Claves culturales para el siglo XXI

1 julio 1999

Pie de autor:
Andrés Tornos es profesor de Teología en la Universidad Pontificia «Comillas» (Madrid).
 
Síntesis del artículo:
El artículo —texto o «rollo», que dice su autor— propone seis claves culturales para el siglo XXI, formuladas a través de otras tantas «dobles vías»: universalidad y diferencia, saber de expertos y «saber vivir», placer y trabajo, esperanza y calidad de vida, poder e impotencia, opciones y fatalidades. Todas esas dobles perspectivas están en la conciencia profunda de la mayoría de las personas.
 
 
 
Al comenzar los 90 se volvió inevitable hablar de Nueva Evangelización. La historia agitada del siglo XX había transformado a los oyentes potenciales del Evangelio y la fe se había abierto a nuevas experiencias que también habían transformado a los evangelizadores.
Dos principios básicos se imponían para orientar la nueva evangelización: actualizar los lenguajes y recuperar la potencia profética. Actualizar los lenguajes, para poder conectar con las nuevas formas de entender el mundo vital y cotidiano. Pero no actualizarlos por mero oportunismo y simplemente para quedar bien, sino precisamente para lo contrario. Para devolver al anuncio del Evangelio su fuerza transformadora de los tiempos y de la historia del mundo, o sea, su fuerza crítica y profética.
 
La Evangelii Nuntiandi de Pablo VI había visto con claridad que esa actualización de los lenguajes evangelizadores, si quería mantener la fuerza transformadora propia del Evangelio, tenía que hacerse en profundidad (cf. nº 63). No podría quedarse en una transformación externa del vocabulario. Habría de llegar al trasfondo de las experiencias que hacen romper con las palabras de siempre y con los que se empeñan en seguir hablándolas. Tendría que saber ir, por instinto y por reflexión, a las inquietudes y a los temas inspiradores de los nuevos lenguajes. A explorar esas inquietudes y temas inspiradores de los nuevos lenguajes quiere aportar algo este «texto» o este «rollo».
 
 

  1. La universalidad y la diferencia

 
He escrito las palabras texto rollo. Unas palabras distintas de las que se usaban antes (que hubieran sido «artículo», «reflexiones», «exposición»…). Desentrañar algunas inquietudes que pueden inspirar este cambio de palabras nos sirve como ejemplo de los cambios culturales profundos que constantemente hacen nacer nuevos modos de hablar.
 
En el mundo académico, ¿por qué se diría «este texto» en vez de «este artículo»? Sin duda para indicar que las mismas cuestiones podrían tratarse por otros de modo distinto, orientándose y poniéndose por escrito de muchas otras maneras y dándose lugar a otros infinitos textos sobre el mismo tema.
Y en situaciones de más familiaridad, ¿por qué se diría «este rollo» en vez de decir «estas reflexiones»? Pues por algo parecido: por quitar importancia a la cosa y reconocer que puede ser pesado o poco pertinente lo que se propondrá, pudiendo en todo caso hacerse de otra manera.
 
En ambos casos se hace presente la atención a una misma sensibilidad de fondo: que hay mucha gente que habla y que el escuchar puede hacerse pesado; que el que habla no puede monopolizar las ideas sobre las que trata; que el mundo de la comunicación es inmenso y variado.
 
Por eso es imprescindible en el mundo de hoy, para conectar con el nivel de conciencia a que ha llevado el siglo XX, hablar lenguajes que tengan en cuenta esa especial sensibilidad. Esto exige que quienes hablamos nos dirijamos a nuestros oyentes o lectores como a quienes viven en un mundo mucho mayor que el definido por la relación entre nosotros mismos y ellos. Que les hablemos como a personas que tienen muchos otros interlocutores y unas aficiones o gustos personales tal vez distintos de los nuestros.
 
Ese mundo en que viven nuestros interlocutores podríamos caracterizarlo, por tanto, con dos rasgos: el de la universalidad y el de la diferencia. El de la universalidad, porque abarca a toda la tierra. El de la diferencia, porque siempre quien escucha es superconsciente de que en la anchura del mundo hay diferentes maneras de ver las cosas.
 
No es como antes, cuando la intercomunicación entre aquellos que “llevaban la palabra” (= los encargados de hablar) y los que les atendían se estructuraba como si no hubiera muchos más pareceres dignos de considerarse, además de los que iban a proponerse. O como aún sucede a veces con personas de cierta autosuficiencia, que no sienten la necesidad de tener en cuenta la existencia de mundos de ideas diferentes del propio. Pero estas personas resultan hoy un tanto inadaptadas a la realidad, porque ahora el nivel de conciencia le está siempre diciendo a uno: hay más mundos y, de un modo u otro, se nos impone el tener en cuenta que hay más mundos.
 
 

  1. Saber «de expertos»y «saber vivir»

 
Otro rasgo que caracteriza a la conciencia profunda que heredamos de este siglo XX, siguiendo con lo que aparece en la manera de vivirse la relación de la gente con «los que llevan la palabra», es el siguiente: hoy sentimos en carne viva la diferencia que hay entre «los saberes de expertos» y el «saber vivir». La conciencia profunda de los destinatarios de nuestra palabra estará clasificando lo que decimos con arreglo al criterio de distinguir si es palabra de experto saber vital. Y a nosotros nos interesa mucho el tenerlo en cuenta.
 
No hace falta mucho análisis para subrayar que nuestra sociedad de fin del siglo XX es, según parecer general de los sociólogos, una sociedad de expertos. O sea, una sociedad en que constantemente les necesitamos y estamos en contacto con ellos. Por ejemplo: antes uno sabía solucionar casi todas las cosas de su casa; ahora constantemente hay que contactar con expertos para ello (vg. si se estropea la nevera o el calentador de gas, la lavadora, el ascensor…). Y en política se necesitan técnicos para asesorar: programas económicos, estudios de opinión, efectos del déficit. Ni qué decir tiene mantenimiento de automóviles, mejunjes de higiene y cosmética, planes de vacaciones…
Absolutamente nadie sabe de todo y los saberes están muy divididos. Así son los saberes de los expertos y nos son imprescindibles a cada paso, fallándonos también muchas veces.
 
En todo caso y conforme al nivel de conciencia de hoy, no se espera todo de los expertos. Ni siquiera demasiado. Sabemos que su saber es impersonal y que con ellos y sin ellos hemos de saber elegir, entre la infinitud de posibilidades que sus conocimientos nos ofrecen, lo que nos conviene según nuestra propia personalidad y posibilidades. A esto último se refiere otro saber, no especializado y no impersonal, el saber vivir.
Pues bien: ¿dónde se sitúa lo que sabe y dice el agente de pastoral? ¿en el saber de expertos o en lo que pertenece al saber vivir?
 
Creo que antes el sacerdote era «un experto en cosas del alma»Hoy, si quiere hablar como ese experto, lo tendrá seguramente muy difícil. Lo primero, porque a ese experto no se le concede sino autoridad técnica y de ninguna manera la que penetra hasta el interior de la personalidad… Por eso no se acepta que el experto le interpele a uno sobre su proyecto de vida. Ni siquiera al psicólogo. Y un agente de pastoral ¿no tendrá que interpelar a otros sobre su proyecto de vida? Pero además uno, si necesita de un experto en cosas del alma, lo más probable es que busque a un psicólogo (y en el agente pastoral, sólo al psicólogo, no al evangelizador).
 
Ahora pues el agente de pastoral tendría que saber ayudar a «saber vivir» Pero la clase de autoridad que uno concede a quien pretende ayudar a «saber vivir» es distinta de la de los expertos. Más bien que conseguirse con títulos académicos o profesionales se consigue por el boca a boca de las personas o grupos que han encontrado en alguien apoyo para «saber vivir», o también gracias a encuentros casuales bien aprovechados.
 
Resumiendo: un agente de pastoral, en el nivel de conciencia de este fin de siglo, tiene que conseguir reconocimiento como sabio de «saber vivir» y no basta con que aparezca como «experto en cosas». Esto tiene efectos muy importantes sobre el trabajo pastoral. Porque hay muchos ambientes en el mundo de los jóvenes (y en el de los adultos), en que el «saber vivir» se considera poco compatible con las figuras de los agentes pastorales.
 
 

  1. Placer y trabajo

 
Los análisis culturales dicen que este siglo ha sido el final del homo faber, del hombre que se definía por su trabajo. No es que el goce fuera antes indiferente; nunca lo ha sido. Lo que ocurría era que el trabajo se veía como lo que ennoblecía y dignificaba, lo que expresaba el poder de la razón humana en el mundo. El gozar en cambio no se consideraba dignificante. Se veía más bien como una especie de añadido a la dignidad. Un reflejo de esa manera de ver el trabajo es la obra «Teología del Trabajo», del P. Chenu, uno de los grandes teólogos del Concilio. Hoy nos resulta un libro anticuadísimo.
 
Por eso la humanidad se definía frente a la animalidad por su aptitud para el trabajo planificado y creador. Y efectivamente era el trabajo lo que se planificaba en la vida, mientras que la diversión no se planificaba creativamente. Se tomaba lo que había. Lo típico de una buena persona era ser un honrado trabajador y en cambio decir de uno que se dedicaba sobre todo a divertirse era como llamarle parásito, no se consideraba signo típico de una vida valiosa.
 
Hoy lo que ha venido a llamarse calidad de vida es lo que se exige para juzgar que una vida es una vida digna. Y se considera que una cierta proporción de confort y de tiempo libre, un espacio de libertad para desarrollar o expresar las propias aficiones y gustos, pertenecen necesariamente a la calidad de vida. Las vacaciones se planifican tanto como el trabajo y muchas personas se identifican a sí mismas por sus aficiones y estilos de libertad más que por su trabajo profesional.
 
La fe antes, en línea con ello, se vivía sobre todo como una ayuda para el trabajo de vivir. Como compromiso y tarea en orden a la construcción del futuro del mundo. Y al pensar esa inmensa dignidad se dejaban sin pensar los otros aspectos que hoy entran en la calidad de vida: el goce, la expansión de una libertad que puede liberarse de lo utilitario y necesario.
Hoy no pueden dejarse de lado esos aspectos de la calidad de vida cuando se trata de comunicar la fe. Porque en nuestra situación cultural la conciencia relaciona tales aspectos con exigencias irrenunciables de una vida digna.
 
En esa línea están los que se han llamado «valores post-materialistas». Estos tienen que ver con el ocio, la estética, la amistad, la ruptura de la monotonía, la libre configuración de la personalidad. Estos se reivindican frente a la sola preocupación por trabajo, el orden social, el poder económico, la eficacia organizativa.
 
En cuanto al reconocimiento de la importancia actual de estos valores postmaterialistas ha de irse a fondo. No se trata simplemente de crear situaciones agradables para la comunicación de los contenidos de la fe, como solía procurarse por ejemplo en los grupos juveniles. O de asociar a estos contenidos con vivencias estéticamente bellas (y hasta sublimes), como las que generaba la gran música religiosa, o la arquitectura o la escultura.
Ahora se trata de que los contenidos mismos de la fe, no sólo su contexto, expresen calidad de vida, apertura a horizontes de libre expansión de la personalidad, de satisfacciones no limitadas a la practicidad de lo útil. En el Evangelio necesitamos reencontrar y transmitir aquella alegría y creatividad que comunicó en sus principios, cuando significaba mucho más que mera ayuda para afrontar los cansados problemas del día a día.
 
 

  1. Esperanza y calidad de vida

 
Si el mensaje del Evangelio es mensaje de esperanza, las representaciones dominantes de lo que en una época se espera son cuestión clave para anunciarlo. Y corremos el peligro de no atender a tres disonancias que resonarían en los oídos de los oyentes de hoy ante una proclamación del Evangelio que se hiciera con arreglo a los antiguos moldes de comprensión de la esperanza: disonancia en cuanto a las inquietudes por el futuro, disonancia en cuanto a los caminos del buen esperar, disonancia en cuanto a la valoración misma de la esperanza.
 
Y es que los moldes de comprensión de la esperanza han cambiado profundamente en los dos siglos largos transcurridos desde que, por influjo de las ideas de la Ilustración, empezó a imponerse la confianza en el progreso imparable de la humanidad.
 
Hasta esa época el tiempo se vivía como un retornar casi constante, año tras año, de las mismas situaciones de trabajo, de felicidad o de riesgo. Desde entonces el tiempo es un espacio irrenunciable de cambio y progreso. Las inquietudes y esperanzas anteriores a esa época eran, o bien pequeñas inquietudes y esperanzas para lo terreno, o bien grandes esperanzas para lo transtemporal. Pero desde esa época las grandes esperanzas empiezan a inscribirse en el horizonte del tiempo terreno y se vuelve borroso lo transtemporal.
El tiempo presente ya no se abre tan inmediatamente a lo eterno, sino que se abre a nuevos y mejores tiempos terrenos.
 
E incluso en cuanto a éstos ha habido últimamente cambios. Porque si hacia la mitad de este siglo XX creía sintetizarse lo esperado del progreso con la fórmula «avance de la razón y la libertad», hoy ya no es del todo así. No porque se haya renunciado a tal avance, sino porque la fórmula, en el sentir común, resulta demasiado abstracta e incompleta.
Por eso lo que hoy quiere esperarse del futuro es, antes que lo eterno y el solo avance de la razón y de la libertad, la calidad de vida a que nos estamos refiriendo. Esto es lo que hoy pedirían en concreto la razón y la libertad.
 
Por eso el riesgo de las tres disonancias a que arriba me referí. Primero, disonancia en cuanto a las inquietudes por el futuro. Porque hasta la Ilustración se trataba de inquietudes ultraterrenas. Hasta mediados de este siglo se trataba de grandes futuros utópicos, los correspondientes a los grandes relatos sobre emancipación y justicia. Pero ahora se trata de una calidad de vida pensada a corto plazo.
 
Segundo, disonancia en cuanto a la comprensión de los caminos de la esperanza. Hasta la Ilustración era necesario atenerse a leyes y doctrinas sobre la conducta cotidiana, para poder confiar en que las esperanzas se le harían realidad al esperador. Después, hasta mediados de este siglo, había que transformar el mundo; el proceder de los hombres y mujeres esperanzados tendría que ser lógicamente militante.
Poco a poco se ha ido formando una nueva mentalidad: se supone que uno es lógico cuando espera calidad de vida si vive con calidad, es decir, libre y relajadamente. De lo contrario sus esperanzas serán casi siempre proyecciones patológicas.
 
Tercero, disonancia en cuanto a la valoración de la esperanza. La valoración de la esperanza suponía antes valorar el futuro más que el presente: bien un futuro eterno y transmundano (cristianismo más tradicional), bien un futuro intramundano (cristianismo más modernizado). Hoy tiene que hablarse de la esperanza a sabiendas de que el presente se vive como mucho más irrenunciable que el futuro. Se encuentra disparatada la antigua idea revolucionaria de que vale la pena sacrificar a la generación presente por el bien de las futuras generaciones.
 
 
 

  1. El poder y la impotencia

 
Los dos siglos transcurridos desde la revolución industrial han sido dos siglos de incesantes avances en el domino de la naturaleza, lo cual ha dado lugar a un desarrollo vertiginoso. La disponibilidad de recursos materiales se ha multiplicado, casi todas las enfermedades pueden vencerse, en los países desarrollados la vida se ha hecho más cómoda y se ha alargado como 30 años. Por eso la conciencia de los hombres y mujeres de hoy, sobre todo la de los jóvenes, está impregnada de la idea de que la humanidad tiene un inmenso poder.
 
Desde ese sentimiento del poderío de la humanidad las limitaciones y problemas del día a día no se viven exactamente como limitaciones y desgracias, sino como un atraso, como algo indebido e injusto, como algo que ocurre por culpa de alguien. Se encuentra absurdo que la humanidad busque salvadores o crea en salvadores, más bien ella misma sería responsable de solucionar sus problemas. Y si no los soluciona es por culpa de alguien o de algunos que, disponiendo del poder, no actúan como deberían y podrían actuar.
 
La cuestión del poder, de la distribución y ejercicio del poder, está presente por tanto en todo choque con la realidad dura de la vida. Si hay pobreza, si la asistencia sanitaria fracasa, si falta trabajo, si se multiplican las muertes en la carretera, de todo esto tienen la culpa los que poseen el poder (léase autoridades económicas, seguridad social, Director de Tráfico, etc.).
Y ante ellos y frente a ellos la impotencia del común de la gente. Una impotencia que se considera injusta. Con la particularidad de que hoy ya no se cree que un cambio revolucionario podría sanar del todo los vicios del poder. Ha crecido el poder de la humanidad, pero igual o más ha crecido la sensación de impotencia de los individuos frente a los vicios del poder.
 
Hay una versión crudamente atea de esta experiencia de fondo, según la cual este poder impotente de la humanidad es incompatible con la idea de un Dios Salvador. Pero la representación del poder impotente de la humanidad no es necesariamente atea y la comparten implícitamente creyentes y no creyentes.
 
Esto nos pide que repensamos ante nosotros mismos a fondo nuestro modo de anunciar la salvación que esperamos de Jesús. Pues por un lado el Evangelio que anunciamos tendrá que ser de veras evangelio de salvación, es decir, crucial para la humanidad. No sólo apertura hacia bellos y buenos sentimientos, o hacia militancia humanista, o hacia perspectivas consolatorias o misteriosas y transcendentales, que dejen pensar que lo crucial de la vida se juega en otra parte.
Y por otro lado deberá contar con que el sentir vital de hoy considera como una pura evidencia la idea de que nada puede salvar a la humanidad sino su propio poder y que de los errores de ese poder no hay Dios que salve.
 
Por eso la cuestión del poder —su lugar en la marcha de las cosas— y el dominio de Dios sobre esa marcha de las cosas tienen que estar en el trasfondo del Evangelio por nosotros anunciado. Con la particularidad, además, de que para esos problemas de poder se ha perdido el interés por las soluciones definitivas, creyéndose sólo en lo que permite navegar mal que bien a corto plazo, mirando hacia todo con bastante provisionalidad e inmediatismo.
 
 

  1. Opciones y fatalidades

 
El existencialismo insistió a la vez en el poder de la fatalidad y en la necesidad de la libertad. El eslogan de Sartre —hacer algo con lo que los demás hacen con nosotros— resumía muy bien la actitud de fondo que estaba cuajando en la Europa de su tiempo. En cuanto a ello la filosofía no inventaba nada, simplemente formulaba lo que estaba apareciendo en los años 40 y terminaría de cuajar en los 70, cuando sobrevino el desencanto de los empeños utópicos reinantes en los 60 y el existencialismo ya estaba prácticamente muerto.
 
Eso que estaba apareciendo en los años 40 era consecuencia de los horrores de la guerra mundial, que arrasaron como un ciclón las expectativas materiales de millones de familias y el optimismo sobre el avance moral de la humanidad de las clases intelectuales. Nadie había querido aquellos horrores y se experimentaron como una tremenda demostración del poder de la fatalidad.
 
Y sin embargo la propaganda bélica y la autosatisfacción de los vencedores recubrieron de momento esa revelación del poder de la fatalidad con la exaltación de la victoria sobre los fascismos y con el despliegue de nuevas utopías de desarrollo y bienestar, presididas por la idealización de los poderes de la libertad desarrollista. La década de los 60 y su culminación en la revolución parisina de Mayo del 68 expresaban ese estado de ánimo.
 
Los existencialistas habían sabido ver mejor los poderes de la fatalidad que se escondían bajo la invitación a optar por bellos futuros. El fracaso estrepitoso de los revolucionarios del 68 y de la Alianza por el Progreso impulsada por Kennedy inauguraron la década desencantada de los 70, que también vivimos en España casi en seguida de consumarse la transición democrática. Y la simbólica caída del Muro de Berlín, y de todo el socialismo real, consumaron el ciclo.
 
Hereda pues el siglo XXI un estado de conciencia en que el optar personal y político no se concibe como alternativa a un vivir fatalista, sino como una necesidad interna de quienes vivimos dominados y limitados por fatalidades. La cosa tiene que ver con lo más arriba indicado a propósito de la simultánea conciencia de poder e impotencia desde la que valoramos lo humano.
Una gran dosis de realismo se nos impone a la hora de orientar y ayudar a otros, y de proponerles el seguimiento del Evangelio. Sin ese realismo, casi sancho-pancesco, no seremos mínimamente creíbles.
 
 

  1. Notas finales

 
Caracterizar el estado de conciencia con que «entramos» en el siglo XXI es un intento de alcances más bien dudosos. Lo primero por la gran fragmentación que reina en la cultura de hoy; lo segundo, por la inestabilidad que se registra en el modo de asumirse y rechazarse los criterios culturalmente dominantes.
 
Primero la fragmentación. Unos sectores sociales ven las cosas de una manera y otros de otra. Y no puede sino ser así, porque las experiencias dominantes en unos y otros grupos son diferentes. Los jóvenes no ven las cosas como los adultos o los ya mayores, las mujeres no tienen las mismas perspectivas que los varones, los distintos estratos socio-económicosestán influidos por corrientes de memoria histórica cargadas de materiales nada parecidos.
 
Y luego la inestabilidad. Precisamente se distingue la mentalidad de nuestro tiempo, particularmente la de los jóvenes, por una actitud relativamente distanciada con respecto a los distintos estilos de vida en que participan o saben que pueden participar, adoptando en unos momentos las posiciones propias de unos y en otros momentos las propias de otros. Un grupo de jóvenes lo expresaba muy bien refiriéndose a su visión de los jóvenes: “Vas a Malasaña (barrio de Madrid conocido por su ambiente anarco, pasota y afín a la cultura de la droga blanda) y ves las cosas como se ven en Malasaña; haces una marcha a la sierra y estás viendo las cosas de otra manera; vas a examinarte y las ves de otra manera; y en los tres sitios estás ensayando formas de ser y de comprender las cosas”.
 
¿Están viviendo algún ensayo de su forma de estar en el mundo los jóvenes que tratan con nosotros? ¿O tal vez están queriendo desplegar en esos contextos uno de los aspectos de su vida, no el total de lo que quieren que sea su vida?
De todas formas los rasgos que anteriormente he descrito estarán subterráneamente en la conciencia profunda de la mayoría de las personas con las que tratamos, prontos a hacerse sentir en un momento posterior al de los momentáneos episodios de ese trato. Esa es la manera como concibo lo que he tratado de expresar. n
 

Andrés Tornos