Código desconocido

1 enero 2002

La película de la que hoy vamos a hablar, Código desconocido de Michael Haneke, plantea en sus imágenes algo apasionante a este respecto: ¿la realidad se ajusta, está sometida a algún código?, ¿los hechos que integran la vida (elementos significantes) tienen un sentido (significado)?, ¿en qué se diferencia la realidad de su representación? El título de esta magnífica obra resulta bastante revelador y responde en cierta manera a estos interrogantes: el código desconocido al que se alude es, precisamente, la lengua con la que nos habla la realidad, un idioma indescifrable y sólo mínimamente comprensible mediante la intercesión de otros sistemas de signos más elaborados como pueden ser los códigos artísticos. Con estos principios como punto de partida, Michael Haneke intenta exponernos cómo puede el cine, ese sistema de comunicación formado por imágenes en movimiento, aproximarse a la realidad, a nuestra realidad de seres humanos del siglo XXI, y desentrañar, al menos, parte de su verdad, de su sentido oculto.
 
Un muchacho escapa de la casa de su padre, un campesino, porque no quiere encargarse del cuidado de la granja en un futuro. Busca refugio en París, en la casa de su hermano, fotógrafo de guerra, quien mantiene una relación bastante tormentosa con una actriz. En la segunda secuencia de la película, este chico lanza un papel despectivamente a una mendiga que pide limosna en la calle. Un joven negro sale en defensa de la dignidad de esta mujer y esto desencadena la deportación de la mujer, una inmigrante ilegal rumana, y la detención del muchacho de color, cuyos familiares, de origen africano, atribuirán las desgracias de su hijo a la maldición de algún brujo de su tribu. A partir de este momento, la película sigue el itinerario de todos estos personajes a través de escenas fragmentarias, rodadas todas ellas en un solo plano y terminadas siempre con un corte brusco en negro, hasta componer con ellas una especie de mosaico bastante completo de la Europa actual. En el recorrido por las trayectorias de todos estos seres se van apuntando temas de corte existencial, como la incomunicación, la violencia, la soledad o la insolidaridad, con otros de profundo significado social como la inmigración, la situación en la Europa del Este, el mestizaje cultural, el conflicto generacional, el papel y la responsabilidad de los medios de comunicación, etcétera. Este recorrido, sin embargo, esquiva en todo momento la formulación de tesis, la transmisión de alguna afirmación rotunda a propósito de la existencia en general o de las condiciones actuales de la vida en Europa en particular. Por ello, al final de la obra, ninguna de las historias abiertas concluye, todas quedan en suspenso, como existencias todavía palpitantes e inconclusas.
Haneke nos ofrece el ejemplo más acabado que yo he podido ver de obra de valor pedagógico completo, aglutinadora y abierta: en ella se reúnen, como ya hemos dicho, buena parte de las preocupaciones sociales o de las obsesiones personales que asolan al hombre actual, siempre planteando interrogantes, sin ofrecer nunca respuestas. Pero, además, el director, mientras retrata la realidad, se atreve a reflexionar sobre el papel que el cine cumple en nuestra nueva Babilonia, sobre la mejor manera estética de describir en imágenes cómo funciona el mundo y cómo estamos en él, todo ello sin olvidar en ningún momento su punto de partida: la naturaleza disforme y caótica de la realidad.
Recordemos, para terminar, algunas de las imágenes clave de Código desconocido:

  •  La película arranca con un niño sordomudo que, mediante mímica, intenta hacer adivinar a sus compañeros de clase una palabra o expresión. Ellos aportan varias respuestas («escondite», «miedo», «solo», «mala conciencia») pero ninguna es correcta. Al final de la película, otro niño gesticula también de forma incomprensible. En el fondo, así funciona la realidad, ofreciéndonos representaciones, hechos, acontecimientos cuyo sentido profundo es… ¿múltiple?, ¿insondable?, ¿inexistente? El cine que aspire a retratar con veracidad la vida deberá mostrarse igual de elástico y ajeno a las conclusiones: esa será su única y paradójica forma de poner orden en el caos.
  • Dos secuencias poderosísimas (la del papel y la mendiga que ya hemos resumido aquí y otra en la que, en un vagón de metro, un joven de origen árabe acosa a la actriz y la escupe, sin que nadie salga en su defensa hasta el final, cuando un anciano también norteafricano interpela al agresor) se convierten en los momentos climáticos de la película. En ellas, la presentación frontal de la violencia y del absurdo se convierten en una de las marcas de fábrica del director austriaco (no olvidemos que es el autor de obras tan radicales e incómodas como Funny games y La pianista). Además, el fotógrafo de guerra se pregunta, a instancias de una amiga, qué sentido puede tener reproducir la muerte, la violencia, el sufrimiento. Haneke, por una vez, responde a una pregunta: esta demostración del horror (y, por añadidura, de la realidad) es necesaria para aguijonear ánimos, para interpelar a las conciencias, para conseguir que, como dijo el clásico, nada de lo humano nos sea ajeno.
  •  Finalmente digamos que, como en muchas de las obras más interesantes de los últimos años, el cine de Haneke insiste en cuestionar una y otra vez cuáles son los límites entre realidad y representación, entre cine y vida. Las escenas protagonizadas por Juliette Binoche, la actriz (el ensayo, el rodaje de la película policiaca y su doblaje, la prueba para la obra de teatro…) están resueltas de tal manera que la ambigüedad sobre su carácter de hechos o ficciones ponen en juego las expectativas del espectador. Curiosamente, estas son las únicas secuencias en las que el autor ha utilizado procedimientos fílmicos fuertemente codificados, o bien tradicionales (montaje de varios planos en la escenas del rodaje y del doblaje) o bien del cine de arte y ensayo (inclusión de las cámaras y micrófonos en la escena de la filmación, la mirada a cámara en el ensayo de la película o el plano general largo para tratar una secuencia que requeriría un plano más próximo en el ensayo de la obra de teatro). El contraste entre estas secuencias tratadas según las convenciones y el plano único que preside el resto de la película resalta poderosamente cuál es la opción de este autor a lo hora de plantearse la posibilidad de reflejar la vida en el cine: la mirada frontal y el seguimiento, sin contraplano, sin subrayados sonoros innecesarios (no tenemos tiempo para hablar de la importancia del sonido en la película), de los acontecimientos o, en su defecto, del vacío que estos originan (otro elemento crucial del lenguaje de Haneke: el uso del fuera de campo, de lo no mostrado). En fin, una película sobre la que volver con calma.

Jesús VILLEGAS

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