Comentario a la Carta a Diogneto en un mundo laico

1 junio 2010

Pedro José Gómez Serrano
Profesor del Instituto Superior de Pastoral (Madrid)

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor quiere ilumina nuestra situación actual (un mundo laico) con la Carta a Diogneto. Lo primero que hace es situar el texto en su tiempo. Un tiempo nada fácil. Descubre, en este texto, un gran esfuerzo de inculturación del evangelio. Le resulta atractiva, y actual, el estilo de una argumentación positiva. Se le muestra un cristianismo vigoroso y atrayente. ¿Qué respuestas creyentes al desafío de la laicidad? Es la pregunta que se convierte en eje del artículo. El autor sugiere afrontar las dificultades con realismo y actuar desde la dinámica de la semilla.
 
 

  1. El contexto originario de la carta

La “Carta a Diogneto” constituye un documento único en el panorama de los escritos cristianos de los primeros siglos por varios motivos. El primero radica en su misterioso origen. A pesar de la extraordinaria calidad del texto, que debiera haber extendido su fama en la antigüedad, lo cierto es que permaneció completamente ignorado hasta mediado el siglo XV. El segundo se refiere a la calidad literaria y teológica de su autor. Aunque se trata de una obra apologética, esto es, que quiere defender el buen nombre y la bondad del cristianismo en un contexto de acoso y persecución, su talante argumentativo se eleva muy por encima de la mayoría de los documentos análogos de la época. Por último, es un texto que, pese a la distancia temporal y cultural que le separa de nosotros, conserva plena vigencia en muchos de sus planteamientos.
 
Atenas, finales del siglo II
Profundicemos, brevemente, en estas tres cuestiones. Los especialistas, que no ponen en duda de la autenticidad del documento, sitúan la redacción de A Diogneto en Atenas, a finales del siglo II, es decir, en los inicios del cristianismo, aunque no se ponen de acuerdo en varias cuestiones fundamentales. El autor es desconocido aunque algún investigador ha propuesto la hipótesis de que fuera un tal Cuadrato, obispo de Atenas y autor de una “Apología al emperador Adriano”, escrita sobre el año 112 d. C. Esta obra, mencionada por Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica, se había dado hasta ahora por perdida. La hipótesis es discutible ya que la única referencia literal que cita Eusebio no coincide con ningún fragmento de “A Diogneto” tal y como ha llegado hasta nosotros y dado que esta obra suele datarse al final del siglo II y no al principio, como aquella. Por lo demás, llama muchísimo la atención que ningún Padre de la Iglesia, ni fuentes extracristianas, hagan referencia alguna a este pequeño pero elocuente tratado. En realidad, apareció en Constantinopla en 1436, por pura casualidad, entre los papeles usados en una pescadería para envolver el género. Un joven clérigo, estudiante de griego, –Tomás de Arezzo- se hizo con el códice junto a otras 22 obras antiguas. Desgraciadamente, este original desapareció en el año 1870 al incendiarse la biblioteca de Estrasburgo en la que se encontraba, durante el conflicto franco-prusiano. Gracias a que se habían hecho tres copias de la obra en el siglo XVI, el texto ha llegado a nuestros días.
 
¿Quién fue Diogneto?
Tampoco se sabe quién es el Diogneto a quién se dirige la carta. Caben varias alternativas: que fuera el mismo emperador o una persona distinguida con suficiente influencia como para impedir el acoso a los cristianos; que fuera un particular pagano interesado en la nueva religión a quien se deseaba persuadir de la verdad del Evangelio (se especula con un maestro de Marco Aurelio del mismo nombre) o, incluso, que pudiera tratarse de una figura retórica o literaria –como en los diálogos socráticos– utilizada para desarrollar una defensa argumentada del mensaje cristiano. Con todo, el encabezamiento –o exordio- del escrito parece apelar a alguien concreto e importante:
Pues veo, Excelentísimo Diogneto, tu extraordinario interés por conocer la religión de los cristianos y que muy puntual y cuidadosamente has preguntado sobre ella: primero, qué Dios es ése en que confían y qué género de culto le tributan para que así desdeñen todos ellos el mundo y desprecien la muerte, sin que, por una parte, crean en los dioses que los griegos tienen por tales y, por otra, no observen tampoco lasuperstición de los judíos; y luego qué amor es ése que se tienen unos a otros; y por qué, finalmente, apareció justamente ahora y no antes en el mundo esta nueva raza, o nuevo género de vida; no puedo menos de alabarte por este empeño tuyo, a la par que suplico a Dios, que es quien nos concede lo mismo el hablar que el oír, que a mí me conceda hablar de manera que mi discurso redunde en provecho tuyo, y a ti el oír de modo que no tenga por qué entristecerse el que te dirigió su palabra.
Argumentación en positivo
Esta breve introducción ya muestra el tono general de la obra en la que predomina un talante basado en la persuasión, la argumentación en positivo y la serena convicción del valor de la fe. Los argumentos de fondo no son originales, pero el modo de tratarlos posee una gran frescura. Se apela a la inteligencia y a la sensibilidad, a la vez que se alaba al destinatario buscando su benevolencia. Todo el escrito, aunque tenga innegables elementos críticos o polémicos, se caracteriza por la ausencia de acritud, tosquedad o la relativa demagogia que aparecen con frecuencia en los denominados escritores apologetas cristianos, lo que manifiesta, tanto la competencia intelectual del autor, como la finura de su espiritualidad. Lo que no quita, por otra parte, nada de fuerza a la convicción con la que confiesa y justifica la bondad de la fe en Jesucristo. Sin entrar todavía en el contenido del escrito, me parece que este estilo argumentativo nos es muy necesario hoy en día. Por desgracia, solemos situarnos en la Iglesia en torno a dos polos casi opuestos: unos afirman dogmática e impositivamente la verdad del cristianismo, tendiendo a descalificar los planteamientos que proceden de otras tradiciones culturales o las posiciones morales distintas a las nuestras, condenando muchas veces, con demasiada ligereza, algunos pensamientos novedosos. Otros, en cambio, camuflan avergonzadamente su fe, incapaces de dar razón de su esperanza (1ª Pe 3,15) en un contexto cultural poco favorable en el que la experiencia cristiana –por muy diversos motivos- se encuentra desacreditada o fuertemente cuestionada.
 
Desde la vivencia concreta de los cristianos
Resulta llamativo y plenamente actual que el autor de A Diogneto argumente sobre el valor del cristianismo no sólo sobre la base de sublimes especulaciones teológicas o filosóficas (aunque el texto tenga calidad y hondura en este terreno) sino, sobre todo, a partir de la vivencia real de los propios cristianos presentada –algo idealizadamente, como era de prever en un escrito de esta naturaleza- como encarnación de un estilo de vida diferente y apasionante. Nada nuevo bajo el sol por otra parte: cuando los discípulos de Juan fueron a preguntar a Jesús: “¿Eres tú el que había de venir, o tenemos que esperar a otro?”, éste no les responde con una disquisición teórica, sino con una referencia a la realidad transformada: “Id, y hacer saber a Juan las cosas que oís y veis. Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Mt 11,2-6). Algo parecido señalaba Tertuliano, otro famoso apologeta de la segunda mitad del siglo II, para defender al cristianismo: “Mirad como se aman”. Lo que nos lleva a una pregunta pastoral de primer orden: ¿dónde puede verse hoy ese género de vida inspirada en Jesús que sea, al mismo tiempo, actual y alternativa, servicial y feliz? Porque sin esas referencias reales –aunque sean humildes y sencillas- el anuncio del Evangelio se convierte, para nuestros contemporáneos, en “música celestial”.
 
Un cristianismo vigoroso y atractivo
Por último, deseo defender la vigencia del contenido de la carta en un doble sentido que se intentará mostrar en el resto del artículo: la necesidad de presentar con vigor el cristianismo en nuestra sociedad de forma atractiva, contrastante y testimonial, por una parte, y la opción por una forma de presencia pública de lo cristiano que rompa radicalmente con el paradigma de la cristiandad. El creciente malestar que sentimos dentro del Pueblo de Dios -sufriendo su incapacidad para renovarse en diálogo con un mundo en permanente cambio-, así como la indiferencia o el rechazo que percibimos entre quienes no son miembros de la Iglesia, nos obligan a adoptar una estrategia que puede encontrar en este documento una clara inspiración. Y, como la obra se refiere a muchos asuntos, he optado por centrarme, precisamente, en lo que atañe a la forma de concebir la relación entre los cristianos y el resto de los miembros de la sociedad.
 

  1. El texto “A Diogneto”: una aproximación mínima

La obra que estamos considerando constaba originalmente de diez capítulos muy breves a los que se añadieron otros dos finales. En ellos se abordan, de modo sistemático, las cuidadosas preguntas de un pagano que se muestra extrañado por el comportamiento cultual, la doctrina religiosa y las costumbres morales de los cristianos. El autor va respondiendo a la curiosidad de su interlocutor abordando, sucesivamente, las siguientes cuestiones:
 

  • Las inquietudes de partida del destinatario a quien alaba por su interés
  • La crítica general a la idolatría presente en las religiones
  • La refutación del judaísmo y el reconocimiento de sus aciertos
  • La afirmación de la inoperancia de las prácticas y observancias judías
  • Las curiosas paradojas que comporta la existencia cristiana
  • La consideración de los cristianos como alma del mundo
  • La descripción del origen divino y revelado del cristianismo
  • La manifestación de Dios en la encarnación como culmen de la historia
  • El significado profundo de la salvación cristiana
  • La centralidad del amor en la nueva religión
  • Una conclusión que pretende abrir al destinatario a la fe en Jesús

 
En definitiva, pese a su escasa extensión, nos encontramos con una reflexión que aborda los aspectos nucleares de la fe cristiana, expuestos de un modo al mismo tiempo profundo y ameno, debido al uso de abundantes recursos literarios como el diálogo, las preguntas o las imágenes metafóricas. Ante la imposibilidad de tomar en consideración toda la obra, reproduzco, a continuación, uno de los fragmentos más conocidos y sugerentes en el que aparecen, con toda claridad, tanto las convicciones básicas de su autor, como ese estilo dialéctico que, en mi modesta opinión, también nosotros deberíamos adoptar:
 
“Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. En efecto, en lugar alguno establecen ciudades exclusivas suyas, ni usan lengua alguna extraña, ni viven un género de vida singular. La doctrina que les es propia no ha sido hallada gracias a la inteligencia y especulación de hombres curiosos, ni hacen profesión, como algunos hacen, de seguir una determinada opinión humana, sino que, habitando en las ciudades griegas o bárbaras, según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los usos de cada región en lo que se refiere al vestido y a la comida y a las demás cosas de la vida, se muestran viviendo un tenor de vida admirable y, por confesión de todos, extraordinario. Habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña.

Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía es la del cielo. Se someten a las leyes establecidas, pero con su propia vida superan las leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los desconoce, y con todo se los condena. Son llevados a la muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos. Les falta todo, pero les sobra todo. Son deshonrados, pero se glorían en la misma deshonra. Son calumniados, y en ello son justificados. «Se los insulta, y ellos bendicen» (1 Cor 4, 22). Se los injuria, y ellos dan honor. Hacen el bien, y son castigados como malvados. Ante la pena de muerte, se alegran como si se les diera la vida. Los judíos les declaran guerra como a extranjeros y los griegos les persiguen, pero los mismos que les odian no pueden decir los motivos de su odio.

Para decirlo con brevedad, lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está esparcida por todos los miembros del cuerpo, y los cristianos lo están por todas las ciudades del mundo. El alma habita ciertamente en el cuerpo, pero no es del cuerpo, y los cristianos habitan también en el mundo, pero no son del mundo” .
 
Inculturar el evangelio
Resulta evidente que algunos aspectos de la argumentación pueden parecernos algo ajenos, por estar empapados del clima cultural y filosófico griego (particularmente neoplatónico), pero la fuerza expresiva del texto y sus imágenes pueden ser captados y apreciados perfectamente por el lector contemporáneo. La problemática de fondo del escrito aún es la nuestra: la necesidad de inculturar el Evangelio en cada situación histórica sin perder la sustancia de su mensaje. Al fin y al cabo, siguen estando plenamente vigentes las palabras de Pablo VI: “la ruptura entre el Evangelio y la cultura es, sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo”. Por desgracia, cabría decir que esa ruptura se ha ampliado notablemente en los cuarenta y cinco años transcurridos desde el Concilio Vaticano II debido, tanto a los enormes cambios culturales que ha padecido el planeta, como al retroceso que se ha producido en el impulso eclesial de renovación. Podemos encontrar similitudes y diferencias entre nuestra época y la postapostólica. Hoy, como entonces, nos sentimos minoría incomprendida o cuestionada, pero nuestros mundos son muy diversos. En el siglo II, la naciente fe cristiana –llena de vitalidad y autoconfianza- tenía que dialogar con una cultura para la que el Evangelio resultaba profundamente extraño aunque, en un clima de gran inquietud religiosa. En nuestros días, sin embargo, el cristianismo aparece como una vieja religión -más que conocida- que opera en un clima de indiferencia hacia las tradiciones espirituales clásicas y de predominio de la cultural del bienestar, para la que el Evangelio de Jesús no deja de resultar, eso sí, completamente excéntrico.
 

  1. ¿Qué significa para los cristianos estar en un mundo laico? Nuestro contexto

Con frecuencia, señalamos que nos encontramos en un mundo laico para subrayar que el contexto en el que hoy tenemos que vivir nuestra fe es profundamente diferente al que predominaba entre nosotros hace sólo unas pocas décadas y que esta extraordinaria transformación nos obliga, en palabras de Andrés Torres Queiruga, a creer de otra manera. El hecho de no haber sido capaces de afrontar este radical cambio sociocultural ha generado en los últimos tiempos una crisis de credibilidad del cristianismo sin precedentes. Y, ante la invitación a comentar la carta a Diogneto desde un mundo laico, me veo obligado a aclarar muy brevemente, que entiendo por laicidad. Afirmar la laicidad de nuestro mundo significa, en mi opinión, reconocer, valorar y aprender a situarse positivamente ante determinados aspectos de la realidad sociocultural contemporánea que expongo resumidamente.
 
En el proceso de la secularización
A lo largo de los últimos siglos se ha ido produciendo –especialmente en Europa- el proceso de lasecularización que ha consistido, básicamente, en la confluencia de dos fenómenos. En primer lugar, se ha dado el paso de un mundo indiferenciado en el que lo sagrado proporcionaba un sentido y horizonte general a la vida social, a otro en el que se han ido delimitando espacios de realidad, relativamente autónomos, y que poseen una lógica propia de funcionamiento (economía, política, ciencia, arte, religión, etc.). Por otra parte, esos ámbitos de la vida social se han ido emancipando de la tutela o el control eclesiásticos, lo que se ha traducido en una perdida de relevancia de la religión. En el extremo, la religión ha sido cuestionada como ilusión ingenua, como factor de legitimación de la injusticia o como vehículo de alienación. La última fase de este proceso –que pasa del espacio de las instituciones sociales al de la interioridad- ha consistido en la pérdida generalizada de referencias religiosas en la configuración de la conciencia personal, sea en el nivel de la moral, sea en el de la búsqueda de sentido. En adelante, no cabe esperar que la fe personal se encuentre arropada por un clima religioso general.
 
El fenómeno del pluralismo
 
Un segundo fenómeno que configura el mundo actual y nuestra forma de ser creyentes en él, es el delpluralismo de cosmovisiones, que rompe los contextos culturalmente homogéneos que habían sido la tónica dominante en la historia de la humanidad hasta los tiempos modernos. El hecho reciente de las globalización ha agudizado y agudizará aún más en el futuro próximo la heterogeneidad de las ideas y concepciones de la vida que circulan en la sociedad en todas sus dimensiones (morales, estéticas, ideológicas, religiosas, etc.). Habremos de acostumbrarnos a convivir con quienes piensan de otro modo y, lo que es más importante, a mantener o renovar nuestra identidad religiosa en diálogo permanente con quienes poseen otras convicciones. Nadie accederá a la fe por asimilación pasiva de una herencia ambiental, ni podrá mantenerse en ella sin hacer un ejercicio permanente de contraste crítico con otras posiciones. Sólo permanecerá con dinamismo la fe personal y personalizada, generalmente vivida de un modo comunitario. Más aún, es fácil suponer que este pluralismo de visiones del mundo y de la vida puede extender el tipo de relativismo o escepticismo generalizado que tanto preocupa a Benedicto XVI. De lo que cabe poca duda es que, por mil motivos, no volveremos a ver a corto y medio plazo una situación religiosa homogénea.
 
La indiferencia religiosa
Por ello no es de extrañar que el tercer rasgo que parece caracterizar el clima espiritual de nuestra época sea el de la indiferencia religiosa. Desde luego, las encuestas sociológicas de nuestro entorno europeo reflejan una permanente caída en el número de quienes se definen como creyentes o como ateos y un aumento continuo de los porcentajes de quienes se autodefinen como indiferentes o escépticos. Abundan también quienes defienden posturas eclécticas y mezclan convicciones y creencias contradictorias entre sí o procedentes de tradiciones diversas en una especie de collage personal. Más aún, entre quienes se definen creyentes, así como entre los agnósticos y ateos se multiplican aquellos que lo son de “baja intensidad”, es decir, que “creen” o “descreen” débilmente, sin aspirar a extender sus creencias o convencer a otros. En el terreno práctico, este fenómeno se traduce en que viven del mismo modo quienes manifiestan creer cosas distintas. La fe no parece conducir a un género de existencia distinto en una sociedad configurada claramente por la cultura del consumo y en la que las referencias religiosas visibles se encuentran cada vez más difuminadas o aparecen, sólo esporádicamente, para dar un toque folclórico, estético o emocional a los acontecimientos más importantes de la biografía personal (nacimientos, bodas y funerales).
 
Revitalización religiosa
No obstante, junto a los elementos estructurantes de la cultura actual anteriormente descritos, aparecen otros que parecen apuntar hacia una revitalización religiosa, si bien tienen un peso mayor en otros continentes. Me refiero, claro está, al fortalecimiento de los fundamentalismos, al crecimiento de ciertas sectas y grupos carismáticos, al auge del movimiento new age, a la creciente difusión de versiones edulcoradas de la espiritualidad oriental (meditación, yoga, zen, etc.), al éxito de publicaciones exotéricas y religiosas, al aumento de formas variadas de supersticiones, etc. El fenómeno es tan variopinto que admite muchas interpretaciones. Sin pretender agotarlas, ni mucho menos, podemos señalar que hay quienes afirman un “retorno de lo sagrado” derivado de la decepción del fracaso de las promesas de la Modernidad y del vacío existencial generado por el progreso material, que abriría nuevas posibilidades a una evangelización renovada. Otros sostienen, por el contrario, que estos hechos reflejan más bien que el consumismo también se ha apoderado del ámbito religioso que se encuentra ahora al servicio de la realización narcisista de los individuos que ahora, además de acaparar bienes y servicios, reclaman “equilibrio emocional y paz espiritual”. También hay quienes perciben que la experiencia religiosa no puede realizarse en las mediaciones tradicionales de las iglesias y que busca nuevos espacios y formas para su plasmación. Asistiríamos, pues, a una verdadera “metamorfosis de lo sagrado”.
 
Sobre el concepto de laicidad
Con todo, cuando utilizamos el concepto de laicidad, solemos referirnos, sobre todo, al modo en el que las convicciones religiosas de las personas se articulan en la esfera pública. A este respecto la laicidad, un concepto y práctica política lentamente desarrollados en Europa a lo largo de los últimos siglos, representa un modo de facilitar la convivencia entre quienes profesan distintos credos que, por referirse a lo que los individuos tienen por más sagrado o absoluto, podría conducir a la imposición, la persecución del distinto y la violencia, como la historia, por desgracia, nos ha mostrado tantas veces. La laicidad supone, propiamente, la independencia del Estado respecto a cualquier tipo de confesión religiosa (o filosófica) para garantizar la libertad de conciencia de todos los ciudadanos y la neutralidad del poder público en una materia que no puede imponerse en modo alguno. La laicidad puede entenderse de tres maneras: como rechazo del Estado a lo religioso (percibido como negativo o mal menor) y su reclusión a la esfera de la interioridad de las personas en el ámbito privado (o en los espacios particulares de las distintas confesiones: templos, locales, etc..); como neutralidad religiosa de los poderes públicos (el Estado garantiza por igual la expresión y realización de la religión en espacios públicos y privados siempre que se respete la ley y no se altere el orden público) y, por último, desde una perspectiva de aportación positiva y colaboración, el Estado reconoce la aportación de las distintas tradiciones religiosas al bien común y promueve espacios de colaboración entre ambas instancias en ciertos ámbitos (por ejemplo, la educación, la sanidad, la integración social, la promoción artística…).
En definitiva, aunque en numerosos ambientes eclesiásticos se ha visto con enorme prevención el ascenso de la laicidad que, de hecho, se pudo ir abriendo paso en conflicto con las posturas confesionales del cristianismo europeo, lo cierto es ésta es hoy una conquista adquirida en el ámbito sociopolítico que puede abrir un camino muy positivo para la presencia de los cristianos en el mundo actual. De hecho, esta realidad que el Concilio Vaticano II reconoce plenamente al hablar de la autonomía de las realidades terrenas puede distinguirse de sus formulaciones extremas que las autoridades eclesiásticas tienden a denominar laicismo, y que consistiría en una actitud de las autoridades orientada a desterrar o eliminar de la vida social cualquier manifestación de la experiencia religiosa, reduciéndola al ámbito de la privacidad.
Sin embargo, la laicidad entendida de un modo positivo –es decir, no como veto, persecución o rechazo de lo religioso, sino como reconocimiento de la separación entre la Iglesia y el Estado- ofrece grandes oportunidades a los cristianos para ejercer una forma de actuación pública más evangélica. Se acaba para la Iglesia la posibilidad de mantener el monopolio religioso sobre la sociedad y de imponer a todos su visión de las cosas, así como de disfrutar de privilegios económicos, legales o ideológicos, al tiempo que se priva a los poderes públicos de cualquier legitimación sagrada que, a veces, estos demandan y garantiza, por último, la igualdad de trato a los ciudadanos sea cual sea el credo que profesen. Con este proceso, la Iglesia gana en autonomía frente al Estado sin necesidad de renunciar a la proyección pública de la fe –algo irrenunciable para la tradición judeocristiana-, los ciudadanos ven respetado su derecho a la libertad religiosa e ideológica y el Estado actúa como árbitro independiente y garante de la convivencia en igualdad de todas las corrientes de pensamiento, siempre que respeten el marco de actuación establecido por la ley.
 
Trabajar por el Reino en medio de la sociedad
Vivir en un mundo laico en los términos descritos en este aparatado no impide, en modo alguno, a los cristianos dar testimonio de su fe o trabajar por la extensión del los valores del Reino en el medio de la sociedad (y en alianza con cualquier persona de buena voluntad), pero sí que les obliga a hacerlo de otra manera: más libre, y sin contar con el apoyo de las instituciones públicas, salvo cuando sea conveniente para ambas partes colaborar en la persecución de algún objetivo del bien común. No olvidemos que la religión puede aportar grandes valores a la sociedad que podrían ser reconocidos incluso por quienes no comparten sus creencias: la motivación para un compromiso solidario, la promoción y fundamentación de valores morales, la acción caritativa y servicial hacia los más pobres, la creación artística, la denuncia de la injustita, etc. La acción de los cristianos en este nuevo contexto ganará entonces en transparencia, independencia y autenticidad, lo que resultará muy positivo para su misma misión evangelizadora.
No obstante para que la laicidad pueda tener esta virtualidad positiva, los creyentes han de saber adaptarse a un entorno que muchos, acostumbrados a una situación institucionalmente resguardada y socialmente reconocida, pueden percibir ahora como “vida a la intemperie”. No son pocos los cristianos que se encuentran con una mezcla de perplejidad y desaliento ante la situación actual de la Iglesia y que no saben cual es la estrategia más adecuada para afrontar el desafío del anuncio del Evangelio en nuestro mundo. Y es, precisamente, la nueva condición minoritaria del cristianismo y la pérdida de su peso social la que convierte en sumamente sugerente el planteamiento de la carta a Diogneto.
 

  1. Respuestas creyentes al desafío de la laicidad: evitar los pretextos

 
4.1. La táctica del avestruz no es buena.
Para empezar me parece oportuno señalar que, como recomendaba el filósofo Spinoza, ante las situaciones que nos desconciertan: “Ni reír, ni llorar, ni detestar, sino comprender”. Por lo tanto lo primero es analizar con realismo lo que está sucediendo, para buscar después caminos de futuro. Y el desafío del cambio nos sitúa ante una disyuntiva que el teólogo evangélico alemán Jürgen Moltman formuló hace años con toda claridad. El cristianismo se encuentra entre dos peligros: puede optar por mantener la identidad en unas formas culturalmente superadas y entonces dejará de ser relevante para nuestros contemporáneos o puede intentar renovarse para mantener la relevancia en el nuevo contexto cultural y entonces correrá el riesgo de perder su identidad por su deseo de “ponerse a la moda”. Si bien es cierto que la realidad enseña la verdad del aforismo “renovarse o morir”, no es menos cierto que ciertas adaptaciones pueden traicionar la esencia del mensaje cristiano.
Por su parte el famoso sociólogo de la religión Peter Berger señalaba en uno de sus trabajos que al cristianismo occidental, ante el avance de las transformaciones que hemos mencionado, se le presentaban cuatro alternativas que presento en una interpretación libre:
 

  • La primera consistía en adoptar una actitud de reconquista y defender a capa y espada el regreso algunos aspectos de la cristiandad y la posición de preeminencia que en ella mantenían las Iglesias. Las batallas numantinas que algunas conferencias episcopales mantienen con los gobiernos en materia de financiación del clero, enseñanza religiosa, tratamiento fiscal de las obras eclesiales o legislación sobre cuestiones morales, recuerda este planteamiento que, sin embargo, parece abocado al fracaso: ni las sociedades democráticas modernas desean la tutela de la Iglesia, ni, por otra parte, parecen muy evangélicas las estrategias de la confrontación, el privilegio y la imposición. Hoy la regulación legítima de la vida pública pasa por acatar los procedimientos democráticos.
  • La segunda estrategia eclesial posible consiste en separarse de la dinámica social y asumir la reclusión en ungueto. A este respecto, la sectarización de un grupo religioso no depende sobre todo del reducido número de sus miembros, sino de la tendencia a eliminar los lazos sociales y culturales con le conjunto de la sociedad creando un mundo propio. Un colectivo numeroso puede refugiarse en una subcultura autista y ser sectario y otro de número reducido ser permeable hacia el entorno del que forma parte y dialogante con sus distintos componentes. Tampoco me parece con futuro la estrategia de invernadero tan frecuentemente adoptada por autoridades eclesiales que se rodean de grupos manifiestamente conservadores que sólo ven en el mundo degradación y retroceso. La actitud de Jesús no consistió en separarse de su pueblo para crear un “grupo de los puros” sino en mezclarse con todos para difundir su mensaje y realizar acciones liberadoras generadoras de encuentro.
  • Una tercera postura que cabe adoptar ante el cambio cultural consiste en adulterar o rebajar el Evangelio para acomodarlo a los nuevos tiempos, eliminando aquellos elementos que chocan con la mentalidad vigente y manteniendo exclusivamente aquello que hoy pueda ser “políticamente correcto” (la tolerancia, la igualdad, el cuidado de la naturaleza, el deseo de paz, etc.). Y, aunque nadie lo plantee con esta crudeza, habría que reconocer que muchos cristianos han renunciado a defender el estilo de vida profundamente contracultural plasmado en las Bienaventuranzas. Como ha señalado con razón Johan Baptist Metz, la religión burguesa es una traición al Evangelio de Jesús.
  • Cabe, por último, asumir una estrategia mucho más evangélica en los tiempos que corren y que es, precisamente, la que Jesús propone en numerosos relatos evangélicos. Se trata de la dinámica de la semillaque como veremos en el epígrafe siguiente resulta sumamente sugerente desde el punto de vista pastoral. Lo que ocurre es que, para asumir este planteamiento, la Iglesia necesita cambiar profundamente su modo de concebir la relación con el conjunto de la sociedad y sus miembros, articulados comunitariamente, pasar de ser meramente bautizados a creyentes convertidos y seguidores de Jesús.

 
Resto o residuo
Porque de lo que se trata para la Iglesia europea hoy es saber si quiere optar por ser “resto” o si se resigna a ser “residuo”. Dando por supuesto que se producirá inevitablemente una notable reducción en el número de sus miembros, en la primera alternativa (con fuerte sabor bíblico) se mantendría el Evangelio, experimentado apasionadamente a nivel personal y radicalmente modificado a nivel institucional, como una referencia alternativa para la comprensión de la vida humana frente a la hegemonía de la cultura de la satisfacción o el avance del escepticismo mientras que, en el segundo caso, asistiríamos a la progresiva y lánguida pérdida de significación de la fe cristiana, por incapacidad de la institución eclesial para asumir con valentía el cambio de contexto. Más allá de los números, los cristianos tenemos que preguntarnos si tenemos algo positivo e insustituible que aportar al mundo en el que vivimos y si vamos a tener el coraje de realizarlo y ofrecerlo a todos nuestros contemporáneos, aunque sea acogido sólo por una minoría.
“A Diogneto” plantea una toma de postura ante estas disyuntivas: articula un discurso adaptado al pensamiento helenista que mantiene clara la identidad cristiana; rechaza las estrategias confesional, sectaria y acomodaticia, subrayando, al mismo tiempo, el carácter sorprendente y radical de la vida cristiana y la necesidad de respetar los usos y costumbres de la “polis”; asume sin complejos la condición de minoría social de los cristianos sin renunciar a proclamar con alegría el valor de la fe en Jesucristo y aspirando a que el género de vida nacida del Evangelio genere interrogantes en los demás miembros de la sociedad e, incluso, el deseo de incorporarse al movimiento de Jesús.
 
4.2. Un acercamiento evangélico a esta problemática
Las imágenes que utiliza Jesús de Nazaret para referirse tanto a la presencia del Reino de Dios como al significado de los cristianos en el mundo –semilla, luz, sal y levadura– aportan, desde mi punto de vista, numerosas pistas para aprender a ser cristianos en un mundo laico que sintonizan, al mismo tiempo, con las intuiciones del autor de la carta a Diogneto. Curiosamente, sin forzar la interpretación, existen una serie de características comunes a estas imágenes que pueden iluminar nuestra reflexión.
 
Pequeñez
La primera característica de todas estas imágenes es la de la pequeñez, la humildad, la modestia, casi la insignificancia… Se trata justo de lo contrario a lo que imaginaríamos respecto a la actuación de Dios en el mundo o a la importancia que debe tener su Iglesia en la sociedad. Estas realidades nos recuerdan que la presencia de Dios se encuentra muchas veces en lo pobre, en lo desapercibido como nos recuerda la comunidad onubense de Pueblo de Dios. Y esa pequeñez, valorada muy positivamente por Jesús, puede abrirnos los ojos a los cristianos actuales mucho más preocupados normalmente por “cuantos somos” que por “cuánto somos” (cristianos).
Necesidad de mezclarse
La segunda característica común a la sal, la luz, la semilla y la levadura es que necesitan mezclarse con otros elementos para poder cumplir con su finalidad. Si no se da esta mezcla, no hay fecundidad posible. La sal tiene sentido con el alimento, la luz sin objetos que iluminar permanece oscura como ocurre en el espacio, la semilla necesita introducirse en la tierra para generar una nueva planta y la levadura sin la masa de harina no puede producir el pan. La enseñanza es clara: los cristianos tienen que juntarse con todos –superando toda tentación elitista o sectaria- si quieren aportar sabor y color a la vida común; si quieren ofrecer desarrollo y alimento para una sociedad mejor.
 
No implica pérdida de su naturaleza
Una tercera característica de estas realidades es que su pequeñez no implica pérdida su naturaleza, energía y fuerza expansiva. En este sentido, pequeño no quiere decir débil o mediocre. Al contrario, la fuerza difusora o dinamizadora de estos elementos es muy grande. Basta un poco de sal para aliñar mucha comida y poca levadura para levantar una buena porción de masa. Son realmente duras las palabras de Jesús sobre la sal que se vuelve sosa o la luz que se esconde debajo del celemín (Mt 5, 13-16), por no hablar de la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30). Se nos anima, pues, a mantener toda la virulencia y energía del Evangelio en activo para que produzca su fruto, sin excusas victimistas (“no podemos”, “somos pocos”, “no nos entienden”…), sin ceder a la tentación del acomodamiento o la cobardía, sin pesimismos y quejas estériles.
 
No debe aspirar a acaparar
La cuarta característica que me gustaría destacar inspirándome en estas imágenes es el hecho de que el “factor evangélico” no debe aspirar a acaparar, dominar o monopolizar la realidad, sino a mejorarla discretamente, respetando y acogiendo la riqueza de todo lo creado. Si todo fuera sal en un guiso, sería de todo punto indigesto; si todo fuera luz, no veríamos nada, porque se produciría nuestro total deslumbramiento; la acumulación de levadura no da como resultado ningún producto comestible; las semillas, sin suelo, no pueden desarrollarse. Por eso, la íntima convicción que tenemos los creyentes respecto a la capacidad humanizadora del Evangelio no nos obliga a despreciar o minusvalorar cualquier de realidad sobre la que éste pueda actuar. ¡Cuánto necesitamos aun superar la tentación del exclusivismo!
 
Abundancia, belleza y sabor de la vida transformada
Una quinta característica que se deduce de las dinámicas naturales de la luz, la sal la levadura y la semilla es que, el resultado o la finalidad del proceso de su intervención en la realidad, consiste en la abundancia, belleza y sabor de la vida transformada, no el fortalecimiento institucional. También en este ámbito querer salvar la identidad puede significar perderla. Si la sal se reserva y no se mezcla para no desaparecer a nuestra vista, la comida no tendrá el sabor adecuado. Una proporción adecuada de sal realza el sabor de los alimentos sin enmascararlos; su ausencia o su exceso no. Y lo mismo podemos decir de la luz, la levadura y la semilla. Su objeto es producir para otros, volcarse hacia fuera. En cierta manera, morir para renacer.
 
La pregunta por la experiencia de la fe
La sexta característica común a estas imágenes es que no remiten a voluntarismos o a propósitos moralizantes sino a la pregunta por si la experiencia de fe es o no auténtica. Las narraciones evangélicas son concluyentes. No indican “debéis ser” la luz, la sal o la semilla sino “sois”. La cosa está clara: si la sal no sala es que no es sal, si la luz no ilumina es que no es luz, si la semilla no germina es que no lo era O lo que es lo mismo, la acción evangelizador no es resultado de un esfuerzo o un deber sino manifestación espontánea y natural de una experiencia arrebatadora ¡Hay de mi si no evangelizara! Decía San Pablo. Yo no me tengo que proponer abrazar a los que quiero o comunicar una alegría si la experimento; brota, surge inevitablemente. Por lo que la vida cristiana remite más a la propia conversión a Jesús que a la obligación ética.
 
Imágenes radicalmente teológicas
Por último y en séptimo lugar habría que destacar la característica radicalmente teológica de estos elementos. Es Dios mismo el que actúa en el mundo, a veces contando con nuestra colaboración y disponibilidad y, otras, a pesar nuestro o sin que nos demos cuenta. Por eso el agricultor puede descuidarse ya que Dios hace crecer la espiga por la noche cuando descansa (Mc 4, 26-34); por eso Él hace llover sobre justos e injusto esperando que todos se salven (Mt 5, 45); por eso siembra en todo tipo de tierras sin desconfiar por adelantado respecto al posible resultado de la actividad (Mt 13, 1-23); ilumina a los que estaban en tinieblas y sombras de muerte aunque algunos “prefirieran las tinieblas a la luz” (Jn 3, 16-21). Y nos recuerda que “no estemos preocupados, cansado y agobiados” porque “cada día tiene sus fatigas” (Mt 11, 28-30).
 
4.3. ¿Cómo asumir hoy las propuestas de la carta a Diogneto?

“Tenor de vida superior”
Mi profesor, maestro y amigo Juan Martín Velasco señalaba en una de sus clases que el problema actual del cristianismo no consistía en que escandalizáramos con nuestro comportamiento, sino en que “escandalizábamos con lo que no tendríamos que escandalizar y con lo que tendríamos que escandalizar no escandalizábamos”. Tiene toda la razón. Yo suelo formular la misma cuestión en otros términos: el desafío actual que tenemos planteado los cristianos consiste en no ser anacrónicos sino alternativos. Porque, como aparece en la Carta a Diogneto, los seguidores de Jesús tendríamos que asumir con toda naturalidad todos los elementos de la cultura a la que pertenecemos excepto aquellos que entraran en contradicción con el Evangelio de una forma patente. Y, llegados a este punto, recordando a Pedro cuando en los Hechos de los Apóstoles afirmaba que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (He 5, 29), practicar la correspondiente “objeción de conciencia”, cargar con la cruz y afrontar las consecuencias. Al mismo tiempo, tendríamos que asumir como dice el texto un “tenor de vida superior” consistente no en adoptar algún modo de elitismo espiritual, sino un profundo compromiso con la humanización del mundo alimentado en al amor de Dios. Porque con lo que realmente la Iglesia tendría que escandalizar a la sociedad del bienestar es con su capacidad de perdón y de acogida, con su trabajo por la justicia, con su austeridad y modo de compartir, con su confianza en Dios y su espíritu de fiesta. Y no son precisamente estas actitudes las que escandalizan de la Iglesia a nuestros conciudadanos.
Lo que no puede aceptarse en modo alguno es que para ser cristiano haya que ser machista en materia de género, medieval en la forma de organizar la comunidad, precientífico en el pensamiento, barroco en la estética y neoplatónico o estoico en materia sexual. La absolutización o sacralización de las mediaciones cultuales, doctrinales, morales e institucionales que la Iglesia adoptó en el pasado y la incapacidad de reformarlas para ponerlas en sintonía con los nuevos tiempos está alejando a la comunidad eclesial del común de los mortales. Como indica el texto que estamos comentando, es la adopción de un estilo de vida marcado por el amor mutuo y la fe en Dios lo que “distingue” a la existencia cristiana, no la adopción de otros “usos y costumbres” que alejan innecesariamente a los creyentes de la sociedad de la que forman parte.
 
La fe es un regalo
Me interesa subrayar aún otros aspectos de la carta. La fe cristiana nos viene de regalo y no como un invento humano –por eso es espiritual- pero nos introduce en la vida ordinaria que se convierte, así, en el lugar privilegiado del encuentro con Dios, que no acontece sobre todo en las practicas piadosas o alejándonos de lo profano, sino viviéndolo a fondo como lugar de presencia del Misterio que lo habita y donde se revela. La imagen del alma y el cuerpo sugiere también la misión fundamental de los cristianos: animar, impulsar, hacer presente el espíritu de Dios, dar vida y esperanza. Y, de paso, el ejemplo nos muestra como para formular la experiencia cristiana resulta necesario emplear el vehículo cultural propio del momento y el lugar donde se realiza el anuncio: en este caso el pensamiento griego. Una tarea que, pese a sus riesgos, tenemos que hacer nosotros en la actualidad inevitablemente y que se encuentra obstaculizada por el miedo al cambio en la Iglesia.
Llama la atención, por otra parte, cómo la existencia cristiana se concibe de un modo dialéctico: “Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía es la del cielo…”. Esta dialéctica, intrínseca a la existencia cristiana, recuerda al pensamiento de Pablo que lo mismo afirma “no os amoldéis al mundo este y mantened otra mentalidad” (Rom 12, 1-2) -lo que parece subrayar la ruptura- que recomienda “probadlo todo y quedaos con lo bueno” (1 Tes 5, 19-21) o “yo me hago todo a todos para salvar a algunos” (1 Cor 9, 22) -lo que subraya la solidaridad de los cristianos con toda la familia humana-. Así, junto al imprescindible elemento de solidaridad con el mundo, los cristianos tenemos también que afirmar que sus realizaciones siempre tendrán que estar confrontadas con ese “más y mejor” al que estamos invitados y que sólo Dios en último término puede se capaz de proporcionarnos. Es la dialéctica del “ya, pero todavía no” que atraviesa toda la predicación de Jesús sobre el Reino de Dios.
 
Profunda experiencia de fe personal y apoyo comunitario
Por otra parte, la obra que centra nuestra atención no reclama para los cristianos ningún tipo de privilegio o ventaja social (por otra parte impensable en aquella coyuntura histórica) como las que luego las iglesias cristianas han defendido. Al contrario, muestra que, cuando la experiencia de fe es profunda y gozosa, lo seguidores de Jesús están dispuestos a dar la vida a favor de los demás y a afrontar las dificultades derivadas de anunciar la Buena Nueva (calumnias, desprecios, incomprensión o persecuciones) con una admirable entereza y un espíritu noviolento similar al de su Maestro. Lo que nos lleva a reconocer otra enseñanza obvia: la necesidad de tener una profunda experiencia de fe personal y el apoyo comunitario si queremos que la vida cristiana tenga el adecuado vigor en contextos minoritarios.

  1. Conclusión

Con gran acierto, y en plena sintonía con el espíritu que hemos descubierto en la Carta a Diogneto, el papa Pablo VI señalaba poco después del concilio Vaticano II que:
 
“La Buena Nueva debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio. Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiesten su capacidad de comprensión y de aceptación, su comunidad de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos además que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve, ni osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse a quienes contemplan su vida interrogantes irresistibles. ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros?”

Una conocida campaña para la integración social promovida por la administración hace unos años señalaba: “Somos Iguales-Somos Diferentes” Lo mismo cabe decir de los cristianos. La cuestión es: ¿en qué? Y siguiendo las enseñanzas de “A Diogneto” podemos afirmar: somos y debemos ser iguales a todos en la condición humana, en las necesidades básicas, en dignidad personal, en la participación en las costumbres y prácticas de nuestros pueblos que no atentan contra las personas, en el amor que Dios nos tiene. Pero, al mismo tiempo, habría que afirmar con convicción que somos o deberíamos ser diferentes en el hecho de asumir todos aquellos valores y actitudes que, presentes en el Evangelio de Jesús, se encuentran olvidados, cuestionados o perseguidos en cualquier sociedad y en oponernos a aquellos otros que contribuyen a perpetuar la injusticia y el sufrimiento que afecta a tantos miembros de la familia humana. A la postre, ello supone tomarnos en serio las palabras que el cuarto evangelista pone en boca de Jesús: “No te pido que los saques del mundo sino que los preserves del mal” ( Jn 17, 15).
 

Pedro José Gómez Serrano

 
 
 
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Escuché esta acertada observación un vez a mi amigo José Ramón Urbieta.
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