como ciudadanos y cristianos responsables

1 septiembre 2008

José Luis Moral, profesor de Teología Pastoral en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Una cuestión fundamental aborda este artículo: qué cristianismo, qué Iglesia, qué comunidades y qué generaciones nuevas de cristianos queremos, que, en otras palabras, significa: cómo orientar la praxis cristiana con los jóvenes o, mejor, cuál debe ser el objetivo y el camino de la pastoral juvenil en la actual situación socio-cultural. El autor defiende que no es posible imaginar una verdadera pastoral que no se funda con la vivencia de una ciudadanía activa, empeñada en la construcción de una sociedad más humana. Por ello, la pastoral juvenil debe unir profundamente la formación de ciudadanos y cristianos responsables, es decir, unir los procesos de educación a la fe con la inserción responsable en la sociedad.
 
H.-G. Gadamer repetía, con razón, que vivir es «reconstruir construcciones». Somos así: interpretamos y reinterpretamos, siempre a la busca de comprender y comprendernos. De todos modos, el asunto parece ahora más complicado que nunca. Las profundas transformaciones acaecidas en los últimos siglos dificultan a la humanidad –en general– y al cristianismo –en particular– los procesos para entender el sentido de lo que pasa y nos pasa. En esta perspectiva, los cambios que se suceden desde la Ilustración hasta nuestros días han propiciado un pluralismo de cosmovisiones y culturas con las que no enlazan fácilmente la religión y las Iglesias.
Sobran disquisiciones para reconocer, en concreto, que la religión católica no se encuentra a gusto en la situación socio-cultural que vivimos. De resultas, la cuestión fundamental acerca de «qué cristianismo, qué Iglesia, qué comunidades y qué generaciones nuevas de cristianos queremos», no termina de encararse con decisión. Peor aún: el interrogante, a veces, queda reducido a una mera reorganización defensiva de la identidad frente a los –reales o imaginarios– ataques de los muchos enemigos (reales o imaginarios, otra vez) de la religión.
Ciertamente, formar ciudadanos y cristianos responsables constituye el objetivo fundamental de la acción pastoral de la Iglesia. Sin embargo, la realidad socio-cultural y eclesial no permite una fácil definición del mismo.
 

  1. Asumir creativamente el pluralismo

 
Interpretar y comprender no se resuelven simplemente mirando la realidad que tenemos delante. El presente se configura come una «situación hermenéutica» en tanto que nos encontramos: 1/ Con un contexto interpretado o cuya comprensión depende de una «historia de efectos» o determinaciones que provienen del pasado; 2/ Y con un contexto a reinterpretar, pues debe ser entendido en función de los intereses de futuro que persigamos. Por tal motivo, “quien no tiene horizontes es un hombre que no ve suficiente y que en consecuencia supervalora lo que le cae más cerca. La tarea de la comprensión histórica incluye la exigencia de ganar en cada caso el horizonte histórico, y representarse así lo que uno quiere comprender en sus verdaderas medidas. El que omita este desplazarse al horizonte histórico desde el que habla la tradición estará abocado a malentendidos respecto al significado de los contenidos de aquélla”.
 
1.1. ¿«Contexto interpretado» o castillos en el aire?
 
Es el nuestro, indudablemente, un «tiempo de crisis» y de «cambio epocal», pero la revolución viene de lejos. De resultas, nos topamos con un nuevo modelo explicativo general: la modernidad da pie a un proceso cuyas anclas están fijadas en la autonomización de la realidad, la radical historicidad de lo humano y una racionalidad antropocéntrica que se despliega libre y creativamente (¡con tantas derrotas y problemas; pero, también, con no menos soluciones y conquistas!). En suma, la evolución histórica de la humanidad y las profundas modificaciones implantadas tanto por las ciencias empíricas como por las modernas ciencias del hombre, introducen no sólo un universo simbólico radicalmente distinto del que sirvió para formular la fe y justificar la experiencia cristiana, sino que ponen en marcha un inédito paradigma o prototipo interpretativo para comprender la vida humana, esto es, nos hallamos frente a una completa transformación de los modos de sentir, pensar, valorar y obrar.
El cambio epocal puede representarse gráficamente con la imagen delsalto desde una visión estática (premoderna) a otra dinámica (moderna) de la realidad. Ofrecía la primera una concepción «esencial y abstracta» donde todo estaba fijado previamente, por lo que cualquier novedad sólo podía despertar sospechas. Por el contrario, la modernidad nos introdujo en una visión dinámica:la perfección ya no reside en los inicios sino al final del camino evolutivo y para descubrirla no se ha de mirar tanto hacia atrás cuanto orientar los ojos hacia adelante, proyectarse en el futuro.
Conforme indicaba un poco más arriba, el descubrimiento de la autonomía y de la historicidad, la afirmación de la libertad y la secularización de las relaciones humanas, etc., propician ese dinamismo que conlleva el acoso y derribo del sistema fijo anterior. Son de sobra conocidos, al respecto, los argumentos concluyentes que fueron mostrando cómo las costumbres, las instituciones, la religión o la política habían acumulado un gran número de aberraciones, supersticiones y falsos mitos que ensanchaban ciegamente su poder de sometimiento y, sin duda, requerían una buena poda cuando no una tala de raíz. Fatalmente, a algunos se les fue la mano en semejante operación. Los excesos, sin embargo, no invalidan la tarea global de la modernidad propuesta por la razón y libertad humanas que, antes bien, constituye un activo determinante e irreversible, por más que precise de numerosos ajustes para que su configuración sea auténticamente humana.
Simplificando –hasta con una cierta desmesura, en aras de la brevedad–, al final, la mejor carta de identidad de la situación presente es el pluralismo; algo tan obvio que no vale la pena documentar.
Identificar el actual contexto social y cultural con el pluralismo significa, antes de nada, reconocerlo como soporte o realidad de hecho en la que conviven y hasta rivalizan entre sí, con naturalidad, distintas visiones del mundo. Más aún: el pluralismo no es fruto de los caprichos de la modernidad, sino resultado de la convergencia y divergencia de numerosos factores particulares, a través de los cuales termina desvelándose como exigencia enraizada en la naturaleza pluralista de la realidad.
Lo cierto es que la fe y la religión cristianas no se encuentran a gusto en este paisaje pluralista. Lo evidencian las relaciones poco fluidas del catolicismo con el pensamiento y cultura contemporáneos, las permanentes discusiones y conflictos entre el poder político y las autoridades religiosas y, lo que aún es peor, la indiferencia de las jóvenes generaciones ante la Iglesia. En tal sentido, el propósito del último Concilio de ofrecer un rostro vivo y actual de la experiencia cristiana sigue lejos, mientras apremia la urgencia de repensarla y reconstruirla con categorías y prácticas que recreen la vida y revitalicen la esperanza de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Ante situaciones con semejante cariz, S. Freud nos enseñó que uno de los dinamismos más activos de nuestra vida (psíquica) consiste en fantasear y construir «sueños diurnos» o, mejor, «castillos en el aire»; de ese modo, la imaginación compensa las frustraciones provocadas por la realidad cotidiana. Tras constatar la miseria del presente, esas «ensoñaciones ordinarias» nos sumergen en el pasado para disponer de sus materiales a gusto del consumidor; después, basta maniobrar hábilmente con ellos para inventar la realidad y esbozar un (ilusorio) futuro gratificante. Además de constituir un reconocido mecanismo individual de defensa, tiene asimismo otra función, o sea, aquélla de aportar a las instituciones respuestas del pasado a problemas de ahora para los que no encuentran inmediatamente vías de salida.
Bajo este aspecto, por ejemplo, cuando resulta difícil integrar la autonomía, la historicidad, la democracia o la libertad en la experiencia cristiana, nos seduce la tentación de apartar tales temas para ocuparnos del «contenido esencial» del cristianismo o concentrarnos en las cuestiones referidas a su identidad o a la confesionalidad y presencia pública de la Iglesia; de esta manera, terminamos construyendo explicaciones defensivas o en términos de «pérdida» (…de poder social, de influencia, etc.) hasta plantear las consiguientes «estrategias de reagrupamiento» o propuestas pastorales de «neo-mantenimiento y reafirmación catequística».
Castillos en el aire acaban siendo, a veces, ciertas proclamas que, más que interpretar para orientar, esconden el miedo y hasta el rechazo de una de las conclusiones más desconcertantes, aunque incontestable, del pensamiento y cultura modernos: asumida la autonomía e historicidad y conscientes de que el mundo entero de la experiencia se configura en el lenguaje, se ha de reconocer el radical carácter humano del conocimiento, es decir, no contamos con un punto de partida absoluto que nos suministre la base inconmovible para edificar los sistemas de interpretaciones, fines y valores. Por ese lado, no hay relativismo que valga para ocultar o disimular las consecuencias: todo conocimiento es interpretación, sin que exista fundamentación infalible para ninguno de ambos; su consistencia depende, por un lado, de la confrontación con la experiencia y, por otro, de los procesos argumentales y acuerdos intersubjetivos con los que alcanzamos (humanamente) las verdades (históricas) accesibles en cada momento. No es relativismo, como tampoco estamos en grado de proponer «absolutos»: es relación múltiple, que asigna relatividad a los hechos, y es obligación de seguir la vía de los acuerdos, en tanto que camino humano de acercamiento a la verdad.
Existen también quienes diseñan castillos a partir del chivo expiatorio de la «secularización descarrilada» que, a su entender, constituye la causa de la mayoría de los males de nuestra sociedad.
 
1.2. Contexto a reinterpretar: nueva colocación del cristianismo
 
En fin –y por cerrar esta «cuestión de nunca acabar»–, frente a los que juzgan el pluralismo leyendo la secularización como «domesticación de la autoridad eclesiástica» o, por el contrario, como desacreditación de la religión y «apropiación ilegal» de su capital, J. Habermas –en diálogo con quien pocos meses después sería Benedicto XVI– ha sugerido “entender la secularización cultural y social como un doble proceso de aprendizaje, que fuerza tanto a las tradiciones de la Ilustración como a las enseñanzas religiosas a una reflexión sobre sus respectivos límites”. Nos encontraríamos así con una «secularización creadora», que confirma el sentido irreversible del proceso y no aniquila ni la identidad ni el valor de la religión.
Semejante perspectiva, mirando a cuanto más directamente nos interesa, por un lado, incluye el reconocimiento de una vía a-religiosa de humanización y de espiritualidad laica, situadas –¡claro está!– más allá de cualquier naturalismo o materialismo chatos. Por otra parte, la evolución del pensamiento moderno no sólo ha hecho posible una explicación puramente mundana de la realidad, sin recurrir a Dios, sino que se ha difundido notablemente un naturalismo práctico-existencial, esto es, un modo de vivir la existencia cotidiana valorando la realidad por sí misma, si referencia religiosa alguna y con una conciencia subjetiva de coherencia y autenticidad. En definitiva, junto a la autenticidad religiosa, hemos de admitir ahora una «autenticidad humana a-religiosa».
Estos y otros muchos datos reclaman una nueva justificación y colocación del cristianismo en las sociedades democráticas.
 

  1. Fe cristiana y democracia laica

 
El tema de la colocación y justificación de la presencia pública de la religión católica en el contexto democrático español constituye un problema o, mejor dicho, un obstáculo que ciertamente está condicionando muy negativamente la transmisión de la fe a las nuevas generaciones, hasta situarla en una especia de callejón sin salida al que sólo unos pocos tienen acceso.
La democracia representa el paso definitivo de un orden social sacralizado desde una única cosmovisión y normatividad a la inevitable desacralización de la vida social, con el consiguiente surgimiento y protección jurídica de diversas cosmovisiones, ideologías y sistemas de valores. Por más que la peculiaridad del cristianismo de los orígenes contenga una nítida crítica y desacralización del poder y del Estado, en la historia política de Occidente el absolutismo católico se impuso a su raíz democrática. Y, por desgracia, algunos quieren retornar por sus fueros.
 
2.1. Más allá de un «cristianismo neoconservador»
 
La recolocación y justificación del cristianismo en las sociedades occidentales se está realizando con dos formas bien diversas: 1/ Asistimos, por un lado, al rebrote de un cristianismo neointegrista y neoconservador que impulsa una línea fundamentalista respecto a la moral y la política, en cuanto pretende que el Estado legisle con la «moral objetiva de la ley natural» tal como viene definida por la jerarquía eclesial; 2/ Existe, por otra parte, un «cristianismo laico y democrático» que se presenta como religión ético-profética, desplegándose en «la esfera pública de la sociedad civil» con iniciativas ciudadanas de transformación social, críticas con los marcos y acciones de la sociedad capitalista liberal.
Siguiendo en la línea de síntesis clasificatorias que estoy empleando, necesariamente simplificadora, encontramos tres posiciones en el modo de entender las relaciones entre el orden religioso, el moral y el político-jurídico: 1/ Una decisiva separación total entre los tres; 2/ La afirmación de la supremacía del orden moral a la hora de determinar y regular el cuadro político-jurídico; 3/ El reconocimiento de la identidad específica y la diferenciación de cada uno de los tres órdenes. En el segundo grupo se posicionan tanto la izquierda ético-política radical como el fundamentalismo o neointegrismo religiosos. En fin, la tercera posición no sólo defiende la distinción de roles y finalidades, sino que también propugna una articulación dialéctica entre todos ellos.
Resulta obligatorio, ni que decir tiene, caminar hacia un cristianismo laico y democrático que asuma su papel público reconociendo la separación, interdependencia y colaboración de los tres órdenes, respetando la lógica argumentativa de la democracia laica que sustituye a cualquier convicción dogmática y exige traducir las creencias a tal lógica y lenguaje argumentales.
 
2.2. Hacia un «cristianismo democrático»
 
Así que ni pretensiones exclusivistas o fundamentalistas de la religión ni, por supuesto, «laicismo ideológico» o concepción secularista del Estado. “El reconocimiento recíproco significa que los ciudadanos creyentes y no creyentes estén dispuestos a escucharse y aprender los unos de los otros en debates públicos”; lo cual –recogiendo la propuesta concreta de Habermas– comporta lo siguiente:
 
¡ En la parte laica: 1/ El Estado no debe trasformar la lógica separación entre religión y política en un peso mental y psicológico que se impone a los creyentes; 2/ El respeto que deben los ciudadanos laicos (sin religión) a sus conciudadanos religiosos tiene una dimensión epistémica, cuya base se apoya en la convicción de que las grandes religiones mundiales albergan, cuanto menos, instituciones razonables y exigencias legítimas.
¡ En la parte religiosa: 1/ La admisión trasparente de la laicidad democrática, con la cual se gobiernan las sociedades occidentales; 2/ La conciliación de la fe con la base cognoscitiva socialmente institucionalizada, así como la recepción del primado del Estado secular y de la moral social universal.
En el aludido «diálogo Ratzinger-Habermas», el primero reconocía –en referencia al tema que nos ocupa– que “han saltado por los aires las certezas éticas básicas hasta ahora” y ambos convergían en la necesidad de una nueva fundamentación racional del derecho y de la moral. Aún mostrándose conforme con las raíces religiosas del derecho racional, el segundo reitera que el Estado se legitima de manera autónoma y suficiente con procedimientos jurídicos generados democráticamente. Necesitamos un Estado laico, concluye Habermas, para asegurar jurídicamente la pluralidad democrática. Ahora bien, enfatiza asimismo la dimensión pública de la religión y sus aportaciones, de ahí que el Estado deba acoger “las concepciones políticas… que se formulan en lenguaje religioso y desde perspectivas cosmovisionales, pues también pueden abrir los ojos de otros ciudadanos a aspectos hasta entonces descuidados, de tal modo que mantengan su influencia sobre la formación de la opinión”. En cualquier caso, no habrá que olvidar la traducción de las convicciones religiosas a un lenguaje secular.
 

  1. «Proyecto secular» y «proyecto religioso»

 
Dicho lo dicho, entonces y excusándome de nuevo por la esquematización, existirían en nuestra sociedad dos sensibilidades o, mejor dicho, dos experiencias y explicaciones básicas a las que solemos aferrarnos para vivir: 1/ La visión global o «cosmovisión secular» que, asentada sobre la confianza en la razón y racionalidad de lo real, se adscribe a los procesos históricos de humanización con grados de implicación muy diversificados; 2/ La «cosmovisión religiosa» que, cual instancia final, envía a la «fe en Dios» como garante de la confianza radical necesaria para afrontar la vida. Frecuentemente, algunos humanistas del apartado 1/ tildan de fideístas, cuando no de pre-modernos, a los creyentes del 2/; y estos últimos de reductores y relativistas a los segundos.
Ambas posiciones tienen sus propios problemas, pero también múltiples elementos positivos. Me fijo a continuación en estos últimos, intentando subrayar los rasgos de autenticidad tanto de la visión laica como de la religiosa; estoy suponiendo, por lo mismo, la existencia de «personas auténticas religiosas» y «personas auténticas a-religiosas», como caben también las inauténticas tanto religiosas como a-religiosas.
 
3.1. Autenticidad laica
 
Un «hombre auténtico a-religioso», antes de nada, se distancia tanto del exceso inherente a la credulidad religiosa como del reduccionismo unido alcientificismo moderno, asumiendo igualmente las cuestiones religiosas en un modo no religioso, o sea, interpretando con argumentos naturales y sólo intramundanos sea el origen de nuestro universo, que el fundamento ético de las acciones humanas y, en definitiva, afrontando con coraje la aceptación de la muerte.
Una mujer u hombre a-religiosos, pues, se empeñan a favor de una laicidad cimentada sobre un humanismo a-religioso y asimismo, inicialmente, no-metafísico. Por lo demás, semejante laicidad está en línea de continuidad con los procesos modernos que desembocan en una nueva sabiduría-saber que se traslada del cosmos natural antiguo al actual cosmos humano, del «mundo creado» al universo infinito, de la asunción de un principio trascendente a la humanización y a la secularización de las respuestas acerca del sentido de la vida, es decir, a la afirmación de una existencia moralmente buena o realizada como simple vida en armonía con la condición humana; en suma, una auténtica vida realizada que asume el horizonte de la finitud como otra forma de «vida eterna».
Un ser humano «auténtico y a-religioso», además, que no cierra la puerta a la trascendencia y al sentido de lo sagrado, no obstante esté convencido de que la realización o el fracaso de la vida ya no se miden en términos de trascendencia o de «lo sagrado» externo a nosotros. Hoy en día la trascendencia,en efecto, envía no tanto al fundamento de un ser supremo cuanto al horizonte de sentido ligado a la humanidad: las personas que forman parte de ella detentan un valor comparable al que tenían los modelos antiguos –cosmológicos o religiosos– de trascendencia. Se trata de la trascendencia en la inmanencia del propio humanismo: el nuevo modelo de trascendencia no remite a un plano superior, no está ya dominado por un «más allá radical», sino que mora en la misma humanidad y conciencia de las personas. La originalidad reside en el hecho de que los valores de la verdad, de la bondad, de la belleza, de la justicia y del amor, pese a dejar de fundarse en la divinidad, no pierden su caráctersagrado (esto es, apartado de la posibilidad de manipulación o de cualquier tipo de cálculo utilitarístico): no los inventamos nosotros, ni podemos disponer caprichosamente de ellos; así que, bajo este aspecto, lo sagrado pertenece a la misma estructura de la conciencia humana. Y si bien no podemos conocer «lo sagrado» como conocemos «lo natural» o profano, sin embargo, sí podemos reconocerlo: se refiere a lo más valioso, inviolable e «incondicionado» que hay en nosotros, esto es, a la humanidad por la que cada uno puede reconocerse en los otros. Por tal motivo los «derechos humanos» constituyen el nuevo texto sagrado común y ya no la «revelación divina».
 
3.2. Autenticidad religiosa
 
No entro a juzgar si el ser humano es constitutivamente un homo religiosus, ni tan siquiera a trazar directamente los contornos de la autenticidad religiosa cristiana. Persigo solo poner en evidencia cómo el cambio radical que la experiencia humana ha sufrido en los últimos siglos comporta la búsqueda de una nueva justificación de la presencia social de la religión, para entender así en qué dirección encontrar al «hombre auténtico religioso».
Decía E. Fromm que, en la actualidad, “la cuestión no es religión o no religión sino qué clase de religión, si es una que contribuye al desarrollo del hombre, de sus potencias específicamente humanas o una que las paraliza”. Aún más: si es verdad que todo sentido religioso presupone un sentido humano, no lo es menos que, cuando falla la correspondencia, el sentido religioso corre peligro de reducirse a un simple residuo supersticioso, a mitología barata o a pura magia. En consecuencia, cualquier religión con una palabra propia y específica tiene que ser referida al mundo y al ser humano concreto que lo habita.
Una típica concepción paralizante de la religión, entonces, es aquella de concebirla como algo exterior, como «venida de fuera» o caída del cielo (mandada por Dios) para remendar lo de la tierra, algo celestial que se superpone a lo terrenal: a la razón se le añade «lo revelado»; a la vida profana, «lo sagrado». Originamos de este modo un falso conflicto de intereses entre religión y vida humana –entre Dios y el hombre–, frecuentemente rematado con la idea de que, a veces, Dios y la religión exigen el sacrificio de la inteligencia y voluntad humanas.
Para la mujer o el hombre «auténtico-religioso», en cambio, la religión nace de los anhelos, búsquedas, angustias e ilusiones de la entraña humana y consiste en elaborar un «proyecto de existencia» que sugiera pautas de conducta ante todo ello. Justamente, eso es cuanto –de un modo u otro– han de hacer el resto de personas o grupos que no cuentan con la religión. Todos hemos de afrontar la misma realidad, por lo que “la religión es una respuesta específica, pero no porque esté interpretando una realidad particular que afectaría tan sólo al creyente; no, su especificidad radica en que interpreta de una manera determinada la realidad común a todos. Por eso su respuesta, de ser válida, lo es tanto para el creyente como para el no creyente. Exactamente igual que pasa con la respuesta contraria”.
 

  1. Ciudadanos y cristianos responsables

 
Las reflexiones precedentes, por más que dificultosas y largas, nos colocan ahora en una mejor disposición para afrontar algunas conclusiones sobre el interrogante con el que iniciaba el artículo: ¿qué cristianismo, qué Iglesia, qué comunidades y qué generaciones nuevas de cristianos queremos? Con otras palabras: ¿cómo orientar la praxis cristiana con los jóvenes o, mejor aún, cuál debe ser el objetivo y el camino de la pastoral juvenil en la situación socio-cultural actual?
Antes de nada, resulta evidente que ni la «identidad laica» puede construirse contra la religiosa, ni ésta última en oposición a la primera. Se impone el respeto mutuo, el diálogo y la búsqueda de convergencias. En tal sentido, no es posible imaginar una verdadera pastoral o praxis cristiana que no se funda con la vivencia de una ciudadanía activa, empeñada en la construcción de una sociedad más humana. La pastoral juvenil debe unir profundamente la formación de ciudadanos y cristianos responsables, esto es, los procesos de educación a la fe con la inserción responsable de las nuevas generaciones en la sociedad.
A fin de cuentas, por otro lado, entre todos tenemos los mismos problemas comunes: “vivimos –en palabras de R. Díaz-Salazar– un tiempo agónico, en el que lo viejo muere y lo nuevo no termina de nacer. La configuración del nuevo sistema mundo depende de las formas de resolver las principales crisis sociales y culturales”. Tales crisis pueden compendiarse en dos contenidos medulares: «identidad-orientación» y «comunicación-acción». En el primero se concentra el desafío del futuro, es decir, humanidad o inhumanidad, justicia e injusticia; el segundo, a su vez, señala la alternativa del diálogo y de la colaboración. Refiriéndome exclusivamente a la pastoral juvenil, en tanto que empeñada en formar ciudadanos y cristianos responsables,humanización y educación vendrían a ser las claves correspondientes a esas dos crisis esenciales, al tiempo que componen igualmente la definición más general del objetivo y del camino de la praxis cristiana con los jóvenes de hoy.
 
4.1. Lo humano auténtico: objetivo común
 
No hacen falta datos; el enunciado resulta evidente: si bien cada cual a su modo, todos percibimos claramente la crisis cultural y religiosa que rodea laidentidad-orientación de las personas en la sociedad contemporánea. Tampoco ofrece dudas la réplica: «recuperar humanidad» constituye la mejor respuesta a tantas pérdidas con las que, entre todos, estamos desfigurando el rostro humano, en especial, de aquellos seres más desprotegidos o desfavorecidos.
El mencionado salto, que empleé para representar el cambio epocal en torno a una visión estática y dinámica de la realidad, sigue comportando un progresivo olvido de la «plataforma antigua» que lo hizo posible. Se ha ido inoculando así una de las enfermedades que más nos está destruyendo: aquella que provoca una progresiva erosión de las referencias tradicionales, con el riesgo consiguiente de abandonar el concepto de naturaleza para reducirlo a libertad, de desmembrar la razón y la historia, de suplantar tanto la prudencia como la misma idea de progreso con el mero fluir o la simple defensa del cambio por el cambio. Las desmesuras que desdibujan la identidad humana empezaron con la fragmentación de la razón y la posterior dictadura de la racionalidad científico-técnica; prosiguen con un individualismo cada vez más teñido de egoísmo; y, en suma, estamos terminando revolviéndolo todo en una perniciosa configuración liberal-capitalista que entroniza la economía como preponderante centro productor de significado.
Semejante «atmosfera laica» ha contaminado de escepticismo y relativismo la existencia humana: los resultados interesan más que los fines, a la explosión triunfante de la técnica sigue el oscurecimiento y hasta el olvido del sentido. Necesitamos repensar estos y otros aspectos claramente desmadrados.
No andan mejor los «aires religiosos». En efecto, la Iglesia católica da la impresión de querer justificarse en la sociedad y cultura actuales razonando o expresándose conforme a modelos y formas argumentales de un mundo premoderno inexistente; lo mismo que, por desgracia, la mutación global en las maneras de ver, sentir y valorar se encuentran con una fe formulada, transmitida y celebrada con lenguajes, esquemas y ritualizaciones, cuanto menos, extraños a un bueno número de personas.
Y no acaban ahí los contratiempos, están también las consecuencias de ese vetusto modo de expresar la fe que, por una parte, condena a una especie de doble vida –la secular y la religiosa– y, por otra, propende a conductas religiosas de corte espiritualista, moralista e incluso de un fundamentalismo larvado. Y es que la experiencia humana actual, con todas sus deficiencias, nos ha transformado en ciudadanos conscientes de su igualdad, autonomía y libertad, impulsando actitudes críticas y democráticas; mientras la experiencia religiosa,por el desfase de interpretarse todavía con esquemas acríticos, fomentacristianos en actitud de (religiosa) sumisión.
De resultas, en fin, lo humano auténtico constituye cabalmente el objetivo común de la búsqueda de identidad-orientación que nos debe empañar a todos. Afirmación ésta que, desde nuestra perspectiva cristiana y de cara a los jóvenes, ha de poderse leer cual «objetivo ético» –para señalar la línea de comportamiento que rechaza de raíz cuanto pueda contradecir la humanidad– y, a la par, cual «objetivo místico» –por integrar, dentro de la autenticidad humana, la apertura a la trascendencia o al «Absoluto»–.
Es la humanización, sin duda, el adecuado «terreno común» para redefinir la unión entre fe y vida, cultura y evangelio, y designa inmejorablemente el objetivo de una praxis cristiana consciente de la situación de los jóvenes: la ruta de la humanización para crecer y madurar de tal manera que se favorezca e implique en ello la experiencia de la fe. A fin de cuentas, creer significa amar… con tanta intensidad las personas, las cosas y el universo que resulte imposible declararlos un simple juego de azar y necesidad o un absurdo a sobrellevar como mejor podamos.
Por último, no cabe duda que para la educación, en general, y para la educación a la fe, en particular (y aunque se trate de «morales racionales de mínimos» cuando aspiramos a nuestra «moral cristiana de máximos»), elinicio o la evidencia moral desde la que construir el ciudadano y el cristiano no es tanto la ley natural cuanto los derechos humanos, cuya fundamentación puede después hacerse tanto desde puntos de vista religiosos como no religiosos (no es posible una mayor concreción y si sigue siendo urgente –en continuidad con el último Concilio– reformular la fe y reconstruir la experiencia cristiana; la obligación de inserir ambas en el contexto contemporáneo comporta igualmente repensarlas asumiendo retos como el apuntado).
 
4.2. «Educar-nos»: nuevas relaciones en un camino compartido
 
Si indiscutibles resultan las dificultades que rodean a la identidad-orientación, no menos evidentes son las interferencias y rumores de todo tipo –piénsese a las infinitas y, cuanto menos, contradictorias informaciones que reclaman continuamente nuestra atención– que, por un lado, distorsionan lacomunicación-acción humanas y, por otro, han roto prácticamente la sintonía de los jóvenes con la religión. En consecuencia, pues, nada mejor que afrontar el problema optando seriamente por la educación.
Conforme directa o indirectamente vengo reiterando, ya no es suficiente –si alguna vez lo fue– que la acción pastoral se concentre en el crecimiento de cristianos responsables; hay que fortalecer, al mismo tiempo, su ciudadanía con idéntica exigencia de responsabilidad. Al respecto de esto último, es cierto que laidea de ciudadanía difícilmente se podría explicar sin el «factor cristiano», pero los cambios y desafíos actuales la convierten en algo diverso de sus orígenes o de los pasos que fueron acompañados por una mayoritaria concepción cristiana de la vida. En cualquier caso, nadie posee la exclusiva acerca de la cuestión «qué es ser ciudadano y cómo serlo»; más aún, en sí misma exige el empeño y la participación de todos, sin que ninguno pueda apropiársela o negar al otro la libertad de proponer sus propias visiones.
Algo parecido ocurre con la educación. Si, por fortuna, a estas alturas pocos discuten que la pastoral juvenil se especifica como una camino deeducación a la fe, donde ambas realidades se entrelazan hasta fundirse en procesos de mutua implicación, debemos ser escrupulosos con la identidad y autonomía del «hecho educativo».
Antes de nada, la idea de educar jamás puede ser sinónimo de modelar a las nuevas generaciones e inculcarles nuestros mejores ideales. Así que, en principio y estando como están las cosas, hemos de revisar a fondo los conceptos de educación e instrucción, distinguirlos y hasta separarlos cuidadosamente. Afirmando, por descontado, su complementariedad, pero desenmascarando la perniciosa confusión de entender la educación con la misma óptica de la instrucción.
El verbo trasvasar y la acción del trasvase funciona en el aprendizaje, pero no en la educación. Mientras que en la instrucción o “en la enseñanza siempre hay algo que se traspasa desde uno que sabe a otro que ignora, desde uno que tiene a otro que carece, desde quien da a quien recibe; en la educación no. Entonces –se pregunta J.L. Corzo–, ¿con qué verbos nos educamos? ¡Con los intransitivos!: vivir, crecer, aumentar, salir, surgir, florecer, fructificar, relacionarse… Con ellos cambia completamente la acción educadora y se comprende mejor que nos educamos juntos y, sobre todo, que nadie educa a nadie”, porque nadie crece a nadie, ni le surge, ni le florece, ni le desarrolla…, ni le educa.
Fue P. Freire a dejarlo claro: “Nadie educa a nadie, así como tampoco nadie se educa a sí mismo, los hombres se educan en comunión, mediatizados por el mundo”. Nos educamos juntos «mediatizados por el mundo»: la realidad reclama nuestra relación con ella y es ahí donde nos jugamos todos el crecimiento y desarrollo personal. En el fondo, es la realidad vivida la única que de verdad puede ser nuestra educadora. En definitiva, nos educamos juntos afrontando los desafíos de la vida colectiva; de ese modo, cada cual va construyendo, va creciendo como persona al descubrir, confirmar o reelaborar las relaciones implicadas en la realidad que envuelve nuestra existencia.
La educación no es algo que se da y se recibe. Nos constituimos y nos construimos como personas, por así decirlo, en las relaciones que establecemos con los otros y con las cosas. El desarrollo vital humano depende del crecimiento ligado a las relaciones que establecemos con la realidad, al cómo la afrontamos, al modo en qué nos afectan aquellas referencias visibles y conscientes con las que tejemos libremente nuestra existencia, o a las otras ocultas y hasta inconscientes. Florecemos o nos marchitamos según nos relacionamos más y mejor, con más o menos realidades. La educación, al igual que la posibilidad de ser educador o educadora, pasa por suscitar la conciencia de todas esas relaciones, para asumirlas y responder a ellas, es decir, para ser responsables a la hora de nombrarlas y reinterpretarlas.
Y… ¡nos educamos aquí y ahora, con los desafíos actuales de la vida colectiva! Cada uno de los datos que preceden a este último epígrafe intentaba evidenciar algunas de las relaciones hodiernas que, para bien o para mal, «nos constituyen» y condicionan de raíz tanto el estado de conciencia de las personas como el anuncio de la fe cristiana.
Entonces, «educar-nos» como ciudadanos y cristianos responsables se juega en el modo de afrontar el pluralismo actual y, por cuanto toca directamente a la praxis cristiana, en cómo la religión justifica su colocación en el contexto de una sociedad laica y democrática. Casi quedaría todo resumido en este último párrafo, si añadimos la urgencia de repensar la fe y experiencia cristianas, profundizando las intuiciones del Vaticano II y tornando a la profunda actitud de diálogo con el mundo que caracterizó la asamblea conciliar.

JOSÉ LUIS MORAL

 
 
H.-G. GADAMER, Verdad y método, Sígueme, Salamanca 1977, 373.
He abordado ampliamente tanto la temática que precede como esta del pluralismo en otra publicación: cf. J.L. MORAL,Ciudadanos y cristianos. Reconstrucción de la Teología Pastoral como Teología de la Praxis cristiana, San Pablo, Madrid 2007 (en particular las pp. 110-244).
S. Freud dedicó una breve conferencia –publicada en 1908 con el título de El creador literario y el fantaseo– al tema: cf. L. FERRY, ¿Qué es una vida realizada?, Paidós, Barcelona 2003, 15-20.
J. RATZINGER–J. HABERMAS, Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión, Encuentro, Madrid 2006, 26.
Cf. R. DÍAZ-SALAZAR, Democracia laica y religión pública, Taurus, Madrid 2007, 47-160.
Existe una «nueva laicidad» que reconoce y valora la religión y está recuperando, lo que es más importante para el diálogo entre laicismo y cristianismo, el concepto de verdad como universal normativo presente en todas las lenguas y culturas. Cf. J. HABERMAS, Entre naturalismo y religión, Paidós, Barcelona 2006; L. FERRY, ¿Qué es una vida realizada?, Paidós, Barcelona 2003; ID., Aprender a vivir. Filosofía para mentes jóvenes, Taurus, Madrid 2007; F. SAVATER, La vida eterna,Ariel, Barcelona 2007; V. CAMPS, Virtudes públicas, Espasa Calpe, Madrid 1990; ID., La voluntad de vivir: las preguntas de la bioética, Ariel, Barcelona 2005; J. BAUBÉROT, Vers un nouveau pacte laïque?, Seuil, París 1990; ID., Laïcité 1905-2005, entre passion e raison, Seuil, París 2006.
He tratado recientemente este asunto en otro artículo del que retomo los datos que siguen: cf. J.L. MORAL, Praxis cristiana con jóvenes en una sociedad laica y democrática, «Revista de Pastoral Juvenil» 441(2008), 3-16.
Tanto los documentos, en general, de la Conferencia Episcopal Española –como el reciente «Orientaciones morales ante la situación actual de España»– como las voces de la jerarquía católica española que más oímos nos sitúan, preferentemente y en palabras de R. Díaz-Salazar, “ante un fundamentalismo ético basado… en concepciones que la filosofía del derecho y la ética fundamental católica posterior al Vaticano II habían superado desde hace bastante tiempo” (R. DÍAZ-SALAZAR,Democracia laica y religión pública, o.c., p. 57). L. Kolakowski ha llegado a indicar que las tesis de la jerarquía católica en el tema de la relación entre Iglesia católica y democracia laica tienen más que ver con un modelo de Iglesia totalitaria que con los valores cristianos: cf. L. KOLAKOWSKI, Valori cristiani o Chiesa totalitaria?, «MicroMega 2(2000).
Cf. M. GAUCHET, La religión de la salida de la religión, «Iglesia Viva» 228(2006), 73-84; ID., El desencantamiento del mundo. Una historia política de la religión, Trotta, Madrid 2005.
Cf. R. DÍAZ-SALAZAR, Democracia laica y religión pública, o.c., pp. 13-45.
Cf. Ibíd., pp. 47-90.
J. HABERMAS, Tra scienza e fede, Laterza, Roma 2006, VII (trad. española: Entre naturalismo y religión).
Cf. Ibíd., pp. 36-42.
J. RATZINGER–J. HABERMAS, Dialéctica de la secularización, o.c., p. 52.
Cf. Ibíd., pp. 28-30.
J. HABERMAS, Tra scienza e fede, o.c. p. 167.
Cf. J. HABERMAS, El futuro de la naturaleza humana: ¿hacia una eugenesia liberal?, Paidós, Barcelona 2002, 138.
No deja de ser curioso que, de por sí, el lenguaje nos obliga a calificar negativamente a quien no piensa como las personas religiosas: nos manifestamos, de hecho, identificándolas como mujeres y hombres sin religión o sin fe, indiferentes, ateos o «no-creyentes». Su razón tiene M. Onfray cuando denuncia que “no existe ningún término para calificar positivamente” a quienes no pertenecen a ninguna religión (cf. M. ONFRAY, Trattato di ateologia, Fazi, Roma 2005, 31); obviamente no sería esta una razón para justificar revanchas anti-religiosas, anti-clericalistas, etc.
La denominación ha sido propuesta por A. Torres Queiruga: ”Tendríamos entonces «hombre auténtico a-religioso», dondeauténtico indica la realización honesta, no banalizada ni clausurada, de la emergencia humana [= hombre que «emerge por encima de la materialidad o animalidad al mundo de la cultura y de la libertad»]; a-religioso, por su parte, muestra que esa autenticidad no se realiza con referencia expresa a Dios. Cabría contraponerle (como legítima interpretación del creyente por el no creyente) el «hombre auténtico religioso». Ambas denominaciones pueden expresar la alteridad del otro, con respeto, pero sin apropiación” (A. TORRES QUEIRUGA, La revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad, Madrid 1987, 259 –la reciente nueva edición de esta obra lleva por título: Repensar la revelación. La revelación divina en la realización humana–).
«No-metafísico», en este caso, no equivale a rechazo total de la metafísica, sino a conciencia de la obligación de asumir, antes de nada, un punto de partida «natural», es decir, una concepción naturalista de la naturaleza humana sobre la que construir, después, una ontología y una metafísica que no resultan una pura visión abstracta y esencialista (cf. J. MOSTERÍN,La naturaleza humana, Espasa Calpe, Madrid 2006). Por otra parte, la identidad y la prospectiva laicas permiten asumir la posición «laicista» como disposición activa a favor de la laicidad, símile a la nuestra de la evangelización y de la transmisión religiosa (cf. C.A. VIANO, Laici in ginocchio, Laterza, Roma 2006).
No es posible entrar en otros detalles, tanto o más importantes que los indicados. El pensamiento laico, de cualquier modo, tiene razón al afirmar y defender que la vertebración de la comunidad democrática no se debe a ningún principio religioso: es una creación de los ciudadanos, tiene su fuerza generadora de legitimidad en la participación de los mismos y en la dimensión epistémica de las formas consistentes de diálogo, discusión y acuerdo. Por otro lado, “en la sociedad laica tiene acogida las creencias religiosas en cuanto derecho de quienes las asumen, pero no como deber que pueda imponerse a nadie” (F. SAVATER, La vida eterna, o.c., p. 212).
E. FROMM, Psicoanálisis y religión, Psique, Buenos Aires 1965, 45.
Cf. A. TORRES QUEIRUGA, Recuperar la creación. Por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1997, 33-39.
Ibíd., p. 35.
R. DÍAZ-SALAZAR, Democracia laica y religión pública, o.c., p. 187.
No es posible afrontar concretamente el tema: Cf. J.L. MORAL, ¿Jóvenes sin fe? Reconstruir con los jóvenes la fe y la religión, San Pablo, Madrid 2007.
Tomo la formulación de G. Geffré (cf. Credere e interpretare, Queriniana, Brescia 2002, 123 ss.), quien la usa en relación directa con el «pluralismo religioso» como cuestión que obliga a replantear el mismo modo de hacer teología.
Acerca de estas cuestiones: cf. A. CORTINA, Ética civil y religión, PPC, Madrid 1995; ID., Alianza y contrato: política, ética y religión, Trotta, Madrid 2001.
Cf. A. CORTINA, Ciudadanos del mundo, Alianza, Madrid 1997; ID, Hacia un concepto de ciudadanía para el siglo XXI,«Misión Joven» 314(2003), 17-24.
Cf. J.L. CORZO, Educar es otra cosa. Manual alternativo, Ed. Popular, Madrid 2007, 9-52.
Ibíd., p. 64.
P. FREIRE, Pedagogía del oprimido, Siglo XXI, Madrid 1992, 90.
Cf. J.L. CORZO, Educar es otra cosa, o. c., pp. 53-119.