¿Cómo entender y llevar adelante hoy la pastoral vocacional?

1 septiembre 2002

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Antonio Sánchez Orantos
 
Antonio Sánchez Orantos, cmf, esprofesor en el «Estudio Filosófico Claretiano» y en la «Escuela Regina Apostolorum» (Madrid).
 
Síntesis del Artículo
Ante los tiempos difíciles que corren e instalados en una «confortable decepción», quizá, no encontramos la forma de aceptar la cultura actual para hacer presenta en ella la «siempre nueva verdad cristiana». Verdad es que, en el caso concreto de la «pastoral vocacional» no existen recetas milagrosas; con todo, el artículo propone un camino sugerente que pasa por acoger el nuevo proyecto de vida que sugiere la postmodernidad e implica un «cambio de paradigma» en la elaboración de los proyectos pastorales: «contemplación y acogida; amor, reconocimiento y gratuidad; vida ecológica; apertura al misterio; encuentro experiencial; relaciones comunitarias cálidas; sabiduría, no jactancia…», vendrían a ser algunos de los nuevos elementos aderezados según el modelo de Hch 11,19-30 (no desde el habitual de Hch 2,44-4).
 
 
La tan discutida crisis de la identidad cristiana es, ante todo, una crisis no ya de su mensaje, sino de sujetos e instituciones, que se sustraen en exceso al sentido inevitablemente práctico del mensaje mismo y, de ese modo, quebrantan la fuerza de su inteligibilidad.
J.B. Metz
 

  1. Para meditar…

antes de la «sospechosa búsqueda» de milagrosas «recetas» pastorales
 
Una creencia parece haberse instalado en las comunidades eclesiales: vivimos tiempos difíciles para la fe. Sentimientos de desaliento y fracaso dominan el talante de la vida cristiana, que anclada en una «confortable decepción» –justificada por un no-discernido sentimiento de impotencia, claro síntoma de «depresión» cristiana o, quizá peor, mecanismo de defensa para no enfrentar miedos, ausencia de radicalidad y carencia de creatividad– es incapaz de acoger las grandes posibilidades que nuestra cultura ofrece ­para hacer presente la «siempre nueva» verdad cristiana[1].
 
Cada cristiano, cada comunidad, con nuestros actos, con nuestras elecciones, nuestras palabras… colaboramos en la formación de vigencias comunitarias que una vez establecidas influyen radicalmente sobre nuestro talante vital. Y como las vigencias establecidas no se corresponden (eso espero) ni con nuestras intenciones, ni con las esperanzas soñadas, nos parece estar sometidos a «fuerzas ingobernables», «demonios culturales», ante los que nada podemos hacer. Sólo queda la impotencia y la condena agresiva (siempre de los otros) que abocan necesariamente a la añoranza de tiempos pasados o a sueños ilusorios de futuro que impiden la fidelidad en el presente concreto, en el tiempo que el Señor de la historia nos ha concedido para ser testigos de su Verdad. ¡¡¡Y no tenemos otro!!!
 
 
Elegimos sin darnos cuenta (eso espero) nuestros «propios venenos»… pero porque elegimos también podemos rechazar y volver a caminar… Podemos desacostumbrarnos a la impotencia, a la condena, a la mediocridad y en lo bello, noble, bueno y verdadero vivir resueltamente, sin miedo, sin más… Y nuestra cultura, esa que llaman postmoderna, tiene mucho de bello, noble, bueno y verdadero… Se trata de aprender a mirar como Jesús miraba, no para justificar lo injustificable, sino para responder a los anhelos de vida que el Espíritu genera en todo momento histórico, también en el nuestro. Porque Dios Madre/Padre ni puede dejar de engendrar vida, ni puede dejar de cuidar/alentar la vida engendrada.
 
En muchos encuentros de pastoral siempre la misma pregunta: «¿Qué podemos hacer?». Y, cada vez, un convencimiento mayor de que la mejor respuesta es: «¿Y tú que estás haciendo?». Porque cuando favorecemos la crítica amarga, la mediocridad; cuando aceptamos rutinas estúpidas, huimos de la claridad y discutimos para defender posiciones inaceptables… nos «empequeñecemos», apuntalamos el sentimiento de impotencia y lo que más importa: estamos cerrando nuestras vidas a la creatividad.
 
Porque quizá no vivamos tiempos difíciles para la fe, sino un cambio cultural (de época, dicen muchos) que nos está exigiendo (re)crear nuestras expresiones de fidelidad. Y, por eso, el gran problema que enfrentamos es dar cauce a la creatividad que siempre ha caracterizado la sensibilidad/inteligencia/voluntad cristiana[2]. Porque ante la magnitud de los problemas que enfrentamos, sometidos al vértigo de una historia acelerada, en una realidad cada vez más compleja, la única solución es crear. Crear porque los retos que enfrentamos son radicalmente nuevos. Crear porque la vida se hace hacia adelante y no hacia atrás. Crear nuevas formas de amarnos, de vivir en comunidad, de relacionarnos con los demás. Crear «presencias» significativas para los hombres de nuestro tiempo… Crear vida de verdad.
 
Crear es hacer que algo valioso que no existía, exista. Crear es volver a creer en la fuerza del Espíritu. Crear es abrir, otra vez, nuestras entrañas a la gracia carismática. Crear es vivir creativamente para abrir en nuestra historia, humana y muy humana, «caminos de esperanza«, «caminos de fidelidad».
 
 

  1. Para pensar…

antes de la «sospechosa búsqueda» de milagrosas «recetas» pastorales
 
Crear, no soñar mundos ilusorios. Porque crear es dar «forma» bella a las posibilidades reales, por tanto, verdaderas, que genera en la historia (inmanencia: encarnación) la Verdad última, la Verdad escatológica (transcendencia: imposibilidad de poder/dominio humano): crítica radical de lo conseguido, imposibilidad de vida burguesa, exigencia de maduración continua, peregrinar sin «ciudad» permanente, negación de la inmutabilidad, vida por hacer.
¿Qué posibilidades ha abierto en nuestra cultura la «sabiduría escatológica» del Espíritu de Dios? Esta es la pregunta que debe ser respondida por todo proyecto pastoral que quiera ofrecer objetivos válidos para el tiempo actual. En la respuesta nos jugamos la fidelidad.
Pues bien, vamos a dar por sabida la crítica a la cultura actual, muchas veces inmisericorde, y que obligará, seguramente, a nuevas peticiones trasnochadas de perdón. Si la crítica no se sabe, posibilidad poco probable, es fácil encontrarla en cualquier libro que trate de postmodernidad y, sobre todo, en cualquier diálogo y documento eclesial. Por otra parte, dicha crítica está asumida implícitamente, pero con radicalidad, en la exigencia de dar «forma» bella, resplandor de la verdad, a las posibilidades de nuestro momento cultural.
 
Y corramos el riesgo de ofrecer esa respuesta en la que estoy convencido de que nos jugamos nuestra fidelidad. Es mi respuesta, por tanto, parcial y, por eso, abierta, no a la refutación dogmática, sino a la crítica racional y al diálogo abierto que busca la verdad. Porque pertenezco con orgullo a un tiempo que, gracias a Dios, ha quebrado la posibilidad del «argumento de autoridad».
 
El problema de dar «forma» bella a las posibilidades que abre todo proceso de maduración cultural es el problema de la verdad, es decir, el grave problema de ofrecer un «fundamento» salvífico/liberador (que engendre bondad) para la vida personal y social actual (no la de ayer, ni la de mañana). La teoría epistemológica es siempre teoría política; la teoría política esconde siempre una teoría epistemológica. Esta relación, conocida desde antiguo, pero con frecuencia olvidada, dirigió todo el pensar de la modernidad. Su pretensión radical fue la salvación/liberación de la vida humana desde principios universales de racionalidad, es decir, la (re)creación de una teoría epistemológica que lograse la eticidad de la humanidad: la salida de la «autoculpable minoría de edad», búsqueda de un nuevo ajuste, de una novedosa sintonía entre verdad, justicia y libertad.
 
 
Acabar con la «minoría de edad» de la humanidad parecía exigir para la mentalidad moderna negar toda certeza/validez a la Tradición (carencia de memoria-imposibilidad de memorial). Negación que obliga a considerar la interioridad (yo sin alteridad) como ámbito propio y exclusivo de la verdad. Exceso de subjetividad que imposibilitaría toda vida social (lucha de todos contra todos) si no fuese corregida (método crítico) por los «universales» generados por la prepotente «razón lógica», que al no saber ni querer atender al particular, necesariamente abocan a la construcción de «entidades abstractas» (imperios, estados, naciones, patrias, paraísos, instituciones…) que matan la vida concreta y real[3].
 
Dicho de otro modo, el proceso de salvación/liberación iniciado por la modernidad, deslumbrado por el descubrimiento de la subjetividad, supuestamente fundada sin necesidad de alteridad, se ve obligado a buscar en la «razón lógica» el camino de «salida» hacia la sociabilidad. Esta «salida» supone que la «razón lógica» puede ofrecer una verdad universal donde todas las razones particulares puedan converger y, por eso, progresivamente, por la misma lógica del camino (método) elegido, se convierte en la «razón de uno»: la totalidad de la verdad total. (¿Hay una forma más rápida y segura de universalidad?: «pensamiento único», que suele ostentar el «líder salvador», siempre, por cierto, muy generoso y espiritual). El «verdadero saber», entonces, debe ignorar al hombre de carne y hueso, siempre particular, para alcanzar la objetividad universal que supuestamente fundamenta la sociabilidad. El «saber» moderno que emerge en la subjetividad (contra la premodernidad) exige paradójicamente la negación de la subjetividad (abocando sorprendentemente a la premodernidad). Es la aguda crítica de la postmodernidad.
El desarrollo del ejercicio moderno de la «razón» camina, pues, en sentido opues­to a los ideales buscados. Es decir, la «razón» exige la eliminación del hombre de carne y hueso, único, original e irrepetible. Y si la «razón moderna» se identifica con la razón humana, entonces, el hombre de carne y hueso se ve obligado a optar entre «razón» y vida personal (única, original e irrepetible). Y la postmodernidad no duda en su elección (y nosotros apoyamos su opción): la vida humana.
 
Pero, entonces, la postmodernidad recoge la más maravillosa herencia de la modernidad: la lucha contra un modo de comprender la inteligencia humana (para la modernidad: la premodernidad; para la postmodernidad: los grandes relatos de la modernidad) que obliga a la negación de la vida personal, única, original e irrepetible. Y, por eso, porque recoge consciente­mente esta herencia, y gracias a la labor crítica (des-ideológica) de la misma modernidad, acontece como una nueva posibilidad de preguntar: ¿Existe una oposición entre inteligencia y vida humana? ¿Se oponen verdad y vida humana única, original e irrepetible? Y desde este para muchos débil e ingenuo preguntar ofrece la posibilidad, también, de un nuevo proyecto de vida para la humanidad:
 
Es el «despertar»:

  • De una «inteligencia» que contempla y acoge; frente a la «razón moderna» que, por no aceptar la alteridad, pretende anular lo diferente.
  • De una «voluntad» que ama y reconoce; frente a la «voluntad moderna» que compite y consensua desde la indiferencia, desde la aceptación de la diferencia como un mal que debe soportar.
  • De una «libertad» que sabe de gratuidad; frente a la «libertad moderna» que elige y dispone desde la necesidad de autorealización de la subjetividad (sin alteridad).

 
 
Es el «anuncio»:

  • Del hundimiento de las «filosofías de la razón universal» que «matan» el particular como única posibilidad para lograr la eticidad social; y, por eso, del nacimiento de una «sabiduría» amplia y acogedora, respetuosa con la vida (ecológica); que evita el sistema cerrado, rígido y dogmático y que elude la amputación de aspectos relevantes de la realidad (apertura al misterio).
  • Del hundimiento del pragmatismo utilitarista; y, por eso, de la emergencia de una «sabiduría» que rebasa lo sabido desde la sola «razón lógica/instrumental», proclamando la necesidad de un encuentro experiencial con «lo otro» y con «el otro»: con la alteridad.
  • Del hundimiento de una sociedad burocrática, inicio de la emergencia de unas relaciones comunitarias cálidas, acogedoras, donde cada hombre es escuchado, respetado y aceptado como realidad personal mistérica.

 
Es la «gran oportunidad», «Kairos»:

  • Para abrirse al misterio de la vida, de la persona, de la comunidad en actitud contemplativa y de disfrute, superando el sólo razonar, el sólo manipular, el sólo controlar, el sólo dominar.
  • Para cuidar el nacimiento de un «nuevo hombre» que será más sabio, pero menos jactancioso; más feliz, pero menos complaciente consigo mismo; más humilde para reconocer su ignorancia y, sin embargo, mejor equipado para comprender las relaciones entre palabras y cosas, entre inteligencia humana y Misterio Insondable.
  • Para impulsar proyectos de vida que abandonando los deseos de la pura «autorrealización» (posesión, dominio, complacencia) sean una invitación a la apertura, la disponibilidad, la aceptación, la entrega, el reconocimiento: gracia sin más.

 
El reto es, pues, ofrecer un camino (proyecto pastoral), que iluminado por los caminos ensayados en la historia (Tradición: la fuerza de futuro del memorial), posibilite una «nueva fidelidad» que sepa responder a las exigencias de este «despertar», de este «anuncio», de esta «gran oportunidad» de una «sabiduría» que ama profundamente el particular, el existente real, la vida de carne y hueso, la vida sin más.
 
«Tanto los clientes habituales de los locales de McDonald’s, como los televidentes que siguen los reality shows con regularidad –y muchos otros también–, son víctimas y protagonistas de un giro antiplatónico que socava el connubio entre filosofía griega y fe cristiana: unas nupcias que se remontan a Orígenes, pero que llegan incluso hasta Karl Rahner. Y ello pese a los intentos (aleatorios todos ellos –estamos pensando en el nominalismo y la Reforma–) de escaparse de esta alianza que innumerables voces intentan minar a toda costa. Estos míseros ensayos, desmedrados, han sido elocuentemente ilustrados por las novelas de Umberto Eco, uno de los máximos protagonistas del actual mundo lúdico-semiótico. En el micromundo preconciliar de la antigüedad platónico-cristiana reinaba una representación sacramental de la luz, simbólica, jerárquica. A la hora de poner en escena la verdad y los valores, el intelecto y la voluntad dominaban sobre el sentimiento, el espíritu sobre el cuerpo, la unidad sobre la pluralidad, la ascesis sobre la vida, la tradición sobre la novedad, y la eternidad sobre la finitud. Hoy, en cambio, en el centro de nuestra sensibilidad y de nuestra valoración espontánea, prevalece la pluralidad sobre la unidad, el sentimiento sobre la voluntad, la impresión sobre el intelecto. Una lógica de la potenciación y de la creatividad aventaja a la moral ascética y prohibitiva; el sentido de la posibilidad se adelanta a la escucha de la verdad del ser. Triunfan el vértigo del hiato y la fiesta de la diferencia y de la diversidad. Vence la intensidad del deseo y de la transgresión sobre cualquier apelación trascendente. ¿Podrá la religión cristiana sobrevivir a esta revolución sentimental?»[4].
 
Más radicalmente: ¿es posible fundamentar un camino de fidelidad sin necesidad de recurrir a transmundos ilusorios, metafísicos? ¿O estamos condenados a ser platónicos, es decir, a construir transmundos ilusorios (incapacidad para el presente), de pasado (premodernidad: obsesión protológica) o de futuro (modernidad: obsesión apocalíptica), en definitiva nihilismo (ausencia de vida en el presente real), para justificar la (in)coherencia de nuestros proyectos de fidelidad?
 
 

  1. Un cambio de paradigma para elaborar nuestros proyectos de pastoral

Todavía no es el tiempo de las milagrosas «recetas» de pastoral[5]
 
Contemplación y acogida; amor, reconocimiento y gratuidad; vida ecológica; apertura al misterio; encuentro experiencial; relaciones comunitarias cálidas; disponibilidad y entrega; sabiduría, no jactancia: un deseo de vida nueva, buena, bella y verdadera. El Espíritu sopla sin cesar. Y cuando sopla, la palabra profética, la palabra que pide la conversión a la creatividad, encuentra su «espacio» para pronunciar su mensaje, siempre el mismo, con radicalidad: que la obsesión por lo sagrado (lo separado, lo segregado, lo puro, lo inmutable, lo intocable) no impida el camino de la santidad. Porque cuando lo sagrado imposibilita este caminar, se convierte en ídolo que niega Derecho y Justicia, Misericordia y Gracia, fidelidad a la Verdad del Dios que ama la vida humana, y muy humana, la vida de carne y hueso, la vida «con nombre propio», la vida de cada uno, la «vida particular».
 
Pues bien, ensayemos, desde nuestra gran Tradición (la fuerza de futuro del memorial) un «paradigma» que nos permita elaborar proyectos de pastoral capaces de aceptar la diferencia, de aceptar la «vida particular».
Casi todos los proyectos de pastoral han sido configurados desde la inmensa luz que irradia Hch 2, 44-47 (cf. también Hch 4, 32-35). Recordemos:
 
«Todos los creyentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos, según las necesidades de cada uno. Unánimes y constantes, acudían diariamente al templo, partían el pan en las casas y compartían los alimentos con alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y se ganaban el favor del pueblo. Por su parte, el Señor agregaba cada día los que se iban salvando al grupo de los creyentes».
 
 
Una forma cálida y fascinante de comunión, de caridad, de compartir, de fidelidad a la Palabra y a la Fracción del Pan motivada por la «memoria» cercana, todavía muy cercana, de los acontecimientos compartidos con Jesús de Nazaret. Y, sin embargo, un estilo de vida que parece no «tocar», y que incluso parece justificar ideológicamente la posibilidad de «guardar el vino nuevo en odres viejos».
 
Las vigencias de (sin)sentido radicadas en la «sacra» tradición judaica no han sido revisadas, criticadas, expuestas a la luz del crucificado/resucitado. El antiguo fundamento religioso/cultural domina/guía/se apodera del fundamento evangélico. La fuerza del Evangelio no ha tocado las radicales vigencias religioso/culturales de los miembros de la comunidad. El descontento sobre la atención a las viudas helenistas (Hch 6, 1-6); la desconfianza ante la evangelización de Felipe en Samaria (Hch 8, 3-25); la incapacidad para agradecer la experiencia de gracia de Saulo, a pesar de las recomendaciones de Bernabé (Hch 9, 26-30); el conflicto provocado por el bautizo de Cornelio (Hch 11, 1-18) revelan que la comunidad de Jerusalén, aparentemente idílica, es incapaz de afrontar la exigencia más radical del seguimiento de Jesús: crear «espacios» en la historia (encarnación: tiempo presente, concreto y real) donde cada hombre y mujer, todos y cada uno, puedan experimentar/responder a la gratuidad misericordiosa del Dios Madre/Padre. Porque cuando los compromisos éticos, por buenos que estos se consideren (y, además, lo sean), quieren dominar la gratuidad (acción misericordiosa de Dios) se termina siempre en la exclusión, imposibilitando el maravilloso «don de lenguas» que el Espíritu en Pentecostés, gratuitamente, ofreció a la humanidad.
 
Y desde el «principio de exclusión», nunca explícitamente formulado, pero siempre implícitamente actuando: buenos y malos; alejados y cercanos; con identidad y des-iden­tificados… la «vida comunitaria» sólo puede crecer por conversión, no al Evangelio, sino a las «sacras» configuraciones derivadas del vivir cerrado, egoísta, narcisista de la miembros de la comunidad. No tenemos tiempo, ni espacio para revisar muchos de los exitosos proyectos comunitarios que dominan actualmente en la comunidad eclesial. Por eso, ruego al amable lector, sobre todo si es pastoralista, que pare en su lectura y reflexione críticamente sobre la actual situación eclesial.
 
Pero en nuestra gran Tradición (la fuerza de futuro del memorial) existe otra posibilidad de configurar nuestros proyectos de pastoral. Una posibilidad que provocó, por primera vez, el que los seguidores de Jesús de Nazaret fuesen llamados cristianos. La posibilidad abierta por la comunidad de Antioquía. Leamos Hch 11, 19-30:
 
«Los que se habían dispersado a causa de la persecución provocada por el caso de Esteban, llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, pero sin predicar la palabra a nadie más que a los judíos. Había, sin embargo, entre ellos algunos chipriotas y cirenenses, los cuales, al llegar a Antioquía, predicaban también a los no judíos, anunciándoles la buena noticia de Jesús, el Señor. El poder del Señor estaba con ellos, y fue grande el número de los que creyeron y se convirtieron al Señor. La noticia llegó a oídos de la Iglesia de Jerusalén, y enviaron a Bernabé a Antioquía. Cuando este llegó y vio lo que había realizado la gracia de Dios, se alegró y se puso a exhortar a todos, para que se mantuvieran fieles al Señor, pues era un hombre bueno y lleno del Espíritu Santo y de fe. Y una considerable multitud se adhirió al Señor. Después fue a Tarso a buscar a Saulo. Cuando lo encontró, lo llevó a Antioquía, y estuvieron juntos un año entero en aquella Iglesia, instruyendo a muchos. En Antioquía fue donde se empezó a llamar a los discípulos cristianos. Por entonces bajaron algunos profetas de Jerusalén a Antioquía. Uno de ellos, llamado Agabo, movido por el Espíritu, se puso a anunciar que una gran carestía iba a venir sobre toda la tierra; fue la que se produjo en tiempos de Claudio. Entonces los discípulos, cada uno según sus posibilidades, determinaron enviar socorro a los hermanos de Judea. Y así lo hicieron, enviándoselo a los responsables por medio de Bernabé y Saulo».
 
 
El origen de la comunidad es la dispersión, no la convocatoria para la captación de miembros. El origen de la comunidad: la persecución en la que el diácono Estaban fue asesinado (Hch 8, 2.4). Los caminos de Dios no son nuestros caminos: la dispersión, apariencia de derrota, será fuente de vida (¿y no tendrá que ser siempre así?).
Al principio domina lo aprendido en la cálida comunidad de Jerusalén: «sólo predicaban a los judíos». Metodología repetitiva, añoranza de vida pasada, pretensión de comunidad con fuerte identidad (¿o quizá con dependencia malsana?). Pero cuando algunos, siempre algunos, derrotando nostalgias, asumen el «riesgo de la libertad»: «empezaron a hablar a los no judíos», acontece la gracia que emana del Poder del Señor (no de los hombres).
 
Evidentemente no se trata del simple uso de una lengua distinta. Es otro «lenguaje», otro esquema de sentido: se trata de (re)ganar la libertad frente al «mito de los orígenes» (la obsesión protológica: el antes/siempre se ha hecho así[6]) y recrear los modos de presencia, los modos de fidelidad, a golpe de escucha, a golpe de compartir, a golpe de acoger la vida de los demás.
Otro «lenguaje», otro esquema de sentido anunciando la Buena Noticia de Jesús: lo esencial queda intacto. No se traiciona la centralidad del mensaje. Pero se (re)crea un nuevo «comienzo» desde una mirada contemplativa, acogedora, amorosa que sabe reconocer, con gratuidad, «lo diferente». El criterio de fidelidad evangélica no es ya la búsqueda de una fuerte «identidad» (siempre al pasado), sino la apertura creativa, no pasiva (hay que mantener intacto lo esencial), a la vida concreta, particular, presente y real… para que el Poder del Señor (no de los hombres) actúe con fuerza inusitada.
 
Y Bernabé, hombre bueno y lleno del Espíritu Santo y de fe, y, por eso, no sólo preocupado del «poder de jurisdicción», se alegra, y busca, no un «comisario político» para evitar desviaciones, sino a Saulo, el que puede acompañar, alentar, dar forma bella al «nuevo comienzo» porque su experiencia cristiana sabe de la inmensa «Novedad» que supone la gracia del Resucitado.
Y porque todo comienzo es débil se exige acompañar y discernir, no desde fuera, sino compartiendo la lucha de la comunidad. «Formación» no para corregir, sino para impulsar la fidelidad a los nuevos caminos abiertos por el poder del Señor: «y se puso a exhortar a todos, para que se mantuvieran fieles al Señor».
 
Y porque se aprendió a recrear la fidelidad aceptando lo diferente, acogiendo la vida de los demás, la voz del profeta Agabo, miembro extraño a la comunidad, provoca la urgencia de atender las necesidades de la comunidad de Jerusalén: diakonía y koinonia ni como compromiso abstracto, ni como obediente pasividad, sino como respuesta gratuita, rápida, desinteresada a una necesidad concreta y real.
¿Pero dónde queda la liturgia, la oración? Pues no sólo eucaristía, sino también ayuno, pero no para alimentar los deseos narcisistas de perfección y el incremento de miembros de la comunidad, sino para escuchar, con «orden», entre doctores y profetas, la voz del Espíritu y volver al origen fundacional: la dispersión de la comunidad. Leamos Hch 13, 1-3.
 
«En la Iglesia de Antioquía había profetas y doctores: Bernabé, Simón el Moreno, Lucio el de Cirene; Manaén, hermano de leche del tetrarta Herodes y Saulo. Un día, mientras celebraban la liturgia del Señor y ayunaban, el Espíritu Santo dijo: – Separadme a Bernabé y a Saulo para la misión que les he encomendado. Entonces, después de ayunar y orar, les impusieron las manos y los despidieron».
 
Y la historia posterior la conocemos. Un concilio para discernir, por supuesto en Jerusalén (el lugar no importa cuando se ha aprendido a dialogar). Y la presencia de Cristo fuera de las estrechas «murallas», también, por supuesto, de Jerusalén. Y nosotros somos cristianos por Antioquía y, también, por supuesto, por Jerusalén.
 
 

  1. Conclusión: abrirnos a lo diferente, generar creatividad

Anunciar la Buena Noticia con creatividad
 
No hay espacio para más. Quizá tampoco sé decir mucho más. Ni quiero decirlo. Porque cada uno de nosotros, cada comunidad cristiana que quiera participar en la «Nueva Evangelización» tendrá que aprender a escuchar, a dialogar y a crear sus propios caminos de fidelidad: asumiendo el riesgo de la libertad; escuchando a los hombres y mujeres de fe, del Espíritu, que saben discernir y alentar el anuncio de la Buena Nueva desde la novedad; dispuestos a acoger palabras ajenas y a responder, con prontitud, a las necesidades concretas y reales; celebrando y ayunando para que la voz del Espíritu siga invitando a la dispersión, a atender lo diferente, al riesgo de la novedad.
 
Espero que nadie pida, a estas alturas, «recetas milagrosas» para elaborar sus proyectos de pastoral. Se acabó el pensamiento único. Acojamos con alegría la «ley de la encarnación» y el poder del Señor (no de los hombres) actuará.
¿Y todo esto que tiene que ver con la pastoral vocacional? Se acabó también el tiempo de proyectos pastorales vocacionales separados, segregados, distintos de la pastoral cotidiana y real. Cuando se trabaja, no por acumular miembros en la comunidad, sino para servir con fidelidad a los anhelos de vida que el Espíritu suscita en todo momento histórico, también en el nuestro, la voz de Dios resuena con fuerza y novedad. Porque la experiencia vocacional no es experiencia en la intimidad, sino voz de Dios pronunciada en la historia del sufrimiento de los hombres esperando la respuesta de una vida conformada por el diálogo, la acogida, la entrega y la generosidad. n
 
Antonio Sánchez Orantos
estudios@misionjoven.org
[1] Creemos que esta incapacidad para acoger los retos del presente es la raíz de todos los proyectos «restauracionistas» que invaden la vida eclesial agostando toda posibilidad de creatividad. No perderemos tiempo en discutir sus posiciones. La Restauración será siempre infidelidad al «Señor que hace nuevas todas las cosas».
[2] La sabiduría cristiana siempre ha sabido responder con creatividad a los cambios de época. Creatividad enraizada en la libertad que genera la obediencia al único Señor, que, precisamente, expresa su señorío no dejándose atrapar por ninguna estructura cultual. Por esta «santa libertad/obediente» (originada en el «decir» que sólo Dios puede «decir») Jesucristo, el «primer» teólogo (logos de Dios), asumió, con «gran libertad», el «lenguaje» (paradigma cultural) de su pueblo y fue llevado a la cruz en nombre del «dios de la pura transcendencia» (siempre la pureza), en nombre del dios que no quiere saber de la «carne»; pero el Dios de «entrañas de carne», respondiendo a su «gran obediencia», «matando muerte», «recreó» su «carne» para siempre: Resurrección. Por esta «santa libertad/obediente» aprendida en la contemplación asidua de la «vida pública y pasión» de Nuestro Señor Jesucristo a la luz de la Resurrección (el «decir» que sólo Dios puede «decir»), la «primitiva comunidad» asumió, con gran libertad, el «len­guaje» (paradigma cultural) de su tiempo, generando el Nuevo Testamento, que asume con «gran libertad», pero, evidentemente, por «santa obediencia», el Antiguo: Es la Palabra que engendra, por ello, «santa libertad/obediencia» cristiana. Por esta «santa libertad/obediente», aprendida en la Palabra, posibilidad en la historia de contemplación asidua de la «vida pública y pasión» de Nuestro Señor Jesucristo a la luz de la Resurrección, los Santos Padres asumieron, con «gran libertad», el «lenguaje» (paradigma cultural) de su tiempo: la filosofía griega. Fuente de Tradición que engendra, por ello, «santa libertad/obediencia» cristiana. Por eso, porque la Tradición engendra la «santa libertad/obediente» cristiana, Santo Tomás abandonó el paradigma platónico y asumió, con «gran libertad», el «lenguaje» (paradigma cultural) de su época: Aristóteles. Y, por eso, cuando esta «santa libertad/obediente» no se supo o no se quiso ejercitar aconteció, como era de esperar, la «gran escisión»: primero, en el seno de la Tradición Cristiana; después, entre fe y cultura; y, por último, entre fe y razón. ¿Seremos capaces, algún día, de volver a situar la vida cristiana en la «santa libertad/obediente» (originada en el «decir» que sólo Dios puede «decir») que sólo puede aprenderse en la contemplación asidua de la «vida pública y pasión« de Nuestro Señor Jesucristo a la luz de la Resurrección? ¿Seremos capaces, algún día, de volver a reconciliar libertad y obediencia? ¿Seremos capaces de volver a comprender que ni la libertad pura (siempre la pureza), ni la obediencia pura (siempre la pureza) son queridas por el «decir que sólo Dios puede decir»? ¿Seremos capaces, algún día, de encarnar el gran testamento de Jesús: que todos sean uno para que el mundo crea (reconciliación) sin que ello signifique negar la creación más maravillosa del Dios de «entrañas de carne»: la persona humana, única, original e irrepetible?
[3] Se recomienda la lectura de Totalidad e Infinito de E. Lévinas.
[4] (E. Salmann, La palabra partida, PPC, Madrid 1999).
[5] En la 30 Semana Nacional para Institutos de Vida Consagrada que tuvo lugar del 18 al 21 de Abril del año 2001 en Madrid, Bruno Secondin pronunció una sugerente conferencia que me obligó a repensar mi quehacer pastoral. Todas las ideas que se ofrecen en este apartado remiten a su reflexión que ha sido publicada en: Aa.Vv., Recrear nuestra espiritualidad, Publ. Claretianas, Madrid 2001, pp. 87-110
[6] Ruego que se medite despacio sobre este «antes» y, sobre todo, que se date con precisión, porque la modernidad/premodernidad quizá no tenga memoria, pero sus detractores quizá tengan una memoria demasiado corta, o peor, interesada, ideológica.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]