CELEBRA LA MISERICORDIA DE DIOS

1 marzo 1999

«Pese a todos los reproches -manifiesta Pablo a los Rómanos-, os entiendo muy bien. A mí también me pasa algo semejante: muchas veces hago lo que no quiero y, en otras, quiero lo que no hago» (Cf Rm :7,15)
 
«No hay más pecado que el perdonado»
 
Esta certera afirmación do J. Lacrolx deja bien a las claras el sentido de todo lo que rodea la experiencia cristiana del pecado. No es verdaderamente cristiana la conciencia de pecado sin   la de sentirse agraciados por una ligación que la su­pera con creces. Aquí radica la apuesta de nuestra fe: siempre la bondad y el perdón de Dios es mayor que la dureza de nuestro corazón. El pecado y el mal sin la experiencia de perdón, que brota de la gozosa presencia del amor gratuito e incondicional de Dios, sólo pueden conducir al miedo o a la destrucción.
La realidad de un «mundo roto» aparece ante nuestros ojos contra todo falso optimismo, contra toda idea falaz de progreso. Nadie puede alejar de su mirada el mal o los males que rompen el mundo: la vida de los hombres no es como debiera o pudiera ser, cómo nos gustaría que fuera; el mal y el pecado están ahí, atravesando todos los rincones de las experiencias humanas.
 

Agraciados en la des-Gracia

 
Frente a los planes iniciales de la creación, da la impresión de que el hombre ha caído en una profunda desgracia. Y tiene razón j.L González-faus cuando la considera como «des-Gracia»: agraciados como lo somos continuamente por Dios, la raíz de todas las desdichas no es otra que rechazar su Gracia. Sin embar­go, Él nos perdona siempre y sin condiciones.
 
Con todo, una vez caídos en des-Gracia sale a nuestro encuentro la «justificación» y el perdón definitivo que Dios nos concede de una vez por todas en Cristo. «Por él, con él y en él» hemos sido hecho justos, buenos o verdaderamente humanos.
La reconciliación ya se nos ha dado definitivamente en Cristo. Pero siendo humanos como somos, sólo accedemos progresiva e históricamente a ella. Es el «Sacramento de la Reconciliación» uno de los que jalona las etapas de nuestra incorporación progresiva a Dios, de la acogida de su amor y perdón que nos van transformando en «personas nue­vas» como Cristo.
Pero, en la práctica… ¡esto  no marcha¡
Siendo Dios como es, estando como está «chiflado por los hombres» (F. Schelling), perdonándonos como nos perdona siempre, ¿qué pasa con la «Confesión»? Si ese amor sin medida de Dios hacia nosotros nos visita continuamente para hacer más ligero el pe­so de la existencia, ¿cómo es que este sacramento esté bajo,sospecha, cómo es que tantos hombres y mujeres de nuestros días sólo alcanzan a cónsiderarlo una carga más, pesada e insoportable, cuando la vida de por si ya nos ofrece suficientes dificultades…?
Parece claro que algo no marcha en la praxis  pastoral. No resulta fácil dar con las cau­sas. En cualquier caso, una razón de fondo aparece más o menos clara: las reformas a que dio lugar el concilio Vaticano II se quedaron a medio camino y se ha tomado a insis­tir machacona y unidireccionalmente en la confesión individual de los pecados. Con ello se privilegia el rito por encima de la experiencia y sensibilidad humanas, oscureciendo el carácter de «símbolo dé y para la vida» de los creyentes.

Apostar por una ética de la experimentación
Esta fue una de las aplicaciones concretas con las que, finalizado el concilio, K. Rahner tradujo la identidad peregrina de la Iglesia y la consiguiente necesidad de una constante renovación. No sería una mala consigna para que, seria y coherentemente, tratemos de proponer praxis alternativas para celebrar el «Sacramento de la Reconciliación», que de­jen a salvo lo fundamental y permitan hacer visible la misericordia de Dios que nos re­crea.
Amén de aprovechar todas las posibilidades que ofrecen las dos formas ordinarias de celebrar la reconciliación, quizás debamos considerar creativamente –sobre todo en el caso de los jóvenes- la tercera que presenta el actual ritual del perdón.
José Luis Moral