Cine, Jóvenes, misterios

1 enero 2010

Jesús Villegas
 
Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la muerte,
la de la vida.
 
Amor, muerte y vida son las tres heridas con que todo ser humano nace. Heridas que ni cicatrizan ni dejan jamás de supurar interrogantes. Bajo su estigma venimos al mundo y, a la vez que propician dolor y goce, su luz reviste de milagro la existencia humana. Heridas que son sed y que son agua; enigmas hasta tal punto irresolubles que se elevan a la condición de misterios esenciales.
Tomaremos como fuente de inspiración estos versos de Miguel Hernández para reflexionar a lo largo de unas cuantas páginas sobre un tema cuanto menos sugerente: cómo aparece en el cine más reciente protagonizado por jóvenes la cuestión del misterio proyectada sobre esos tres ámbitos que el poeta reconocía, la vida y su sentido, la muerte y el amor en su más amplia significación.
Un par de advertencias: hemos revisado una veintena de películas para elaborar este artículo. Por tanto, se tratará siempre de apreciaciones parciales extraídas de un número limitado de obras. A pesar de ello, creemos que algunas conclusiones son extrapolables a muchas otras producciones y, lo que puede resultar más interesante, a la propia vivencia del misterio por parte de los jóvenes actuales. Aventuraremos tesis, pues, que requerirían el refuerzo de otros discursos audiovisuales para resultar irrebatibles, pero, a pesar de su carácter sesgado y su falta de firmeza, pueden funcionar como hipótesis para el pensamiento.
Por otro lado, a veces hemos abordado algunas películas no protagonizadas por jóvenes para corroborar alguna de nuestras conclusiones. Se nos perdonará esta inocente licencia, que solo de muestra la universalidad de los asuntos tratados, más allá de edades. Además, hemos añadido al triángulo propuesto por el poeta el otro gran misterio, ese que para los creyentes recubre todos los demás, el de la divinidad, en un último apartado que tiene mucho de esbozo para próximos acercamientos.
Por si resulta de interés, enumero antes de empezar las películas de referencia. Hubiera querido ver Afterschool, Trash, Petit Indi, V.O.S. yAdam, pero los caprichos de la distribución me han impedido visionarlas. Algunos de los títulos que cito luego no han tenido acomodo en el estudio por diversos motivos; no obstante, los incluyo como recomendaciones para el curioso. Sobre todo invito a revisar a la luz de lo que aquí exponga Despedidas yTres días con la familia:
Adventureland, After, Ágora, Castillos de cartón, Despedidas, Génova, El juego del ahorcado, Hazme reír, ¡Me ha caído el muerto!, Pagafantas,  Secret sunshine, Supercañeras, Superfumados, Paranoid Park, Te quiero, tío, Tres días con la familia, Virgen a los 40, XXY, 500 días juntos 
 
EL MISTERIO DEL SENTIDO DE LA VIDA
Imaginad un pájaro silvestre que ha entrado en las estancias de una casa. Unos niños lo ven, lo persiguen Escapa y se refugia en una sala abandonada. Esa sala tiene un enorme ventanal. El ave, engañada por la transparencia del vidrio de la ventana, intenta huir de su prisión: para ello, vuela con todas sus fuerzas hacia el exterior, pero se estrella contra el cristal, ilusoria promesa del cielo. Una y otra vez, el pobre animal repite esa escaramuza trágica, hasta que, malherido, cae en el suelo y agoniza, tras dejar un rastro sanguinolento…
Este episodio lo cuenta de una forma sublime Juan Ramón en uno de susSonetos espirituales
 
                             Se entró mi corazón en esta nada,
como aquel pajarillo, que volando
de los niños, se entró, ciego y temblando,
en la sombría sala abandonada.
De cuando en cuando, intenta una escapada
a lo infinito, que lo está engañando
por su ilusión; duda, y se va, piando,
del vidrio a la mentira iluminada.
Pero tropieza contra el bajo cielo
una vez y otra vez, y por la sala
deja, pegada y rota, la cabeza…
En un rincón se cae, al fin, sin vuelo,
ahogándose de sangre, fría el ala,
palpitando de anhelo y de torpeza.
 
Un lector sensible se habrá dado cuenta de que tal pájaro no es un pájaro real, sino un símbolo. El autor identifica esta criatura alada con su propio corazón desde el primer verso. Y, quien dice corazón, dice conciencia, mundo interior o, quizás, alma. A lo largo del poema Juan Ramón disemina claves que orientan estas palabras hacia una lectura trascendente: si el pajarillo es el corazón, la “sombría sala abandonada” es el vacío (“esta nada” dice nada más comenzar) que a veces nos atenaza en medio de la vida. Subrayemos que el poeta postula que, ante la sensación de falta de sentido, ante la nada, los intentos de huida de ese angustioso encerramiento pretenden “una escapada a lo infinito”. La alternativa a la sala cerrada, a la angustia existencial, es, pues, el cielo, la superación de la inmanencia.
Tenemos, pues, a un ser humano agónico, en lucha, que aspira al cielo, a lo que nos ensalza. Juan Ramón, sin embargo, insinúa con desolación que a veces esta tentativa ascendente, está búsqueda de lo que queda más allá (¿belleza, verdad, esencia, Dios?: ante todo, sentido) resulta frustrada: el vidrio es “mentira iluminada” que “está engañando con su ilusión” al pajarillo; el vidrio, además, constituye un “bajo cielo” con el que tropezar, opuesto a ese infinito inalcanzable. El desenlace acentúa aún más el contenido metafísico de la composición: el pájaro, con la cabeza “pegada y rota”, cae. No es gratuita la descorazonadora imagen de la cabeza destrozada del animalillo, pues, como metonimia de la inteligencia, nos revela que en parte la frustración de esta aventura en pos del sentido quizás se deba a haber depositado ahí, en nuestra dimensión racional, una fe en el sentido fácil de desmontar cuando se asienta en meras elucubraciones mentales.
Me conmueven especialmente las últimas palabras de este genial soneto. El pajarillo yace “sin vuelo”, “fría el ala”. La imposibilidad para llegar desde una realidad visible a una realidad invisible donde se haga posible el sueño humano de trascender su propia limitación material se plasma en esas dos rotundas formas de negación de lo aéreo (falta de vuelo, ala inerte), por consiguiente, de negación de lo espiritual. Pero donde el poema alcanza su máxima expresividad es en el verso final: porque el pajarillo mantiene un hilo de vida que le permite seguir ansiando ese reino de lo inmortal. Por eso, con sobrecogedora intensidad, se nos dice que sobre el suelo se ahoga “palpitando de anhelo y de torpeza”: anhelo de más allá que se resuelve en desoladora torpeza al haberse estrellado esa aspiración con el puro y duro “más acá”…
Dejemos la poesía y pasemos a la prosa. El cine actual protagonizado por jóvenes en gran medida transforma esta portentosa creación imaginaria en relatos de personajes encerrados también en habitaciones sin salida. Pero en nuestro mundo parece que los intentos de huida no se dirigen hacia lo infinito: esa es la gran carencia, la clave de la relectura en prosa del símbolo juanramoniano. Se ha bloqueado esta posibilidad de escapatoria metafísica, sin que se disponga de otro lugar con sentido al que huir. No hay anhelo palpitante de más allá ni solución apuntada en el más acá, pero sí mucha insatisfacción y, lo que es peor, una destructiva torpeza a la hora de generar alternativas. Siguiendo con la imagen, los “jóvenes-pájaro” de película revolotean perdidos en el interior de una sala luminosa y casi edénica, la que acotan las cuatro paredes de nuestras sociedades hiperdesarrolladas, mientras se estrellan una y otra vez contra todos aquellos espejismos de plenitud que amueblan la vida: paraísos artificiales, placeres vacuos, lujos materiales… Son otras formas de “bajo cielo”, con el agravante de que ni siquiera se molestan en engañar con promesas de infinito. Es todo finito y bien finito… Pero todo, a la vez, resulta insuficiente para satisfacer a criaturas aladas como los seres humanos…
After me parece una película capital para comprender el alcance del poema de Juan Ramón releído más de noventa años después. Tres amigos de la adolescencia que rondan la cuarentena, dos hombres y una mujer, quedan una noche para salir de fiesta. Las horas de desmadre, aderezadas con drogas, alcohol y sexo, no logran silenciar el malestar existencial de cada uno de ellos. Como esa noche se nos va a contar tres veces, en cada ocasión desde el punto de vista de uno de los personajes, comprobaremos que estas criaturas se mueven por la gran sala del mundo como el pájaro del soneto, con urgencia por salir del lugar que habitan hacia otro sitio mejor. Desazonados, revolotean de una forma que no es nada más que anticipo de una caída. Resulta significativo que uno de los motivos de la película sea la imagen de cada uno de ellos en medio de una discoteca, saltando por encima de la masa. La puesta en escena de esta acción adquiere connotaciones simbólicas indudables: la cabeza del personaje entra en plano por el límite inferior del cuadro, en cámara lenta, iluminada de forma violenta; el rostro, casi en éxtasis, sudoroso, aparece y, a los pocos segundos, desaparece de nuevo por donde irrumpió, pues el descenso inevitable lo destierra de esa engañosa levedad flotante. Ascienden a fuerza de experiencias límite, de “subidones”, de excitación, pero caen más al fondo tras cada intento porque no hay aleteo, sino salto; no hay persecución de infinito: solo una insaciable voluntad de desprenderse de un yo sobre todo emocionalmente frustrado.
Todo un síntoma este intentar saciar enfermedades del alma con excesos del cuerpo. Pájaros que se arrastran cuando necesitan volar. Pájaros que buscan entre cuatro paredes lo que queda fuera. Sobredosis de fisicidad ante la torpeza para gestionar el mundo interior. Escapar porque no se sabe ser; solipsismo ante el miedo a la relación de fondo con el otro; perpetuarse en un presente continuo porque no hay horizonte.
After es la crónica de todos aquellos que han alcanzado un estatus económico, una posición social acomodada, un bienestar que no se corresponde con la plenitud vital. Los tres protagonistas carecen de algo innombrable y pretenden reemplazarlo con la amnesia, el delirio, el orgasmo, la adrenalina… Ningún director actual se atrevería a apelar a un vacío de orden espiritual, a una falta de sentido trascendente, y la película testimonia, sin más, que a veces tenerlo todo y no saber gestionar los propios sentimientos nos acerca más rápido al despeñadero de la nada. Pero el hueco mencionado, la aniquilante sensación de fracaso de estas vidas yermas reclama la necesidad de una reestructuración interior, en la que, junto a sinceridad y reencuentro con uno mismo, enriquecimiento de las relaciones con el otro, asunción de responsabilidades, madurez, compromiso, quizás quepa también, pura y llanamente, algo de Luz, de apertura al Misterio.
Noventa años después de Juan Ramón Jiménez, Pereza expresaba a su manera en su disco Animales esa “carencia de algo” sin identificar que detectamos en los personajes de After. Nos referimos a la canción Matar al cartero:
Llevo mucho tiempo fuera de mí,
perdido y como si no tuviera alma,
haciendo el perro por los bares,
perdiendo el hilo,
pidiendo a gritos un poco de calma.

Nada es suficiente y no se por qué
me falta algo, y no se qué.
Tengo de todo, dentro de un orden,
pero en el fondo nada que importe

Y cada vez más solo y más pellejo,
dos días triste, dos días pedo,
no llegan cartas desde hace tiempo,
creo que voy a matar al cartero.

Y yo bebiendo, fumando,
me voy elevando,
perdiéndome un rato, buscando algo,
perdonándome el no volar
porque bailando y soñando vamos tirando.
La canción no admite réplicas. Otra vez se sustituye la falta de vuelo con un elevarse a fuerza de sensaciones (“bebiendo, fumando”); de nuevo se denuncia el tener de todo, “pero en el fondo nada que importe”. Podríamos incorporar esta letra a la banda sonora de After, sin duda. Y puede que a la banda sonora de toda una generación.
Un detalle más: frente a la angustiosa desazón metafísica del soneto de Juan Ramón, en que el anhelo y la búsqueda de más allá se saldaba con un fracaso heroico (el del que quiere sobrepasar lo visible, trascender, y no puede), la canción de Pereza se conforma con un “perdonarse el no volar”, con un “ir tirando”, tan escéptico, acomodaticio y materialista como descarnadamente sincero.
Si no llegan cartas, es decir,  si no nos llegan noticias desde más allá, desde ese lugar sin espacio donde se fragua el sentido, quizás la mejor solución sea matar al cartero (¿al Cartero?). Resignados a vivir entre cuatro paredes, sin ventanas por las que nos lleguen vislumbres de los esencial, sin puertas a las que acudan emisarios de lo que nos supera…
 
EL MISTERIO DE LA MUERTE
En Génova Michel Winterbotton somete a sus tres protagonistas, un padre y sus dos hijas (una niña y una joven), a la traumática experiencia de la pérdida de  un ser querido, la madre, en este caso. Esta muere en un desgraciado accidente de tráfico provocado por la pequeña a consecuencia de sus juegos. Me interesa en especial cómo, ante la muerte y el fuerte sentimiento de pérdida consiguiente, la mayor de las hermanas despierta a una sensualidad desaforada. Canaliza su dolor hacia los cauces del goce corporal como una forma casi rabiosa de sobreponerse al misterio de la extinción. Como ocurría en After, el remedio hedonista, sin embargo, no logra curar del todo la herida. La muerte sigue socavando algo interior y el jeroglífico de la existencia permanece inextricable por mucho que se recubra de sol, de carnalidad, de aparente indolencia.
Con fantástica intuición, el director convierte las calles oscuras, serpenteantes y laberínticas de Génova en un personaje más. Por ellas deambulan nuestros protagonistas (extranjeros, además, pues son norteamericanos en Italia), las dos muchachas sobre todo, sin saber qué les deparará el próximo recodo. Medio perplejas, medio perdidas, medio asustadas, ese paisaje exterior es puro trasunto de la madeja interior en que la desaparición materna las ha enredado.
En el proceso de duelo, la niña comenzará a buscar refugio en la experiencia religiosa. Ansía, sobre todo, el perdón materno por lo ocurrido y para ello se embarca en una vivencia supersticiosa de lo sacro, expresada en su obsesión por encender velas para su madre en las iglesias. A consecuencia de esta sugestión metafísica, la madre se le aparecerá en diversas ocasiones. Sin embargo, la religión, más que consuelo, consigue que la pequeña se interne todavía más en las retorcidas cavernas de la pérdida. En un par de ocasiones, empeñada en perseguir el fantasma materno reclamando su perdón, la niña está a punto de protagonizar una nueva tragedia (se extravía en un bosque, casi la atropellan en medio de la calle). La joven, en conclusión, se deja arrastrar por la corriente sensorial de la vida para esquivar el abismo; la niña transita en ese paso por el puente colgante de una sacralidad más mágica que auténtica; ambas, no obstante, siguen callejeando abrumadas por su génova interior con el insoportable peso del sinsentido y el dolor a cuestas, sin que consigan sublimar su caos.
No sólo niños o jóvenes: los adultos de cine tampoco consiguen sobreponerse al zarpazo de la muerte. La interesantísima Secret Sunshine nos presenta a una mujer que, tras la desaparición de su marido, debe enfrentarse a la violenta muerte de su único hijo. En su proceso de duelo pasará de la impasibilidad a la depresión o incluso la locura. Mutismo, arrebatos autodestructivos, episodios de sexualidad insana jalonan otro itinerario más en una espiral hacia el corazón de las tinieblas. El núcleo de la película lo ocupa el intento de esta mujer de encontrar consuelo en la religión. Pero, como ocurría en Génova con la niña, la propuesta religiosa que recibe y acepta la protagonista tiene todos los rasgos de lo insuficiente: ritos y ceremonias desustanciados, cánticos con cadencia de melopea hipnótica, una comunidad anclada más en la convención de unas maneras suaves, el ocultamiento de los verdaderos deseos y un lenguaje de melífica y sospechosa complacencia que en la vida compartida… Todo aparenta, no obstante, causar un efecto sedante en esta mujer, que parece haber encontrado en el amor de Dios un consuelo inquebrantable y una felicidad rotunda. Pero cuando decide visitar al asesino de su hijo para perdonarlo, descubre que este hombre se ha arrepentido del crimen cometido y ha hallado también consuelo en brazos de Dios. Esa misericordia absoluta de la divinidad conmociona a  la mujer hasta tal extremo que abomina de aquello en lo que ha creído creer: ¿cómo es posible que su titánica historia de redención sea simétrica a la de quien causó su mal? ¿Es concebible un Dios de una bondad tan extensa? De repente, al encontrar en el asesino redimido su propio reflejo, se desmorona el castillo de naipes de su fe: todo su sufrimiento, su “vía crucis” se ha mostrado inane. Al ir a conceder su perdón humano a otro ser, se topa con que Dios se le ha adelantado y eso rompe su delicado equilibrio interior…
Frente a la muerte, pues, misterio de misterios, la religión aparece en estas dos películas, o bien como una solución infantil de dudosa eficacia, o bien como una especie de estructura endeble, armada sobre el ritualismo, la beatería y cierta emotividad desquiciada. En este contexto, el único personaje joven de la función da la espalda a cualquier alivio trascendente y prefiere soportar los embates del sinsentido mediante un rabioso agarrarse con uñas y dientes a la materialidad de la vida.
En Paranoid Park o El juego del ahorcado son los jóvenes protagonistas quienes, por accidente o en defensa propia, provocan una muerte. Cargar sobre la conciencia la desaparición de un semejante siempre ha supuesto una obligada inmersión de las personas en su propio centro. El sentimiento de culpa, la necesidad de perdón o de castigo constituyen hitos casi obligados en el proceso de asimilación de un acto límite y son invitaciones a la introspección, al encaramiento con el misterio.
Paranoid Park, por ejemplo, nos relata cómo un adolescente causa la muerte de un guarda de seguridad de una estación de tren. Cuando el vigilante los descubre a él y a un colega montados en un vagón, intenta atraparlos. Para defenderse el muchacho protagonista golpea a su perseguidor con su monopatín. El hombre cae sobre las vías, con tan mala suerte que una locomotora pasa por encima de él, seccionando su cuerpo en dos. Su identidad  homicida, sin embargo, no es descubierta por la policía y eso obliga a nuestro protagonista a vivir en estado de permanente zozobra. Gracias a los consejos de una amiga, para digerir semejante suceso recurre a la solución de escribir todo lo ocurrido y después enterrar, con los papeles, el terrible secreto. Ante la falta de instancias mediadoras de cualquier tipo (familiares, educadores, amigos, la ley incluso), ante la inoperancia de la solución trascendente, el muchacho recurre a un gesto de expiación casi masturbatorio que  escuece cuando se analiza. Como gritar bajo un puente mientras por encima pasa un tren o hablarle a los oídos a una estatua, esta acción reparadora a la vez niega otros caminos de reconstrucción más llenos de sentido.
La película, como todas las de Gus Van Sant, es un certero retrato de un adolescente contemporáneo. Niño bien a pesar de su ropa desastrada dehiphopero, busca perder la virginidad sin deseo, solo porque ya es hora; deambula con su apatía a cuestas por los pasillos del instituto y por las calles de su ciudad. Incomunicado, remoto siempre, desganado, solo muestra interés por la música, que casi constituye el único texto de sus pensamientos,  por el monopatín y por una pista en un parque de una zona marginal (el que da título a la película) donde se juntan a patinar e incluso a vivir muchachos pertenecientes a las clases bajas de la sociedad. Todas las escenas en este enclave están rodadas en ralentí, con cámara en mano y una banda sonora que vuelve irreales las imágenes. Es allí, en ese espacio y esa práctica, donde el protagonista presiente un pequeño paraíso y, si cabe, la emergencia de lo trascendente: el patinaje se retrata como una práctica introspectiva por su belleza ingrávida, porque permite escapar con piruetas del feo día a día en el instituto, porque la ponen en escena muchachos que encarnan formas de libertad y de rebeldía hasta cierto punto envidiables, de un tibio romanticismo. El vuelo de Juan Ramón, que era salto en After o elevación alucinógena para Pereza, es pirueta sobre cuatro ruedas en esta magnífica película sobre un muchacho, su monopatín levitante/asesino y un crimen sin castigo.
En El juego del ahorcado una muchacha cree haber matado en defensa propia a un hombre que había abusado de ella. Su mejor amigo acude a la fábrica abandonada donde ocurrieron los hechos y se encuentra al violador todavía vivo. Se enzarzan en una pelea y el hombre malherido se precipita por un agujero, donde, ahora sí, muere. Los dos jóvenes, que mantienen una relación estrecha desde niños, consolidarán sus lazos afectivos porque comparten el secreto de esta muerte violenta, incluso su vínculo evolucionará hasta el amor. Sin embargo, sobre ambos gravitará continuamente ese suceso, no como motivo de ahondamiento en el sentido de la existencia, sino como amenaza. De nuevo, como en la anterior película, la muerte violenta de un semejante sobrecoge porque puede suponer una condena judicial… El gran objetivo, entonces, es dar esquinazo al cadáver, no mirarlo de frente. Desaparece, pues, el prurito ético o los dilemas de conciencia y, en su lugar, se impone la necesidad de esquivar la asunción de responsabilidades legales. La muerte deja de ser un misterio para convertirse en un problema.
En Hazme reír cambia el registro, pero no la temática. Un cómico de éxito padece una enfermedad que, en breve, acabará con él. Sin verdaderos amigos, se ha dedicado a vivir lo mejor posible y a aprovechar su éxito para conquistar mujeres de usar y tirar. Lo único que le estimula de verdad es su arte. Ante la inminencia de la muerte, se propone recuperar el tiempo malbaratado: cultivar más la amistad, establecer de nuevo contacto con la mujer que perdió por sus continuos devaneos amorosos, prestar más atención a lo esencial… Por suerte, un nuevo tratamiento terapéutico logra librarlo del desahucio. En una comedia convencional al uso, el personaje aprovecharía esta segunda oportunidad para rehacer su vida y dotarla de mayor sentido, en clave sobre todo de relación con sus semejantes. Pero estamos ante una obra de la escuela de Jud Apatow, el “pope” de la nueva comedia americana. Eso supone una apuesta de reflexión con mayores matices, menos previsible. Aunque el protagonista pretenda recuperar el amor de la mujer a la que una vez quiso, esta descubre (y nosotros con ella) que, en realidad, a pesar de su intento de conversión, el humorista sigue siendo el ególatra que fue y su búsqueda artística de la risa va a estar siempre por encima de sentimientos, vínculos o espíritu de familia. Ni siquiera la muerte actúa como experiencia radical que desencadena una resurrección en vida del personaje, quien afianza sus limitaciones en esta segunda oportunidad.
El poder revulsivo de la muerte, por tanto, no purifica la vida, al menos tal y como se representa en buena parte del cine actual: ni estamos preparados para gestionar los procesos de duelo (Génova, Secret sunshine), ni la muerte de los otros ocasiona en nosotros una turbación de índole moral (Paranoid Park, El juego del ahorcado), ni siquiera su amenaza directa o la tregua que nos concede consigue despejar las incógnitas de sentido y mejorar nuestras opciones de vida (Hazme reír).
 
EL MISTERIO DEL AMOR, EL SEXO Y LAS RELACIONES HUMANAS
Puesto que acabábamos el anterior apartado hablando de nueva comedia americana, vamos a adentrarnos en este tercer misterio por esta misma senda. Aunque ya tiene unos cuantos años, Virgen a los 40 me sigue pareciendo una película muy conseguida y, lo que es más, una auténtica lección sobre la verdadera inmadurez emocional. Su protagonista, como el título evidencia, es un tipo cuarentón, que vive solo, colecciona muñequitos de superhéroes y acude al trabajo en bicicleta. Su virginidad se convierte en un problema público cuando sus compañeros de trabajo empiezan a preocuparse por él. Los que le rodean se empeñan en que nuestro personaje no ha tocado el sentido definitivo de las cosas al no haber practicado el coito. Pero hete aquí que, a medida que avanza la película y todos se embarcan en la misión de lograr la consumación sexual de este inocente, vamos descubriendo que el más adulto, equilibrado y afectivamente maduro de la función es quien menos experiencia tiene en el trato carnal con mujeres. De sus tres compañeros, uno práctica el adulterio como deporte y el otro no logra superar un fracaso en una relación sentimental pasada. Pero es que además el resto de personajes retratados nos van regalando también una galería completa de frustraciones, soledades y vacíos que la supuesta y experimentada vida sexual no ha logrado atenuar.
El tabú del sexo cayó hace mucho tiempo en el cine. Pero en esta divertida obra se consigue con sutileza algo muy importante: sugerir que la libertad en la práctica sexual y el coleccionismo de orgasmos no necesariamente presupone ni conocimiento del sexo opuesto, ni plenitud afectiva, ni siquiera felicidad, que es lo que, en último extremo, solemos buscar los seres humanos. Y esa reflexión salva en gran medida lo que de misterio tiene la maravillosa vivencia sexual humana.
También Adventureland pertenece a esta hornada de comedias inteligentes, con personajes bien construidos y tramas que, sin renunciar al desparpajo y la conquista de la hilaridad, acaban postulando, tras su envoltorio descacharrante, que en las relaciones humanas, más allá de la satisfacción de los deseos, entran en juego variables clave como el amor, la fidelidad, el compromiso o la complicidad. Estamos ante otra magnifica historia de amor, un amor que se construye con muchas dificultades, pero con firmeza, en medio de otras historias sentimentales marcadas por su inautenticidad. Todo sucede en el entorno de un parque de atracciones a partir de las relaciones que se establecen entre sus trabajadores, casi todos jóvenes que durante el verano ganan allí algo de dinero. El protagonista se enamora  de otra muchacha, quien, en secreto, mantiene una relación adúltera con el encargado de mantenimiento del recinto. En los márgenes de la historia de amistad/amor que se levantará entre estos dos jóvenes, asistimos de nuevo a distintas variantes de afectividad inmadura: la “chica-cañón” del parque, que anhela ser algo más que un mero objeto de deseo; la muchacha que cuando se emborracha coquetea con un joven al que rechaza sobria por ser judío y feo; y, sobre todo, el único adulto de la función, el encargado de mantenimiento, que aprovecha el hecho de tocar la guitarra para seducir a muchachitas y destrozar, a la vez, su matrimonio… Como en Virgen a las cuarenta el director solo reserva el éxito para el personaje protagonista, que ha convertido la integridad amorosa en la única guía de su itinerario sentimental. Ambas películas terminan con sus protagonistas haciendo el amor con la mujer soñada, en un final que rubrica recorridos en pos de la plenitud emocional.
Por otras sendas transita otra historia sentimental muy bien narrada, la que se cuenta en El juego del ahorcado, película que comentamos de pasada al hablar del misterio de la muerte. En la última creación de Manuel Gómez Pereira se habla de la dificultad de gestionar la frustración amorosa, en concreto, por parte del personaje masculino protagonista de la cinta. Como ya anticipamos, los dos jóvenes que desde niños habían vivido una relación de complicidad y afecto muy estrecha se convierten en amantes a raíz de un episodio de violencia que acaba por afianzar su unión. Pero la muchacha poco a poco va descubriendo el carácter dependiente y un tanto posesivo de su pareja. Además, va a ir saliendo de ese universo privado que ambos han ido construyendo de espaldas al mundo, hasta hallar a su alrededor nuevos estímulos personales, lo que desemboca en la ruptura entre ambos. Ante estas circunstancias, el personaje masculino se va transformando paulatinamente en un héroe trágico: se aferra al pasado infantil, al terrible secreto que comparten, al recuerdo incandescente del cuerpo que una vez fue suyo como reductos de un amor que ya no parece posible. Su inmadurez para afrontar la separación le va anegando en la tóxica sustancia de la desolación. En un desenlace de indudable aliento romántico se quita la vida, lanzándose al vacío con su motocicleta.
500 días juntos invierte las conclusiones de la película española. Nos encontramos ante otra historia de enamoramiento, amor y ruptura, contada mediante continuos saltos en el tiempo. De nuevo el personaje masculino es el depositario de la frustración, quien debe sobreponerse al fracaso. En esta versión de una historia universal, la del desamor, presenciaremos, sin embargo, que las ilusiones perdidas, los sueños rotos y la dificultad para asimilar la incompatibilidad de sentimientos no desarman del todo a nuestro protagonista. La digestión lenta y pesada de los sentimientos heridos concluye con las expectativas de una nueva relación y las contusiones afectivas, al final, redundan en crecimiento.
Sea de signo positivo o negativo, vemos cómo el cine con jóvenes, al enfrentarse al misterio del amor y del sexo, nos regala modelos humanos complejos, empeñados en explorar su territorio emocional hasta cimentar sobre esa base personalidades maduras. Frente a la dificultad para encontrar un sentido general a la vida o a las emociones perturbadoras que el misterio de la muerte produce, se insinúa que en este terreno de la afectividad se encuentra una alternativa decente a la a veces incomprensible tarea de existir.
En esta línea de atención a los afectos, en comedias como Superfumados o Te quiero, tío, como ya ocurría en Hazme reír o, de forma mucho más primaria, en Supercañeras, se postula que es en la amistad donde reside el fundamento de cierta consistencia vital. Es verdad que en muchas ocasiones parece como si se tratara de un colegueo infantil, asociado a una camaradería de signo masculino, que pretende esquivar las raciones de compromiso y rutina que conlleva la adultez, pero, sea como sea, reconozco en esta apología de la sintonía emocional y el “buen rollo” un intento de salvar los trastos del nihilismo por la senda fértil de las relaciones humanas.
¡Me ha caído el muerto! carece de un protagonista joven. A pesar de ello, la saco a colación porque, de nuevo a partir de los estilemas de la comedia, integra en un discurso, quizás acomodaticio, pero muy bien llevado, una somera reflexión sobre el sentido de la vida que no esquiva una mirada directa a la muerte. Además, no duda en iluminar un tanto ambos universales reclamando mayor atención a las relaciones humanas.  Tres misterios, en definitiva, en una agradable obra de género. La historia de un dentista misántropo y egoísta que, a consecuencia de una operación, puede ver fantasmas sirve a su director para reclamar, una vez más, que sólo en la relación de fondo con el otro la vida encuentra su razón de ser. Mezclando elementos de El sexto sentido (las almas que buscan cerrar lo que dejaron pendiente en vida antes de descansar por fin) con un personaje principal inspirado directamente en el cascarrabias que encarnaba Jack Nicholson en Mejor, imposible, la película expone cómo el enamoramiento de su protagonista y su posterior decisión de ayudar a los espectros dolientes lo liberan de su condenación a una vida hueca e insípida.
Como película que ilustra una situación al borde de lo inverosímil, cierro este apartado mencionando la fallida Castillos de cartón. Esta historia de un triángulo amoroso-sexual formado por tres jóvenes estudiantes de arte en los años ochenta pretende plantear la posibilidad de que “el tres sea número par” y pueda resolver esa ecuación en ocasiones estéril llamada pareja. La película insinúa en diversas ocasiones con sutileza, mediante un cuidado lenguaje visual, que la vida familiar en su versión más  anodina (la que representa la familia de la muchacha protagonista) quizás pueda verse superada con la libre asunción de deseos y una estructura erótica triangular. Al final, sin embargo, esa relación a tres bandas fracasa porque los dos chicos embarcados en ella se ven asolados por sus debilidades: uno, su absoluta dependencia de los otros dos; el segundo, por una falta de talento y un exceso de ambición que le impide entregarse a sus amantes, al no poder superar esas limitaciones personales. Por enésima ocasión, a pesar de lo arriesgado (si no rocambolesco) de la trama, detectamos un mismo afán de volcar en los afectos y, en concreto, en una sexualidad con carácter de absoluto, el sentido último de una existencia que a veces amenaza anegarnos con brochazos de grisura.
 
FINAL: EL MISTERIO DE DIOS
En el puñado de películas estudiadas Dios apenas se deja entrever. De forma explícita, se alude a él en dos ocasiones, creo recordar: enAdventureland, en un diálogo entre la pareja protagonista, a la pregunta de si cree en Dios, el muchacho contesta que solo cree en el amor, que esa es su concepción de Dios. Desde luego, no se trata de una respuesta descabellada. La segunda alusión se produce en Superfumados. Se trata de una perla del mal gusto que, a pesar de su rudeza, adquiere tintes de auténtica revelación y por eso no me resisto a apuntarla. Enfrascados en la alabanza de una de las muchas hierbas que los colegas protagonistas se fumarán, uno de ellos canta sus virtudes diciendo que darle unas caladas a “un peta” de esa marihuana es como “entrar en la vagina de Dios”. Al hablar de After insistía en que muchas veces la búsqueda de sensaciones extremas, enajenantes o, incluso, la continua persecución del trance alucinatorio o del orgasmo no eran más que sustitutivos de ese otro tipo de experiencias de orden superior de las que el ser humano contemporáneo parece haber renegado. Extremar lo físico, pues, como intento baldío de reemplazar lo afectivo, lo espiritual o lo metafísico. La imagen brutal de Superfumados integra en una construcción aberrante semejante paradoja.
Pero quizás, si no de forma explícita, sí presintamos de forma implícita la necesidad de Dios (o al menos de lo que nos trasciende) en el cine con jóvenes más reciente. Hay vacíos (After), hay sufrimientos que se espesan (Génova, Secret Sunshine), hay intuiciones de belleza (las evoluciones de los patinadores en Paranoid Park, las reflexiones sobre lo invisible en el arte enCastillos de cartón), hay necesidades de intermediación (las palabras escritas y enterradas del protagonista de la película de Gus Van Sant) que quizás podrían desplegar todo su potencial de sentido a la sombra de una instancia superior que ayudara a encajar piezas, a aliviar desórdenes, a recomenzar.
No obstante, Dios en general suscita suspicacias, ironías, críticas fáciles. Parece que la rebeldía juvenil exige, hoy en día, negar la posibilidad de lo sagrado: en El juego del ahorcado, la protagonista y su amigo se escapan el día de la Primera Comunión de uno de los dos, se montan en un coche y, tras quitarle el freno de mano, se estrellan con él. El momento elegido refuerza el sentido de transgresión del gesto. Huyen hacia un mundo privado mientras escapan de lo religioso. Fijémonos que en una película como ¡Me ha caído el muerto!, con un argumento en el que juegan un papel esencial los aparecidos, la muerte y la ultratumba, cuando las almas en pena logran resolver sus asuntos terrenos, se evaporan en el aire sin más. Sólo un ambiguo fogonazo de luz permite intuir, quizás, un Algo sobrehumano que justifique y acoja los frutos de esa desintegración. Pero no hay ni una frase alusiva a lo sacro.
En este mismo sentido, Genova y Secret sunshine, sin cebarse, aunque sin admitir otra lectura posible, se erigen en críticas agrias de la experiencia religiosa. Y lanzan sus sutiles invectivas porque parten del presupuesto de que Dios es una construcción humana cuyo resultado último son religiones que se expresan en ritos infantiles y en experiencias casi risibles. Es decir, el misterio de Dios, en estas obras, no es tal, además de desencadenar prácticas humanas cuanto menos insípidas.
En el extremo límite de esta formulación se sitúa Ágora. Debo advertir de antemano que, a pesar de los varapalos recibidos por la crítica, me parece una película más que estimable, que flojea precisamente en lo que ya fallabaMar adentro: su sumisión a unas ideas de partida, a una tesis, que el metraje de la película se empeña una y otra vez en demostrar. Eso impide los matices, la riqueza y la humanidad dramática de los personajes, la ambigüedad, el libre desarrollo del relato.
La película denuncia la intolerancia religiosa, lo cual no admite réplica. Sin embargo, proclama que, frente a la verdad de la ciencia, basada en la duda, el avance titubeante y la reflexión continua, se sitúa la verdad incuestionable, pétrea, sin réplica posible, de las religiones. La película expresa esa diferencia mediante la geometría: la elipsis, sin centro, de la ciencia, versus, el círculo, con un centro inamovible, de la creencia. Pero Amenábar, más amigo de sentar cátedra que del debate (su postura se asociaría más al círculo, que abomina, que a la elipsis), no se atreve a considerar que, si bien a lo largo de la historia ambas verdades se pretendieron fundir con consecuencias nefastas, hoy en día nadie en su sano juicio admitiría que atañan al mismo ámbito, que sean verdades equiparables. Su “terreno de juego” es distinto: unas pretenden desvelar los enigmas de la materia; las otras intentan volver luminoso el misterio de la existencia. Las verdades científicas y las verdades religiosas, como las verdades artísticas, las subjetivas, las gramaticales o las lógicas, adquieren su sentido en el contexto existencial en que se despliegan. Fuera de él no funcionan., aunque en ocasiones, porque la vida es una, puedan entrar en conflicto.
El integrismo religioso, la barbarie dispuesta a sacrificar en nombre de un ideal, del tipo que sea, a un ser humano hoy en día debería parecer a cualquier creyente en cualquier Dios una salvajada, igual que le parece al director español. Donde podemos diferir es en el concepto de Dios. Pero tampoco: para Amenábar y para nosotros, Dios no existe… en su película. Para él, esta ausente porque no forma parte del orden de las cosas; además, como idea solo sirve para generar violencia; para nosotros, falta en la película porque ninguno de los personajes religiosos (en teoría) encarnan su espíritu al manifestar su bondad, su apuesta enternecida por el ser humano, su escándalo ante la injusticia…
Al mismo tiempo que la película pone en solfa la idea de Dios, decide dotar al personaje protagonista de los únicos gestos y actitudes que aplaudiría una divinidad acorde con la humano. Curiosa paradoja esta: Hipatia, tan mártir y santa como agnóstica; Hipatia, victima propiciatoria sacrificada en el altar de la ignorancia.
 
Termino: sea como sea, con Dios o sin Él, esta mujer, subyugada por la estructura y el funcionamiento del universo, nos aboca con sus sentimientos, con su vida, con su muerte, a sondear también esas heridas de las que llevamos hablando un buen rato: las heridas por las que aflora  la carne viva de lo mistérico.