CINE Y JUSTICIA. DIEZ LECCIONES

1 enero 2006

Jesús Villegas
 

Jesús Villegas es profesor en el Colegio María Auxiliadora de Vigo.

 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
A través de diez “lecciones” muestra el artículo cómo el cine constituye un instrumento eficaz para la educación en la justicia. El autor se centra en el sentido ético de la justicia y se fija en diez aspectos concretos que entraña. Sobre cada uno de estos aspectos ofrece el comentario de algún film de interés que lo plasma y manifiesta, señalando además otras muchas pistas que pueden sugerir nuevos temas. En su conjunto el artículo ofrece un vastísimo horizonte en torno al tratamiento fílmico de la justicia.
 

  1. Lección primera: sobre lo injusto

 
Estimado auditorio: me han pedido que diserte en estas charlas sobre cómo el cine puede ser un instrumento ideal para educar en la justicia. Yo, obviamente, no lo dudo, pero debo demostraros a vosotros que mi convicción no es errónea y con ese propósito desarrollaré estas lecciones. Mi reflexión no se ceñirá al tan traído y llevado tema del derecho en el cine, es decir, no hablaremos de la representación fílmica de la justicia como institución que vela por el cumplimiento de la legalidad, sino más bien del valor ético que denominamos con el mismo nombre. Más adelante veremos que ambos conceptos, aunque emparentados, no son en realidad lo mismo.
Pero entremos en materia. Hay una pregunta peliaguda que debe contestarse antes de nada: ¿qué es la justicia? O, de otra manera: ¿qué es lo justo? Como todos los grandes conceptos sobre los que se asienta la condición humana, corremos el riesgo de abstraernos demasiado, de, digámoslo llanamente, perdernos por los cerros de Úbeda al intentar definir algo que es un ideal. Ante este peligro, quizás lo más correcto sea arrancar del hecho de que, al carácter etéreo de lo justo en la teoría, se le sobrepone la dolorosa consistencia de lo injusto en la práctica. Me explico: podemos no saber qué es lo justo, pero nadie deja de reconocer un acto, una situación o un hecho manifiestamente injusto cuando se ofrece ante él o cuando lo padece. Por eso, aun a riesgo de resultar perogrullesco, me atrevo a decir que lo justo es, antes que otra cosa, lo que no es injusto.
Uno de los grandes temas del cine ha sido y seguirá siendo, no lo dudo, la injusticia. ¿Qué puede haber más impactante para un espectador que aquellos episodios en los que un ser humano o una colectividad padece la desidia, la violencia o la corrupción? Si el cine, ante todo, apela a los sentimientos, las historias en las que se vulneran derechos fundamentales o aquellas otras en las que alguien defiende a sus semejantes del abuso de poder producen tal conmoción que tienen asegurada su pervivencia mientras el cine sea cine. Casi sin querer he adelantado otra idea fundamental que iremos desarrollando en estas sesiones: cuando hablamos de injusticia, hablamos, nadie lo duda, de violación de derechos humanos.
Quizás vaya siendo hora de mencionar un título concreto que ilustre lo que estoy explicando. Una de las películas más emotivas de la temporada ha sido la magnífica Nadie sabe del japonés Hirozaku Kore-Eda. La historia de cuatro hermanos de diferente edad y padres distintos abandonados por su madre en el piso que acaban de alquilar resulta estremecedora porque plantea, de partida, un episodio en el que la injusticia roza casi los límites de lo soportable. Los niños deben sobrevivir solos durante meses, tres de ellos sin salir de casa ni asomarse a los balcones (nadie puede verlos si no quieren acabar en manos de los servicios sociales), mientras esperan el regreso de quien nunca volverá. Que la historia, como paradoja dolorosa, se ambiente en un país tan desarrollado como Japón, que los niños estén condenados a volverse invisibles, casi a no existir (de ahí el título), y que la película muestre, sin excesos, el progresivo deterioro de las condiciones de vida de estos muchachos, hasta convertirse casi en mendigos, son otros tantos argumentos que refuerzan esta trágica historia, en la que el rigor de lo injusto se ceba, una vez más, en los más débiles.
Las virtudes de esta obra sensible son innumerables, pero subrayemos que su director rehuye tanto el patetismo como la crítica social demagógica y, al no esconder ni los momentos de felicidad ni los innumerables detalles de magia cotidiana que jalonan la vida de los niños, nos regala un soberbio y lírico retrato de conjunto de la infancia: marginada, sí, castigada por las circunstancias, también, pero admirable y, más allá del sufrimiento, todavía luminosa
 
2. Lección segunda: escándalos del mundo
 
Estimado auditorio: decíamos ayer que la justicia resuena especialmente cuando falta, que define con especial precisión sus contornos cuando alguien ciñe a su alrededor la áspera tela de lo injusto. Sigamos con nuestra exposición, demos un paso más allá: en los casos en los que la injusticia se vuelve clamorosa y vergonzante (“¿cuándo no?”, alegaréis) podemos hablar, sin miedo, del escándalo de la injusticia, de los escándalos, en definitiva, del mundo.
El cine es, entre otras cosas, memoria histórica viva. A este particular, no olvidemos que el siglo XX y el que ahora estamos casi estrenando han sido épocas desgraciadamente proclives a la injusticia. Por ello, por su carácter de espejo de una época, el cine ha recogido en sus imágenes momentos, episodios, vivencias, en los que esa injusticia alcanzaba las cotas de lo que hemos llamado escándalo. La forma más brutal de injusticia, la más inexplicable y degradante es, sin duda, el genocidio. Y, entre todas las formas de expresión de esta aberrante realidad, el genocidio judío continúa zahiriendo cualquier conciencia mínimamente humana. Sin embargo, en los últimos compases del siglo XX, barbaridades como las ocurridas en los Balcanes o en Ruanda actualizaron lo que todos creíamos irrepetible tras el holocausto.
En Hotel Rwanda se nos relata cómo Paul, el gerente hutu de un lujoso hotel en Kigali, salvó la vida en 1994 a 1268 personas durante el genocidio tutsi. La película opta con inteligencia por presentarnos lo sucedido en Ruanda siempre desde el punto de vista de su protagonista. Al optar por esta perspectiva subjetiva, los sucesos aparecen retratados de forma parcial, pero mucho más intensa. Lo que se insinúa, lo que de forma elíptica se presupone se torna mucho más incómodo. Así, sin recrearse en la mostración de la violencia, pero sin esquivar su continua presencia, la película sobre todo documenta la paulatina toma de conciencia de su protagonista al respecto de lo que está sucediendo en su país, así como su dolorosa constatación del desdén con que el mundo occidental mira lo que ocurre en África.
Su director, correcto pero poco expresivo, maneja, no obstante, algunas ideas muy interesantes que dotan de cierta densidad al conjunto. Destaca, sobre todo, el simbolismo del hotel. Ya desde el título, que alude a la concepción que los europeos tienen de toda África como un simple destino turístico y/o comercial para los gobiernos, un enclave estratégico o placentero que puede abandonarse cuando la situación se complica, se nos descubre el peso específico que este motivo tendrá en el relato. La paulatina conversión del hotel de lujo que regenta el protagonista en un campo de refugiados que se va despojando de sus marcas de boato para dar cabida a los perseguidos rima perfectamente con la evolución de su personaje principal, cada vez más lejos de sus “amigos” occidentales, a los que él en todo momento deseaba asemejarse. El oasis de opulencia en medio del desierto que para Paul era el hotel Mille Collines se transforma, poco a poco, en un oasis más trascendental, un espacio de vida y salvación en medio de la masacre: resulta muy acertado, a este respecto, el hecho de que los refugiados terminen bebiéndose el agua de la piscina, en una imagen tan sencilla como efectiva de esa mutación.
Hotel Rwanda ilustra con afán casi didáctico los múltiples ángulos de este conflicto: el lamentable papel de las Naciones Unidas, el esfuerzo y la impotencia de las organizaciones no gubernamentales, la corrupción del ejército oficial hutu, la crueldad absurda de las fuerzas paramilitares (no en vano aparecen con peluca roja en uno de sus camiones de la muerte, como signo de su pesadillesca presencia, risible si no fuera terrible), el poder de las multinacionales, la difícil imparcialidad de la prensa, el silencio culpable y vergonzante de los extranjeros allí residentes (metonimia de la actitud de toda la comunidad internacional…). De todo ello, me quedo con dos detalles que nos hablan de lo que daba título a esta exposición, el escándalo de lo injusto: primero, por un diálogo nos enteramos de que no existe ninguna diferencia étnica entre hutus y tutsis: la división fue una mera separación entre altos y bajos por parte de los colonos; segunda, una niña frente a sus ejecutores promete… que no será tutsi nunca más.

  1. Lección tercera: en las simas de la miseria


Estimado auditorio: hablábamos hace poco de la falta de justicia y de su forma límite, el escándalo ético. Al abordar esta cuestión, uno acaba necesariamente preguntándose por las causas del fenómeno de la injusticia. ¿Qué la produce? ¿La naturaleza humana, aún depredadora? ¿El poder y su ejercicio, su energía destructiva incontrolable? ¿La historia, de cuya herencia de tropelías no podemos zafarnos? ¿El orden social y económico? De todas las posibles razones, hay una que a la vez funciona como causa y consecuencia de injusticia, hasta adquirir los perfiles inquietantes de un círculo vicioso infernal: la miseria. Quiero dedicar esta lección a reflexionar sobre este tema a partir de una película muy conocida:Ciudad de Dios.
Este largometraje brasileño de Fernando Mirailles, inspirado en la novela homónima de Paulo Lins, presenta de forma descarnada la delincuencia juvenil en una favela de Sao Paulo. Ambas obras, el libro y el filme, reflejan cuáles son las causas por las que niños y jóvenes acaban aceptando el crimen como motor de sus vidas, sin llegar a cuestionar casi nunca la barbarie de sus comportamientos y, sobre todo, el absurdo de unas existencias condenadas a la destrucción. En la base de sus actitudes está la tentación del sistema capitalista del que ellos son meros desperdicios, el deseo de una vida cómoda y de placeres que no pase por el desagradable trámite de tener que trabajar duramente para no lograr apenas nada. Ese anhelo, en última instancia, de dinero fácil cuando casi no se tiene nada activa la maquinaria de la violencia y su cadena se vuelve interminable: a un crimen le sucede otro, hasta que la sangre derramada circula sin freno como moneda corriente. En el momento en el que la vida deja de tener precio, cuando el mal ya ha campado a sus anchas y todo vale, ese afán de medrar a toda costa se traduce en un delirio de violencia, en una astronomía de pistolas y venganzas sin otra dirección que el caos. Si a esto se suma una visión deformada de la realidad que lleva a estos muchachos a valorar todo lo que sucede, en última instancia, como un juego intrascendente de balas y rabia, las inquietantes raíces de este infierno callejero empiezan a adivinarse.
Pero hay más: al sueño capitalista convertido en pesadilla, a la errónea percepción como juego de lo que es una realidad grave y desoladora, se debe añadir un contexto social y económico miserable, en el que el delincuente se erige como modelo de conducta ante la falta de referentes. La injusticia, pues, de la condiciones de vida de unas gentes degenera en crimen y, por tanto, en una injusticia de otro orden que añadir al cómputo de lo intolerable.
Para terminar, no me resisto a comentaros la frase más escalofriante de la novela y la secuencia más sobrecogedora de la película. “Hermano, yo fumo, esnifo y, desde muy pequeño, pido limosna. He limpiado cristales de coches, he trabajado de limpiabotas, he matado, he robado… No soy un crío, no. ¡Soy un hombre!”. Son palabras de Filé, un muchacho de no más de trece años, de la banda de Ze Bonito. ¿En qué sentido es un hombre? ¿Porque, como pretende hacernos creer, ya no es un niño, sino una criatura de otro orden, endurecida por la vida? ¿Porque sus actos en el fondo han acabado por conformar una virilidad, a su entender, fuera de toda duda? ¿O, quizás, y aquí está lo más sangrante, porque, desde su punto de vista, la identidad del ser humano pleno resulta de la combinación de acciones tan tétricas como aquellas con las que él se ha ido labrando?
Ahora la secuencia. Su descripción, me parece, es suficiente comentario. La película termina con un diálogo de los raterillos del barrio después de matar a Ze Miudo (el jefe de la banda de delincuentes) con las armas que este acaba de regalarles. Con la pistola en sus manos, como si fuera un juguete más, caminan por las calles de la favela, hablando de todos aquellos a los que matarán a partir de ese momento. Uno de ellos pregunta: “¿Quién sabe escribir?”. Sólo otro contesta: “Yo, más o menos”. Su formación le premiará con el honor de garabatear la lista negra con los nombres de sus próximas víctimas…
 

  1. Lección cuarta: las causas de la injusticia

 
Estimado auditorio: de mis palabras a propósito de Ciudad de Dios algunos extrajeron algunas jugosas conclusiones. Por ejemplo, me comentaba un compañero vuestro tomando un café que la injusticia ocasionada por un poder aplicado con desmesura, abuso y obscena violencia no puede equiparse con el acto legalmente reprobable de un hombre o una mujer amamantados en los pechos resecos de la miseria. Una injusticia redunda en escándalo intolerable y debe ser extirpada – criticada sin contemplaciones; la otra, sin ser disculpable, requiere buscar, más allá de la persona concreta, las raíces estructurales que la ocasionan para atajarla. Es decir, hay actos que atentan contra las leyes de los hombres o que son injustos desde el punto de vista moral, pero que se explican casi siempre porque una injusticia mayor los motiva. Los niños de Ciudad de Dios y sus comportamientos nos sobrecogen porque precisamente intuimos que no son los últimos responsables de sus crímenes despreciables.
Quiero recordar dos películas que se atreven a buscar las razones por las que se cometen actos injustos. Una es un clásico indiscutible; la otra, una producción reciente. Ladrón de bicicletas de Vittorio De Sica, como recordaréis, relata cómo a un obrero que acaba de obtener un trabajo de fijador de carteles le roban su bicicleta, medio de transporte indispensable para poder desempeñar su cargo. A partir de ese momento, Antonio, el obrero, en compañía de su hijo, inicia un periplo por la Roma depauperada y misérrima de la inmediata posguerra, a la busca de un objeto que la desidia de sus conciudadanos y la propia inmensidad de la ciudad vuelven irrecuperable. Preso de la desesperación, nuestro protagonista decide, al final, robar una bicicleta con que compensar la pérdida de la suya. Su torpeza motiva que sea atrapado, zarandeado e insultado delante de su hijo, en una de las escenas más justamente patética y dolorosa de la historia del cine. Al final, una vez les dejan en libertad sin denunciarlos, ambos se pierden, llorosos y unidos, entre la multitud.
Los que atraparon a Antonio en pleno delito lo juzgaron tácitamente como a un ladronzuelo más, un miserable amigo de lo ajeno; nosotros, que lo hemos acompañado en su desoladora odisea, que hemos conocido su alegría al encontrar empleo, que vimos cómo, al principio de la película, tuvo que empeñar las sábanas de su cama para poder desempeñar la bicicleta, que sabemos de su bonhomía y su ternura, comprendemos que su indignidad, su delito, sin ser aceptable, lo origina en gran medida una situación concreta, unos condicionantes poderosísimos: la injusticia en su monstruoso oficio de engendrar más injusticia.
Paradise now del cineasta palestino Hany Abu- Assad resulta atractiva nada más enunciar su tema: dos jóvenes palestinos embarcados en la ejecución de un atentado suicida. La película acierta a bucear en aquello que impulsa a alguien hacia el crimen por ideas. La valentía de la obra estriba, por tanto, no en la denuncia de unos actos (fácil en este caso), sino en el necesario ejercicio de ahondamiento en sus causas: hay razones que explican la barbarie y, más allá de que nunca puedan tolerarse, estamos en la obligación de conocerlas. El director nos presenta a dos personajes que titubean (el más convencido del acto que va a cometer evolucionará hacia la duda, mientras el que se mostraba más remiso irá asentándose en su decisión) tras haberse embarcado en una aventura mortal. La desesperación de todo un pueblo, el extremismo religioso, el ajuste de cuentas (uno de los muchachos carga con el trauma de ser hijo de un colaboracionista con los judíos) o el patriotismo se entremezclan en las mentes de estos personajes hasta generar unos perfiles sicológicos complejos y matizados.
Como contrapunto de estos personajes, aparecerá una muchacha con la que se relacionan, hija de un héroe de la resistencia, y partidaria de la no violencia, de la búsqueda de otro tipo de soluciones a los conflictos. El final abierto de la película (uno de los muchachos, con las bombas adosadas a su cuerpo, viaja en un autobús israelí) encaja a la perfección en una obra que sustituye la denuncia por la intensidad de los interrogantes.
 

  1. Lección quinta: la toma de conciencia

 
Estimado auditorio: me diréis que, para tratarse de un ciclo de ponencias sobre el cine y la educación en la justicia, hasta ahora me he limitado a perorar sobre su inverso, la injusticia, en un tono que se ha ido volviendo paulatinamente más y más desesperanzado. No olvidéis que ya advertí al principio lo fácil que es divagar al adentrarse en el mundo inaprensible de los grandes valores y que, por ello, prefería empezar delimitando las aristas afiladas de lo que atenta contra la justicia, esas sí bastante concretas y fáciles de describir. Pero avancemos.
Que exista la injusticia y el cine recoja en sus imágenes este fenómeno esta fuera de toda duda. Ahora bien, el Séptimo Arte sería un estercolero si, como contrapartida, no nos mostrara también los intentos por reconstruir, contra el desorden caótico de la desigualdad y la opresión, un mundo mejor. Para que esto sea posible, han de ser hombres y mujeres concretos los que apuesten por plantarle cara a todo aquello que rebaja y malhiere la dignidad. Podemos afirmar, pues, que sólo personas justas harán posible un mundo justo.
¿Y cómo se forja una persona justa? El primer paso es la toma de conciencia. Es obvio que sólo quien ha reparado en el clamor sordo y doloroso de la injusticia se decidirá a dar el paso definitivo de luchar por mejorar la realidad. Ojo: caer en la cuenta de la injusticia no siempre supone intervenir en su aniquilación: la toma de conciencia no puede limitarse a un mero saber que algo está mal, sino que debe ser un escozor insoportable que lleva a quien lo padece a jugársela por reestablecer o fundar unas condiciones de existencia válidas para todos.
Las películas que relatan cómo alguien recibe un aldabonazo sobre su conciencia que le impulsa a comprometerse con la justicia son innumerables. Por ejemplo, Hotel Rwanda, de la que ya hemos hablado, podría analizarse como ejemplo perfecto de este proceso. Su protagonista, Paul Rusesabagina, se ve obligado a vivir en pocos días una auténtica revolución ética. De orgulloso y occidentalizado trabajador para una multinacional, preocupado por proteger el paradisíaco ambiente de su hotel, pasará a transformar ese espacio en un reducto de salvación para cientos de personas. Paul asume con dolor que él y toda África no son nada para occidente y esa perdida de identidad ficticia (él, que se creía alguien por trabajar para los europeos) se contrapesa con el resurgimiento de una fuerte conciencia ética. Si al principio sólo su familia le impulsa a trabajar y ganarse favores, al final su compromiso con los refugiados lo impulsa a separarse de los suyos para seguir defendiendo su particular fortín.
Desaparecido es, quizás, una de las películas de tema político más impactante de la interesante filmografía del director griego Costa-Gavras. La acción transcurre en Santiago de Chile durante las primeras semanas del golpe de estado de Pinochet. La desaparición de Charlie Horman, un ciudadano norteamericano de ideas liberales, llevará a su mujer y al padre de aquel, Ed Horman, a una busca desesperada que culmina con la constatación del asesinato consentido por funcionarios norteamericanos de Charlie, quien había descubierto cómo militares de su país estuvieron implicados en la trama que acabó con el gobierno de Allende. El veraz retrato de unas jornadas convulsas en una ciudad en estado de sitio y la denuncia del terrorismo de estado son temas capitales en esta película, pero a nosotros ahora nos interesa sobre todo el proceso de toma de conciencia de Ed Horman. El padre de Charlie evoluciona desde su convicción en las bondades y la limpieza del sistema capitalista que representa su gobierno, hacia la certeza de los degradantes medios que utiliza para mantener su hegemonía y sus intereses económicos. Ese proceso político corre paralelo a un proceso personal: el que le lleva a aceptar y admirar el idealismo de su nuera y su hijo, un idealismo fundado en realidad sobre el esfuerzo por entender los entresijos de un mundo injusto para intentar cambiarlo. La toma de conciencia de Ed se materializará en la práctica en un pleito (por supuesto, anulado finalmente mediante sucias artimañas por el poder) contra los funcionarios que consintieron el asesinato de su hijo.
 

  1. Lección sexta: la persona justa

 
Estimado auditorio: dejadme que hoy comience con un cuento, con mi cuento favorito. Es el de “La princesa y el guisante”. Imagino que lo conocéis. Es ese en el que un príncipe, aburrido de princesas de bote, decide buscar una princesa de verdad, de esas que llevan la corona encasquetada en el cráneo del alma. En fin, lo que me gusta de la historia es la prueba mediante la cual nuestro príncipe descubre a la chica de sus sueños: debajo de veinte colchones, cubiertos con sus correspondientes veinte edredones nórdicos gordísimos, nuestro personaje coloca, enigmáticamente, un mísero guisante. ¿Por qué ese acto absurdo? En esa cama mullidísima hasta la exageración hace dormir a una muchacha que se ha refugiado en su palacio, huyendo de una tormenta. Nuestra heroína, a pesar de esa cama que prometía el colmo de la comodidad, no ha logrado pegar ojo en toda la noche y se ha levantado con el cuerpo lleno de moratones, pues el guisante, a pesar de estar a veinte colchones de distancia, ha sido un auténtico tormento para su piel delicadísima. Es, en fin, la princesa buscada.
¿Qué tiene que ver todo esto con la justicia? Veréis: vivimos sobre una sociedad acolchada, arropados por un sistema de vida que intenta interponer veinte colchones y otros tantos edredones de plumas entre nosotros y el lado sucio del mundo. Uno puede, sin ningún escrúpulo, ser feliz y dichoso sobre ese mullido interminable que componen el bienestar, la alta tecnología, la frivolidad, el centro comercial, la vida fácil. Uno puede tumbarse a la bartola y pasar entre plumas y sin dolor el resto de su existencia, mientras, debajo, el guisante de todos los guisantes, un guisante descomunal de hambre, miseria, sufrimiento, desigualdad e injusticia, no logra impedirnos conciliar el sueño. Pero, como en el cuento, también puede suceder que tengamos en el alma piel de princesas y sentir cómo algo nos manca desde lejos, desde Angola, desde Irak, desde tantos y tantos otros rincones perdidos al otro lado de la cama, allí donde se incuban los malos sueños. Y, cuando algo duele, es necesario levantarse y tomar medidas. Habrá que dar la vuelta a los colchones, quizás haya que desarmar la cama… Habrá que ejercer, en definitiva, de personas justas.
Dos películas memorables, dos grandes clásicos dibujan, desde mi punto de vista, los dos retratos más ricos de persona justa que imaginarse pueda. Me refiero a Matar a un ruiseñor de Robert Mulligan y ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra. En la primera, Atticus, su protagonista, es un abogado que defiende a un hombre negro en un juicio ante la oposición de la mayoría de sus convecinos de raza blanca. A pesar de las tensiones que vive en la comunidad, no puede renunciar a su misión. Sus razones resultan inapelables: si renunciara a defender a su cliente, dice, “no podría mantener la cabeza erguida”. He aquí un caso de persona que ha desarrollado hasta tal punto su sensibilidad moral que no puede soportar el guisante. Su fuerza de voluntad, su aceptación del sufrimiento, su comprensión y capacidad de diálogo, su templanza acaban por regalarnos un retrato sublime de héroe cívico que, por si fuera poco, acaba por rubricar en una frase uno de los fundamentos claves de la ética: “No juzgues a nadie mientras no te metas en sus zapatos y camines con ellos”. Volveremos a esta máxima.
En la archiconocida ¡Qué bello es vivir! George Bailey, su protagonista, sacrifica una y otra vez sus sueños personales (salir de su pueblo, conocer mundo, estudiar en la universidad, ser un ingeniero de prestigio) porque su conciencia le obliga a continuar de por vida regentando la empresa familiar de empréstitos, con la cual él y los suyos han ayudado prácticamente a medio pueblo a construirse una casa y llevar una vida digna. George también siente una y otra vez sobre su delicada piel el guisante del deber, incluso a costa de algo tan necesario como la persecución de los propios sueños. Sin embargo, la vida demostrará a George que a veces los dictados de la conciencia, aquellos que nos impiden perseguir ciertos anhelos personales , nos proporcionan la plenitud ética, la forma más humana y profunda de felicidad.
 

  1. Lección séptima: sobre el idealismo

 
Estimado auditorio: hemos visto que la persona justa, primero, toma conciencia y, segundo, su conciencia “tomada”, conquistada, incomodada por la percepción de lo injusto, le manca de tal modo (acordaos del guisante del cuento) que le obliga a actuar éticamente. Pero aún hay más: la persona justa no se conforma con la acción individual y aislada. Sabe que la solución puntual de una situación injusta es pan para hoy y hambre para mañana si no va acompañada de una transformación más profunda que implique a otros. Por ello intenta contagiar su hambre y sed de justicia a los demás. Unos ultimarán esta hazaña conscientemente y otros, sin saberlo: Atticus, por ejemplo, pretende al menos inculcar en sus hijos sus más profundas creencias sobre lo justo: recordemos ese no juzgar a nadie sin haberse calzado sus botas con que les aconseja, que siempre resuena en quien haya contemplado la película y que está en la base de la tolerancia. George, por su parte, extenderá ese afán de justicia de forma inconsciente: en pleno ataque de desesperación, cuando está a punto de quitarse la vida ante la inminente ruina de su negocio, comprueba mediante una visión milagrosa que el mundo hubiera sido muy otro sin su peculiar e imprescindible aportación al orden de las cosas. Sin comerlo ni beberlo, su apuesta por la coherencia ética se ha saldado con una vida más plena para sus semejantes, que se muestran también más abiertos al ejercicio benefactor de la justicia.
Hay otras personas que aspiran a ejercer de promotores de la justicia, pero no en el ámbito restringido de su familia o su pueblo, sino sobre el conjunto de la sociedad: su convicción en que nuestro mundo debe cambiarse les anima a promover acciones, digamos, sensibilizadoras. En la base de su comportamiento podemos reconocer un idealismo de pura cepa, a veces ingenuo (media un abismo entre sus propósitos y la fuerza mínima de la que disponen para hacerlos reales), pero siempre necesario.
Dos películas fallidas como son Los edukadores y Noviembre ilustran con sus argumentos la aventura del que lucha por avivar en los otros las conciencias adormecidas. Ambas caen en el error de las buenas intenciones sin matices y del tono panfletario y acaramelado, pero nos resultarán útiles en nuestra exposición. Centrémonos en la primera.
Tres jóvenes alemanes se dedican a entrar en las casas vacías de los burgueses con el único propósito de perturbar su tranquilidad opulenta. Una vez dentro, se limitan a descolocarlo todo para, de forma simbólica, apelar a la obscenidad de la abundancia y a lo repugnante de ese modo de vida. Quieren convertirse en la voz de su conciencia, en un suave susurro que haga sentir a los ricos que tienen demasiado dinero. En una de esas acciones se ven obligados a secuestrar al dueño de una de las viviendas, quien resulta ser un antiguo combatiente en el Mayo del 68. La relación con este personaje desencantado, que acabó rindiéndose al sistema, no acaba, sin embargo, por desarmar los ideales de estos muchachos: en la nota que cierra la película se puede leer la frase “Hay gente que no cambia nunca”, alusiva tanto a la solidez de sus creencias y su modo de vida alternativo como a la inconmovible putrefacción de los acomodados. La película, a través de los diálogos entre los cuatro personajes, desgrana mil y un mensajes críticos : sobre la dificultad de rebelarse hoy en día (“Ahora venden en las tiendas lo que antes era subversivo”), sobre la necesidad de las revoluciones (“En ninguna revolución se consiguió nada, pero perduraron las buenas ideas”; “Hoy en día pocos piensan en revoluciones: a las 11 están viendo la tele”), sobre la perversión del sistema (“Hay gente que sólo es feliz comprando más”; “Pensaba que el dinero me proporcionaría libertad: sólo me carga de responsabilidades…”). La candidez de estos muchachos y los medios a los que recurren para el cambio pueden parecernos insignificantes, pero su comportamiento responde a la pura y dura obligación ética. En un momento de la película, Jan explica a su manera nuestra fábula del guisante. Dice que, como sucede en Matrix, quien ve el mundo real y sus desagradables reglas del juego (no su engañosa fachada), si es medianamente sensible, no puede vivir en él, algo tiene que hacer…
 

  1. Lección octava: el error ético

 
Estimado auditorio: terminábamos ayer nuestra exposición hablando de cómo la persona justa no puede resignarse a vivir de forma individualista ese valor: algo como la justicia, enraizado en el mundo de las relaciones humanas, caería en el absurdo si lo limitáramos a una cuestión de conciencia (un mero “pensar con justicia”) o si nos conformáramos con su vigilancia y cumplimiento en un ámbito privado y restringido. Por eso, en general, la persona justa acaba por transformarse en defensor activo de la justicia en toda circunstancia. A este respecto, alguien ayer me preguntaba al final de la sesión algo indudablemente jugoso: ¿cómo tener la seguridad de que actuamos con justicia? ¿Quién garantiza la corrección de nuestros actos?
Dos instancias respaldan la fiabilidad de nuestras apreciaciones sobre lo justo o lo injusto. Una es el sistema legal; otra, nuestra propia libertad de conciencia. En ocasiones pueden entrar en conflicto estas dos “varas de medir”, y a eso voy a dedicar algunas palabras.
El año pasado se estrenaron al menos dos películas en las que la legalidad y la conciencia entraban dramáticamente en conflicto: El secreto de Vera Drake y Mar adentro. La primera, para quien habla, más allá de sus postulados éticos, es un magnífico ejercicio de cine. La segunda, y siento discrepar con la mayoría, está tan empeñada en emocionar y ganar adeptos que acaba cayendo en la simpleza dramática, el apriorismo (su protagonistas es, antes de nada, un santo y un mártir) y el autobombo estético.
En la película del siempre interesante Mike Leigh, una bondadosa mujer, de una generosidad fuera de toda duda, se dedica a practicar abortos gratuitos a mujeres con pocos medios económicos, con un único propósito: impedir que traigan al mundo criaturas a las que va a faltar el amor y las condiciones mínimas para una vida plena. Cuando la policía descubre esta práctica clandestina, asistimos a la perplejidad y el dolor de una mujer que en conciencia pensaba no estar haciendo nada malo. Es más, reconoce ante su hijo que actuó como actuó porque era su deber… Y que volvería a hacerlo. El director de la película, sin juzgar en ningún momento al personaje ni posicionarse sobre el tema que aborda, acaba por insinuar con su puesta en escena que la severidad del sistema legal no ha sido capaz de reconocer los atenuantes que vuelven perdonable el delito. No obstante, en este choque entre el deber de conciencia y el deber social, la “intromisión” de un tercero (el embrión, el ser vivo al que, en una estrategia muy hábil, nunca alude Vera en términos humanos), además del riesgo para la salud de las mujeres tratadas, componen contraargumentos poderosos a las acciones de Vera. Nuestra libertad de conciencia, un derecho inapelable, debe ponerse en tela de juicio si su ejercicio puede conculcar los derechos de otros seres: la generosidad nunca puede exceder a la justicia.
La película es mucho más rica (se critica la mezquindad social, que juzga estos abortos clandestinos, mientras permite bajo cuerda, en clínicas lujosas, los abortos de las mujeres pudientes…), pero dejaremos aquí nuestro análisis. En Mar adentro un tetrapléjico ha decidido dejar de vivir. Aquí el derecho a decidir sobre la propia existencia parece que no afecta a nadie más que al propio “dueño” de su vida (prescindamos de argumentos de índole religiosa). Sin embargo, no es cierto: primero, alguien debe “matar” al enfermo; segundo, la víctima forma parte de una red de relaciones que se verán afectadas por su decisión; tercero, todo el sistema legal deberá reajustarse para prevenir todos los casos que puedan surgir (por ejemplo, enfermos que no pueden decidir sobre su vida y su muerte, con lo que será la familia o el cuerpo médico el que acabe por ser depositario del derecho o no a vivir de alguien…). Es más, la decisión de alguien de no querer vivir es un fracaso: por algo nadie consiente en el suicidio de un semejante sin buscar una salida “viva” a dicha crisis. Amenábar da por bueno el deseo de morir de su personaje de antemano y esa decidida simpatía le impide rodar una película más rica, en la que el problema tratado presentara todos sus repliegues. Un apunte final: ¿alguien me ayuda a digerir esta frase: “Quien me ame de verdad deberá matarme”?
 

  1. Lección novena: justicia versus legalidad

 
Estimado auditorio: continuaremos la línea de reflexión que ayer abríamos. Decíamos, si recordáis, que en algunas ocasiones entran en conflicto conciencia y derecho, legitimidad y legalidad. Fijaos que de ello se deduce el que, en último extremo, tampoco sea del todo cierto que lo injusto resulte intuitivamente reconocible siempre, como postulábamos en nuestra primera lección (si fuera así, no habría lugar para el dilema ético), pero no vamos a desmontar ahora todo nuestro proceso lógico que, en términos generales, sigue siendo válido. En los dos casos que analizábamos en la anterior sesión yo me decantaba por la ley, aunque los directores simpatizaran con la postura “ilegal” de sus protagonistas, con su manera de aplicar la libertad de conciencia más allá de lo establecido por las normas. Veamos hoy un caso inverso (hay muchos en la historia del cine en el que el entramado legal se comporta de forma torpe e insatisfactoria a la hora de aplicar la justicia esperada por un individuo.
Quiu Jou, una mujer china es una estupenda y olvidada película de Zhang Yimou, el prestigioso director chino. Su protagonista, una mujer de pueblo en avanzado estado de gestación, recorre medio país con un único propósito: hacer justicia. Su marido gastó una broma a su patrón a propósito de su virilidad y este le propinó una dolorosa (creo que sobra el adjetivo) patada en los genitales. Lo que Quiu Jou desea es que el patrón, testarudo como él solo, pida perdón y se retracte de su comportamiento. Con ese fin, inicia un periplo que va de instancia en instancia, de tribunal en tribunal (del pueblo a la ciudad, de la ciudad a la capital de la región y, de ahí, hasta Pekín), hasta que, al final, para disgusto suyo, la policía acaba apresando al autor de la injuria, cuando ella sólo perseguía una explicación, un gesto dialogado y humano que saldara cuentas entre agresor y agredido y resolviera con dignidad y de verdad un problema.
El proceso que nos narra Yimou es el del conflicto entre las relaciones humanas personalizadas, tradicionales (las que busca Quiu), y la burocratización deshumanizadora y moderna. Se trata de un tema que tiene como derivaciones otros temas estrechamente ligados en la película: el contraste campo-ciudad, las diferencias entre la concepción masculina del mundo y los valores femenino y, lo que a nosotros nos interesa especialmente, la oposición entre la justicia interpersonal, basada en la conciencia, y la justicia legal, asentada sobre las leyes.
El concepto de justicia defendido por Quiu Jou se basa en el gesto gratuito de reconocimiento de la culpa como único requisito para la absolución; es la conversión personal el único camino alternativo de disolución de conflictos. Los medios ideados por las sociedades modernas para administrar la justicia garantizan la indemnización, el pago por el delito, pero nunca la transformación personal, la superación real y duradera de la violencia en una relación. Quiu Jou recurre a todas las vías posibles para la resolución de las diferencias con el patrón (el diálogo, la mediación, la negociación, el arbitrio, el juez). Al final se encuentra con una ley que escatima con sus normas el verdadero camino del reencuentro, la verdadera justicia.
El tortuoso recorrido de Quiu Jou la conduce por las sendas de una progresiva deshumanización de las relaciones, hasta llegar a la negación del individuo. Yimou insinúa que la maquinaria legal levantada por los hombres acaba por aplastar a las propias personas. La película nos relata en círculos concéntricos que se alejan más y más del individuo las dificultades que entraña todo intento de armonizar las relaciones interpersonales con la dinámica de un sistema administrativo; la inviabilidad de un poder sólo capaz de aplicar una norma general sobre cada individuo indiferenciado, y el riesgo que entraña una sociedad hecha a imagen y semejanza de un mecanismo de relojería.
Como antes prefigurábamos, Quiu Jou encarna los valores hondamente femeninos (gratitud, diálogo, perseverancia, sentido común) en enfrentamiento con una concepción de las relaciones sociales machista (compensación económica, orgullo, valor y defensa de la autoridad, supeditación a la norma). No en vano, el detonante de la acción es una patada “donde más duele” al hombre.
 

  1. Lección décima: sobre la justicia

 
Estimado auditorio: debo ir terminando. Hoy es nuestra último encuentro y, aunque me pesa, me veo en la obligación de culminar estas reflexiones. Por ello, para aprovechar al máximo el tiempo que nos queda, volvamos cuanto antes a lo de ayer. De mi comentario sobre Qui Jou se derivaba que, a veces, la virtud de la justicia y la justicia que las instituciones defienden no acaban de corresponderse, carecen de sintonía (Quiu Jou deseaba una satisfacción moral, una “justicia virtuosa”, y el sistema sólo le proporciona una compensación legal, una “justicia normativa”). Por lo tanto, no es difícil aventurar que, mientras la justicia regular se conforma con regalarnos unos mínimos (muy necesarios para que este tinglado funcione), una conciencia bien formada como la de Quiu aspira a formas mucho más elaboradas de lo justo, a unos máximos. La justicia impartida por los tribunales o regulada por las leyes garantiza la protección de lo propio y privado; pero el hombre o la mujer justos comprenden que, más allá, existe el compromiso con lo ajeno y con lo público, así como el deber de la compasión, de la equidad y de la ternura. Savater habla de “justicia simpática”, es decir, de una justicia que pasa por amar al otro, un poco al menos, aunque sólo sea por el hecho de que es tan ser humano como yo. Esa justicia, que significa apuesta decidida y amable por la dignidad del otro, por el cumplimiento de sus derechos, y que se traduce en un ejercicio serio y continuado de los deberes éticos hacia la comunidad, es, sin duda, el punto de llegada de nuestra exposición.
Empezábamos hablando de injusticia y hemos acabado, por fin, a las puertas de la justicia. Esa justicia con mayúsculas que encarnaban George en ¡Qué bello es vivir! o Atticus en Matar a un ruiseñor; la que los insectos protagonistas de Bichos conquistan con su valor para las hormigas oprimidas por la tiranía de los saltamontes, la que lleva a Tomás Moro a desobedecer y enfrentarse a Enrique VIII en Un hombre para la eternidad, la que conduce a la muerte a Romero…: la que, en definitiva, el cine ha retratado una y otra vez con pulso firme y voz empañada por la emoción.
Y llegamos al epílogo. La justicia en el cine a veces nos lleva más allá de los límites que establece la realidad, a un puerto exclusivo del arte: el de la justicia poética. Llamamos justicia poética a ese cúmulo de causas y azares, improbables a todas luces en la realidad, pero posibles en una obra de ficción, que permiten que una situación se resuelva de forma hermosamente justa y sorprendente. (A propósito, y aunque me salga un poco de tema, la última película de Woody Allen, Match point, curiosamente, nos presenta el ejemplo más redondo de injusticia poética (inverso perverso de lo que acabamos de explicar) que ha dado el cine reciente: alguien se libra de pagar por un crimen atroz gracias a una sorprendente pirueta del destino (genial idea de guión), que no voy a revelar para no destripar la obra). Todo el cine de superhéroes, por ejemplo, se construye sobre los principios de la justicia poética, con unos personajes fantásticos que materializan nuestro anhelo de un orden de las cosas distinto, en el que triunfe con holgura el bien.
Me gustaría concluir este trabajo con unas notas sobre una película colombiana, La estrategia del caracol de Sergio Cabrera, resuelta con un singular y revigorizante sentido de la justicia poética. En esta cinta, los vecinos de un bloque de viviendas de uno de los barrios más pobres de Bogotá ingenian una estrategia para llevarse toda la casa de la que han sido desahuciados (¡!) antes de que los desalojen, conservando sólo la fachada para que nadie repare en sus intenciones. Estos vecinos variopintos, de los más diversos credos e ideologías, se embarcan, en fin, en una aventura común doble: por una parte, conservar el hogar físico, y, por otra, salvar otro rincón mucho más íntimo, esencial y profundo, la propia dignidad de cada uno. Aunque la lucha está perdida antes de empezar, su solidaridad y su empeño, más el aporte de eso que hemos llamado justicia poética, conseguirán que la estrategia del caracol dé sus frutos.
Sergio Cabrera, el artífice de este cuento inusual en el que un pez chico se come a un pez gordo, se atreve a contarnos una historia que es metáfora de un mundo mejor, una fábula dulce en la que los seres humanos (representados en ese heterogéneo patio de vecinos) colaboren por fin de forma solidaria para fundar un mundo más justo, donde los ideales se tornan extraordinariamente reales, donde el sueño de una sociedad mejor deja de ser una pura e ingenua sinfonía de ronquidos para cobrar peso específico y hacerse posible. Creo que, como desenlace a nuestra perorata en pro de la justicia, no es una mala conclusión la que nos regala esta obra. Espero que el sabor a utopía que destilan nuestras últimas imágenes no se os vaya de la boca ni de la conciencia en mucho tiempo. Adiós y hasta el próximo encuentro.

JESÚS VILLEGAS

estudios@misionjoven.org

 
Sobre este tema, me parece magnífico el libro Derecho y cine en 100 películas de Benjamín Rivaya y Pablo de Cima, en la editorial Tirant Lo Blanch. Su estudio introductorio y el sagaz comentario de cada película cautivará a interesados tanto por el derecho como por la ética o el cine.
En Diez valores éticos de J. Bestard, pueden encontrarse algunas notas de partida, muy elementales, sobre la definición de este valor.
Aceptemos esta premisa como punto de partida, aún reconociendo, primero que hay “puntos calientes” conflictivos donde lo injusto, para algunos, no se dibuja con tanta nitidez (uso de la violencia en resolución de conflictos, pena de muerte, bioética…) y, segundo, que el contorno de lo justo ha ido conformándose con muchas dificultades a lo largo de la historia. Leer a este respecto, En defensa de los humillados y ofendidos del siempre clarificador Luis González-Carvajal, donde traza un apasionante recorrido por la evolución en el reconocimiento de los derechos humanos dentro de la Iglesia
Remito al libro de GONZALEZ CARVAJAL antes citado. Además en el número 306-307 de Misión Joven incluíamos un listado de películas sobre el particular, extraído del libro Cine para convivir de Manuel Dios Diz.
Los niños como víctimas pueden considerarse casi un subgénero del cine social. Recomendamos cinco títulos realmente contundentes: Niños robados, Alemania año 0, Osama, El polaquito y Las tortugas también vuelan. Atentos a Oliver, la última película del siempre interesante Roman Polanski, basada en la archiconocida novela de Dickens.
La filmografía sería inmensa. Cinco títulos imprescindibles: La lista de Schindler, El pianista, Competencia desleal, el excepcional documental Shoah de Claude Lanzmann y ¿Vencedores o vencidos?, el clásico a propósito del juicio de Nuremberg. Las más actuales son la interesante El hundimiento, sobre los últimos días de Hitler, y la última película de Volker Schlöndorf, El noveno día.
Sobre el avispero de los Balcanes yah ya una filmografía amplia, en la que destacan: En tierra de nadie, Antes de la lluvia, La mirada de Ulises, Welcome to Sarajevo o la última y vigorisa película de Kusturica La vida es un milagro.
África aparece en el último cine en películas como In my country, En un lugar de África, La intérprete o El jardinero fiel, que inspirándose en la novela de John Le Carré, denuncia los tejemanejes de las empresas farmacéuticas en este continente. Se han estrenado, asimismo, algunas películas de África negra en la última temporada. Sobresale entre ellas Moolaadé, sobre la condición de la mujer africana y el problema de la ablación.
El sonido amenazante de los mensajes radiofónicos, los machetes nunca vistos en plena acción pero omnipresentes en múltiples secuencias, el descubrimiento, no compartido por el espectador, por parte del hijo del protagonista de la ejecución de sus vecinos o la desasosegante escena nocturna entre la niebla, en la que Paul y uno de sus conserjes entreven en la carretera infinidad de cadáveres mutilados avalan este tratamiento indirecto, tangencial, pero altamente dramático de la violencia.
A mi entender, bastante floja como texto literario: deslavazada, de estilo anodino y estructura confusa, monótona y cansina, casi sólo sirve como documento. La película, en este caso, mejora el original literario.
Vienen aquí a cuento unas palabras de Eduardo Galeano: “Para una innumerable cantidad de niños y jóvenes latinoamericanos, la invitación al consumo es una invitación al delito. La televisión te hace agua la boca y la policía te echa de la mesa. El sistema niega lo que ofrece”.
Esa confusión trágica entre violencia real y violencia ficticia encuentra su tratamiento más acerado y serio en la indispensableLa carnaza de Bertrand Tavernier.
El complemento perfecto de esta película es Elephant, la rupturista película de Gus Van Sant que muestra la masacre del instituto Columbine. Los adolescentes criminales de este largometraje casi experimental padecen, ahora en el occidente opulento, males simétricos a los de los muchachos brasileños, canalizados, una vez más, de forma violenta.
La novela está llena de fragmentos que explican esto. A título de ejemplo: “Había convivido con los grupos de delincuentes, le gustaba escuchar sus historias de asaltos, robos y asesinatos (…). Cuando creciese, conseguiría un arma para hacerse rico en la ciudad” (p. 46). “Un grupo de niños preguntaba a los dueños del Bonfim por los delincuentes. Querían celebrar sus hazañas en compañía de los maestros” (p. 53).
Clásicos como El gran dictador, Saló, El crimen de Cuenca, Roma ciudad abierta o buena parte del cine latinoamericano más comprometido (citemos sólo La noche de los lápices) abundan en este argumento. Un caso siempre apasionante en esta dirección sería el del cine que presenta anti-utopías: 1984, Brazil, Fahrenheit 451, Blade Runner, Hormigaz o El señor de las moscas son algunos ejemplos ilustres.
Nos referimos a la diferencia, clásica ya, entre violencia directa y violencia estructural.
La reciente reedición de la película por la Fnac la vuelve un clásico casi de obligado cumplimiento.
Sobre el conflicto palestino-israelí pueden visionarse Intervención divina, Domicilio privado y buena parte del cine de Amos Gitai, editado parcialmente el año pasado en DVD.
Merece la pena contemplar La intérprete de S. Pollack, sobre las soluciones violentas o diplomáticas a situaciones políticas difíciles de sostener.
El cine ha tratado con profusión la figura del justiciero (paradigmática presencia en el cine del oeste, Raíces profundas, por ejemplo, o en el cine de superhéroes) y el vengador (ahí está el clásico de los 70, Taxi driver), versiones deformadas y violentas pero jugosísimas de la figura del hombre justo.
El proceso inverso, el surgimiento del hombre injusto se erige en el núcleo temático de la nueva saga de Star Wars , cuyo brillante cierre, La venganza de los Sith, necesita una atenta revisión. En otra línea, la figura del supervillano, rival del superhéroe, representa al personaje empujado por el exceso de poder hacia la injusticia. Batman begins explora este tema en el proceso de forja del hombre murciélago.
Mencionemos la reciente y exitosa Diario de motocicleta, para mi gusto demasiado epidérmica en el tratamiento de la toma de conciencia por parte del Che, pero no menos ilustrativa del tema que nos ocupa.
Tema apasionante donde los haya, presente en obras como Z, JFK, Agenda oculta o El misterio Galíndez. En una línea próxima situaríamos las películas que desgranan los abusos e iniquidades de un poder político mal ejercido: Bloody sunday o la reciente y magnífica Omagh brillan con luz propia. Esta última se centra en la lucha de los padres de las víctimas de una atentado del IRA con el gobierno británico para que la justicia esclarezca un caso que los políticos procuran remover los menos posible.
Quizás una de las películas de alto valor pedagógico más estudiadas, por eso no me extiendo en su análisis. Leer, en este sentido, el trabajo presente en Cine formativo de Saturnino de la Torre, en Octaedro.
El tema de los dilemas morales puede encontrarse en innumerables películas: recordemos las estupendas Las normas de la casa de la sidra, La muerte y la doncella, Seven, Quiz Show o la obra maestra Million dollars baby, creaciones que rechazan las tomas de postura taxativas y prefieren el respetuoso retrato de unos personajes que deciden en pleno conflicto de valores tras calibrar las repercusiones de sus actos. Pena de muerte, Doces hombres sin piedad o Becket apuntan en la misma dirección.
Traigamos a colación cinco títulos sobre las injusticias de la Justicia: Matar a un ruiseños, El hombre de Alcatraz, el documental Capturing de Friedman, Senderos de gloria, Falso culpable.
Con acertado criterio, toda la puesta en escena refuerza esta degradación: los espacios, los alimentos, las relaciones, las situaciones que vive. Quiu a medida que se aleja del pueblo, se caracterizan por una progresiva despersonalización.
Cf. Ética para Amador, Ariel, Barcelona 1991.
La justicia poética es muy del gusto de los cineastas latinoamericanos (El último tren, por ejemplo), aunque está presente también en Cadena de favores, en buena parte del cine de Frank Capra, o en Millones, por ceñirme sólo a tres ejemplos.