CELEBRAR, UNA PROVOCACIÓN

1 octubre 2003

Álvaro Ginel
 
Álvaro Ginel, salesiano, es Director de la Revista CATEQUISTAS, Profesor del Instituto Superior de Pastoral (Madrid) y del Instituto Superior de Teología “D. Bosco” (Madrid).
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Desde una perspectiva provocadora, recordando que cuando celebramos no sólo hacemos presentes los hechos salvadores de Dios acontecidos en el pasado, sino que los hacemos profecía, el autor –de una manera sencilla, muy práctica, basado en la experiencia celebrativa- propone un conjunto de pistas sumamente interesantes especialmente de cara a la celebración dominical
 
Me sitúo: hablo desde el trato directo con hombres y mujeres, con jóvenes y niños. Cuando se habla de la celebración dominical de la Eucaristía, hay una constatación: unas celebraciones son vividas como “aburrimiento” y otras como algo que alegra la vida y el ser creyente y por eso “da gusto ir a misa, sales mejor, con más ganas de vivir y de ser buena persona y buen cristiano”.
Para hacer este artículo, además de tener delante documentos oficiales y libros sobre la celebración[1], he tenido muy presente el sentir y la percepción que tienen de la celebración de la Eucaristía los adultos de los grupos de reflexión cristiana que he podido contactar.
 

  1. La necesidad de celebrar

 
Tenemos necesidad de celebraciones. Los seres humanos necesitamos celebrar. Buscamos acontecimientos, fechas y lugares de celebración. Nos ponemos “de fiesta” (vestirse de domingo, se decía antes, en la sociedad de cristiandad, como sinónimo de arreglarse y ponerse la mejor ropa), cambiamos de cara (¡pon cara de fiesta!), buscamos regalos, lugares donde comer…
En la Iglesia, los cristianos celebramos el encuentro con Dios y con los hombres tal y como se nos ha mostrado en la existencia de Jesucristo. La Iglesia es una comunidad celebrativa. En ella se celebra todo: las necesidades y los anhelos –se pide a Dios-, la preocupación por los demás –se intercede por ellos-, las alegrías –se dan gracias-, el amor –se alaba a Dios por lo maravilloso que es-.
 

  1. La celebración es manifestación de la Iglesia

 
Para muchos creyentes y no creyentes la liturgia y la celebración (especialmente del sacramento de la Eucaristía) es la manifestación de cómo la Iglesia vive hoy la fe. Hay celebraciones vivas y celebraciones aburridas, con mucho cansancio, donde parece que no hay nada detrás, no hay “misterio de vida y resurrección”, sólo gestos que se hacen mecánicamente. En la celebración litúrgica la Iglesia revela la comprensión más profunda de la fe en el Señor Jesús. Y esto es lo que muchos creyentes y no creyentes perciben cuando participan en la asamblea litúrgica. De tal manera es importante esta visibilidad reflejada en la celebración que muchos dicen: El Dios celebrado aquí no vale gran cosa. Otros, en cambio, se cuestionan y preguntan: ¿Quién es de verdad ese Dios aquí celebrado?
 
“La principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa del pueblo santo de Dios en las celebraciones litúrgicas” (SC 41). La celebración es una “manifestación de la Iglesia”. En este sentido, nos asomamos en el presente estudio a las celebraciones para ver en ellas la dimensión de manifestación eclesial. Dentro de esta manifestación quiero señalar los elementos que provocan preguntas y avivan o reavivan la fe especialmente de las personas alejadas o “dejadas” religiosamente. La inquietud me ha surgido de la experiencia de animar las celebraciones previas a la primera comunión y la Eucaristía de la primera comunión[2].
 
La Iglesia es plural y las celebraciones también tienen su pluralidad. Siempre hubo en la comunidad eclesial pluralidad de liturgias. La pluralidad no quiere decir anarquía ni que “cada uno hace lo que quiere”. Delimitándonos a la liturgia romana, dentro del tronco común de lo que es la celebración hay muchas maneras de hacer las cosas bien, de tener en cuenta a los celebrantes (todo el pueblo de Dios es celebrante, no solo el que preside la celebración) y su realidad; en definitiva, de manifestar la fe. Recuerdo ahora con agrado y con gusto las clases del profesor J. Gelineau, uno de los inspiradores de la constitución sobre la Liturgia, Sacrosanctum Concilium, en el Instituto Católico de París cuando nos decía en sus lecciones que no se imaginaba que una parroquia ofreciera dos o tres celebraciones dominicales de la Eucaristía a los fieles y que cada una no tuviera su personalidad propia. Él mismo ponía el ejemplo: si hay tres celebraciones de la Eucaristía que una sea en gregoriano, por decir, otra sencilla y sin canto y otra para un público más joven. Así los fieles podrán elegir según sus preferencias, como eligen dónde ir de compras y qué marcas comprar o no comprar. El que hoy elige una cosa, es posible que mañana elija otra porque viva una situación diferente.
 
Esta variedad de manifestaciones celebrativas de la Iglesia debería procurarla la misma comunidad local. La variedad de manifestaciones hoy existe no tanto dentro de la comunidad parroquial, sino que hay que buscarla en parroquias diferentes; dependemos de la “tendencia o carisma” de los presbíteros de una comunidad. He visto cómo los padres de los grupos de fe se informaban de las parroquias donde merecía la pena ir a celebrar y de las que había que evitar para no aburrirse soberanamente. Esto es posible en las grandes concentraciones urbanas, pero no en las pequeñas y difícil en las medianas.
 

  1. Provocación

 
La asamblea cristiana que se reúne en el nombre del Señor celebra en forma de rito sacramental la acciones de Dios a favor nuestro sobre todo en la persona de Jesús. Cuando celebramos no sólo recordamos hechos del pasado sino que hacemos presentes esos hechos salvadores de Dios; más aún, los hacemos profecía. Cada vez que celebramos el memorial de Jesús, se realiza la obra de nuestra redención. Aceptado esto como realidad incuestionable, apostamos, además, por esta dimensión: la celebración de la Iglesia no sólo es realización de aquello para lo que nos reunimos, sino que es interrogación o provocación para abrirnos a vivir y celebrar aquello para lo que nos reunimos. Dicho de otra manera, la celebración tiene también una connotación de anuncio de aquello mismo que se celebra.
 
No es raro ver a creyentes no practicantes habitualmente que se acercan a una celebración de la Eucaristía o del Perdón ya sea porque un hijo hace la primera comunión, o porque un funeral, o por… También les pasa los mismo a personas alejadas, indiferentes, o no bautizadas. Hay situaciones vitales (nacimiento, bodas, celebración de la muerte…) que hoy congregan en el templo para una celebración religiosa a hombres y mujeres de un amplio abanico de sensibilidad religiosa. Unos salen de la celebración diciendo: ¡No sé cómo podéis soportar algo tan absurdo, tan ridículo, tan aburrido como esto! Como la Iglesia siga así y no cambie, os vais a quedar solos los curas. O “modernizáis” la celebración o no tenéis nada que hacer. Otros salen interrogados: Esto de venir a misa y salir “con cosquillas” te deja “fino” para toda la semana. O: Si es que no pedimos mucho. Lo único que pedimos es que la celebración nos diga algo, entendamos de qué va y nos sirva para algo.
 
Si es verdad que hay maneras de celebrar y manifestaciones de la Iglesia celebrante que son un obstáculo para la fe, otras celebraciones son una provocación. ¿Qué es lo que hace que una celebración sea provocación? Creo que además del misterio celebrado (el misterio de la acción de Dios en Jesucristo) que interpela nuestro propio misterio de vida y anhelo de misterio, es la forma de celebrar. Al menos me voy a situar en esta perspectiva analizando algunos elementos que contribuyen a que la celebración sea provocación de la fe o sacudida de la fe. Me centro en la celebración dominical de manera especial.
 

  1. El tono festivo

 
Es propio de una reunión celebrativa el tono festivo, la acogida, la alegría del encuentro o del reencuentro. La celebración cristiana es fiel a esta ley de la fiesta humana. El hecho mismo de reunirse es ya un acontecimiento. Estar juntos en la celebración no es una casualidad, sino una interrogación. Nos reunimos respondiendo a una convocación que va más allá de nosotros mismos: estar reunidos es manifestación de la presencia y acción del Espíritu de Jesús en cada uno de los presentes y en la asamblea formada. Nos tenemos que creer esto. Contemplar una asamblea cristiana es admirarse de lo que Dios sigue haciendo. Si no nos lo creemos no podremos mirar al otro como hermano, como convocado por el mismo Espíritu que me convocó a mí mismo.
 
A veces, a fuerza de acentuar que el templo es la casa de Dios y hay que guardar compostura…, olvidamos la atención a los hermanos que se congregan, la acogida, el saludo, el modo de situarse en la geografía del templo… Los que vienen y son congregados no llegan para un espectáculo, vienen para celebrar, participar, ser agentes activos. Es cierto que la asamblea cristiana no es algo informe: hay presidente y hay diversidad de servicios, pero la principal manifestación de la Iglesia se realiza en la participación plena y activa del pueblo santo de Dios en las celebraciones litúrgicas (SC 41).
 
¿Qué da tono festivo a la asamblea cristiana?
 
. La acogida. El presidente de la asamblea no es el último en llegar, sino el que comienza la celebración acogiendo a la puerta, personalizando el saludo que después hará de manera más general. Y no sólo él, otros miembros de la comunidad acogen e invitan a acogerse.
. La música de fondo que invita a crear clima festivo.
. Los adornos, los letreros, las flores, la luz…
. La distribución de encomiendas y servicios. Pero todo hecho con paz porque está pensado con anterioridad y no es fruto de la improvisación del momento.
. El espacio. “Para el cristiano es claro que el templo propiamente no es el lugar de la presencia de Dios (Jn 4,23) sino el lugar de la presencia de la asamblea en la que precisamente se hace Dios presente. La Iglesia en cuanto comunidad de creyentes reunidos, congregados en torno a Cristo es el nuevo templo (Ef 2,19-22; 1Pe 2,5). El templo es la casa de la comunidad, domus ecclesiae, decían los primeros cristianos, la morada de la comunidad convocada. Sólo a través de esa mediación el templo es lugar de la presencia divina. Pero el templo no es una sala de conferencias o de congresos. El templo, como casa de la asamblea cristiana, expresa y plasma el misterio profundo de la asamblea. El altar, el ambón, la sede, las imágenes, la luz, la piedra, el color, la distribución de sillas, la acústica, la visibilidad, la orientación, la penumbra… encierran, evocan y provocan el misterio.
 

  1. Los diversos ministerios

 
La asamblea litúrgica cristiana no es masa de gente. La reunión de los creyentes forma una asamblea articulada. Hay roles o servicios cuya función es ayudar a los reunidos a alcanzar una celebración plena.
 
5.1. El sacerdote presidente
 
El presbítero preside la asamblea “in persona Christi”, es decir, no sólo por designación de la asamblea ni por méritos propios, sino por la imposición de manos del obispo. El sacerdote presidente tiene un rol importantísimo. En muchas asambleas él copa todos los demás roles, lo hace todo (entona, lee, predica, dirige la oración de fieles, enciende las velas y las apaga…). Ya es una manifestación y visualización de la Iglesia esta acumulación de tareas, sobre todo si hay personas que las pueden hacer y no se les deja que las hagan. Pero lo crucial no es que uno lo hago todo, es cómo lo hace. Escuchaba a la salida de una misa dominical[3]: Ése no se cree ni lo que hace ni lo que dice; hace porque es su profesión.
 
Hay que subrayar que muchos sacerdotes hoy tienen que presidir tres y cuatro asambleas dominicales. Esto conlleva cansancio y, en algunos casos, rutina. Pero los presidentes tienen que saber que en la forma de moverse, hablar, rezar, proclamar se transmite algo más que palabras o que ideas. La presencia física personal transmite un plus no verbal que muchas veces es más incisivo y determinante que las palabras, las ideas, la materialización de gestos. El tono de voz, la manera cómo se realizan los gestos y los ritos “pronuncian” una palabra secreta que en muchas ocasiones es más significativa y sonora que la acción realizada. Presidir la asamblea cristiana es un arte donde se combinan muchos elementos: los gestos, la mirada, el tono de voz, la escenografía, la pronunciación, los sentimientos vivenciales personales, la comunicación y complicidad con la asamblea son realidades humanas que alejan o sitúan al otro al borde del misterio… Este se cree lo que dice, lo que hace… Parece que hay algo más…, las palabras le salen de dentro, son suyas, no son “de encargo”. Nos sitúa a las puertas de otra realidad…
 
5.2. Servicios y ministerios en al asamblea
Se trata de las personas que cuando la comunidad celebra, realizan acciones como la acogida, la lectura, el canto, las ofrendas, el servicio del altar, etc. Tenemos que reconocer que muchas comunidades cristianas no se han tomado en serio estos ministerios. Tomar en serio quiere decir varias cosas: primero que exista la diversificación de ministerios; segundo, que quienes realizan el servicio sean competentes; tercero que lo que realicen lo hagan de manera que ayude a la asamblea. Todos los aspectos van muy ligados.
 
Un lector competente no solo leerá, sino que “proclamará” las lecturas dando sentido a las palabras pronunciadas. El tono de voz, el destacar palabras o frases pertenece a la personalización y al servicio de transmisión que el lector realiza. Un buen lector hace que la palabra sea palabra y sea escuchada. Un mal lector no deja que la palabra caiga como lluvia sobre la asamblea. Y así se pueden analizar todos los demás ministerios.
 
Tenemos que reconocer que hemos perdido un poco de la ceremoniosidad en la celebración litúrgica, y hasta hay comunidades en las que se ronda lo chabacano en algunas ocasiones. Se hacen las cosas, pero no se cuida el modo de hacerlas. Se ensaya poco los gestos y las acciones de manera que al final resultan irrelevantes. Hemos desterrado, por ejemplo, las albas (el “pequeño clero” de hace años) porque sí. Desterramos los vestidos de la celebración religiosa, pero esas mismas personas vienen muy arregladitas simplemente porque es día de fiesta[4]). Se cuida poco la manera de moverse en el altar[5], la forma de hacer…
 
En el desarrollo de la celebración todo es importante, aunque no todo tenga la misma importancia. Una acción realizada de cualquier modo distrae, saca a la asamblea de la celebración, le paraliza en el ritmo y dinámica interna celebrativa. El misterio que celebramos tiene momentos en los que nos aproximamos a él no tanto con palabras, sino con gestos, con comportamientos, con expresión de la cara, con silencio, con lentitud de movimientos, con posturas corporales, con la danza, con el canto… Las personas que realizan los diversos ministerios están celebrando y animando la celebración al realizar lo que realizan. La celebración es lo que hacemos. La celebración provoca con lo que hacemos y el modo de hacerlo.
 

  1. La homilía

 
Me parece que uno de los elementos fundamentales de la provocación que la celebración cristiana tiene, es la homilía. “Cuando el lector ha acabado, dice Justino, el que preside exhorta a incita de palabra a la imitación de estas cosas excelsas” (Apología I, 67). La homilía es una predicación litúrgica, es decir, forma parte de una celebración, es parte del conjunto de elementos que constituyen la celebración. Esto es lo que le diferencia de otros tipos de predicación cristiana. Lo único inédito dentro de la celebración es la homilía. Queda totalmente a la iniciativa del que preside.
 
La homilía tiene como finalidad explicar las lecturas bíblicas. Explicar hay que entenderlo como ex-traer o des-entrañar la fuerza actual de la Palabra de Dios aquí y ahora, para esta asamblea celebrante. Dios nos salva por la palabra pronunciada y Dios nos provoca o nos interpela abocándonos a una existencia nueva, a una historia de salvación que viene de antiguo y llega a nosotros. No se puede reducir la homilía a comprender mejor la Palabra. Nos quedaríamos en algo puramente intelectual. La palabra comprendida ilumina nuestra existencia y la lanza a realizarse de manera nueva. Jesús, en la sinagoga de Nazaret, plasma perfectamente lo que estamos comentando cuando dice: Esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy aquí ante vosotros (Lc 4,21).
 
Lo que hace a muchos creyentes hoy elegir una celebración o evitar pisar en una iglesia es la homilía. Los libros sagrados proclaman cómo se cumplió la Escritura en tiempos del pueblo elegido o en tiempos de Jesús. Pero no dicen nada de cómo se cumple hoy. El llenar esa “laguna” es la tarea de la homilía. Cómo se cumple hoy la palabra, cómo actúa hoy la palabra salvando, es lo que hace que la homilía “diga algo” o sea significativa y caliente el corazón y la vida de los convocados.
 
Cuando quien preside la asamblea y le dirige la palabra no ha meditado en su corazón la palabra proclamada y no ha logrado descubrir primero él, para después hacer descubrir a los demás, cómo se cumple la palabra y cómo es palabra de salvación, la homilía vela la presencia actuante de Dios en medio de su pueblo. La homilía es una lectura de signos, una hermenéutica que desentraña la estrecha relación existente entre palabras y sacramentos, entre Escritura e iglesia, entre el libro santo y la vida y la historia de los hombres.
 
La homilía no se prepara en “dos minutos”. A la profundidad de la vida y de la acción de Dios no se llega sólo por saberes. La palabra de Dios necesita tiempo y meditación, oración y cercanía a la vida concreta de los hombres. La homilía se hace en silencio activo, contemplando al Dios que nos deja sin palabras y a los hombres y mujeres de hoy cuya historia también nos deja sin palabras. La homilía debe mostrar cómo los signos sacramentales, los gestos o acciones que llamamos sacramentos, es decir, las celebraciones litúrgicas, no son sino la realización hoy de lo que anuncia la palabra, su actualidad misteriosa o mistérica.
 
La homilía tiene algo de testimonial y personal. El que habla se hace significativo y provocativo al contar cómo en él y en la comunidad la palabra hace germinar la nueva vida de la fe, la confianza en Dios, la esperanza en la vida plena. Debería extenderse la costumbre de que los fieles participantes en la celebración pudieran llevarse a casa, al final de la misa dominical, el texto escrito de la homilía como alimento semanal, al menos en los tiempos fuertes. Escribir una homilía no es fotocopiar “modelos” de homilías. Los modelos pueden ser útiles ayudas para profundizar aspectos. Pero el carácter personal y testimonial de la homilía es algo irrenunciable e intransferible. Se tiene que notar que es la palabra pronunciada por tal persona en tal comunidad cristiana tal día concreto.
 

  1. La creatividad

 
La palabra creatividad, aplicada a nuestro objeto de reflexión, la celebración cristiana, tiene que ser bien entendida. También aquí recuerdo las palabras del P. Gelineau cuándo se preguntaba cómo era posible que el presidente de una celebración repitiera siempre las mismas fórmulas sin añadir pequeñas glosas en las oraciones y en la gran plegaria de acuerdo con la homilía pronunciada.
 
Hablar de creatividad no tiene nada que ver con crear “ex nihillo” siempre. La repetición es uno de los rasgos característicos del rito. El rito es una representación tipificada de los hechos de salvación. Estos hechos son siempre los mismos. Cuando en la celebración eucarística “repetimos” los gestos de Jesús en la última cena, los hacemos presentes y nos acercamos al sentido último y pleno iniciado por Jesús. El gesto de Jesús tiene en sí tanta plenitud que no se agota por mucho que los repitamos. Al contrario, la repetición nos desvela cada vez más el misterio que encierran haciéndolo un poco más luminoso. La creatividad no está en dejar de hacer o repetir determinados ritos o gestos, sino en la “palabra íntima”, en el “pedacito” de misterio vislumbrado y captado en la celebración de hoy y que se verbaliza en la asamblea.
 
La creatividad así entendida es profundidad y hondura del misterio celebrado, es palabra arrancada del silencio. La creatividad no es puro cambio ni un hacer así o de la otra manera. La creatividad es el encuentro de lo de siempre con el misterio para hacerle más significativo. La creatividad no es ruptura de una estructura ritual litúrgica, sino palabra que hace más reveladora dicha estructura… La creatividad es adaptación e inculturación, nunca es improvisación ni espontaneísmo facilón. La creatividad une en una nueva palabra el rito litúrgico, la palabra proclamada, la vida y la actualidad de la comunidad que celebra.
 
La creatividad exige, además, conocer bien la estructura celebrativa cristiana. Es penoso ver cómo algunos construyen una acción de gracias o prefacio sin tener en cuenta la estructura misma del prefacio como canto y reconocimiento de la acción de Dios por medio de Jesucristo. Es penoso ver cómo la oración después de la comunión se convierte en otro momento de acción de gracias repetitivo y fuera de sitio, cuando de lo que se trata no es de dar gracias, sino de pedir que lo realizado y vivido seamos capaces de hacerlo vida, de sacarlo a la calle, de alimentarnos de aquello que hemos celebrado.
 

  1. Atmósfera o clima

 
En la celebración, la mirada y los sentidos son importantes. La liturgia debe ofrecer a la vista de los participantes un panorama de signos, símbolos, iconos, retablos, flores, piedras, colores, ornamentos, utensilios… sugerente. Y dígase lo mismo del olfato (incienso) o del oído (música, silencio, sonorización…). Cuando hablamos de atmósfera o clima nos referimos a un mundo de realidades sencillas que despiertan y purifican los sentidos y los abren a la escucha de una palabra personal y de una palabra que “llega de fuera”. No nos alimentamos sólo de nuestra palabra personal; no vivimos para escucharnos, sino para escuchar hasta oír la palabra que viene de Dios como soplo o Pentecostés inesperado.
 
La celebración cristiana tiene que cuidar una estética que permita abrirse a las dimensiones sensibles del mundo para poder vibrar y sentir con ellas. Somos, como personas, una realidad unitaria y el cuerpo y sus sentidos son la ventana por donde asomarse al trascendente o por donde el Trascendente nos puede provocar.
 
A veces hacemos de nuestras celebraciones ríos de palabras y no hay espacio para el “gesto sobrio que habla por sí mismo”. El gesto tiene su autonomía. Es cierto que el gesto recobra sentido y significado en el conjunto de otros gestos y palabras de la celebración. Lo normal es que el gesto se emplee cuando la palabra resulta impotente para transmitir lo que desea transmitir. El compañero mejor de los gestos es el silencio, no la palabra. Y es el silencio quien crea ambiente y un umbral para la experiencia religiosa y para la provocación. Es un arte pronunciar las palabras justas para orientar la significatividad de los gestos y dejar a cada persona la libertad de recorrer el camino iniciado hasta donde llegue… ¡Cuánto tenemos que aprender de la sociedad que crea y cuida los ambientes para que las personas se sientan bien tomando algo, comiendo, charlando, contemplando! Nada queda al azar.
 
Poco a poco, muchas comunidades cristianas van cayendo en la cuenta de la importancia del ambiente y del clima propios de la celebración y la oración. Pero nos queda mucho por andar. Dentro de la celebración no todos los momentos son igualmente importantes: una procesión de entrada es diferente de la escucha de la palabra o de la adoración. ¿Cómo destacar la diferencia? Habrá que cuidar los cantos, la intensidad de luz, el tono de voz[6], el incienso, el ritmo, los gestos…
 

  1. Un final

 
Hoy estamos descubriendo el poder evangelizador del arte cristiano. Cuando los templos se vacían de fieles, ahí siguen los templos, y su palabra silenciosa para quienes quieren acercarse a ellos y atravesar el umbral desde la luz de la calle al ambiente interior del templo. No sabemos qué provocación e interpelación produce esta contemplación. Sí nos damos cuenta de que tenemos que cuidar más todo aquello que favorezca esta “evangelización a través del arte”.
Hoy estamos retados a descubrir el poder evangelizador de las celebraciones cristianas. En la misma celebración, la comunidad cristiana tiene posibilidades grandes de interrogación, de provocación, de evocación del misterio que nos envuelve y que somos.
Hacemos equipos para la catequesis y para la acción social… Nada que decir. Pero sí sugerir la necesidad de equipos para hacer que la celebración, sobre todo de la misa dominical, los funerales y las celebraciones de los diversos sacramentos, unas celebraciones del misterio cristiano que provoquen hacia el misterio celebrado.
 
[1] Dionisio BOROBIO, La celebración en la Iglesia I, Sígueme, Salamanca 1991.
[2] Álvaro GINEL, Diez celebraciones para la primera comunión, CCS. Madrid 20022.
[3] He realizado un muestreo participando en varias celebraciones dominicales para ver cómo se hacía las cosas y para escuchar lo que la gente decía en los corrillos al finalizar la celebración.
[4] Como experiencia, en la misa familiar que tiene lugar cada mes y medio en un colegio de religiosas de Madrid, promovida por la Asociación de Padres de Alumnos, al cabo de tres años es posible pensar en comprar túnicas para los que tienen que realizar ministerios en la celebración de la Eucaristía. Hemos comenzado por los adultos, para que sean ellos los primeros en “vestirse el traje de celebración”.
[5] Es curioso ver lo bien que entienden los adultos, los niños y los adolescentes advertencias como estas: Os pido una cosa: seriedad, nada de risitas. La manera de hacer nuestra es muy importante porque los demás nos ven y les transmitimos con nuestro rostro muchas cosas…
[6] Existe la tendencia a olvidar o ignorar la voz humana en cuanto tal, su tonalidad propia, su timbre particular, esa peculiaridad que cada persona posee cuando habla y que constituye una extraordinaria riqueza de variabilidad…. La voz humana que escuchamos en la celebración no es sólo un instrumento al servicio de la proclamación de la palabra. Ella misma es manifestación y encarnación de esa palabra. La voz del que habla o canta en la liturgia deviene el lugar de resonancia de la ternura de dios, de sus exigencias, de su “cólera”, de su misericordia. Dios “pasa” a través de la voz (L. Maldonado-P. Fernández, La celebración litúrgica: Fenomenología y Teología de la celebración, en Dionisio BOROBIO, o.c., pp. 290-29).