«Capaces de humanidad»… en tiempos de relaciones apresuradas

1 junio 1999

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Los árboles tienen raíces; los hombres y las mujeres, piernas. Y con ellas cruzan la barrera de la estulticia delimitada con alambradas, que son las fronteras; con ellas visitan y en ellas habitan entre el resto de la humanidad en calidad de invitados. Hay un personaje fundamental en las leyendas, numerosas en la Biblia, pero también en la mitología griega y en otras mitologías: el extranjero en la puerta, el visitante que llama al atardecer tras su viaje. En las fábulas, esta llamada es a menudo la de un dios oculto o un emisario divino que pone a prueba nuestra hospitalidad. Quisiera pensar en estos visitantes como en los auténticos seres humanos que debemos ponernos a ser, si es que deseamos sobrevivir.
GEORGE STEINER
 
 

       Fragilidad afectiva y relaciones apresuradas

 
Por muchas y complejas razones la afectividad y las relaciones humanas nadan en aguas turbulentas. Es más, se nos está poniendo «cara de ahogados», porque los sentimientos y afectos —cuanto de verdad nos afecta— dicen lo fundamental sobre nosotros y sobre el mundo; y no andamos muy allá con el tema.
Entre otras causas, disfrutamos de una sociedad y una cultura que se las ingenian con todos los medios a su alcance para manipular los deseos de las personas y proponer la «apoteosis de los sentidos» como meta culminante de los afanes del hombre actual.
Por desgracia, es así como terminamos en una «sociedad de eternos adolescentes», es así como las personas de hoy se sienten «hijas e hijos pródigos», solos y lejos de toda casa paterna, perdidos y extranjeros que se inventan alambradas… en el intento de delimitar de esto modo lo que tan sólo resultará una falsa patria, avivada con el fuego de la nostalgia.
 
 

       Más allá de la exaltación de lo fácil

 
Entre las «creencias sociales» más perniciosas, sobre las que se pretende asentar la vida de las personas, se halla la exaltación de lo fácil, por ejemplo, bajo formas del «todo vale», del enriquecimiento rápido, del miedo a la exigencia educativa, del suplir con cosas el afecto y la responsabilidad, etc.
Cimientos como éste de la adición a lo fácil, instalan la incertidumbre, la fragilidad y la inestabilidad en la vida cotidiana. Y, por supuesto, las víctimas principales son los niños y las niñas, los adolescentes y los jóvenes. Está en juego, pues, la próxima generación.
Asistimos a una especie de bricolage afectivo, económico y social desarrollado sin el más elemental «manual de instrucciones».
Ahí está el denominado «eclipse de la familia» que provoca la falta del calor y la luz que todos necesitamos para crecer en los primeros momentos de la vida, pues sólo el clima acogedor de la familia permite esa imprescindible educación primera que funciona por vía del ejemplo y se apoya en gestos de cariño e imitación.
Por no hablar de la carencia de modelos y maestros o de las relaciones que engendran rehenes, prisioneros de tantas y tantas cosas como nos damos unos a otros para desentendernos de la preocupación de acogernos.
 
 
       Contagiarnos de humanidad
 
Es el nuestro un tiempo teñido de utilidad, un mundo relacional más que amistoso —lo que importa en él es tener, más que buenos amigos, buenas relaciones—.
Y así nos va. Y no hay más alternativa que contagiarnos humanidad, superando la inhumanidad de muchas de nuestras relaciones. De por sí —valga la expresión—, nacemos «humanos a medias», pues hemos de confirmarlo posteriormente. De por sí, entonces, precisamos un segundo nacimiento que se produce por contagio: nos convertimos de verdad en seres humanos gracias a que otros nos contagian su humanidad.
 
 
       «Saberse amado da más fuerza que saberse fuerte»
 
La frase de Goethe viene que ni pintada para el interés de Misión Joven en lo que se refiere a la afectividad y las relaciones humanas. De uno u otro modo, en el fondo y entre miedos de numerosos colores, todos nos andamos preguntando continuamente «cómo podemos merecer el amor de los otros».
Pues bien, en el caso de la educación —cuando se trata de un contagio directo de humanidad— nunca podemos olvidar que alguien es amable porque le amamos, y no al revés. Excuso las conclusiones, muchas de ellas aparecen en los estudios. La cita que encabeza este editorial merecía el espacio que ahora nos falta.
 

José Luis Moral

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