CINE ACTUAL Y (SIN)SENTIDO DE LA VIDA

1 enero 2004

Jesús Villegas
 
Jesús Villegas es profesor en el Colegio “María Auxiliadora” de Vigo
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
De manera sintética, pero muy sugerente, el artículo hace un balance de los estrenos de las últimas temporadas sobre algunos films significativos en relación al sentido y sin-sentido de la condición humana. A través de diez síntomas (violencia, identidad vulnerada, engaño perpetuo, etc.) manifiesta por donde van las tendencias del cine actual. Al mismo tiempo, de forma más breve, apunta también como alternativa algunas luces que se ciernen en medio de las sombras.
 
Si el cine es un termómetro de la realidad, nuestro mundo está, indudablemente, enfermo. Basta con repasar los estrenos más significativos de la última temporada para caer en la cuenta de que el balance sobre la condición humana que de estas obras se deduce no puede resultar más desolador: violencia, pérdida de identidad, mentira, materialismo componen, entre otros, una nómina desesperanzada de síntomas que, al final, colocan al género humano en una casi insalvable posición vital. En estas páginas pretendo repasar, de manera sintética pero suficiente, algunas de las películas o tendencias cinematográficas en las que ese malestar o, lo que es peor, ese malser, se manifiesta con especial intensidad. Intentaré también proponer algunas alternativas, algunas luces en ese magma de sombras que las pantallas nos regalan. Citaré en cada apartado varias películas del último año o año y medio que presenten de una forma u otra matices sobre el rasgo comentado, aunque sólo analice sucintamente, por motivos de espacio, alguna de ellas.
 

  1. Síntoma primero: la violencia fundadora

Mystic River – Dogville – Gangs of New York – Bowling for Columbine – Elefante:
            Tres amigos viven en la infancia una experiencia iniciática atroz: cuando juegan en las calles de su barrio, dos supuestos policías se llevan a uno de los tres. En realidad, los agentes son dos pederastas disfrazados que secuestran al muchacho, Dave, y lo someten durante un tiempo indefinido a abusos sexuales, hasta que por fin logra escapar. Años después, los tres chicos, ahora hombres, vuelven a coincidir en torno a un crimen: uno de ellos es padre de una muchacha asesinada, otro, el policía que investiga el caso, y el último (el que sufrió la violación en el pasado), el supuesto culpable del homicidio. Marcados por aquel episodio terrible de su infancia y por las dolorosas circunstancias actuales, los acontecimientos les abocarán a una nueva tragedia en el momento en que Jimmy, el padre ultrajado, un delincuente reconvertido en el que rebrotan los instintos criminales, decida tomarse la justicia por su mano, al creer demostrada la responsabilidad de su amigo en el asesinato. De forma casi ritual y sacrílega, puesto que encuentra en todo lo sucedido las huellas de un dios que se ha vengado de sus veleidades pasadas y contra el que ahora él se rebela otra vez, ejecutará a su amigo y se deshará del cadáver lanzándolo al río que da título a la película. Una vez aclarada la inocencia de Dave (quien ha asesinado a otro hombre, un pederasta, pero no a la hija de su amigo), Sean, el policía, decide ocultar el homicidio de Jimmy: la muerte de Dave, un hombre demediado por aquel episodio de violencia infantil, se acepta como un sacrificio liberador, que garantiza, paradójicamente, la paz en la conciencia de estos hombres, quienes se sentían en parte culpables de lo sucedido a su amigo en su niñez. Además, el silenciamiento de la verdad asegura hasta cierto punto el equilibrio social, recuperado, eso sí, a base de sangre. En la escena final de la película vemos, en medio de un desfile festivo por las calles del barrio, cómo Jimmy, transformado otra vez en un fuera de la ley, y Sean se saludan con un gesto ambiguo (uno, el policía, mima la acción de disparar, mientras el otro, el delincuente, levanta las manos). Mientras tanto, el hijo de Dave marcha en una de las carrozas del desfile sin levantar la mirada del suelo, condenado a ser un nuevo inocente con una herida incurable en el alma. (Mystic river)
           Una mujer, Grace, llega a un pueblecito perdido entre montañas, huyendo de unos gansters. Estamos en Norteamérica, en los años de la Depresión. La comunidad la acoge, primero con suspicacia, pero después con satisfacción. Ella decide ofrecer su trabajo al pueblo, una hora a cada uno de los habitantes, como forma de agradecimiento por su generosidad. La armonía reina en el lugar, que despierta y revive gracias a la benéfica influencia de Grace. Sin embargo, a medida que la situación se consolida y legaliza, lo que había sido una contraprestación laboral casi aceptada por no desengañar a su ofertora, acaba degenerando en abuso. Los miembros de la comunidad proyectarán sobre la inocente muchacha sus peores instintos, hasta reducirla a ser una esclava a la que humillan, explotan e incluso violan indiscriminadamente, siempre bajo la amenaza de entregarla a las autoridades o, lo que es peor, a sus perseguidores. Grace, inocente, angelical, una especie de ser puro y caritativo caído en el infierno, acepta su destino entre el dolor y la imperturbabilidad. Es un nuevo Cristo sometido a su particular calvario. Finalmente, los gansters, tras ser avisados por el representante del pueblo, dan con la muchacha. Entonces descubrimos que en realidad el jefe de la banda (Dios en la tierra) es padre de Grace. Esta, tras una conversación trufada de alusiones religiosas, decide que todo el pueblo sea exterminado de la manera más cruel posible, para, finalmente, ejecutar ella misma a su último habitante. (Dogville).
Mystic river y Dogville. Dos de los grandes títulos del pasado año. Dos tremebundas reflexiones sobre la violencia, subterránea o manifiesta, como elemento capital en la construcción y soporte del modo de vida occidental. Dos dolorosos zarpazos sobre el alma humana. Dos análisis sin concesiones de la sociedad norteamericana y, por extensión, del resto del mundo desarrollado. En ambas hay una víctima sacrificada en nombre del orden social (Dave, Grace). En ambas ese mismo orden social huele a podrido. En ambas la inocencia de los personajes puros se degrada o, más exactamente, es violada, tanto desde un punto de vista físico como moral. En ambas el inocente, sin dejar de serlo en parte, se acaba transformando en un bestia. En ambas la venganza o el exterminio se plantean como únicas salidas posibles ante el desorden generado. En ambas hay cicatrices, pecado y culpa sin redención posible. En ambas abundan las referencias religiosas, que nos remiten a un Dios silencioso y cruel, deudor del Dios del Antiguo Testamento, a una especie de hampón (invisible en el primer caso, encarnado en el segundo) que convierte a los seres humanos en pasto de su incomprensible poder, o bien, que se acaba por erigir en justiciero implacable ante la debilidad humana. Ambas concluyen con un desolador final, en un caso, de falsa y tensa armonía, fruto de un pacto de silencio entre el orden social y el ejercicio criminal a costa de la hecatombe de la infancia; en el otro, de radical, sádica, nihilista, apocalíptica destrucción. Grandes películas de amargo sabor sobre la fragilidad de la persona, su condición depredadora o insuficiente, su mala conciencia incurable.
 

  1. Síntoma segundo: la identidad vulnerada

 
La vida de nadie – El adversario – El imperio del tiempo- Las horas del día – La mancha humana :
Curiosamente, las tres primeras películas se inspiran en el mismo hecho real. Un hombre mantuvo engañados durante años a todos sus allegados, haciéndoles creer que era un alto cargo de las Naciones Unidas, cuando, en realidad, estaba en paro y se pasaba las mañanas en un parque. La historia remató en tragedia, pues este personaje acabó asesinando a su familia, antes de suicidarse. Llama la atención la coincidencia de tres versiones sobre una misma anécdota rodadas en tan breve plazo de tiempo, pero la aventura patética de ese individuo fracasado que se esconde detrás del disfraz de un triunfador nos avisa de algunos de los miedos latentes en nuestra conciencia contemporánea, y por ello es lógica su capacidad de convocatoria para los creadores. El afán por medrar, por obtener una imagen de prestigio de cara a los otros, y, por añadidura, el temor a no alcanzar esas metas que tácitamente nos impone el sistema encuentran una plasmación contundente en estas obras sobre la falsificación de la personalidad, sobre la imposibilidad de escapar al autoengaño, sobre el miedo a traicionar las expectativas de los demás. Hay una profunda oquedad en el hombre moderno, presionado por su entorno para alcanzar un estatus social y laboral determinado, que, al final, puede frustrarlo como persona si monopoliza su identidad o destruirlo en el caso de tornarse una obsesión inalcanzable.
 

  1. Síntoma tercero: el engaño perpetuo

Nueve reinas – Los impostores – Confidence…
El cine de timos, aquel donde se persigue estafar al semejante mediante el ingenio, está viviendo una época dorada. Como casi siempre, una preferencia cinematográfica nos habla, sin querer, de una obsesión o de un fantasma del tiempo que la engendra. En este caso no podía ser menos: el capitalismo nos acoge maternalmente (¿?) y a la vez nos somete con modos dictatoriales a su orden blindado. La victoria sobre ese sistema que nos acepta y nos coarta no deja de ser el sueño secreto de cualquiera de los integrados en él. Por eso el timo actúa como metáfora, como forma malabar de burlar y transgredir lo establecido sin salir de los límites del tablero de juego del materialismo. El fraude, además, es una versión juguetona de la competencia, una traslación al terreno del delito gimnástico de esa ley del más fuerte que nos guía en la selva urbana. Por si fuera poco, en su ejecución ha de exhibirse una inteligencia práctica y fría, una razón deshumanizada y cortante que, hoy en día, se quiere equiparar a la verdadera virtud. Pero, ante todo, el timo nace de la insolidaridad y se propone como una invitación a no fiarse jamás del vecino, pues puede albergar en su interior a un tramposo, a un escamoteador, a un artista de los juegos de manos capaz de desplumarnos.
 

  1. Síntoma cuarto: el dios dinero

El último golpe – El oro de Moscú – Atraco a las tres … y media – El furgón – El buen ladrón
 
“El amor mueve el mundo… El amor al dinero”. Eso reza el lema que presentaba la última película de David Mamet, El último golpe. Si en el cine de timos, el arte del engaño se nos propone como tibia insumisión a un orden de cosas inspirado en las leyes de mercado y a la vez como su radical aceptación, el atraco funciona del mismo modo: como forma furiosa de atacar los principios de un mundo basado en la protección del dinero y como manera de asumir y ratificar esos principios de raíz. El que sueña con dar el golpe del siglo aspira a convertirse en un nuevo rico y para ello atenta precisamente contra los cimientos en los que él mismo desea asentarse. Los sueños, hoy en día, se bordan en papel moneda; la quimera de escapar de nuestras vidas anodinas ya no nos lleva a reinos de valores alternativos o revolucionarios, sino a paraísos caribeños de cinco estrellas, ganados a pulso de chequera, sin ningún margen posible para el idealismo. En el robo se busca la solución a la falta de horizontes vitales o a la monotonía, pero una solución materializada en el terreno pedestre de la opulencia. El mundo mejor que se añora hoy en día sólo se mide en cantidades, nunca en calidades.
 

  1. Síntoma quinto: la meta a cualquier precio

Chicago, Crueldad intolerable…  
 
En estas dos películas, sus protagonistas están dispuestas a cualquier cosa con tal de alcanzar los objetivos que ambicionan. En Chicago, una mujer engaña a su marido, comete un homicidio, traiciona y manipula, o representa el papel que la impone su abogado para así conseguir convertirse en una gran estrella del musical. Tras esta pretensión no hay principios estéticos o artísticos, no hay sentimientos de superación, sólo el puro y duro afán de brillar como una candileja más sobre un escenario. En Crueldad intolerable, otra mujer urde las más retorcidas tretas para enriquecerse mediante la herencia de un marido multimillonario al que desprecia. Un abogado presuntuoso e implacable, tan ajeno a los sentimientos como su rival, evita el fraude de esta arpía de altos vuelos, antes de ser sometido a una meditada venganza por parte de la misma. Sí, al final se enamoran y parece que el fulgor de los sentimientos aniquila el resplandor dorado de los intereses económicos, pero es tal el cinismo de ambos personajes y su carácter caricaturesco, que el remate tiene más de farsa que de verdadera consagración del amor. De nuevo el timo, el dinero, el interés se enseñorean del mundo, pero ahora con la ligera variación de que los personajes no ejercen de forma profesional o ilusa el delito, sino que, peor aún, venden su alma corrupta al diablo a condición de alcanzar sueños de triunfo o de mármol de Carrara. Un detalle para concluir: resulta significativo que la mujer se equipare al hombre en estas obras y en otras a través de la rapiña, la falta de escrúpulos, la amputación de los sentimientos y la codicia en sus más bajas formas de expresión. Si el hombre y la mujer están, por fin, iniciando un proceso de igualación definitiva, confiemos en que este proceso no se rubrique en los aspectos más impresentables que han definido hasta hoy en día la condición masculina.
 

  1. Síntoma sexto: los deseos ocultos

Desenfocado, Lejos del cielo
           
Otro lema para los anales de una época: “Un día sin sexo es un día perdido”. Así reza la máxima que mueve al protagonista de Desenfocado, un afamado actor televisivo norteamericano de los años sesenta al que el triunfo y las malas compañías van a ir alejando paulatinamente de una vida familiar y de orden, hasta despeñarlo por los barrancos del adulterio, la sexualidad obsesiva y enfermiza y la autodestrucción. Lejos del cielo nos cuenta una historia también ambientada en el medio siglo norteamericano (años cincuenta ahora). Asistimos a las peripecias de una mujer de clase media, casada felizmente, de vida ejemplar, integrada en una comunidad impoluta de casas con jardín y enanitos de escayola… Hasta que todo ese armónico edén se resquebraja a consecuencia del descubrimiento de la homosexualidad de su marido y, sobre todo, por la relación ambigua de amistad que entabla con un hombre negro. Este último vínculo despierta las suspicacias, envidias y críticas del grupúsculo social tan acomodaticio como esquinado del que forma parte, tolerante sólo en apariencia, que la convierte al cabo del tiempo en una indeseable. Asediada por este sistema opresor y, sobre todo, por la propia y patética estrechez de sus principios morales y emotivos de mujer burguesa, se mostrará incapaz de asumir sus verdaderos sentimientos reprimidos. Al final, trasquilada y vencida, volverá al redil del que apenas asomó el hocico.
Creo que estas dos películas nos iluminan otro de los dolorosos perfiles de nuestra época: la superficie higiénica e inodora de nuestra realidad oculta, en muchas ocasiones, fuerzas mal contenidas en la olla de presión de nuestra conciencia, deseos inconfesados o mal canalizados, palpitaciones secretas que, cuando se desatan, siembran el caos y la desorientación o nos condenan al ostracismo. Los dos protagonistas de estas películas, víctimas ambos de la hipocresía social, han edificado los pilares de su existencia sobre un modelo de mundo pulcro pero insatisfactorio por incompleto e insustancial. Una posición acomodada o una estructura familiar encalada carecen de solidez cuando no se sustentan sobre la plenitud humana, cuando se inspiran más en la domesticación de los deseos e ilusiones que en su auténtica asimilación o realización. Mientras los valores que nos impulsen se fundamenten en lo sancionado por una sociedad de miras estrechas y no en lo que de verdad nos estimula y completa, estaremos logrando maquillar con purpurina lo que debería estar recubierto de principios propios, de ideas asumidas, de sueños y libertades perseguidos. Además, debajo de estos dos seres torturados se observa una falla absoluta, la que se produce en cualquiera cuando no está educado para sentir, cuando la inteligencia para gestionar nuestro territorio emocional duerme el sueño de los justos.
 

  1. Síntoma sétimo: la imposibilidad del amor

Te doy mis ojos, Dolls, La flaqueza del bolchevique, Abajo el amor:
           
La imposibilidad de amar: he aquí otro de los grandes dramas de nuestro tiempo. Dolls, la magistral obra de Takeshi Kitano, articula de forma simbólica en sus tres historias esa tragedia del amor que no puede realizarse en plenitud. El fan enamorado de la estrella del pop que se arranca los ojos para poder acercarse a ella, la mujer que espera en un banco eternamente al amante que un día se fue para buscar el triunfo y el poder, los dos amantes condenados a vagar unidos por una cuerda, ella enloquecida por la traición de él, él arrepentido de haberla abandonado por interés…: son tres fábulas bellísimas sobre el desencuentro, sobre la dificultad para conciliar unos sentimientos que se nos agarrotan, que se nos difuminan en ese mundo movido por otros amores que no son tales (al dinero, al prestigio, al sexo…) En esas tres historias, en el momento en el que los amantes consiguen, por fin, ser reconocidos por aquellos a quienes aman, la fatalidad juega una mala pasada que trunca la historia posible. En Te doy mis ojos, el drama de los malos tratos se agudiza al concretarse en dos personajes que, a pesar de la violencia, creen amarse. Los reencuentros, la terapia a la que se entrega el maltratador y, sobre todo, el proceso de liberación que vive la mujer acaban al final por desvelar que, en realidad, ese amor constituía sólo un espejismo, una construcción falsa a cuatro manos derivada de la sumisión de la esposa a costa del sacrificio de su identidad. Por citar un último ejemplo, en La flaqueza del bolchevique, un ejecutivo amargado sólo encuentra una engañosa promesa de frescura en la atracción imposible por una adolescente. Y así, una tras otras, las películas más revulsivas de los últimos tiempos (recordemos la soberbia Deseando amar) atestiguan que nuestro mundo no puede anegar la atracción sexual, el enamoramiento, la promesa del amor, pero sí que ahoga entre sus brazos pluriformes la prolongación de ese proceso hasta su definitiva culminación en el tiempo. Ya no caben finales felices con un beso: la inconsistencia, la duda, el temor a eternizar los sentimientos transforma en el cine actual cualquier gesto de amor en un amago.
 

  1. Síntoma octavo: la soledad colectiva

Magnolia, Vidas contadas, En la ciudad, Wonderland, Piedras, Suite La Habana, Las invasiones bárbaras…
            Uno de las tendencias más fecundas del cine actual es la del cine coral. Desde que Short Cuts de Robert Altman o Grand Canyon de Lawrence Kasdan apostaran por el retrato de una colectividad a través de las idas y venidas entrecruzadas de un grupo de personajes, representativos de eso que podría calificarse como el alma de una ciudad, este procedimiento narrativo se ha propagado por todas las cinematografías. Con sus matices y peculiaridades, todas estas obras suelen tener como denominador común la reflexión sobre temas como la búsqueda de la felicidad, el papel del azar en las existencias, o la incomunicación y el desconocimiento motivados, en buena medida, por la vida urbana. Aunque parezca contradictorio, el resultado de este protagonismo múltiple y compartido suele ser un veredicto de soledad. ¡Hay tanta gente a nuestro alrededor y estamos tan despoblados!
Un hito en esta productiva fórmula lo constituye, sin duda, Magnolia, el monumental y arriesgado mosaico de Paul Thomas Anderson. Este trabajo del director norteamericano me interesa especialmente por cómo consigue que todos esos temas antes citados se unifiquen hasta formar un conjunto armónico y fluido. Pero, además, detecto en esta película al menos tres variaciones sobre el tema de la soledad que yo considero capitales para valorar lo que el cine actual nos ofrece de reverberación de nuestra época:
a)A lo largo de una jornada presenciaremos el debatirse de seres marcados a fuego por culpas y heridas que necesitan ser perdonadas (el adulterio, la traición, la dependencia de las drogas, el desamor…). El deseo de una instancia que nos alivie de los tormentos del alma nos habla de la necesidad de liberar nuestra conciencia de sus propias cargas, demasiado pesadas en un mundo donde la incomunicación y la negación de la trascendencia nos condena a soportar en soledad todo ese lastre interior.
b)En la mayoría de personajes se produce también una drástica escisión, dolorosísima, entre imagen pública (hay varios personajes que representan en sus vidas un papel: un presentador de televisión, un niño prodigio que participa en un concurso televisivo, una especie de telepredicador que difunde un machismo dominador y fascista a sus adeptos…) e intimidad resquebrajada (el presentador padece una enfermedad terminal y, además, arrastra la culpa de haber abusado de su hija; el niño sabio es explotado por un padre inmisericorde; el telepredicador oculta el drama familiar del abandono…). El esfuerzo por conseguir que no salte echo pedazos el icono que cada uno ha levantado de sí mismo (recordemos el segundo síntoma que hemos comentado en este trabajo) se salda con el derrumbamiento personal en la mayoría de las ocasiones, aunque desde ese hundimiento se intuya una posible reconstrucción más integrada de la identidad.
c)Lo que más me interesa de esta obras es, no obstante, un apunte desazonador y certero: la mayoría de los personajes entablan relaciones con otros a lo largo de la película sin que, al final, la comunicación se produzca, porque cada cual sólo está preparado para vivenciar y habitar su mundo, sin acceder al de los otros y sin expresar el suyo propio. En la mayoría de encuentros, cada individuo permanece atrincherado en su circunstancia, su esfera de problemas, dudas, temores e intereses, impermeable al drama o la necesidad del otro, que tampoco revela sus verdaderos anhelos con nitidez, de tal forma que los diálogos entre ellos, al final, a pesar de su aparente comunicabilidad, se saldan con la incomprensión y con el fracaso, porque no abordan las cuestiones esenciales. Esa incapacidad de dos para entenderse y ser algo más que uno y otro describe, creo, otro de los males mayores de nuestro tiempo.
 

  1. Síntoma noveno: la rebelión imposible

Soñadores, Noviembre, Bully, Ken Park, Felices dieciséis:
 
¿Qué ha sido de la utopía? ¿Qué papel desempeñan los jóvenes en el contexto actual? ¿Hay alguna rebeldía posible? La película de Bertolucci Soñadores me parece tan clarividente como descorazonadora. En el ambiente parisino del Mayo del 68, dos hermanos, los cuales mantienen una relación de amor que roza lo incestuoso, y un muchacho norteamericano conviven solos en la vivienda de los padres de los primeros durante unos días. Mientras en las calles la revuelta cobra forma y se sueña en voz alta con la quimérica materialización de un mundo mejor, nuestros tres personajes discuten sin salir de casa sobre cine, política y música, se inician en los misterios del sexo y en las turbulencias de los sentimientos, fundan su propia república independiente de corte anarquista entre cuatro paredes, con el caos, la perversión de las convenciones burguesas y la desinhibición absoluta como únicos principios, para, en última instancia, conformar una especie de triángulo amoroso en apariencia indisoluble que, hacia el fin del metraje, se verá desarbolado en las calles por una carga de la policía tan contundente como simbólica. La revolución social y política ha sido sustituida por la revolución individual; el impulso de cambiar el mundo es reemplazado por el egocentrismo o el regodeo en el pequeño grupo como rabiosa pero insuficiente forma de contestación. Bertolucci, el comunista convencido de los años sesenta y sesenta, parece claudicar y reconocer, treinta y tantos años después, que cada individuo en su acción sólo pretende alimentar su propia experiencia, sin que el proyecto histórico o social juegue otro papel que el meramente motivador. Sólo existe el yo, que se sirve del otro, de su entorno, del momento que le toca vivir para realizarse, sin otras pretensiones que no sean, en última instancia, mera disculpa o estética. Es como si el altruismo, el ideal de cualquier tipo hubiera caído en desuso, sustituido por una sumisión del individuo a los designios de su propio ombligo, sin que nada nos oriente hacia el proyecto colectivo. ¿Bertolucci está releyendo con actitud desencantada su cine anterior y su propia experiencia en aquella época mitificada? ¿O acaso reinterpreta a la juventud del 68 desde el prisma narcisista de los nuevos jóvenes? Sea como sea, estos soñadores inocentes e improductivos, que intentan descubrir el mundo y sus leyes en el territorio reducido y cómodo de su pequeño paraíso, invitan más al desencanto no exento de simpatía que a la revuelta.
 

  1. Síntoma décimo: la deshumanización del alma

Días de futbol, Stroytelling, A propósito de Schmidt, Punch drunk love
           
Una película fallida y un tanto estúpida como Días de fútbol no deja lugar a dudas, sin embargo, sobre la nueva imagen totalizadora que del ser humano se ha impuesto en buen parte del cine de los últimos tiempos. Los personajes grotescos de este largometraje español, llenos de defectos e imperfecciones que los vuelven risibles pero no dignos de piedad, se comportan como prototipos deleznables de lo peor del ser humano: insensibles, negados para el amor, adeptos a sus roles de machos o hembras en el más rancio sentido de esas expresiones, listos para aceptar un destino insatisfactorio, un falso final feliz que los recluya en la cotidiana miseria de lo convencional y preestablecido… El tipo de mirada inmisericorde y burlesca que se lanza sobre estos tipos pretendidamente entrañables se hace extensible a buena parte de los personajes del cine actual. Hoy en día ya no se estilan los puntos de vista sobre el ser humano comprensivos o edificantes, sino que a individuos abortados les corresponden análisis corrosivos, cínicos, que denuncien con frialdad el patetismo de unas vidas esperpénticas o la bajeza de sus motivaciones. A muchas de las películas que hemos citado (Dogville, Chicago, Crueldad intolerable…), en las que los seres que las pueblan son radiografiados desde una distancia crítica que casi les amputa la esencia de su humanidad, habría que añadir, entre muchas otras, el cine envenenado y cruel hasta el sadismo de Todd Solondz, cuya última película alcanza zonas de sordidez pocas veces exploradas en su visión crítica de la clase media americana, o el impresentable protagonista de A propósito de Schmidt que, a pesar de su lamentable entidad, se gana algún respeto al demostrar por momentos ciertos atisbos emocionales. Sea como sea, en este caso, insisto, el carácter de los entes de ficción y la manera en que su creador los mira coinciden en su falta de simpatía, un rasgo que parece fruto de un desprecio mutuo: el del artista hacia unos seres que nacen sin alma y el de sus criaturas hacia el creador que les dota de una vida que no sabrán vivir.
La desaparición del personaje en buena parte del cine comercial al uso, su sustitución por la criatura virtual, el esquema caracteriológico o el pelele puede leerse de varias maneras: la habitual, es decir, como síntoma de la crisis del cine, de su cada vez más profunda simplificación en un fuego de artificio o en un videojuego que no necesita del factor humano; o la derivada de lo expuesto en el anterior párrafo, o sea, como confirmación de que el vaciado a que estamos siendo sometidos en la vida real encuentra su mejor reflejo en personajes sin espesor, sin sombra, sin alma.
 

  1. Tratamiento

 
¿Hay algún horizonte de luz en este yermo panorama? ¿Dónde encontrar en el cine actual vías de escape, razones para el humanismo, puertas hacia la recuperación del sentido? En primer lugar, quiero advertir que considero insuficientes las soluciones fáciles y blandas, los estereotipos, el cine de buenas intenciones que, en el fondo, esquematiza la realidad, la falsea para que sus buenos propósitos se cumplan de forma tópica. El triunfalismo de Cadena de favores o Amelie, por citar dos ejemplos muy conocidos, me repele por su manera simplificada de abordar el problema de lo humano y por su falso y cómodo optimismo infundado. Son películas útiles como material didáctico, pero no reveladoras de una alternativa sustancial y realista. Por motivos de espacio, me limitaré a apuntar algunas tendencias del cine de hoy que pueden permitirnos el beneficio de la esperanza:
 
1.- El cine que se enfrenta a la vida desde la experiencia de la muerte, la enfermedad y el dolor y, gracias a su poder regenerador, redimensiona los valores de la existencia: Mi vida sin mí, Su hermano, El hijo de la novia, La habitación del hijo. A veces estas experiencias límite conduces a la destrucción y el pesimismo, como en En la habitación
 
2.- El cine que recupera la figura del héroe como personaje que se encara consigo mismo, que asume su contradicción y, desde ahí, afronta el reto de ser y actuar por sí y por los otros: Tigre y Dragón, Hero, El señor de los anillos, El protegido…
 
3.- Los cines periféricos, todavía incontaminados y volcados en mirar la realidad con ojos limpios, recuperando valores y experiencias que nuestro mundo ha sacrificado a favor del progreso y la tecnología: destacaré el cine asiático y, en especial, el cine iraní, con la contribución magna de Abbas Kiarostami (recomiendo ¿Dónde está la casa de mi amigo?, …Y la vida continúa, El sabor de las cerezas, A través de los olivos y El viento nos llevará), sin olvidar obras como La pizarra, El color del paraíso, La manzana
 
4.- El cine documental, el falso documental y el cine de vocación realista, que fija su atención en la realidad y nos desvela así sus claroscuros, sin cargar las tintas más de lo necesario en los componentes aniquiladores de la existencia: El efecto Iguazú, Los espigadores y la espigadora, Bloody sunday, Caminantes, Los niños de Rusia, En construcción, Los lunes al sol…
 
5.- El cine que se sostiene sobre personajes comprometidos con el ser humano, quienes, desde la constatación de sus limitaciones y de la fragilidad de nuestra condición, nos proponen al menos la compasión hacia el prójimo como norma de vida: Las confesiones del Doctor Sachs, Doctor Akagi, Hoy empieza todo, Las normas de la casa de la sidra… A este respecto no quiero olvidar el personaje memorable y evangélico del enfermero en Magnolia, que escucha y acompaña pacientemente al hombre moribundo en su camino hacia la muerte.
 
6.- El cine que mira los márgenes de nuestra sociedad y encuentra en esos bajos fondos otras maneras de vivir menos deudoras del sistema: el cine de O. Iosseliani, en especial Adiós tierra firme, el cine de Kaurismaki, sobre todo El hombre sin pasado o Nubes pasajeras.
 
7.- El cine que se atreve a recuperar la pulsación clásica, la confianza en los relatos bien contados y en los personajes a los que retrata, mirándoles a los ojos; aquel que no tiene miedo de rozar la emoción del espectador desde la autenticidad: El camino a casa, Ni uno menos, Una historia verdadera, La vida mancha…
 
8.- El recurso a revisar el cine clásico, aquel que en su balance universal e imperecedero todavía se mostraba seguro de la posibilidad de levantar historias y de plantear no sólo lo que son las cosas, sino también lo que deberían ser: Matar a un ruiseñor, El gran dictador, ¡Qué bello es vivir!…
 
9.- Películas aisladas que, sin triunfalismos, desde un balance tan sombrío como las que aquí hemos citado, aventuran, además, alternativas a la desolación tales como el perdón (en la soberbia El hijo de los hermanos Dardenne), la aceptación de la vida como experiencia de dolor que, sin embargo, alberga momentos de felicidad y de luz que la justifican (Las horas) o el reconocimiento del otro como sujeto protegido por unos principios éticos fundamentales (Competencia desleal, El pianista).