Cómo reconstruir la praxis eclesial y cristiana

1 octubre 2001

[vc_row][vc_column][vc_column_text]PIE AUTOR
Juan Antonio Estrada es profesor de la Universidad de Granada.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El interrogante básico para plantear la renovación de la praxis eclesial sigue siendo el de «cómo ser hijos de nuestro tiempo y cristianos; cómo encontrar en la identidad cristiana motivos para vivir, esperar y luchar». A la hora de responder, el autor aborda tres cuestiones fundamentales: las necesarias reformas institucionales para hacer posible una auténtica eclesiología de comunión; superar la fascinación ante las ideologías modernas y centrarse en el anuncio, testimonio y posibilitación de la experiencia de Dios; por último, asumir un estilo de vida contracorriente, sabiendo «morir para aprender a vivir» y haciendo que «la experiencia de la gratuidad de Dios revierta en crítica a los ídolos de nuestro tiempo».
 
 
 
 
 
 
 
 
No cabe duda de que los tiempos no son propicios para el optimismo, ya que no resulta difícil destacar elementos negativos que expresan el malestar por la Iglesia y la preocupación por una posible decadencia: parece que el cristianismo, en cuanto sistema de creencias y de valores, pierde significación en una sociedad crecientemente secularizada; aumenta la imagen negativa de la Iglesia, identificada con los eclesiásticos; crece la incultura religiosa entre los jóvenes; hay crisis de vocaciones y aumenta la edad media del clero y la vida religiosa, etc. Ciertamente hay también signos positivos, entre ellos el de una lenta pero progresiva toma de conciencia del laicado, así como una gran proliferación de movimientos apostólicos de signo diverso. Sin embargo, si se preguntara sobre la situación actual del catolicismo en España la opinión mayoritaria sería probablemente negativa.
 
Por otra parte, hay que tomar conciencia de que vivimos en una época de cambios. No sólo cronológicamente, cambio de siglo y de milenio, sino también sociológicamente. La sociedad cambia tan rápidamente que resulta difícil hacer pronósticos a medio y largo plazo. El inmediatismo del presente no es sólo un signo de la cultura superficial en que vivimos, sino el resultado de un cambio acelerado del curso histórico que hace muy difíciles los pronósticos a medio y largo plazo. Se amontonan las etiquetas que indican la superación de una época (postmodernidad, postreligiosa, postindustrial…), se subraya la dinámica de globalización imperante y hay un gran interrogante acerca de cómo y en qué dirección va la sociedad. No es extraño, que el contexto sea propicio al pesimismo y la negatividad, tanto mayores cuanto más aumenta la inseguridad.
 
En este contexto, el discurso de apertura del concilio Vaticano II del papa Juan XXIII, resulta profético. Hay que tomar distancia de los profetas de calamidades que sólo veían cosas negativas en el curso histórico y se bloqueaban en la añoranza del pasado. El discernimiento de los signos de los tiempos tiene que ir acompañado de la creatividad eclesial, para plantear propuestas y alternativas, y la esperanza que obliga a mirar hacia delante en lugar de involucionar hacia el pasado a costa de la dinamicidad de la historia. Hay que buscar las oportunidades existentes e intentar responder a lo negativo, en lugar de quedarse en meras condenas y lamentaciones sobre los errores modernos.
 
Esta actitud marcó el siglo XIX, el del Syllabus, y sus consecuencias negativas llegan hasta hoy. El que no aprende de la historia está condenado a repetirla (W. Churchill) y cuanto más envejecen los cuadros dirigentes de la Iglesia mayor es la tendencia negativa, ya que las personas ancianas temen lo nuevo, por ser novedad, y se aferran a lo «malo conocido, mejor que lo bueno por conocer». Pero con esta actitud difícilmente se puede sintonizar con un mundo en cambio y, mucho menos, atraer a los jóvenes. Hay que asumir que la garantía última de la supervivencia de la Iglesia en el nuevo contexto sociocultural estriba en la presencia de Dios en medio de ella, y, venciendo el miedo, abrirse a una Iglesia que “se siente íntima y realmente solidaria del género humano y su historia” (GS 1). En lugar de la mera lamentación por la dificultad reinante hay que asumir el reto histórico que significan, saber discernir los signos de los tiempos y buscar respuestas y caminos que hagan posible una fe viva y actual.
 
A partir de ahí, hay que plantear una renovación de la praxis eclesial actual. El problema sigue siendo cómo ser hijos de nuestro tiempo y cristianos; cómo encontrar en la identidad cristiana motivos para vivir, esperar y luchar. Hemos pasado del Dios fundamento y clave de bóveda de una sociedad confesional y oficialmente cristiana, al problema de cómo tener experiencias de Dios y comunicarlas a otros. El cristianismo no es ya el que tiene respuestas para todo y asume la organización de la sociedad, sino el que capacita para vivir de forma adulta en un mundo oficialmente laico y secularizado, en la que la referencia a Dios brilla por su ausencia.
 
 

  1. Los retos institucionales del tercer milenio

 
La identidad cristiana se encuentra ante grandes desafíos de signo distinto, que se interaccionan y alimentan reactivamente. Por un lado, hay que superar el modelo institucional y teológico que hemos recibido del pasado inmediato. A lo largo del segundo milenio, se construyó un modelo organizativo basado en la exclusión de los laicos de los asuntos internos de la Iglesia (reforma gregoriana); en la instalación de un ministerio sacerdotal individualista y centrado en los derechos y potestades de la consagración sacerdotal (a costa de la comunidad); en una concepción señorial del episcopado, constituido como un poder mundano y no sólo espiritual (con detrimento de los aspectos pastorales y misionales) y con una configuración monárquica del papado (constituido como soberano pontífice en lo temporal y espiritual).
 
Este esquema organizativo se completó teológicamente con una romanización del catolicismo (lo particular pasó a ser universal); con la homogenización de la teología, la liturgia y el derecho, y con la imposición de un modelo teológico y eclesial que hizo imposible la inculturación y el surgimiento de un cristianismo autóctono en Asia y América Latina, en línea con lo que ocurrió en el primer milenio con la cultura helenista, romana y germana. El intento de configurar una iglesia universal llevó consigo el que una particularidad (romana, europea) se elevara a universal, siendo las misiones el instrumento de la expansión del modelo occidental de cristianismo a las culturas no occidentales.
 
Hoy hay que desandar el camino del segundo milenio y comenzar otro, probablemente más inspirado en el primero, desde el que sea posible una eclesiología de comunión en la era de la globalización. El sistema actual, a pesar de los frutos que produjo durante siglos, entró ya en crisis en el siglo XIX y resulta hoy ineficiente, obsoleto y un freno para la evangelización. El tercer milenio ofrece amplias posibilidades ecuménicas y misioneras, pero las estructuras teológicas y organizativas vigentes están superadas. Desde la segunda mitad de los setenta, se paró la dinámica conciliar y con ello se han agravado las ineficiencias organizativas que afectan a la pastoral y a la praxis eclesial. El orden de sistemas e instituciones vigentes sofoca la vitalidad y creatividad de la vida eclesial, y no corresponde ni a las exigencias actuales, ni al intento del Concilio Vaticano II, así como se ha convertido en el gran obstáculo para un universalismo católico, que recoja la plenitud de la variedad y pluralidad existentes en el mundo.
 
El Vaticano II favoreció el paso de una concepción piramidal a otra horizontal, en la que cobraba significación el nuevo binomio comunidad y pluralidad de ministerios y carismas, que sustituía al viejo esquema de clero y laicos, que constituía el eje vertebral de la antigua eclesiología. El modelo de comunión había que extenderlo a toda la Iglesia, desde la perspectiva universal (Papa y obispos, iglesia de roma y nacionales, Primado y patriarcados), a la local (el obispo con su presbiterio, la Iglesia particular con las vecinas, el obispo dentro de la conferencia episcopal y la archidiócesis); y de la local a la parroquial (comunidad con pluralidad de ministros y carismas, presbítero asesorado por un consejo laical, parroquia como comunidad de comunidades).
 
Las últimas décadas han acentuado, por el contrario, el tuciorismo a todos los niveles, doctrinal, moral e institucional, huyendo de cambios e innovaciones, que se veían como peligros para la iglesia y los fieles. El contraste de esta actitud ha sido enorme, no sólo porque se contraponía a la dinámica conciliar, sino porque los últimos treinta años se han caracterizado por una enorme transformación de la sociedad y un cambio acelerado de las mentalidades. Cuando el curso de la historia se aceleraba, promoviendo la tercera revolución industrial, cuyo máximo símbolo quizás sea el ordenador y la red de Internet y se ponía fin al socialismo real, a la guerra fría y a la geopolítica que legó la postguerra, la Iglesia católica se retiraba a los «cuarteles de invierno», en expresión de Karl Rahner, huyendo de la primavera conciliar. El frenazo eclesial, la vuelta a las viejas certezas y creencias, coincidía con la aceleración histórica de las sociedades y el inicio del cambio de época en el que estamos inmersos.
 
La gran esperanza actual viene de fuera de Europa. Hay un reforzamiento de las Iglesias no europeas, que son las que han mostrado una mayor creatividad y vitalidad en el postconcilio, mientras que Europa se ha ido trasformando progresivamente en un territorio de misión alejándose de sus raíces cristianas. El cristianismo europeo y romano no es el único posible, ni el más adecuado para otras iglesias continentales y nacionales, menos afectadas por el proceso de secularización de las viejas cristiandades. El principio de subsidiariedad juntamente con el de la colegialidad son las nuevas líneas directrices que marcan una eclesiología de comunión. Hay un gran deseo de descentralización e inculturación plural, que lleva a revalorizar el modelo patrístico que veía la Iglesia como una pentarquía constituida por cinco grandes patriarcados, cada uno de ellos autónomo y con competencias propias, sin que el modelo latino o romano se pudiera imponer a las otras grandes familias de Iglesias. Este modelo podría servir para reconocer la autonomía de las iglesias africanas, asiáticas, americanas e incluso europeas de rito no latino.
 
Volveríamos a un modelo organizativo plenamente compatible con la concepción católica de la Iglesia y con el papel decisivo que tiene en ella el primado papal, pero inintegrable en la eclesiología piramidal del segundo milenio, que es determinante para la configuración vigente del primado, del episcopado y del mismo presbítero. No ha habido un cambio profundo en la relación entre la autoridad y la comunidad, sino una modernización y actualización (aggiornamento) de la concepción asimétrica de la Iglesia (la de la sociedad desigual), que es la que ha permanecido, aunque no falten las apelaciones puntuales a los textos del concilio Vaticano II y a la misma eclesiología de comunión. El estilo de autoridad sigue siendo fundamentalmente verticalista, directivo y monárquico, aunque el lenguaje se haya vuelto más ministerial y comunitario. Los cambios se han dado más en los documentos que en las estructuras y permanece vigente el modelo tridentino de la Iglesia, aunque se haya modernizado y renovado. En cambio, la eclesiología de comunión que se inspira en la patrística y que dominó en el primer milenio es la que inspira no sólo a la teología sino también a los mismos documentos eclesiales. Se agranda así la distancia entre la teoría y la práctica en el seno de la misma Iglesia.
 
Desde la praxis de comunión sería posible superar una concepción anacrónica y desfasada de la Iglesia. La renovación del laicado y la aceptación de la igualdad plena de la mujer en la Iglesia serían los ejes del «aggiornamento» institucional y teológico. Los problemas institucionales se acumulan porque el marco es inadecuado: como la demanda de posibilitar varios tipos de ministerio sacerdotal, a tiempo completo y parcial, con celibato o no; la de replantear el papel de la mujer en la Iglesia, sin excluir y sin concentrarse sólo en su posible acceso al ministerio sacerdotal; la posibilidad de laicos que acceden a cargos eclesiásticos, así como la promoción de éstos a cátedras de teología; el mayor control de las comunidades sobre la formación y promoción de los candidatos al sacerdocio, para que éstos no se eduquen al margen de la Iglesia real y con pocos contactos con las comunidades a las que tienen que servir, etc. La potenciación del laicado, la reforma de los ministerios, la impulsión de una iglesia comunitaria y la misma emancipación de la mujer en la Iglesia, tropiezan con una estructura institucional desfasada que limita mucho el cambio.
No basta por eso con apelar al nivel espiritual de la Iglesia y fomentar la santidad de sus miembros, sino que es necesaria una reforma institucional a la que ya apuntaba el padre Congar en su libro Verdadera y falsa reforma en la Iglesia. Vivimos hoy una etapa en la que cobran actualidad muchos planteamientos que prepararon el concilio Vaticano II, cuando éste comienza a ser el gran desconocido para las jóvenes generaciones cristianas y el gran silenciado e ignorado para los mayores que vivieron el acontecimiento.
 
 

  1.   La fascinación por las ideologías modernas

 
El miedo a desprenderse de estructuras y teologías seculares, sobre todo en un momento de cambio sociocultural muy rápido, ha reactivado una postura contraria, la de los que buscan a toda costa inculturar el cristianismo en la sociedad actual. Esta corriente subraya el compromiso y minusvalora la oración, pone el acento en los valores éticos más que en lo sacramental, relativiza la doctrina y la misma ortodoxia, al mismo tiempo que proclama la necesidad de una desmitificación de la Biblia y de la misma tradición teológica. A partir de la exigencia de una democratización de la Iglesia se contesta la autoridad, cuyo estilo de gobierno es el de siglos pasados, y se pone el énfasis en el ecumenismo y el diálogo, asumiendo muchos presupuestos del protestantismo y de su crítica al catolicismo. No cabe duda de que la democratización de la Iglesia, siguiendo las huellas de la concepción patrística, el respeto de los derechos humanos, la promoción de la justicia en el mundo y el diálogo con no cristianos y no creyentes son exigencias del catolicismo del tercer milenio y tienen que determinar la praxis eclesial y cristiana. Este es el punto fuerte de un cristianismo «progresista», que no está bloqueado por el peso de la tradición.
 
Pero también aquí surgen los interrogantes. No hay que olvidar que el cristianismo no es una ONG y que el centro de la religión está en el anuncio, testimonio y posibilitación de la experiencia de Dios. El problema hoy no está principalmente en la solidaridad y la fraternidad, aunque hay que insistir en estos valores para contrarrestar el individualismo y la crisis de la ética en la sociedad actual, sino en transmitir experiencias de Dios. La fragmentación de la sociedad y la gran carga de soledad que genera la moderna urbe hace que hoy haya más nostalgia que nunca de una iglesia comunitaria y vivencial, en la que se puedan compartir búsquedas y preguntas, experiencias y esperanzas, vivencias de Dios y dinámicas de trascendencia. Hoy sigue siendo verdad que nuestra alma está hecha para Dios y sólo descansa en él (san Agustín). De ahí el descontento y el malestar generalizado de la sociedad, la más rica materialmente de la historia pero aquejada de un profundo desencanto ante el vacío espiritual y humano hoy existente.
 
El cristianismo afronta el reto de ofrecer un camino para ser persona, en la línea de san Ireneo («todo lo humano es nuestro») y del Vaticano II (“Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en el corazón de la Iglesia”: GS 1), mostrando que la búsqueda de Dios es fundamental para el crecimiento personal. No se trata de pregonar una doctrina ni de atemorizar con el más allá, en la línea de una pastoral del terror que ha impregnado a los últimos siglos, sino de ofrecer caminos para ahondar en la experiencia humana buscando en ella a Dios. De tal manera que hay que hablar de Dios biográficamente, contando la propia historia y cómo la referencia a Dios ha sido determinante a la hora de abordar los acontecimientos, el mal y el bien, el gozo y la tristeza, lo esperado y lo imprevisto.
 
Hoy la praxis cristiana pasa por el contagio, por el testimonio, por la interpelación que surge de la experiencia, por la confirmación en la fe que genera la sintonía con otras personas que participan de las mismas preguntas, búsquedas y deseos. Así se construye la Iglesia como célula viva dentro de la sociedad, mientras que la evangelización se basaría en el testimonio: el cristianismo se ha revelado como camino apto para madurar como persona libre, adulta y socialmente comprometida. Esto es incompatible con el declive de la espiritualidad; con la decadencia de la vida religiosa como «laboratorio eclesial» y plataforma de revitalización del cristianismo; con la instalación en una rutina sacramental en la que prima más la cantidad que la calidad, saturando la conciencia de prácticas religiosas en lugar de suscitar la nostalgia de Dios.
 
No olvidemos que la experiencia de Dios es como beber un agua que despierta más sed de él, en lugar de tranquilizar y apaciguar. Este sigue siendo un criterio de discernimiento acerca del valor cristiano de las prácticas religiosas. La fidelidad al ritual y el tradicionalismo en las prácticas esconde frecuentemente la carencia de creatividad, la ausencia de vivencias y experiencias, la incapacidad para ser creativos, siguiendo la dinámica espiritual en lugar de aferrarnos a la letra de nuestros mayores. Si salimos de los sacramentos, retiros, meditaciones, pascuas, etc. con un mayor anhelo de Dios, es cuando podemos presuponer que, de alguna forma, lo hemos experimentado, ya que la vida se ha estructurado desde la dinámica de una trascendencia que se ha fortalecido. Eso exige místicos y comunicadores, gurús y maestros que enseñan un camino espiritual personal.
 
Sólo desde ahí es posible recrear la tradición en lugar de quedarse bloqueado por ella. El tradicionalismo es incompatible con la experiencia del Espíritu, el dios olvidado de la teología católica (Pablo VI). La tradición sirve de marca de identidad y de plataforma para los nuevos caminos, tanto más necesarios en un mundo en cambio, pero no para proclamar el final de los experimentos y el retorno de las certezas, porque eso condena a una ortodoxia literal que es heterodoxa en su espíritu. El cristianismo se mueve entre un tradicionalismo sin futuro y una acomodación, a costa de la identidad; entre la tentación fundamentalista de una vuelta imposible al modelo de cristiandad y el humanismo ético y político como sustituto del compromiso cristiano; entre el refugio en la autoridad (como si ella no participara de los mismos interrogantes y búsquedas que el resto de los cristianos) y el individualismo caótico y rupturista que degenera en mera acomodación al mundo.
 
 

  1. De la sed de Dios a la crítica a los ídolos

 
Este ansia de trascendencia implica mantener el carácter de contraste de la Iglesia en general respecto de la sociedad. Hay que sustituir la vieja doctrina de los novísimos, que pone el acento en la ultratumba y el más allá, por la tensión escatológica, mesiánico-profética, que caracterizó al cristianismo de los primeros siglos, antes de que se constituyera como cristiandad establecida e identificada con el imperio. El contraste implica una forma de vivir diferente, que sería un elemento específico del estilo de vida cristiano. La identidad cristiana pasa por «ser de otra manera» a la hora de abordar los acontecimientos. No es un cristianismo fácil y aburguesado el que puede atraer hoy, sobre todo a las jóvenes generaciones, sino el que ofrece alternativas claras e interpelantes, aunque sean costosas. La necesaria liberación del cristianismo de formas anticuadas ha llevado, a veces, a una mera adaptación a la sociedad. Se estimula a una vocación cristiana, e incluso religiosa, en función de ventajas materiales, profesionales, académicas o socioculturales, perdiendo de vista que este cristianismo complaciente y plenamente adaptado a la sociedad no tiene nada que ofrecer, porque ha perdido su capacidad de contraste.
 
Esto implica también la crítica, no sólo teórica sino también práctica, a los absolutos de la sociedad actual. La muerte de Dios, en cuanto referencia e imaginario cultural, deja espacio a los ídolos. La desacralización de la religión, en nombre de la tolerancia, así como su privatización individualizante, ha dejado paso a la sacralización de la política (sobre todo en la forma del nacionalismo y el culto a la patria); a la absolutización del progreso (entendido más en clave de modernización estructural que de mejora de vida de las mayorías más pobres); al pragmatismo racionalista (en el que todo vale, en función de los fines); y a la equiparación del consumo y la acumulación de bienes con la felicidad humana. El progreso revela su ambigüedad al subordinarse al modelo de sociedad de mercado imperante, de ahí la creciente contestación a una globalización inevitable, pero que afianza más las injusticias que prevalecen en el orden internacional. El progreso unido a la absolutización del mercado se convierte así en el nuevo ídolo de la contemporaneidad.
 
Dios ha dejado de ser necesario para fundar la moral (sustituido por el consenso en torno a los derechos humanos), ha sido desplazado de muchos ámbitos por las leyes científicas, apartado de la política en nombre de la razón de estado y expulsado de las cosmovisiones filosóficas por la finitud y contingencia de la razón que se cierra a toda incursión en la trascendencia. El mundo se comprende desde sí mismo, sin referencia alguna a la búsqueda de Dios, y las creencias secularizadas ocupan el lugar que Dios deja vacío como nuevas instancias absolutas a las que se sacrifican los hombres. Al cristiano, sólo le queda el espacio de la gratuidad, la apertura a la esperanza, la memoria del sufrimiento pasado, la identificación con una historia personal, la del judío Jesús. Desde ahí hay que testimoniar a Dios en relación con las motivaciones, luchas, esperanzas y recuerdos que sirven para vivir y posibilitan el ser persona. Es la paradoja actual que exige no pensar a Dios sin el mundo, precisamente cuanto éste se piensa sin él, para que la espiritualidad genere compromiso transformador y no entontecimiento desde la fuga mundi.
 
Esta experiencia de la gratuidad de Dios revierte en crítica a los ídolos de nuestro tiempo. El cristianismo es más crítica a las idolatrías que al ateísmo, ya que los ídolos son más dañinos porque acaban destruyendo a sus adoradores. Más aún es necesario ser ateo de esos dioses de la época, que son los que reencantan el mundo. La crítica a las ideologías que actúan hoy como religiones seculares es la que permite la libertad y adorar al único Dios. Las estructuras de pecado se revelan precisamente en la capacidad de perversión de los valores e ideales más nobles. En nombre de Dios, de la patria, del pueblo, del progreso, del Estado o de la misma Iglesia, se acaban cometiendo crímenes horrendos, tanto más difíciles de criticar cuanto mayores son los ideales que se defienden.
 
Esta es la trampa idolátrica de las grandes instancias e ideologías sociales. La potencialidad del mal se muestra en la capacidad humana de pervertir lo ideales más nobles, tanto más seductores cuanto más válidos son, que degeneran en ideologías victimarias y en actitudes fanatizantes. La identidad cristiana tendría que posibilitar la denuncia de los dioses de la época en nombre del Dios de Jesús, identificarse con las víctimas de las creencias, de todas, y denunciar a los que utilizan el nombre de Dios en vano, identificándolo con la propia creencia, ideología o sistema moral. Si el Dios vivo genera vida, en la línea de san Ireneo de que la gloria de Dios es que el hombre crezca y viva, los ídolos acaban destruyendo a sus adoradores, a los que deshumanizan y fanatizan.
 
 
        3.1. Un estilo de vida contracorriente
 
Un estilo de vida contracorriente sería la marca específica de una identidad cristiana que no sea mera prolongación de las corrientes dominantes en su tiempo. Implica la sobriedad de vida por motivos no sólo de solidaridad con los que menos tienen, sino por la convicción de que la abundancia de bienes quita libertad, es fuente de preocupaciones y, de facto, dificulta la hondura humana y la capacitación espiritual. No es más rico el que más tiene, sino también el que menos necesita porque no sobreestima la abundancia consumista y no se deja arrastrar por las campañas publicitarias. La frugalidad de bienes habría que contrarrestarla con la riqueza en relaciones personales, que lleva a compartir más que a acumular. Desde ahí es posible mantener la sed de Dios, en lugar de apagarla con la acumulación de bienes que saturan la persona en lugar de dinamizarla, y abrirse a los otros.
 
El aislamiento es la otra cara de una soledad que resulta opresora en nuestras sociedades, porque se pone el acento en la posesión de cosas y no en la comunión interpersonal. El hombre es un ser relacional, porque para que haya un yo hace falta un tú al que referirnos, desde el cual puede crecer la propia identidad en cuanto que se siente reconocida, aceptada y querida. Este es el espacio en que habría que poner el acento en los amigos, no meros colegas, camaradas o compañeros, que son cada vez más escasos en la sociedad. Desde aquí cobra significado el «mirad cómo se aman», que fue determinante para la cristianización de la sociedad romana y la necesidad de que la Iglesia sea de verdad una fraternidad, lo cual es mucho más exigente que la mera democratización de ella.
 
El mandato cristiano del amor, así como la revelación de un tú divino (paterno y materno, amigo, hermano, cómplice) debería cristalizar en un estilo de vida comunitario, contra el individualismo y la yuxtaposición, que es una gran patología eclesial. No es posible subsistir en la identidad cristiana en medio de una sociedad con referencias cristianas muy débiles, sin el apoyo de una comunidad que sirva de referencia, conformación y estímulo. Lo propio de la vivencia cristiana, dada su dinámica relacional respecto del prójimo, es decir, el otro cercano y necesitado, es la riqueza de relaciones humanas. Hay gente tan pobre en la sociedad que sólo tiene dinero y esta dinámica penetra en la familia, erosiona las amistades, diluye la cercanía y genera la soledad en la multitud. El sexo sustituye frecuentemente el amor y la relación conyugal, paterno/filial y de amistad se convierte en una caricatura cuando no hay comunicación de la propia intimidad. Esto es también lo que empobrece a la Iglesia, frecuentemente más institución que comunidad, más individualista que personal, y más ritualista que comunicativa.
 
La praxis cristiana se establece, por el contrario, desde un crecimiento marcado por la capacitación para las relaciones, luchando contra las tendencias sociales al hombre isla; por la sensibilidad para los problemas humanos, contra la indiferencia cínica que puede ser la otra cara de la permisividad; y por la profundización interpersonal contra la superficialidad de las relaciones sociales. Por eso, una religión que no ayuda a crecer y vivir, que no da motivos para luchar y esperar, y que no genera profundidad y humanización no sirve ni para esta vida ni para la otra, ni para esta sociedad ni tampoco para las antiguas. La cultura frívola que difunden los medios de comunicación de masas tiene que ser contrarrestada por una praxis de ahondamiento. No sólo se crece cuantitativamente, por acumulación de experiencias, conocimientos y relaciones, sino también cualitativamente, ahondando en lo humano y buscando experiencias ricas en las que hay intimidad participada. Es la soledad sonora, tanto de la Juan de la Cruz como la de Machado, que combina el saber estar consigo mismo (ya que la soledad es inevitable ante el misterio de cada ser humano) y la comunicación con los otros. Esto exige de nuevo capacidad para estar solo, contemplación, valorar el silencio, y tiempos de desierto o retiro, en la línea de la espiritualidad de siempre.
 
Han cambiado las formas, los ritmos y los modelos desde los que es posible el crecimiento personal, pero sigue habiendo leyes insertas en la dinámica psicológica, afectiva y natural de cada ser humano que no podemos eliminar. Por eso, la sociedad actual nos deja insatisfechos al mismo tiempo que ofrece posibilidades nuevas e inauditas para el pasado más reciente. Ha sustituido, a veces, la exigencia de disciplina y trabajo interior por el consumismo fácil; el esfuerzo de interiorización, basado en convicciones y experiencias, por el control externo; la perseverancia personalizante por la volubilidad de las modas; las metas a medio y largo plazo por el inmediatismo del instante. En nuestra sociedad, falta alma, espiritualidad, raíces…, cuando paradójicamente se extiende la educación y aumentan las posibilidades de cultura, de humanización, de enriquecimiento espiritual y de intercambio de ideas y conocimientos.
 
Quizás no nos gustan las palabras, que, por tradicionales, nos remiten al pasado, pero hay que atender a los contenidos que queremos expresar con ellas. Sin las cuales no captaremos la insatisfacción global que nos invade en una cultura invadida por los medios de comunicación social, que se han puesto más al servicio de una desublimación regresiva y del retorno a los instintos más animales del hombre, que del enriquecimiento personal y colectivo. Si la cultura consiste en el esfuerzo colectivo por humanizar al animal (Adorno), no cabe duda del fracaso de la nuestra, que nos remite a la animalidad existente en nosotros. En lugar de capacitarnos para lo espiritual (cultural y no sólo religioso), precisamente porque tenemos resueltas nuestras necesidades materiales primarias, la gran mayoría de las secundarias y muchas de las terciarias, meramente se avivan los instintos humanos, a veces, incluso los más bajos. La gran perversión de la sociedad actual estriba en su capacidad para convertirlo todo en consumo. Hay un gran potencial cultural para cambiar las necesidades naturales y humanas, en meras preferencias consumistas, sin más valor que el mercado y la ley de la oferta y la demanda. Se olvidan así los derechos humanos y la solidaridad con los más débiles, ya que al no haber valores y necesidades últimas que haya que salvar en cada sociedad, todo se reduce a la mera preferencia del consumidor a costa de los deberes y obligaciones para con los más débiles. A veces cae también en esa trampa consumista la espiritualidad, de ahí la inmensa cantidad de literatura, supuestamente teológica, formativa y espiritual, marcada por el narcisismo del ego, por las técnicas de autosafisfacción y contentamiento, y por el repliegue del individuo sobre sí, en lugar de abrirse al otro, a Dios y al prójimo.
 
La paradoja está en que la sociedad actual busca la felicidad y el sentido en el aquí y ahora de la historia, y ha desplegado una potencialidad cualitativamente distinta. Por primera vez es posible desplazar la selección natural ciega por el control racional humano y combatir contra las plagas seculares de la humanidad (enfermedades, hambrunas, desastres naturales). Nunca ha tenido tanto poder de conducción de la historia el ser humano ni ha sido tan rico el campo de posibilidades que se abren en un mundo cada vez más interaccionado y con mayor conciencia colectiva. Lo que falla es la espiritualidad, el humanismo, la sensibilidad, la moral y la voluntad política. En una palabra, el problema estriba, una vez más, en el hombre mismo que tiene que optar y priorizar proyectos. La decisión de llegar a la luna antes que acabar con las lacras que afligen a la humanidad, simboliza la perversión del progreso y la modernidad, así como la orientación que se da a los ingentes recursos de los que disponemos.
 
 
        3.2. Saber morir para aprender a vivir
 
El mensaje evangélico sigue siendo el de que hay que aprender a darse para encontrarse, que hay que saber morir para aprender a vivir, y que el desprendimiento y la generosidad son la marca de la verdadera riqueza. La praxis cristiana tiene que sustentarse en estos valores y servir de alternativa y contraste en la sociedad actual. Es posible que esa interpelación asuste a mucha gente y que grandes grupos de la sociedad huyan de ella buscando la facilidad y la identificación con las mayorías populares. Pero el cristianismo tiene que «beber de su propio pozo» y no caer en la búsqueda de un éxito social fácil, a base de una bagatalización del mensaje evangélico y de una reducción drástica de sus exigencias, sugerencias y llamadas. Es lo que Bonhoeffer denunciaba como «gracia barata», a partir de un aburguesamiento del cristianismo que olvida el contraste entre la cruz y la racionalidad establecida. Entonces fue la razón griega hoy es la postmoderna y postilustrada, y, en ambos casos, el cristianismo tiene que impugnar el statu quo social y cultural.
 
Esto es lo que falta en el cristianismo actual. Los mártires, confesores y profetas no abundan en nuestras iglesias. Si acaso hay que buscarlos en el tercer mundo y en las iglesias no europeas. Parece como si el viejo cristianismo europeo hubiera perdido sus raíces y buscara en fuentes orientales y en creencias seculares lo que existe en su propio seno, pero se desconoce. Desde ahí, la exigencia de una identidad renovada y actualizada, pero no acomodaticia y conformista. Hay que juzgar la atonía del cristianismo actual, la escasa creatividad de muchos de sus dirigentes, más funcionarios que gurús, y la falta de hondura de las prácticas religiosas, devociones y sacramentos como la consecuencia de una fe en Dios erosionada y, frecuentemente, carente de contenidos que respondan a las necesidades actuales. Por eso, el cristianismo se mueve entre dos frentes peligrosos, el de un tradicionalismo arcaizante, que lo condenaría al gueto social y a un fundamentalismo estéril, y el de una reconversión del cristianismo en una mera ética y praxis humanista, olvidando que el centro de la religión es la búsqueda de Dios, y el del cristianismo, la praxis de imitación y seguimiento del crucificado, que hay que actualizar desde la identificación práctica y teórica con las víctimas. Ahí se juega el futuro del cristianismo, se decide su crisis de identidad y se plantea su capacidad de interpelación y relevancia social. n
 

Juan A. Estrada

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