a grupos de pertenencia, sino la afirmación de que no todas las culturas u horizontes tienen igual valor. Cuando una ética intercultural se apoya en el diálogo no busca un consenso fácil, busca más “voluntad de acertar” que “voluntad de consensuar”[23].
Para ello, no es suficiente una ciudadanía intercultural sino que necesitamos una ciudadanía intra-cultural, incluso dentro de las propias tradiciones religiosas tendría sentido una ciudadanía intra-cultual para reanimar en términos de solidaridad y bien común las prácticas cultuales y religiosas. Una ciudadanía de la que están necesitadas las comunidades religiosas que no saben afrontar el desafío de la modernidad y la secularidad[24].
Sólo quienes desconocen sus tradiciones culturales se entusiasman ante las de los demás. La globalización y la inmigración no sólo están poniendo sobre la mesa el problema de la integración social de las diferentes culturas en una ciudadanía cosmopolita, sino la ignorancia cultural de quienes piensan que son incompatibles modernidad política y tradiciones culturales o religiosas. Mientras que el multiculturalismo responde a esta necesidad en clave de patriotismo y cultura nacional, el interculturalismo responde en clave de diálogo enraizado y pluralismo. Falta por desarrollar una ciudadanía intra-cultural que afronte de lleno el problema de una ignorancia cultural que no sólo manifiestan los conversos a la ciudadanía cosmopolita, sino los incívicos talibanes que desestiman la capacidad de argumentación pública que hay en ciertas tradiciones religiosas. Pero esta es otra historia que tendrá que ser contada en otra ocasión[25].
Agustín Domingo Moratalla
[1] Alguna de las ideas básicas de este artículo han aparecido ya en otros trabajos: “Modelos de ciudadanía en la sociedad global”: Documentación social 125 (2001), Educar para una ciudadanía responsable, ICCE-CCS, Madrid, 2002; Calidad educativa y justicia social. PPC, Madrid, 2002.
[2]. Los textos básicos del debate y una completa introducción al mismo se encuentran recogidos en A. Berten/ P. Da Silveira/ H. Pourtois, Libéraux et communautariens. PUF, Paris, 1997. Algunos de los primeros comentarios al debate se encuentran en S. Mulhall/A. Swift, El individuo frente a la comunidad, Temas de Hoy, Madrid, 1996. Trad. E. López Castellón; F. Cortés/ A. Monsalve (edits.), Liberalismo y Comunitarismo. Derechos humanos y democracia. Alfons el Magnanim, Valencia, 1996. También puede verse el número 1 de la revista La Política, Paidós, 1996.
[3] W. Kymlicka/ W. Norman, “Return of Citizen: A Survey of Recent Work on Citzenship Theory”, Ethics 104 (1994), 257-289. Traducido por P. Da Silveira en Cuadernos del Claeh, 75 (1996), 81-112. También en La política 3 (1997), 5-39; p. 6.
[4] Para un análisis más detallado de este debate sobre la ciudadanía cf. A. Cortina, Ciudadanos del Mundo. Alianza, Madrid, 1997.
[5] Sobre la tesis de la “ingobernabilidad” de las democracias cf. C. Offe, “Ingobernabilidad. El renacimiento del neoconservadurismo”, Revista mexicana de sociología, 1981, pp. 1847-1866; M. Novak, El espíritu del capitalismo democrático. Tres tiempos, Buenos Aires, 1983.
[6] J. Habermas, citado por Kymlicka/Norman, p. 11.
[7] Kymlicka/Norman, op. cit., p. 16, cf. Nota 14.
[8] Kymlicka/Normas, op. cit., p. 23. Sobre las políticas públicas y la tarea de educación política que desempeñan nuevos agentes políticos como las organizaciones de voluntariado, véase nuestro trabajo, Ética y Voluntariado. Una solidaridad sin fronteras. PPC, Madrid, 1997.
[9] Para una distinción entre “responsabilidades comunitarias” y “responsabilidades solidarias”, ver Ética y Voluntariado, op. cit. cap. 4.
[10] Cf. R. Espejo/Z. Mendiwielso, Ciudadanía organizacional: una forma de general justicia en las organizaciones. En Educar para la ciudadanía. Valencia: UIMP, 1999, en prensa.
[11] I. M. Young, La justicia y la política de la diferencia. Cátedra, Madrid, 2000, p. 263 ss.
[12] Estas exigencias de “acción afirmativa” fueron analizadas críticamente por A. Bloom, El cierre de la mente moderna. Plaza y Janés, Barcelona 1989.
[13] Quien ha incidido de una manera especial en la importancia de “la reciprocidad” es G. Sartori en La sociedad multiétnica. Madrid: Taurus, 2001, 37.
[14] M. Walzer distingue entre “Liberalismo 1″, neutral con las diferencias; y un “Liberalismo 2″, comprometido con las diferencias; Cf. A. Gutmann, El multiculturalismo y la política del reconocimiento, FCE, México, 1993.
[15] A. Gutmann es la compiladora de este trabajo, citado en la nota anterior.
[16] No olvidemos que la identidad se puede entender de muchas formas. Ricoeur ha propuesto el concepto de “identidad narrativa” cuando están en juego tradiciones culturales y políticas. La narratividad permite articular identidad y diferencia porque exige siempre un modelo de racionalidad hermenéutico-dialógica, cf. P. Ricoeur, Sí mismo como otro. Siglo XXI, México, 1996.
[17] W. Kymlicka, “Del cosmopolitisme il.lustrat al nacionalisme liberal”: Idees. 2 (1999), 26-45.
[18] J. Habermas, “De la tolerancia religiosa a los derechos culturales”: Claves de la razón práctica, 129 (2003), p. 12.
[19] A. Finkielfraut, La derrota del pensamiento. Anagrama, Barcelona, 1987, p. 86.
[20] Sobre las consecuencias de estas reflexiones en la misión de la universidad y el papel de los intelectuales, véase nuestro trabajo citado anteriormente en F. Torralba/ J. M. Esquirol.
[21] Sobre este concepto véase nuestro trabajo, El arte de poder no tener razón. La hermenéutica dialógica de H. G. Gadamer. Pub. de la Univ. Pont. Salamanca, Salamanca, 1989.
[22] A. Cortina, Ciudadanos del Mundo. Alianza, Madrid, 1997, p. 183-185.
[23] A. Cortina, op. Cit., p. 211.
[24] Para un análisis de la relación entre ciudadanía intercultural y secularización puede verse nuestro artículo: “Del secularismo a la secularidad: tiempo de responsabilidad y astucia institucional”: Sal Terrae, 1064 (2003).
[25] Para esta profundización puede consultarse nuestro trabajo Ética. Una introducción. Madrid: Acento, 2001.