Jesús Villegas Saldaña
PROMETHEUS: CREYENTE SIN CAUSA
Este artículo comenzó a fraguarse en verano. En concreto en un cine, a finales de agosto. Asisto a la proyección de Prometheus, la última creación de Ridley Scott. Mis únicas expectativas son pasar un buen rato y recuperar el ritmo de película por semana con el que intento mantenerme al día de lo que se cuece en el panorama cinematográfico actual. En julio y agosto suelo frecuentar poco las salas, así que puedo decir que con este estreno daba por inaugurado el curso “fílmico” 2012-2013. Y, sin comerlo ni beberlo, también empezaba a pergeñar estas páginas. Sin buscar nada, encuentro un inicio.
Porque Prometheus, entre otras cosas, era la historia de una creyente. Su protagonista, ElisabethShaw, es una científica apasionada que aspira a descubrir la respuesta a las grandes preguntas: ¿cuál es nuestro origen?, ¿qué pasa cuando morimos?, ¿a qué hemos venido? Por encima de todas ellas hay una que se tornará esencial en el devenir del relato: ¿quién o qué nos ha creado? La película pertenece al género de la ciencia ficción y postula que nuestro artífice, el o los ingenieros que, de una u otra manera, nos dieron forma, se hallan en algún lugar del universo. Las investigaciones de nuestra protagonista la han llevado a localizar un punto en una remota galaxia en el que quizás podamos hallar respuestas a todos los enigmas. Y hacia allí partirá una expedición, sin sospechar los desasosegantes descubrimientos que dicha aventura ocasionará.
Yo había ido al cine a pasar el rato y la película se empeñaba en interpelarme con cuestiones metafísicas: el núcleo de la trama ocurre entre el día de Navidad y el de Año Nuevo, semana de hondas resonancias religiosas. La protagonista porta en todo momento un crucifijo, que, como símbolo elemental de sus creencias, está a punto de perder en varias ocasiones y siempre acaba por regresar a su cuello. Los términos “fe”, “creencia”, “creyente”, “creador”, “alma” suenan una y otra vez en la banda sonora. En definitiva, no necesito escarbar en la trama porque ya en su superficie reverbera la invitación a una lectura religiosa. La película discurre a cara descubierta por el cauce de lo trascendente. De principio a fin, junto a la parafernalia terrorífica (estamos antes la precuela de Alien) se despliega un discurso existencial insoslayable. Me arrellano en la butaca y, a mi pesar o para mi placer, comienzo a tomar notas.
Elisabeth, como buena científica, se mueve en el terreno de las verdades comprobables, pero no renuncia a creer en algo que está más allá de las mismas. Con ambigüedad premeditada se juega con que a ese “algo” debe intentar accederse con las armas del saber, aunque siempre al fondo palpite un misterio inaccesible. Así, Elisabeth creerá en la verdad empírica, sin renunciar a la verdad trascendente. Esa doble forma de conocimiento le permitirá sobrevivir, porque cuando, desde una perspectiva, la científica, constate la evidencia de un infierno, desde la otra, desde la religiosa, todavía esta mujer puede postular la posibilidad de un horizonte. Ya llegaremos a eso.
Hay un momento clave en la primera parte de la película. Conoceremos un recuerdo infantil de la protagonista: de niña su padre, ante el cadáver de un hombre, le abre la doble puerta (la científica/la religiosa) a los grandes misterios. Le habla de la muerte, de los diferentes dioses y del paraíso. Califica este último como un lugar precioso y ante la pregunta de por qué sabe que este es así, el hombre no duda en contestar algo esencial para la niña desde ese instante: “porque así he decidido creerlo. ¿Qué crees tú?”. Ella, ya adulta, creerá en la cruz, pero también en el escalpelo y el microscopio, en ambos casos con una voluntad firme.
Nuestra protagonista y su pareja, el también científico Charlie Holloway, encabezan una expedición hasta la luna LV226, de donde provienen nuestros supuestos artífices. Poco a poco la cinta nos descubrirá una desoladora realidad: toda la vida en la tierra surgió de una raza de gigantes que visitaron nuestro mundo hace millones de años. Su ADN es el nuestro y, lo que es peor, su insensibilidad, su crueldad, su violencia la heredamos junto al código genético que nos transmitieron. Cuando los supervivientes de la expedición logran hablar con el último de los seres de esta especie, este, en lugar de responder con paciencia a las preguntas lanzadas o de mostrarse enternecido antes sus hijos/criaturas, los ataca con una violencia inusitada y destructiva. Todo en un silencio absoluto que remite al famoso silencio de Dios. El ser humano se planta delante de su creador y este, sin ningún atisbo de piedad, abomina de sus criaturas. Sus ojos sin pupilas miran con atroz indiferencia. Ha creado la vida porque podía, sin más propósito. Para Ellos somos seres despreciables. La conciencia humana, en fin, carece de sentido.
La película, en su turbiedad, insinúa aún algo más desazonador. El planeta al que ha arribado la expedición en realidad es una instalación militar, no el lugar de origen de nuestros antepasados. En ese enclave los gigantes estaban preparando una terrorífica arma biológica que iban a enviar a la Tierra para exterminar en ella cualquier forma de vida. Algo salió mal y la nave espacial que tenían ya dispuesta y cargada de destructivas bombas – aliens, no llegó a despegar. Las criaturas infernales cultivadas, aptas para la destrucción masiva, se escaparon por la base y dieron buena cuenta de quienes los estaban manipulando con apocalípticas intenciones.
El optimismo entusiasta de Elisabeth encuentra como respuesta a sus preguntas la desolación. Mueren todos sus compañeros de expedición, descubre que nuestro creador directo es una raza de seres para la que somos una excrecencia miserable a la que, para más inri, desean exterminar. De ellos hemos heredado nuestros peores defectos. El paraíso, en definitiva, no es lo que habíamos imaginado: en su lugar no hay nada. Vivimos en el infierno. La destrucción es nuestro lenguaje y nuestro destino.
Y, sin embargo…
Aunque el escalpelo y el microscopio conduzcan al abismo, Elisabeth no renuncia a la cruz. Nuestro ADN proviene de esos gigantes brutales (verdad científica), pero por encima debe haber otro Creador (verdad religiosa). Nuestra naturaleza, corrupta e insuficiente, heredada de seres infames, aún debe remontar otras escalas hasta el Principio, hasta el Origen. Y quizás allí brille algo de luz. Al final, tras una odisea trágica y desesperanzada, nuestra heroína decide continuar buscando. La película concluye conElisabeth dirigiéndose al planeta de origen de los gigantes. Nos crearon, después quisieron matarnos, ¿por qué? Respondiendo a esa pregunta, de índole realista y experimental, quizás se abra la otra puerta, la de entrada al último núcleo de sentido, a la Causa de todas las Causas. El carácter científico de esta mujer reclama desentrañar esa primera verdad para, desde ahí, ascender a la segunda, la que roza directamente con el Misterio de lo sagrado.
Salí de la sala con un estado de ánimo ceniciento, con el regusto amargo que dejan en la boca aquellas películas que postulan nuestro más absoluto desamparo existencial. Me dieron más miedo esos gigantes de ojos vacíos que los propios aliens, pura y simple encarnación de un mal atávico sin otros trasuntos. Y más aún me espantaron los seres humanos que retrataba la cinta: fríos, egoístas, cínicos, miserables… Los únicos personajes simpáticos de la película eran la propia protagonista, una superviviente nata, una indomeñable luchadora, y David, el robot que condensa todas las cualidades humanas, sin los vicios y defectos que acaban por volver estúpidas a la mayoría de las personas, al menos tal y como enuncia esta obra. Es verdad que al final el guión se resiste a caer en el nihilismo absoluto y su protagonista sigue adelante a pesar de haber estado a punto de ceder a la desesperación. Hay algo incombustible en su fe que nos enternece y nos alienta. Pero todos los signos de la divinidad invitan al escepticismo: en los gigantes-ingenieros (primera epifanía de Dios) no asoma ningún ápice de bondad, pero es que los seres humanos (segunda epifanía) reproducimos al detalle la insensibilidad, el egoísmo o la violencia de nuestro ancestros titánicos. Si a Dios se le reconoce en sus huellas y la huella primera somos sus criaturas (gigantes, en primera instancia; personas, en segunda), las señales de Dios dispersas en la creación no invitan, desde luego, a la confianza…
Tras revisar la película con calma, reparé en un detalle esencial: ¿por qué se elige el mito de Prometeo como referente de la película? Recordemos que Prometeo robó el fuego a los dioses y, de esa manera, intentó equipararse a los mismos. Prometeo fue expulsado del Olimpo por pretender ascender por sus propios méritos a la esfera de la divinidad. Representa, por consiguiente, tanto las ansias creadoras-conocedoras del ser humano y su potencial como los límites de ese afán. Prometeo fue el primer artista y el primer científico, el titán que apostó por imitar, retar y cuestionar a sus seres superiores. Despierta tanta simpatía por su entrega como escandaliza por su soberbia. Ridley Scott siembra el relato de ecos de ese mito y acaba por concluir lo mismo que el mito insinúa, que adentrarse en la esfera de los dioses para codearse con ellos/ser como ellos nos conduce al perpetuo desasosiego, si no a la perdición:
– La expedición-proyecto se llama “Prometheus”. Al final, como a Prometeo, a todos los que aspiraron a encararse con sus dioses/su Dios les aguardará un destino insoportable y doloroso.
– La propia Elisabeth, como científica se mueve por un afán prometeico. Y sufrirá una tortura muy similar a la de aquel: los buitres que picoteaban el hígado del coloso riman en esta historia con el engendro monstruoso que se gestará en su vientre y que se tendrá que arrancar de las entrañas nuestra heroína con sus propias manos en una auto-cesárea brutal, momento que se erige en la escena más impactante de la película.
– Peter Weyland, el empresario millonario promotor del proyecto, es un viejo decrépito que financia la expedición con el propósito de encontrarse con sus creadores para lograr que estos le libren de la mortalidad. Lo que hallará será la muerte a manos del gigante/artífice superviviente al que reclamaba la eternidad. Otro aspirante a Prometeo desterrado, en fin, de sus afanes.
– David, el robot, a pesar de su falta de alma, pretende conocer en toda su profundidad los entresijos de la personalidad de sus creadores, los seres humanos. Su cerebro electrónico asiste una y otra vez a las constantes muestras de estupidez, crueldad e insensibilidad que adornan nuestro comportamiento. Al final, será decapitado por el gigante, en un gesto otra vez con mucho de castigo mítico a quien quiso saber más de la cuenta.
– Para el final dejo un detalle perturbador: aunque la película insinúa que la saga continuará tras los pasos de Elisabeth, en las primeras imágenes nosotros, espectadores, podemos atisbar la respuesta a los enigmas que a la heroína se le escapa. Tras unos planos paisajísticos espectaculares, llegamos al pie de una catarata. Sobrevolándola vemos una especie de platillo volante y, al filo de su precipicio, un encapuchado. Cuando se descubra veremos que se trata de un gigante, de la especie que luego identificaremos con nuestros ingenieros. Este personaje bebe un líquido (un veneno, sospechamos) y su cuerpo comienza a convulsionarse y a deshacerse, mientras el platillo emprende el vuelo. El moribundo cae al agua de la catarata, donde se descompone definitivamente. Un plano de su cadena de ADN nos informa de cómo este se integra en el ciclo natural del planeta. Más adelante podremos deducir que de esos restos orgánicos surgirá la vida y, tras toda la evolución, la especie humana. Yo quiero entender que ese gigante, condenado a auto-inmolarse, es otro Prometeo más, quizás el primero. Nuestro planeta cumple la función del cadalso donde los seres del platillo, sus dioses, lo ejecutan. De su cuerpo ajusticiado nacimos nosotros y, junto a su carácter mezquino, también heredamos esa infinita comezón que nos lleva a querer saber, a buscar al causante de nuestro origen para increparlo, a soñar con que las grandes preguntas admiten respuestas, cuando quizás, según postula esta película, solo nos conduzcan a un vacío sin fondo.
EL ÁRBOL DE LA VIDA: CREER EN DIOS
En Prometheus la fe inquebrantable de Elisabeth es sometida a pruebas insoportables y se tambalea ante los embates de una realidad en la que es difícil reconocer signos de un Dios digno de fe. Ella aguanta con el crucifijo al cuello, aunque ningún indicio, más allá de su propia testarudez, justifique la perseverancia.El árbol de la vida traza el recorrido inverso: la muerte de un joven en la guerra conducirá a los miembros de su familia a un lento proceso vivencial que va de la desesperación al reconocimiento de la gloria en la creación y de la grandeza infinita de su Creador. En la primera película alguien encuentra las tinieblas mientras acecha la luz; en la segunda surge la luz más deslumbrante al frecuentar las simas de la más profunda oscuridad. Una está trufada de signos aberrantes de una divinidad voraz; la otra apuesta por evidenciar en el universo el rastro amable de un Dios Bueno, que nos ama aun cuando parece desatendernos.
Se ha escrito mucho sobre esta película. Para unos se trata de un pretencioso artificio engolado y megalómano; para otros, una de las cimas señeras del Séptimo Arte. Amada o aborrecida, exige, sin duda, un paladar fino, una actitud paciente y, sobre todo, cierta disposición de ánimo para asistir, no a cómo se nos cuenta una historia, sino a cómo se recita en imágenes un poema. Más que un relato, una sinfonía. Más que seguir una trama, contemplar a través de la pantalla el lenguaje simbólico del mundo. Sea como sea, El árbol de la vida es, antes que nada, un canto de fe. Desde los orígenes del universo a la última brizna de hierba, Malick se atreve a postular que todo rezuma Dios. Lo micro y lo macro, la belleza y el dolor, la vida y la muerte vibran con la pulsación armónica de lo divino.
Me gustaría al menos enunciar cinco claves para el entendimiento de esta obra desde la perspectiva de sus aportaciones para el tema que nos ocupa, el de la presencia de la fe en el cine más reciente:
– 1ª Clave: Al principio de la película, la voz en off de la madre expone que las monjas le enseñaron de niña que en la vida había dos caminos: el de la naturaleza y el de lo divino. La naturaleza (parafraseo) solo busca salirse con la suya, agradarse a sí misma, satisfacerse; lo divino, por el contrario, no agrada, acepta los insultos y las humillaciones, persigue lo permanente e imperecedero. Optar por esta segunda vía conduce a la salvación y a la felicidad plena… Y por ahí decide conducir su vida Mrs O´Brien. Tras la muerte del hijo, no obstante, esta fe inquebrantable en lo sagrado, que se traduce en dejación perpetua en las manos de Dios, se resquebraja. ¿Qué ha ganado la divinidad arrebatándole a Steve, su hijo? Cuando la naturaleza, en su forma más extrema (la muerte) se enseñorea antes de tiempo de lo que ha nacido con vocación divina, ¿cómo soportarlo, justificarlo, dotarlo de sentido? La victoria de la naturaleza empuja, en último extremo, a renegar de lo divino.
Esta oposición entre lo divino y lo natural se verá desmentida a lo largo de la película. Porque será precisamente lo natural la máxima manifestación de lo divino y de eso tratará el desarrollo visual de este largometraje. Como enunciará ahora el padre, hacia el final de la cinta, la gloria nos rodea. Y la gloria serán árboles, pájaros, mares, luz, atardeceres y astros, que están filmados en esta obra como expresiones extremas de un orden superior. Y la gloria será, sobre todo, la existencia humana, con sus etapas, quebrantos y dichas. De ahí que el relato del origen de la vida, desde el principio del universo al nacimiento de Steve, sea un canto tanto a la naturaleza como a la divinidad. Ahora quizás se entienda el penúltimo plano de la película, un puente que simboliza cómo las dos orillas solo en apariencia irreconciliables (naturaleza y divinidad, pero también muerte y vida, universo y ser humano, sufrimiento y plenitud) en realidad están conectadas. La película es, pues, el dibujo de ese puente y ese puente, en última instancia, revela al propio Dios.
En Prometheus las huellas de la divinidad resultaban infames: los gigantes-ingenieros o los propios seres humanos, como signos primeros de un Creador, desarbolaban con sus salvajes o burdos comportamientos la posibilidad de cualquier creencia; en El árbol de la vida se postula que en el rastro dejado por Dios, en concreto, en la naturaleza, anida tal belleza y tal misterio que su contemplación atenta conduce al ser humano a la afirmación incuestionable de la fe.
– 2ª Clave: En medio de la película se encaja, como núcleo narrativo central, la historia de Jack, el hermano mayor. Jack, como adulto, se ha convertido en un infeliz hombre de negocios. Su vida se vincula al cemento y al cristal, a la fría arquitectura de los rascacielos y las oficinas. Trabaja en lo alto, pero su vida carece de verdadera altura (al final, recuperado el norte, descenderá en un ascensor hasta el suelo, de nuevo reconquistado como espacio pleno de lo real trascendente). Preocupado por su carrera, ha perdido la senda. En el aniversario de la muerte del hermano, rememorará para nosotros su infancia. Reencontrar al hermano en la memoria significará, de alguna manera, remontarse a las fuentes, a lo natural, y, por tanto, reivindicar la posibilidad del sentido.
Mr O´Brien, el padre de Jack, educa a sus hijos con una rigidez asfixiante: exige unos modales exquisitos en la mesa; deben tratarlo de usted, les prohíbe cualquier efusión sentimental que no sea de obligado cumplimiento. Continuamente amonesta, aconseja, establece normas. No es papá: es padre, señor. Los tres hijos y su mujer lo temen, lo aborrecen incluso: Jack pide a Dios que por favor lo mate. Poco a poco descubriremos en este hombre a una persona frustrada, que busca ser alguien y aspira a que sus hijos lo sean para así ser respetado. En el tramo final de la película, una vez cierran la fábrica en la que trabaja, confiesa su error: “Jack, solo he querido hacerte fuerte y que fueras tu propio jefe”. “Vivía en el pecado, todo lo mancille y no me fijé en la gloria. Soy un hombre estúpido”. “Sois todo lo que tengo y lo que quiero tener”.
La relación con el padre tiránico constituirá el eje de la reconstrucción del pasado por parte de Jack. Y las referencias paternas, en una historia tan cargada de concomitancias simbólicas y religiosas, remiten sin duda a la figura de Dios. En ese afán armonizador de Malick, de nuevo se produce un proceso que va del caos al orden o, lo que es lo mismo, de lo natural a lo divino. La asfixiante presencia del padre y sucastrante impronta al final atenúa su rigor y encaja en ese diseño perfecto en el que los extremos se dan la mano. Como eco del Padre-Dios del Antiguo Testamento, evoluciona hacia la forma del Dios–Papá amoroso evangélico. En el momento en que confiesa y reconoce su propia insignificancia, hasta los sufrimientos ocasionados por su intemperancia se integran en una unidad de sentido. Y la voz en off de Jack proclamará “Padre, madre, siempre estáis conmigo, siempre lo estaréis”. Es más, poco después de este momento, la voz de la madre expresará que el único modo de ser feliz es amando: “Si no sabes amar, tu vida pasará como un destello. Sé bueno con los demás, asómbrate, ten esperanza…”. Se cierra, pues, el paso simbólico de lovetero-testamentario a lo neo-testamentario con esa reformulación del mandamiento del amor.
En Prometheus la paternidad (recordemos, a menudo trasunto simbólico de lo divino) está teñida de siniestros matices. Elisabeth es estéril y solo se quedará embarazada de Charlie porque éste, que ha ingerido una semilla del “alien”, engendrará en ella un monstruo abominable. Peter Weyland, el promotor del proyecto, es el padre de Meredith Vickers, que representa a la compañía de su progenitor en la nave. Si uno encarna el egoísmo a ultranza y el sueño de alcanzar a cualquier precio la inmortalidad, la otra solo anhela que su padre muera para heredar el imperio que aquel fraguó. Por si fuera poco, este hombre también es el caprichoso creador de David, el robot, quien comprueba que sus dioses/diseñadores (los humanos) se comportan con una profunda mezquindad. Lo paterno, en definitiva, se adivina como monstruosidad o como antipático despliegue de egocentrismo, frente al complejo entramado de sentimientos en ascenso que Malickconvoca al hablar de esta figura tutelar. Y en ambos casos, insistimos, al fondo se reconoce un intento de evocar a un Dios Padre de compleja naturaleza.
– 3ª Clave: El árbol de la vida, como otras películas que abordan de alguna manera lo trascendente, surge de la experiencia de muerte. La muerte de un joven en la guerra se prolongará en el tiempo, desde el pasado protohistórico hasta un futuro que se ubica más allá de cualquier límite, para intentar, en ese recorrido temporal vertiginoso, llenarse de sentido. En el centro de este esfuerzo por volver soportable lo insoportable Malick situará la historia de Job, el hombre que supo ver a Dios no solo cuando nos mira, sino también cuando nos da la espalda. Y ese reto, ver a Dios tanto en la afirmación como en la negación de todo, vertebra el discurso de esta singular obra.
En otra escena crucial, un muchacho se ahoga en una especie de embalse-piscina. El Jack adolescente se dirige a Dios, enfurecido: “Dejaste morir a un niño: dejarás que ocurra cualquier cosa. ¿Por qué yo debo ser bueno si tú no lo eres?”. Ya hemos dicho que, aunque se trata de una obra contemplativa y pausada, el transcurrir de sus imágenes nos traslada de unas ideas a otras hasta desembocar en aquellas en las que un sentido superior y unitario se impone. De la dicotomía naturaleza/divinidad a su integración; del padre/Dios autoritario y distante al padre/Dios vulnerable y amoroso; de la muerte, en definitiva, como expresión de la indiferencia de Dios, tal y como la siente el Jack adolescente, a la muerte como culminación del ciclo natural y, por tanto, como puerta a la vida plena. La película va conquistando cotas, desmontando fáciles ideas tópicas y preconcebidas, apostando por llegar más hondo. Arranca y se cierra con esa especie de nebulosa estelar que evoca lo Trascendente y, en ese círculo, Ello, Lo Que Es Porque Es, parece lo único permanente. Todo lo demás se ha ido forjando, desvelando, revelando en epifanías progresivas.
Para muchos, en este contexto, la escena en la que Jack adulto pasea en una playa-paraíso con todos sus seres queridos es una figuración un tanto ingenua del más allá y resulta de una torpeza intolerable. Los planos resultan relamidos, la estampa parece más un anuncio de seguros que una acertada y sugerente evocación de la eternidad. A mí lo cierto es que la escena, vista ya cuatro veces, me conmueve. Quizás la localización peque de socorrida, pero, como en los desfiles fellinianos, hay mucho de gozosa y plácida recapitulación. En los encuadres conviven en armonía presente y pasado. Y el caminar sin rumbo, las manos que abrazan, acarician, saludan; la luz, las palabras susurradas, las olas que, plácidas, parecen arrastrar lo Invisible, todo, en definitiva, anticipa a la perfección las palabras finales de la madre: “Te lo entrego a ti; te entrego a mi hijo”. La evolución desde la rabia y la impotencia ante la tragedia a la aceptación de la misma muerte se completa.
– 4ª clave: Voces en off de distintos narradores; imágenes, palabras y músicas en contrapunto, sin vinculación. Montaje sincopado, con insertos continuos sin funcionalidad narrativa. Escenas breves, que se encadenan sin desarrollar íntegramente episodios. Alternancia de celeridad y quietud. Elipsis continuas, esbozos, apuntes. Recuerdos, fantasías, sueños e imágenes reales conviviendo. Lo real y lo mental, lo físico y lo espiritual confundidos. Presente, pasado y futuro en sutil alternancia, lo trascendente y lo inmanente. La historia mínima de una familia que se da la mano con la historia del universo… Y símbolos, metáforas, asociaciones libres. Poesía…
Atreverse a formular lo que esta película formula en los tiempos que corren y de la manera que lo hace es tanto como desnudarse en medio de un supermercado. Y entregarse a la vorágine de sensaciones que sus imágenes convocan supone así mismo un auténtico desafío. Malick filma en esta obra maestra, repetimos, una rotunda proclamación de fe. El espectador que entra en su juego puede asumir la magnificencia estética de su apuesta sin compartir su soporte religioso (el éxito de crítica de esta obra solo se explica en estos términos); pero también creo que, desde una conciencia abierta a lo sacro, El árbol de la vida duplica su valor. Si la naturaleza, en su más amplio sentido (y la historia de la vida y del ser humano forman parte central de ella), es un signo clave de Dios, películas como esta, con su misteriosa grandeza, también lo son. En el atardecer, en el viento que agita una cortina, en los juegos de la luz, en los árboles, en los astros se reconoce a Dios, pero en la forma que los muestra esta película alcanzan una nitidez de manifestación de lo trascendente pletórica.
– 5ª clave: ¿Por qué Terence Malick inserta el larguísimo episodio, de una belleza indiscutible, en que se relata el origen de la vida desde los albores del cosmos? ¿Qué sentido tiene dicho bloque en medido del relato de la historia de una familia americana de los años 50? La voz en off del hermano muerto dice, minutos antes de esta aparente digresión, “encuéntrame”. En el desarrollo de la escena comentada se oyen las siguientes palabras, dirigidas, intuimos, a la divinidad: “Lo sabías. Quiénes somos para ti. Contéstame”. Otra intervención, ahora de la voz de la madre, puntúa este momento: “Te busco. Mi esperanza. Mi niño”.
Actitud de búsqueda, necesidad de respuestas, persecución, quizás, de lo que solo se acierta a entrever. Hablar de lo inefable, encontrar la senda del significado, rozar el misterio: el director apuesta por moverse como a ciegas entre la totalidad, con la intuición ardiente del poeta. Y puesto que una vida, la más pequeña, solo es posible gracias a la conjunción maravillosa de las infinitas causas y azares que configuran el universo, Malick postula que cualquiera de nosotros proviene, milagrosamente, de los Inicios. Esa necesidad del inmenso árbol de lo existente para que yo haya llegado a ser quien soy explica y justifica el memorable recorrido que traza en este fragmento la película. La historia del universo es mi historia: somos el último eslabón de una cadena inmensa de vida. Y también de muerte. Lo dijo maravillosamente Ángel González, y con sus versos termino esta aproximación:
Para que yo me llame Ángel González
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos, fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo.
Solsticios y equinoccios alumbraron
con su cambiante luz, su vario cielo,
el viaje milenario de mi carne
trepando por los siglos y los huesos.
ELEFANTE BLANCO: CREER EN JESUCRISTO
“Cuando la fe no es suficiente para salvar vidas, entonces hay que actuar”. El cartel de la película de Pablo Trapero aparece presidido por esa máxima… tan desacertada por falsa como incoherente con lo que la película realmente ofrece. Porque, en cristiano, no se entiende fe sin acción. Creer es vivir. La fe cristiana ha de ser, ante todo, una actividad, una vivencia que empuja o debe empujar obligatoriamente a implicarse en la construcción de un mundo más justo. Si no, no es nada. Solo se vive la fe en Jesús, en definitiva, cuando se actúa como Él.
Aunque los diseñadores de la promoción hayan errado con la frase del cartel, la película, al contrario, visualiza este principio básico de la fe cristiana de forma correcta. En todo momento se “baja a Dios de las nubes”, como decía la canción, sin que se esquive evidenciar que ese cristianismo volcado en las realidades más miserables se sustenta sobre la fe en lo trascendente. Por ejemplo, los continuos insertos de celebraciones (eucaristías, procesiones, funerales), momentos de oración, sacramentos (aparecen Bautismo, Comunión, Orden Sacerdotal y Penitencia), espacios para el culto (iglesia, convento de clausura) se integran en el desarrollo de la trama y dotan a los diferentes episodios de esta durísima historia de una continua resonancia religiosa. El rezo se produce en la intimidad, pero fluye hacia la calle, donde completa su sentido; los sacramentos eclesiales se dan la mano con la propia vida, que también se eleva así a sacramento. Entre las chabolas, al pie del “elefante blanco” (un gigantesco hospital a medio construir desde hace décadas, que sueñan con convertir en viviendas sociales los habitantes de la barriada), la capilla refulge con el candor y la fuerza de un Evangelio: y son tan iglesia las chabolas o la capilla como ese sueño inconcluso con forma de edificio. No en vano los protagonistas de esta historia son dos “curas villeros”, sacerdotes que han decidido participar en la promoción social y humana de los hombres y mujeres residentes en una zona marginal de Buenos Aires. Y en su vocación se aúnan la práctica religiosa y la lucha, los oficios divinos y las humanísimaslabores entre el barro. Un tipo de experiencia fertiliza la otra y ambas componen una riquísima realidad.
También acierta la película con otros matices clave de nuestro credo. La canción que abre y cierra la película proclama en su estribillo “lo que más me gusta son las cosas que no se tocan”. Y no se toca el amor, la solidaridad, la paz, aunque se encarnen a cada paso en esta obra honesta y oscura, rodada con brío y fuerza. Sobresalientes son, de igual manera, los largos planos-secuencia que se adentran en el barrio y en las entrañas sórdidas del submundo de los traficantes. O la escena silenciosa y terrible de presentación en la Amazonía. Las imágenes de estos tres momentos trazan viacrucis intensísimos y dibujan las profundas cicatrices de una realidad que intentan cauterizar un grupo de idealistas. Brillantísima, finalmente, la forma de sugerir la resurrección: una vez muerto el padre Julián de forma violenta, todo el barrio se manifiesta bajo los gritos de “Viva el padre Julián. Ahora y siempre”, con el plano al fondo del “elefante blanco” todavía inconcluso, pero rotundo como un salmo, como una catedral, como ese hombre abnegado y solo muerto en su plano biológico…
Es una pena que la película funcione peor en el retrato psicológico de sus personajes centrales, lo que repercute en que todo lo anterior parezca más externo, superficial, que asumido. La película, así, resulta más enunciativa que expresiva: asistimos más a un interesante discurso sobre la fe que a su intenso despliegue emocional y simbólico:
– Julián lleva años como párroco de la barriada marginal donde se ubica la acción. Cuando le detectan un tumor cerebral, decide dejar su legado en manos de Nicolás, un sacerdote francés, para que continúe el trabajo. Actúa inspirado por el padre Múgica, el sacerdote mártir que fundó la parroquia y encabezó el proyecto de humanización del barrio. Debe hacer frente al miedo a morir, a la desidia de los políticos, a la tibieza de las autoridades eclesiales, a la falta de fondos, a las bandas de narcotraficantes rivales. Está cansado y su sufrimiento, a pesar de todo, no impide que siga en la brecha, aun tambaleándose, peleando por los que menos pueden. Su drama íntimo está poco esbozado y se verbaliza de forma un tanto torpe en episodios explicativos o previsibles. Lo que podía haber dado pie a una notable exploración psicológica se queda solo en esbozo.
– Por su parte, Nicolás llega a la villa tras haber vivido una experiencia traumática en el Amazonas, donde asistió a la masacre de un poblado indígena sin poder intervenir para evitar la tragedia. Marcado por esa experiencia, decide implicarse hasta el fondo en los conflictos del barrio, cuestionando con sus intervenciones las estrategias de trabajo de Julián, mucho menos impulsivas y más atentas al delicado equilibrio de fuerzas que recorren el barrio. No obstante, la historia de Nicolás sobre todo se centrará en su progresivo enamoramiento de Luciana, la asistente social que comparte labor e idealismo con estos dos sacerdotes. Aunque este proceso esté mostrado con suma delicadeza y la atracción mutua esté dibujada a través de sutiles gestos y miradas significativas que logran transmitir perfectamente el surgimiento gradual de la pasión, al jugar esta baza sentimental la película se dispersa y se acaba moviendo en tantos frentes que no acaba de cuajar. El desenlace abierto, con Nicolás indeciso entre coger el testigo del padre Julián o vivir en plenitud su amor por Luciana, resulta insuficiente para una película empeñada en muchos momentos en erigirse en un gran fresco religioso, social y humano.
A pesar de estas deficiencias, Elefante blanco aborda con tanta seriedad como respeto el tema de la fe y del sacerdocio, sin caer en fáciles demonizaciones o en la plana visión de la hagiografía. La película acierta al sugerir que creer significa aunar lo divino y lo humano; y que supone moverse entre la niebla y la lluvia, hasta mancharse de luz, hasta iluminarse de barro… De esto y de mucho más nos habla esta historia de hombres impuros, imperfectos pero fieles en el seguimiento de Aquel que no dudó en cimentar un reino sólido y consistente (su particular “elefante blanco”) sobre cosas invisibles.
KISEKI (MILAGRO): CREER EN LA VIDA
Cuando se cruzan dos trenes-bala, liberan tal energía que su flujo puede conseguir que los deseos se cumplan. Con esta premisa de partida, siete niños emprenderán una aventura en busca de ese momento, cada uno con sus frustraciones y sus anhelos en la mochila. Entre ellos destacan dos hermanos, Koichi y Ryu, obligados a vivir separados tras el divorcio de sus padres. El primero se empeña en asistir al cruce de los trenes para lograr que el volcán de la ciudad en la que habita, Kagoshima, entre en erupción. Según sus cálculos, todo se destruiría y su familia volvería a reunirse en Osaka. El segundo, aunque es el pequeño, ha aceptado la nueva situación familiar, pero no quiere decepcionar a su hermano y lo acompaña, junto a sus amigos, en esta peculiar odisea.
La película del siempre estimulante director japonés Hirokazu Kore-eda es muchas cosas: una fábula sobre el crecimiento, un melodrama familiar, una comedia realista, amable y profunda al mismo tiempo. Nos regala una simpática colección de retratos infantiles a la par que reúne una riquísima galería de personajes adultos. Unos y otros pelean por lograr sus sueños o al menos por soportar sus decepciones cuando lo que se anhela se ha perdido a lo lejos. Pero traigo a colación esta obra como cierre porque, además, Kisekidescribe el paso de la credulidad a la fe de una manera prístina.
La palabra “fe” presenta un problema grave: suele vincularse en exclusiva con lo religioso. Al negársele carta de naturaleza en la experiencia humana, parece que entramos en un terreno solo apto para iniciados: la fe se tiene o no se tiene, por la Gracia de Dios. Y quien carece de ella disfruta de esa suerte o padece esa desgracia sin remedio, según quien juzgue.
La fe, desde nuestra perspectiva, constituye una constante en nuestro existir, seamos o no seamos gentes religiosas. La fe, es decir, la confianza en todo aquello de lo que no tengo garantías absolutas, pero que me convence visceralmente, sustenta nuestro movernos por el mundo: nuestras relaciones, nuestras decisiones, nuestros juicios, nuestras ideas, nuestras preferencias participan de esa tendencia tan humana a jugárnoslo todo por realidades nada evidentes. Tenemos fe en nuestros amigos, en nuestra pareja, en el futuro de la profesión que estudio, en el partido al que voto. Y, ojo, no se trata de una apuesta irracional, sino de una opción racional basada en indicios, en experiencias, en signos. Quien llega a Dios, por ejemplo, como veíamos en las anteriores películas, lo hace caminando con pie inseguro y firme sobre sus señales en el mundo (El árbol de la vida); en el caso de los cristianos, la más nítida y palmaria de dichas señales será la vida de Jesús (Elefante blanco). Si no es así, si los signos no están preñados de sentido, la fe suena a empeño insuficiente (Prometheus).
Kiseki nos muestra a siete niños que evolucionarán, precisamente, de la superstición (un creer mágico e irreal) hacia la fe primera, la que se asienta en la confianza en la vida antes de ascender hacia lo trascendente. En el momento culminante de la película (antecedido por un maravilloso encadenado de planos detalle que resume las emociones de la historia con pulsación genial) Koichi enmudece cuando los trenes se cruzan, en lugar de pedir que el volcán explote. Después explicará la razón de su sorprendente comportamiento: tras la aventura habrá entendido que entre la erupción del volcán, con fines egoístas, y el mundo (es decir, todo aquello que está más allá de sus propios deseos), acabó por elegir el mundo, renunciando en consecuencia a imponer su voluntad. Cada uno de los otros niños vivirá un mismo proceso de conversión de los deseos egocéntricos y escapistas en complejos anhelos vitales rebosantes de fe: Ryugritará que todo funcione bien con su padre; Megumi expresará su deseo de ser mejor actriz, aunque tenga que marcharse sola a Tokio a estudiar; Tasuku, que soñaba con casarse con una de sus profesoras cuando fuera mayor, clama por que su padre deje de apostar… Unos y otros saben que todos esos deseos (dibujar mejor, correr más rápido) precisarán de su propio esfuerzo para cumplirse. El creer supersticioso se funda sobre la magia; la fe en la vida es exigente y nos implica: elegir el mundo significa volcarse en él, entregarse con convicción a su factura.
Uno de los niños lleva con él su perro muerto. Quiere que Canicas vuelva a vivir. Después del ritual, el perro no resucita. Está mucho más frío que antes, confiesa el muchacho. Aunque pueden enterrarlo en el camino, prefiere sepultarlo en el jardín de su casa… Para una mente descreída esta escena ejemplificaría, no solo el fin de la credulidad, sino también la negación de cualquier fe religiosa. Tanto una, la magia, como la otra, la fe, se encuadrarían, desde esta óptica, en el reino un tanto fantasioso de la infancia. Verificado que no existen los milagros, podemos afirmar sin lugar a dudas que no existe Dios, refinada versión de cualquier cuento de la abuela…
Y sin embargo…
Sepultar al perro supone asumir el principio de realidad, sin renegar por ello del misterio último que se esconde tras todo lo existente. Aceptar la muerte y llevarla al propio jardín (apropiarse de ella, interiorizarla para seguir adelante: el jardín ha sido siempre símbolo de la intimidad) nos fortalece, nos humaniza, y, lo que es más, reafirma el valor incalculable de la vida. Estos niños han aprendido que los imposibles no existen, pero a cambio han descubierto que la vida, por suerte, está en gran medida en sus manos. Hay algo más allá de sus ombligos, de sus sueños: hay otra gente, hay mundo, hay horizontes. Y dependen en parte de sus pequeñas manos.
Kiseki afirma, con voz pausada y nada solemne, que merece la pena creer con los ojos cerrados, no en el prodigio irracional, sino en la prodigiosa vida: tener fe en esa casualidad cósmica insólita que nos hizo, además, seres conscientes, dotados, entre otras cosas, para intuir la Trascendencia… Intuir la Trascendencia incluso en material tan liviano, tan anecdótico, tan ínfimo, como estas cuatro sugerentes películas.