¿Cómo se puede ser cristiano aquí y ahora?

1 mayo 1999

Pie de autor:
José Mª González Ruiz es teólogo, especialista en san Pablo. Autor de numerosas publicaciones sobre temas paulinos y sobre el diálogo Iglesia-Mundo actual.
 
 
Síntesis del Artículo:
Recordando el aire fresco del concilio Vaticano II, pero identificando y reconociendo también los vientos que soplan actualmente, el autor hace descansar el «ser cristianos hoy» en la clave del testimonio. Un testimonio que arrancando de Jesús de Nazaret busca la coherencia y significatividad o elocuencia para los hombres y el mundo de hoy, por lo que artículo entiende que “la identidad de un cristiano no puede reducirse al interior de la propia conciencia” sino que ha de vincularse “a su responsabilidad activa en una evangelización no confesional”. Incluso, habrá de ser «moderadamente anticlerical», esto es, “dispuesto a luchar por superar esa división incorrecta entre cristianos de primera (clero) y cristianos de segunda (laicos)”.
 
 
 
 
 
A mediados de este siglo corrió como la pólvora un indudable complejo de inferioridad entre los mismos teólogos cristianos, que ciertamente reflejaban un sentimiento general de las antiguas «cristiandades». Y debido a ello se convirtieron en bestsellersmuchos tipos de «Teología de la muerte de Dios». Pero hoy, dando ya las boqueadas el siglo XX y el segundo milenio, los estantes de nuestras librerías se ven llenos de libros que desde muy diversas perspectivas acogen con atención (eso sí, con plena libertad) el problema de Dios y de lo sagrado.
 
 
 

  1. Razón, religión y «horizonte secular»

 
Un ejemplo muy reciente y, además, español es la Filosofía de la razón fronteriza del excelente filósofo catalán Eugenio Trías (Destino, Barcelona 1999). Allí su autor se propone  enfrentar la razón ilustrada con todas aquellas cosas que pretendía excluir como la sinrazón, el pensamiento mágico, el mundo de las pasiones o el pensamiento religioso. En el límite entre la razón y sus sombras halla Trías el ámbito de exploración de una filosofía que puede denominarse «filosofía del límite». El hombre es en este sentido un «ser fronterizo». La razón que corresponderá a este ser del límite será, por tanto, una «razón fronteriza».
En un ejercicio de radicalidad filosófica de gran belleza y profundidad la razón fronteriza propone que la filosofía se abra más allá del límite de lo que puede ser conocido. Sólo así, en perpetuo diálogo con lo que la rodea, la razón puede desprenderse de ese culto indebido que nuestra cultura le confiere. Sólo así la filosofía puede continuar su tarea en un mundo en transformación. Trías concluye así sus reflexiones: “Se impone, pues, en este fin de siglo y de milenio, llevar a consumación un proyecto ilustrado que mantiene, hoy por hoy, dos asignaturas pendientes: la necesaria autocrítica de una razón sacralizada, rescatada de su falso pedestal bajo la forma que aquí se hace, la de una razón fronteriza; y la apertura accesible a una experiencia de religación con el misterio que marque su radical diferencia con las formas de religión y religiosidad que mantienen todavía recursos refractarios al inapelable proceso de secularización que es propio de nuestro mundo histórico”.
 
 

  1. Hablar de Dios

 
Durante la dictadura franquista un grupo de amigos intentamos crear un «Foro sobre el hecho religioso». No lo pudimos lograr hasta la muerte del dictador. Nuestro principal referente fue, hasta su reciente desaparición, José Luis López Aranguren. Ya llevamos veinte años celebrando el Foro, y allí se reúnen sin discriminación de fe ni de ideología, todos los que realmente están interesado por el problema religioso. Hay teólogos católicos, humanistas agnósticos y muchos sin una precisa determinación. La profundidad del tratamiento, el respeto mutuo y la cordialidad nunca han estado ausentes en nuestras reuniones anuales. El última día de cada una de ellas, por procedimiento rigurosamente democrático, se propone el tema que será debatido en el año siguiente. Y lo curioso fue un año en el que precisamente los agnósticos o no creyentes propusieron que se tratara el tema «Dios». Así se hizo y aquella vez el Foro, que se celebra en Majadahonda, casi no podía acoger la marea de adictos que solicitaron su participación. Y este hecho se repite con mucha frecuencia: el tema «Dios» interesa mucho a gentes de diversas tendencias y siempre una charla de altura sobre ello llena las salas de conferencias.
 
Eso sí: siempre este tipo de «hablar de Dios», para que sea atractivo, tiene que seguir sinceramente la autoconfesión que hizo el concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et spes: “En esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa o con la exposición inadecuada de la doctrina o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios” (GS 19).
Es decir que lo que muchos ateos y agnósticos rechazan o no admiten es un rostro de Dios impresentable, que desde los mismos colegios religiosos, desde las homilías insulsas o escandalosas por su omisión de la denuncia profética, desde una conducta contraria a las bienaventuranzas han dado a entender que Dios es una caricatura que hay que borrar. Esto nos lleva a subrayar la fuerza del testimonio por encima del adoctrinamiento o la catequesis.
 
 

  1. El testimonio

 
Jesús insistió en que el anuncio de la Nueva Noticia debería ir precedido por el testimonio práxico de lo que se proclama: “Brille vuestra luz ante la gente, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre del cielo” (Mt 5,16). Este testimonio ha de ser transparente, es decir, el testigo no ha de ser el objeto de la visión del otro, sino el cristal transparente, a través del cual los hombres descubran a Dios.
El mismo Dios sólo se dejará descubrir por esa clase de testigos que de su praxis de amor al prójimo, de afán por la justicia y de fe sincera y gratuita, hacen de instrumentos de transparencia. De los falsos creyentes que sólo se vanaglorian de su antigüedad o veteranía  o de su grado jerárquico, Jesús hace este duro juicio: ”No todo el que me dice «¡Señor, Señor!» entrará en el reino de Dios, sino el que hace la voluntad de mi Padre del cielo. Muchos me dirán en aquel día: «Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre arrojamos demonios, y en tu nombre hicimos muchos prodigios?» Y entonces yo les diré abiertamente: Jamás os conocí; apartaos de  mí, ejecutores de maldad” (Mt 5,21-23).
 
No tiene nada de extraño que el evangelista haga a este propósito la siguiente advertencia: “Y resultó que, cuando acabó Jesús, la gente se quedaba atónita de su manera de enseñar, porque les iba enseñando como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mt 5,28-29). Jesús era un predicador con credibilidad porque su testimonio precedía o acompañaba a sus palabras, las cuales, por otra parte, eran comprensibles, valientes y no temían señalar con el dedo al que se lo merecía, como cuando, a través de sus discípulos que le comunicaron el proyecto de Herodes de asesinar a Jesús, éste les dijo: “Id y decidle a ese zorro: Mira, arrojo demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día acabarán conmigo” (Lc 31,21).
 
 
«Cultura de la praxis»
 
La cultura de hoy es más bien ascendente que descendente. Quiero decir que hombre contemporáneo —sobre todo, los jóvenes— lo primero que miran y valoran es la realidad que se les presenta indeclinablemente. Partiendo de ahí buscan ansiosamente el sentido de las cosas y su propia implicación en ellas para realizar una tarea que dé sentido a su vida, un sentido por el que merezca la pena vivir y convivir. La aportación de los que intentan ayudar para ello a sus contemporáneos es precisamente la praxis en forma de testimonio.
 
No podemos olvidar que la palabra griega «mártir» en su primer significado sólo quiere decir «testigo», no solamente en el sentido notarial o judicial del término, sino en el sentido de «proclamador creíble». Fueron los primeros cristianos que dieron su vida por el Evangelio que predicaban los que hicieron posible ese significado añadido, en virtud del cual mártir se convertiría en «testigo que hace creíble su proclamación a pesar del conflicto, de las torturas e incluso de la muerte». Por eso en el lenguaje posterior hasta nuestros días mártir es «el que se deja martirizar por defender sus creencias».
 
«Finalmente…»
 
La elocuencia del cristiano de hoy está fundada sobre la solidez de su coherencia con lo que predica, aunque esta coherencia le traiga conflictos, exclusiones sociales y otras clases de efectos negativos. Vicente Romero, un alto periodista comisionado por TVE (Informe Semanal) para contactar con misioneros y misioneras españoles en África y Asia especialmente, ha escrito un libro interesantísimo titulado Misioneros en los infiernos, en cuyo prólogo escribe: “Nunca empuñé una de esas huchas con forma de cabeza de «negrito», chinito o indio con plumas que mis compañeros de colegio paseaban por la calles pidiendo para el «Domund». Hice, sí, bolas de papel plata, sin saber muy bien para qué demonios iban a servir. Fue mi única contribución infantil a la «obra de las misiones», tan ensalzadas por los textos religión, asignatura obligatoria para los críos de mi generación que, educados en un ambiente de sacristía, desarrollamos un anticlericalismo radical cuando aprendimos a defendernos y a pensar libremente”.
Después de describir minuciosamente sus encuentros entrañables y sumamente arriesgados con numerosos misioneros de Ruanda, Burundi y otros países africanos y asiáticos, Romero termina su libro con esta afirmación apologética: “Finalmente, estos curas y monjas son hombres y mujeres que, coherentes con su fe, se esfuerzan hasta la muerte en combatir contra todos los males que nacen de la miseria, soñando con obrar pequeños milagros cotidianos en los infiernos de la enfermedad, la injusticia, el terror o la guerra”.
 
Realmente en muchas ocasiones los mismos ministros de la Iglesia y los más representativos de los militantes cristianos han ofrecido un rostro «impresentable» de Dios, que la misma sensibilidad religiosa del presunto ateo lo ha impulsado a sentirse como tal sin perder por ello una profunda añoranza de Dios, de lo Otro, de lo Absoluto. De este tema traté frecuente y profundamente con el Profesor Enrique Tierno Galván, que se afirmaba “instalado en la finitud” y que se declaraba decididamente agnóstico. Sin embargo, su lucidez mental y su innegable honestidad lo inclinaban a dialogar con los creyentes, dejando entrever su inquietud por lo sobrenatural y por «el más allá».
 
 

  1. Evangelización no confesional

 
La identidad de un cristiano no puede reducirse al interior de la propia conciencia. La fe no se profesa aisladamente, sino dentro y en medio de una comunidad. La fe no sólo se profesa, sino que se comparte. En el credo se dice: «Creo en la Iglesia, santa, católica y apostólica». Lógicamente aquí no se habla directa ni principalmente de las comunidades históricas y geográficamente situadas.
 
El mismo Nuevo Testamento nos presenta a esas comunidades llenas de fallos, algunos muy sobresalientes. El propio Jesús padeció los pecados de sus inmediatos discípulos. Un apóstol, Judas Iscariote, lo entregó a sus verdugos y después se ahorcó. Pedro (¡el primer papa!) lo negó tres veces. Constantemente Jesús reprendía a los Doce por su falta de fe.
Posteriormente vemos lo difícil que fue el que la Iglesia-madre de Jerusalén aceptara la novedad del ingreso de los paganos en la Iglesia sin pasar por el judaísmo. El mismo Pablo, escribiendo a los gálatas, a los que llama «irreflexivos», no tiene empacho en contarles las desavenencias que tuvo en Antioquía con Cefas (Pedro) por ser éste “digno de reproche”. Y así podríamos recorrer toda la historia de la Iglesia, a la que san Agustín llamó «casta meretrix» (casta ramera).
 
 
Iglesia y «utopía»
 
Pero esa Iglesia, en la que creemos los cristianos, es más bien la utopía, lo que debería ser siguiendo el camino de Cristo. Debería ser «santa» o, mejor dicho, «sagrada», no profana: nunca debería confundirse con el poder temporal ni atarse ciegamente a él, sino estar libre y pobre para poder ser crítica de la sociedad profana y de sus poderes cuando éstos se desvíen del camino recto y justo.
Tendrá que ser «apostólica», o sea, mirando siempre al modelo primigenio del cristianismo para adaptarlo a las circunstancias de lugar y tiempo. Finalmente, «católica» o sea universal: las religiones han seguido frecuentemente aquel adagio:«cuius regio, eius et religio» (cada región impone su religión). Y así, si un rey musulmán se casa con una princesa cristiana, ésta debe convertirse al islamismo.
 
Identidad y participación
 
La identidad del cristiano, sobre todo en la juventud, está necesariamente vinculada a la responsabilidad activa en la evangelización. La impotencia a la que una equivocada eclesiología ha sometido a los cristianos ha sido la causa, primero de la perplejidad de éstos, y después de su alejamiento. Se trata, en efecto, de una degradación histórica del cristianismo primigenio.
Allí ciertamente había «ministerios» o servicios, pero siempre compartidos y horizontales. San Pablo dice que la Iglesia debe ser como un cuerpo, en el cual ningún miembro puede considerarse inútil o meramente pasivo: “La verdad es que Dios ha colocado cada miembro en el sitio correspondiente del cuerpo, según quiso. Si el total se redujera a un solo miembro, ¿dónde quedaría el cuerpo? Pero de hecho hay muchos miembros, y un solo cuerpo. El ojo no puede decirle a la mano: «No tengo necesidad de ti»; ni tampoco la cabeza a los pies: «No tengo necesidad de vosotros». Muy al contrario, los miembros del cuerpo que parecen más débiles que otros son indispensables; y los que consideramos menos respetables en el cuerpo los rodeamos de un respeto especial; y nuestras partes vergonzosas reciben un trato más recatado, que no necesitan los demás miembros decentes. Total, que Dios ha combinado los miembros del cuerpo, asignando mayor dignidad al que menos tiene, para que no haya división en el cuerpo, sino que los miembros se preocupen solidariamente del mismo proyecto” (1Cor 12,18-25).
 
Este modelo, no solamente primigenio, sino rigurosamente apostólico, fue olvidado y desatendido cuando las iglesias cristianas, contagiadas tanto del modelo judío como del romano, establecieron las «clases» dentro de ellas.
Es decir, había dos clases: el clero y los laicos o seglares. Aquél era depositario de toda la doctrina y de todos los ministerios; los fieles eran tratados como un rebaño dócil que no tenían más que obedecer ciegamente las enseñanzas y las disposiciones de aquél. Y así hubo una peligrosa duplicidad: la Iglesia «docente» (que enseña) y la Iglesia «discente» (que aprende). Lógicamente esa actitud de oveja pasiva lleva al «matadero», es decir, a la perplejidad, a la duda y al alejamiento.
 
Evangelización «no confesional»
 
Por eso, cuando hablo de evangelización no confesional, quiero decir dos cosas.
Primera, que la evangelización no tiene que estar encuadrada necesariamente en la órbita clerical, ya que todo cristiano, por serlo, tiene derecho, hasta obligación, de comunicar su fe junto con su testimonio transparente y sin ejercer la mínima coacción ni extorsión.
segunda, que hay que superar el «clericalismo», en virtud del cual el Evangelio sería monopolio del mundo clerical; a los laicos les correspondería lo que la Iglesia «docente» les enseña sin ocasión para el diálogo, siendo así que “Iglesia somos todos”, como resalta ese movimiento así titulado, que, habiendo salido de la Iglesia austríaca, ha llegado ya al mundo entero, con lo que se está creando desde abajo hacia arriba una conciencia de los católicos, en virtud de la cual todos se sienten responsables de la «entrega» (traditio) del mensaje de Jesús al mismo tiempo y en comunión con los que ejercen los ministerios.
 
 

  1. Ser cristianos «aquí y ahora»

 
En resumen: un cristiano hoy y aquí tiene que ser verdaderamente creyente para evangelizar a otros; tiene que tener una fe profunda, ya que la fe no se enseña propiamente, sino que se contagia.
Para ello tiene que ser moderadamente «anticlerical», es decir, dispuesto a luchar por superar esa división incorrecta entre cristianos de primera (clero) y cristianos de segunda (laicos). Éstos tienen que imitar a los cristianos del siglo IV, que al ver que los obispos reunidos en el Concilio de Nicea estaban remisos para condenar el arrianismo, irrumpieron en el aula conciliar y lograron vencer las indecisiones de los obispos.
 
A lo largo de la historia de la Iglesia muchos de los grandes santos y de los movimientos regeneradores partieron de la base eclesial y tuvieron frecuentemente grandes conflictos con la cumbre; pero posteriormente aquellos cristianos fueron canonizados y aquellos movimientos llegaron a formar parte del tejido eclesial. Todo ello se debe a que «Dios está en la base». Jesús llama a los pobres «bienaventurados, porque de ellos es el Reino de Dios», no solamente por ser receptores, sino por ser responsables de su extensión. San Pablo se atreve a decir que “la debilidad de Dios es más poderosa que los hombres” (1Cor 1,25). Por eso, una Iglesia con poder o aliada con él se convierte en una Iglesia débil. n
 

José Mª González Ruiz