¿Cómo y de qué libera la fe cristiana?

1 abril 2002

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Antonio Jiménez
 
Pie de Autor
Antonio Jiménez Ortiz es profesor en la Facultad de Teología de Granada.
 
 
 
 
Síntesis del Artículo
El autor, antes de nada, define la fe cristiana y sitúa la clave de su poder liberador en el encuentro con el Dios manifestado en Jesús. A partir de ahí, el «cómo y de qué» se aclaran en torno a la «acción misteriosa del Espíritu» y a la «salvación». Termina el artículo aplicando esta temática a los terrenos de la pastoral juvenil que, por lo tanto, ha de dar prioridad a la tarea de «guiar al joven a la experiencia liberadora de Dios».
 
 
 
Ya han pasado los tiempos en los que la experiencia religiosa, y más en concreto las creencias, eran consideradas generadoras de patologías o, al menos, expresiones de conflictos psíquicos no superados. Quizás hoy la tendencia vaya en sentido contrario: hacia la aceptación crédula y acrítica del potencial terapéutico de las vivencias religiosas y espirituales. No sería prudente negar el poder y el influjo de las «creencias», religiosas o no, en el ser humano desde una visión holística de su compleja realidad, en la que las diversas dimensiones (corporalidad, psiquismo, afectividad, inteligencia, espíritu…) se influyen recíprocamente. Pero conviene mantener una actitud crítica frente a la avalancha de opiniones, métodos y propuestas que provienen de ambientes esotéricos y de la Nueva Era sobre los supuestos poderes paranormales de la mente, del espíritu, de la meditación o de la oración[1].
 
Hay que reconocer que el poder psíquico de las experiencias religiosas es enorme, ya que pocos dinamismos de la persona son capaces de movilizar tantas energías interiores. Sin embargo no se debe olvidar la ambigüedad que afecta a todo lo humano: la vivencia de lo religioso y espiritual, condicionada por factores biográficos, psicológicos o ambientales, ha sido fuente de maduración y equilibrio personal y también en otros casos elemento decisivo de regresión y desestructuración psicológica.
¿Y cómo y de qué libera la fe cristiana? La correcta respuesta a esta pregunta sólo es posible si contestamos adecuadamente a la cuestión: ¿De qué fe hablamos cuando hablamos de fe cristiana? No tratamos aquí de una religiosidad o espiritualidad genéricas, ni simplemente de ciertas experiencias llamadas oceánicas, de absoluto o de trascendencia.
 
 

  1. ¿A qué llamamos fe cristiana?

 
Los cristianos somos creyentes, que afirmamos que Dios se ha revelado definitivamente en la persona de Jesucristo, en su vida, en su muerte y en su resurrección. En el marco de la tradición religiosa judía en la que trascurre la existencia de Jesús de Nazaret, nosotros reconocemos al Dios de Israel como el Dios en el que él cree y al que anuncia como creador del universo, como señor de la historia, como Padre de infinita ternura. En Jesús de Nazaret se realiza lo que significa la fe y lo que implica como fundamento de la existencia en Dios, como confianza, como entrega total, como luz que ilumina todos los caminos de la vida, incluso aquellos que, desde el punto de vista humano, conducen a la oscuridad, a la soledad, a la ausencia y al silencio de Dios.
Pero Jesús no es para nosotros solamente un creyente radical o simplemente un enviado de Dios. Confesamos que él es el Hijo de Dios. Por eso lo específico de la fe cristiana no consiste en creer con Jesús y como Jesús, sino creer en Jesús, el Cristo, y fundamentar la propia existencia en su persona y en su seguimiento. El centro del cristianismo es Dios Padre, revelado en Jesucristo, su Hijo, por el amor del Espíritu Santo.
 
Por tanto, la fe tiene ciertamente un contenido, que no puede ser olvidado ni mutilado. En la experiencia cristiana el acto personal de fe y la aceptación vital de su contenido deben estar unidos de forma indisoluble. La fe consiste en entregarse confiadamente al Tú de Dios. Es un encuentro personal que compromete a todo nuestro ser, y en el que aceptamos la palabra que Dios nos dirige.
Si se pregunta dónde radica lo decisivo de la experiencia cristiana, habrá que responder: en la fe en cuanto que fundamenta la existencia en la persona de Jesucristo. Quien vive eso con coherencia, tiene la fuerza necesaria para prestar también su asentimiento al contenido de la fe y a su expresión concreta. El cristiano no cree en una trascendencia anónima, sino en el Dios que anuncia Jesús como salvación y misericordia infinita. La expresión «seguimiento de Jesús» manifiesta el sentido último de la fe cristiana. Pero ese seguimiento no es una mera actitud existencial, ni un simple compromiso de vida. Es seguimiento de Alguien. La fe como contenido es, en su esencia, la historia de Jesús el Cristo, como punto culminante de la Historia de la Salvación, transmitida, reflexionada e interpretada por la Iglesia a lo largo de los siglos.
 
La fe es, al mismo tiempo, un acto libre del hombre y un don de Dios. En las relaciones humanas hacemos no pocas veces la experiencia de que el amor que sentimos o expresamos es respuesta a un amor, a una confianza que se nos ha otorgado primero. No siempre es así, pero esta experiencia es real. En el Antiguo y Nuevo Testamento, comprobamos cómo la fe del hombre es siempre respuesta al amor, a la misericordia, a la gracia de Dios. Desde la experiencia de la presencia de Dios en la vida del creyente, éste abre los ojos a la realidad de un amor, que lo amó primero y desde siempre. El cristiano se siente inmerso en un plan eterno de salvación, que, sin bloquear su libertad y responsabilidad, le precede desde siempre. La gracia de Dios, su amor infinito, le ilumina y lo acompaña en el camino hacia la opción de fe, como decisión humana libre y razonable (Cf. Jn 6, 44; 6, 65; 17, 24; Gál 4, 9; Rom 8, 29-30; Flp 1, 29; 2, 13; Ef 1,8).
Los cristianos pensamos que el hombre encuentra a Dios, si Dios lo guía hacia ese encuentro: el misterio de Dios es inaccesible a nuestras posibilidades humanas, si la gracia de Dios no nos abre el camino hacia el encuentro con él. Sin embargo, esto no significa que nuestra libertad sea pisoteada. El sí o el no dependen de nuestra voluntad, pero serán siempre la respuesta a un amor que desde siempre nos amó.
 
 

  1. La clave del poder liberador de la fe es Dios

 
Las creencias asumidas vitalmente, una espiritualidad que ilumine la existencia, la práctica de la meditación trascendental o de la contemplación como control mental… pueden desatar procesos terapéuticos o de sanación en los individuos a nivel fisiológico o psicológico. Es posible. Pero no es el objeto de nuestra reflexión. La esencia de la fe cristiana es el encuentro con Dios, con el Misterio trascendente, que se nos ha revelado en Jesús como amor infinito y misericordioso. Si esta fe libera al ser humano, es porque Dios lo libera. Y así lo vive y anuncia Jesús.
Jesús experimenta a Dios como el poder que genera vida, que sólo quiere el bien y que se opone a todo lo que hace daño al ser humano. Es el Dios creador que alienta e impulsa todo lo que existe: “Mirad cómo las aves del cielo no siembran, ni siegan, ni encierran en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas?” (Mt 6, 26).
 
En medio de una historia humana llena de dolor y esperanzas nunca cumplidas, Jesús confía en la ternura de Dios. Y esa confianza es la clave de su libertad sorprendente e insobornable frente a la ley y a los poderosos, libertad vivida como servicio y entrega total hasta la muerte. Dios no es el enemigo del hombre. Dios le libera de las cadenas que atan su corazón y su conciencia: el pecado, el egoísmo, el odio, el miedo, el legalismo, la angustia, la desesperanza… El Dios de Jesús no es un verdugo al acecho de nuestros errores. Es el Padre que quiere nuestra felicidad y nuestra salvación: “Jesús los oyó y les dijo: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los que se encuentran mal. Id y aprended lo que significa: «Misericordia quiero y no sacrificio». Porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 13).
Dios es aquél que ama y perdona sin límites. El cristiano manifiesta su condición de hijo de Dios, cuando deja arraigar en su corazón los sentimientos de Dios, cuando ama y perdona: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre celestial es misericordioso. No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados” (Lc 6, 36-37). Y el perdón desactiva el odio y ofrece un espacio donde hace germinar una nueva vida.
 
 
El Dios de Jesús es también un Dios sorprendente y desconcertante, que rompe nuestros esquemas y nuestros planes. Jesús lo sintió en su propia carne en la soledad terrible de Getsemaní, cuando vio cómo se acercaba la muerte: “Se adelantó un poco, se postró en tierra y oraba que, si era posible, se alejase de él aquella hora. Decía: Abba, Padre, tú lo puedes todo; aparta de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mc 14, 35-36). El Dios de la salvación y de la misericordia sigue siendo un Misterio: “Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos -oráculo del Señor-. Como el cielo está por encima de la tierra, mis caminos están por encima de los vuestros y mis planes de vuestros planes” (Is 55, 8-9).
Pero ese Misterio es, en la experiencia de Jesús, un Misterio de amor: ofrece un futuro a todos los que carecen de él. Transforma el corazón del ser humano por la fuerza de una esperanza, que va más allá de la muerte. En libertad y responsabilidad, el cristiano se pone en camino hacia el futuro sorprendente de Dios, que desbordará nuestras expectativas y esperanzas. La fe no nos evita las experiencias del desierto o de la oscuridad, de la soledad o del sufrimiento. Pero es la luz que ilumina el denso misterio de la vida y del corazón humano. La fe nos descubre a Dios como Alguien en quien se puede confiar y en quien se puede uno abandonar, porque el futuro está en sus manos y es obra de su misericordia infinita: “No os inquietéis, pues, por el mañana; porque el día de mañana ya tendrá sus propias inquietudes. Bástale a cada día con su afán” (Mt 6, 34).
 
 

  1. ¿Y cómo libera Dios? La acción misteriosa de su Espíritu

 
¿Y cómo genera Dios en el ser humano, en el contexto de la historia, de su biografía, de sus condicionamientos sociales y psicológicos, procesos de liberación? ¿Resulta superflua esta pregunta si creemos en la omnipotencia divina?
Que Dios es todopoderoso parece ser una «evidencia» cuando se cree en Dios. ¿O se podría imaginar una divinidad sin omnipotencia? Resulta frecuente, aunque a veces sea de forma inconsciente, identificar ese poder total de Dios con la imagen de un Dios soberano absoluto, señor de vidas y haciendas, capaz de cualquier capricho. No puede ser así. La omnipotencia de Dios debe ser pensada e interpretada desde la misericordia. Es la omnipotencia de su bondad infinita.
Si Dios es amor entrañable que se entrega totalmente (y en este punto es omnipotente), entonces no tiene más remedio (porque él lo ha querido) que respetar la libertad de esa criatura, que es el ser humano, que ha creado inteligente y libre. Ya Dios no puede interrumpir los procesos dinámicos de esa libertad, porque no sería pensable un Dios caprichoso e incoherente con las decisiones de su creación. Y así su amor pone límites a su omnipotencia en la historia, ofreciéndonos la realidad de un amor, aparentemente, impotente. Jesús muere porque los hombres matan. Y Dios guarda silencio (¿impotente?) ante el misterio de una libertad usada para el mal.
 
En la cruz se encuentran el amor todopoderoso de Dios, que libera a los hombres del pecado, del mal, de la muerte, y la omnipotencia crucificada de Dios, que en esta historia tiene las manos aparentemente atadas ante la libertad humana. ¿Por qué aparentemente si su impotencia es «evidente»? Porque el amor de Dios tendrá siempre la última palabra sobre nuestra vida, sobre nuestra historia, sobre nuestro destino: en el máximo respeto hacia nuestra libertad y responsabilidad, que pueden plantarse en contra de Dios, su amor es capaz de liberar y salvar a todo hombre y mujer, que deje una rendija abierta a su infinita paciencia, a su infinito perdón. ¿Entonces cómo actúa Dios en nuestra historia?
La respuesta a esta pregunta es fácil y, al mismo tiempo, tremendamente difícil: Dios actúa en la historia… como Dios. Y volvemos a empezar: ¿Y cómo actúa Dios? La reflexión anterior sobre la omnipotencia nos puede ayudar: Dios interviene en nuestra historia desde el amor entrañable y desde el respeto a la libertad humana. Pero Dios no es un objeto entre otros objetos, ni una causa más en el entramado de este mundo empírico. Dios es el Misterio trascendente, y, al mismo tiempo, el Misterio cercano que, en el corazón de la realidad creada, lo sostiene todo con su Espíritu de Vida. Lo sostiene todo, respetando sus procesos y dinámicas que Él ha desatado con su palabra creadora.
 
En el evangelio de Lucas se nos apunta hacia la respuesta, que creemos acertada: “¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide pan, le da una piedra?, o si le pide pescado ¿le dará en vez de pescado una serpiente?, o si pide un huevo ¿le dará un escorpión? Pues si vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes lo pidan” (Lc 11, 11-13).
La acción providencial de Dios se ejerce especialmente en lo profundo del ser humano, por la presencia real y misteriosa del Espíritu, que sin anular la libertad del hombre, sino más bien potenciándola, orienta su interioridad, hacia la búsqueda de la verdad y hacia la realización del bien en esta historia, si no se resiste mediante una elección consciente y libre por el mal. El Espíritu Santo es el poder creador de vida, que alienta todo hacia la salvación, transformando misteriosamente el corazón del hombre y el corazón de la realidad, como la levadura en la oscuridad de la masa: “[…] y finalmente, por el envío del Espíritu Santo, lleva a su plenitud y confirma con testimonio divino la revelación de que Dios está con nosotros para liberarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos para la vida eterna”(DV 4).
 
 

  1. La liberación cristiana se llama salvación

 
Pero ¿qué salvación? Resulta hoy difícil manejar ciertos conceptos tradicionales de la fe, cargados por siglos de historia de connotaciones ambiguas y negativas, privados de experiencias actuales de referencia que faciliten su comprensión, arrinconados en la conciencia social por ignorancia, por falta de credibilidad, por opacidad significativa, por analfabetismo simbólico. La salvación cristiana aparece así como una oferta alienante, que cae de lo alto como algo espiritualista y ultraterreno, intimista e individualista, en competencia con propuestas antropológicas, sociales o políticas de emancipación histórica, y confinada al final de la historia como un desafío a la inconsistencia de los proyectos de liberación humana. Esta imagen de la salvación cristiana no tiene ningún eco ni siquiera en la conciencia de la mayoría de los católicos.
 
En la Escritura se habla de la salvación como vida, justicia, amor, paz, perdón, liberación… Por la vida, muerte y resurrección de Jesús la salvación se experimenta «ya» en la historia, pero «todavía no» en su plenitud definitiva. Es don de Dios, pero también exige la responsabilidad del hombre, es respuesta integral a sus anhelos más profundos, a su búsqueda constante de sentido, de luz, de vida, de felicidad, de amor, de ternura, de comunión en la realidad de su ser encarnado. La salvación es el futuro y la esperanza de este universo como creación, y de esta historia como tarea inacabada del hombre. Pero es en esta historia donde acontece la mediación definitiva de la salvación en Jesús, el Señor resucitado, y es en ella donde Dios hace surgir de la responsabilidad y compromiso de hombres y mujeres, guiados y sostenidos por su Espíritu, signos, elementos de la salvación definitiva y escatológica en la búsqueda y en el esfuerzo humano en favor de la vida, de la justicia, de la libertad, de la paz.
 
La salvación significa liberación de cadenas y esclavitudes, liberación del pecado, de la maldad, del absurdo, liberación de legalismos, miedos, egoísmos, liberación de la caducidad, de la fragilidad, del sufrimiento, de la angustia, de la muerte. La salvación cristiana no es fruto de la historia, pero ya está en ella, transformándola misteriosamente, porque la salvación, en realidad, es Dios mismo: Dios presente en todo corazón que busca la verdad, que intenta hacer el bien, que anhela la eternidad de la felicidad y del gozo. Sólo más allá de la muerte descubriremos la plenitud de la salvación en el encuentro definitivo con el Misterio luminoso y misericordioso de Dios, en los cielos nuevos y tierra nueva, como final del proceso de liberación que genera la fe cristiana.
Por tanto la vivencia liberadora de la fe es real, cuando se vive coherente y responsablemente una auténtica experiencia de Dios, en las limitaciones y fragilidades de la vida cotidiana.
 
 

  1. Prioridad en la pastoral juvenil:

   guiar al joven a la experiencia liberadora de Dios
 
            Dios está presente en este mundo al que ama y al que ofrece la salvación. Pero la experiencia de Dios resulta más difícil y menos plausible actualmente para los jóvenes que en décadas pasadas. Secularización y libertad religiosa, pluralismo y tolerancia, individualismo y solidaridad, filosofía de mercado y política social, ambiente empirista y tendencias espiritualistas, participación democrática y poderes anónimos, ciencia y esoterismo, violencia y movimientos pacifistas, sensibilidad ecológica y contaminación ambiental, política y corrupción… son algunos de los binomios que describen la complejidad inabarcable de nuestras sociedades occidentales.
Así el pluralismo ideológico se hace ilimitado y reina la confusión: son muchas y muy dispares las jerarquías de valores en circulación.
Ya no se cree en los grandes mitos, grandes palabras o en las utopías políticas y religiosas. Se confía en el amigo, en la familia, en el entorno cercano, mientras se toma distancia de las instituciones sociales y se rechazan las iglesias. Se siente la necesidad de sentido, de orientación, de luz en un mundo complejo y conflictivo, pero resulta difícil fiarse de alguien porque no hay certezas absolutas.
 
Los jóvenes, en su gran mayoría, no rechazan a Dios y creen en él: pero lo desean familiar, cercano, domesticado, gratificante emocionalmente. Es preferible una imagen de Dios como fuerza cósmica manipulable, que no como un Tú en un diálogo responsable y exigente. A los adolescentes y jóvenes les resulta muy difícil comprender que la fe tiene que ver también con desierto, sed, abismo, noche oscura, con el Mysterium tremendum et fascinosum de la búsqueda religiosa del ser humano durante milenios.
Adolescentes y jóvenes crecen pensando que las cosas… –y también desgraciadamente las personas– funcionan y actúan por simple presión de botones. Y en la informática podemos borrar una palabra fuera de sitio, una página brillante, una historia o una imagen, o toda una biblioteca… con sólo tocar una tecla, sin ningún tipo de dramatismo. Se pasa por la vida intentando que los acontecimientos, vivencias y experiencias no dejen huellas, siempre ligeros de equipaje para no perder las múltiples ocasiones que se presentan, provisionales y pasajeras como hojas de otoño. Lo más acertado es no hacer renuncias ni grandes sacrificios, no comprometerse para siempre: patinar, flotar, volar… no atarse ni dejarse entusiasmar por la pasión.
¿Serían comprensibles hoy las aventuras religiosas de Moisés, de Isaías, de Jeremías… los desafíos inquietantes de Job o la pasión de Jesús por Dios, su abba? ¿Cómo guiar a una experiencia de Dios que estructure la personalidad del joven y que sea vivida como un proceso de liberación interior y también de liberación frente a los ídolos de todo tipo que pueblan la sociedad actual?[2]
 
5.1. Abrirse a la experiencia de la creaturalidad y del límite
 
¿Cómo abrir los ojos, la mente y el corazón a la realidad que está más allá de mis intereses, de mi yo enquistado en la comodidad, en la superficialidad, en una cotidianidad sin horizonte trascendente? Es la confrontación con la muerte la que hace definitivamente consciente de las fronteras de la vida, de la inquietante experiencia de la finitud. Los jóvenes suelen vivir la existencia como una evidencia, como algo dado. Y la muerte surge como una sorpresa imprevista que cuestiona la vida cotidiana, su sentido. La muerte obliga al realismo: la bella experiencia de la vida tiene en su seno una frontera que no se puede atravesar.
 
La pregunta sobre la muerte desata una cascada de cuestiones. ¿Qué ocurre con los imperativos éticos de la dignidad, de la libertad, de la justicia? ¿Cómo exigirlos si la inmensa mayoría de los seres humanos han desaparecido en el remolino de la muerte sin que haya para ellos la posibilidad de justicia, de libertad, de dignidad? ¿Cómo luchar por el futuro si sólo existe el abismo de la muerte? ¿Dónde fundamentar la esperanza? ¿Qué es mi vida: pura casualidad, singularidad irrepetible? Desde la vida se busca una victoria sobre la muerte: ¿será posible ir más allá, ver más allá de ese hecho oscuro, opaco, impenetrable? Y se constata en el ser humano una confianza última en que el Ser no será definitivamente engullido por la nada.
 
5.2. Educar en el sentido de responsabilidad
       y enseñar a tomar decisiones
 
Si queremos que el joven camine hacia la autenticidad de la experiencia de Dios, ha de reconocer que hay valores por los cuales vale la pena comprometer y recortar la libertad, que la vida ha de vivirse también con seriedad, asumiendo la propia responsabilidad. Esto significa saber «responder» a los demás, aceptando que ni la diversión, ni la competitividad pueden ser los motores de las relaciones personales. Que los demás deben ser acogidos, escuchados. Sus demandas sacuden nuestra conciencia y nos obligan a reconocer sus personas como valores que nos interpelan y que nos llevan al compromiso ético, que abre un camino hacia el reconocimiento de la trascendencia.
 
¿Cómo lograr el coraje para tomar decisiones que comprometan de verdad? Sabiendo elegir las cosas que cuentan realmente. Por tanto sería cuestión de una confrontación de valores. Pero ¿es posible tal confrontación sabiendo la facilidad con que se cambia de «terreno de juego», con que se convive con jerarquías de valores teóricamente no conciliables entre sí?
Quizás el camino hacia la decisión madura y resuelta en una atmósfera de gran subjetivismo tendría que venir del descubrimiento de su interioridad por parte del joven, acompañándole en el proceso de conocerse y comprenderse, y ayudándole a conseguir la capacidad de proyectarse desde dentro, desde su intimidad, desde la soledad interior en la que es posible asimilar la necesidad de decisiones que unifiquen coherentemente la propia existencia[3].
 
5.3. Acompañar en la experiencia de oración
       y hacia el compromiso gratuito
 
La fe es confianza, entrega en las manos de un Misterio que me sale al paso en Jesús el Señor. En un encuentro personal, guiado y sostenido por el Espíritu de Dios, el creyente se abre a una presencia que no se deja controlar ni manipular por los sentidos. Encuentra su fundamento último en Alguien que le ama desde siempre. En él se ancla radical y existencialmente. Lo específico de la fe cristiana consiste en creer en Jesús, el Cristo, y fundar la propia existencia en su persona según su palabra y su Espíritu. Esta experiencia nos conduce a la luz, nos hace más auténticos, da densidad a nuestra libertad y profundidad a la realidad.
Y este proceso no es posible sin la oración. En ésta se realiza el dinamismo último de la fe. En cualquier circunstancia, en el éxito o en el fracaso, con palabras o sin ellas, en el silencio del dolor o en el silencio de la contemplación del Misterio, tiene lugar en la oración ese encuentro personal con Dios anhelado por el creyente.
 
Y aquí surge un problema para la pastoral juvenil. No es difícil crear un ambiente en el que sea bien acogida la oración comunitaria. Hay predisposición y disponibilidad para la participación gustosa en los diversos aspectos de la liturgia. Pero tenemos que reconocer que con frecuencia la oración personal naufraga en un mar plagado de escollos como la mentalidad empirista, la incapacidad para la soledad, la búsqueda de gratificación, la falta de veneración frente al Misterio, la poca profundidad del acto de fe y, por tanto, la escasa sensibilidad para descubrir la oración como el lugar privilegiado del encuentro personal con Dios.
Si la oración personal del joven se queda en el qué se trata y no con el quién se trata, se banaliza. Es la relación personal con el Tú la que decide sobre el sentido, el valor, la calidad de la oración personal. Por eso resulta difícil orar si no hay conciencia de la propia interioridad, si no se abre un espacio de intimidad a Dios, si no se sabe aguantar en la soledad frente al Misterio. Y por otro lado hay que advertir que no se debe interpretar la oración en un sentido meramente emotivo o sentimental. La oración adquiere consistencia, cuando la experiencia del amor liberador de Dios conduce al compromiso concreto en la existencia de cada día.
 
La autenticidad de la propia vida, su profundidad y su misterio se descubren cuando el ser humano se decide a descentrarse. Nuestra existencia empieza a adquirir sentido cuando es capaz de estar a la escucha del otro, de sus necesidades y de sus gritos de auxilio. Salir de uno mismo es el camino para ir logrando la autenticidad. Vivir es emprender un camino de éxodo hacia los demás. Y en ese camino comprobamos la existencia de obstáculos, de límites, tenemos experiencias de contraste que nos obligan a buscar. El otro y su sufrimiento nos impulsan a abrir los ojos y a mirar más allá. El adolescente y el joven en sus experiencias cotidianas de disponibilidad, de altruismo, de servicio gratuito, con su viva sensibilidad ante el dolor y la injusticia… van captando sus impotencias, sus límites, su realidad de criatura contingente: el otro se convierte en símbolo, puente hacia una posible realidad de la que pueda proceder la luz y el sentido que se ansían.
 
 

  1. Posibles signos de la presencia liberadora de Dios en el joven

 
La presencia de Dios en el corazón humano genera una fuerza única de transformación interior, de liberación, de conversión, de maduración. Pero Dios no es un instrumento, ni una herramienta, ni un catalizador que frena o acelera los procesos psicológicos del individuo.
Por eso, en esa interrelación original de la libertad del hombre y del amor de Dios como fuerza transformante, que respeta, sostiene, orienta… dicha libertad y sus decisiones, podemos afirmar que una experiencia de Dios que se va consolidando en la historia de un joven deja traslucir y evidenciar signos de esa presencia transformadora. Son los frutos del Espíritu vistos desde la realidad de la vida cotidiana en la concreta existencia juvenil.
 
q Actitud de gratitud
Una fe que se va consolidando hace descubrir al joven los misteriosos vericuetos de su historia por los que Dios le ha conducido con infinita ternura. Y se abre agradecido a Dios. Y contempla su vida, a pesar de sus más y de sus menos, como una historia de amor, con la que él se siente profundamente agraciado.
Hoy la gratitud no está de moda: los niños y adolescentes han crecido en la sociedad «de los derechos y no de las obligaciones». Se sienten con derecho a todo, y a lo más actúan con respeto en la exigencia obsesiva «de lo que se les debe». Crecer en la gratitud es un signo de maduración personal y creyente.
 
q Crece el sentido de responsabilidad
La experiencia de Dios ayuda a descubrir que la gratitud, como reacción a lo que se ha recibido como don, conlleva el sentido de la gratuidad, como respuesta del que se ofrece oblativamente a los demás. La gratuidad es un fruto natural de la gratitud, que intenta discretamente devolver a los otros, a Dios lo que se ha recibido. El amor de Dios es amor fundante, incondicional. Pero en sí mismo es exigente: en mi vida se debe reflejar ese amor, que me pide ser responsable, saber responder a las necesidades, a las carencias, a los gritos de los que buscan un sentido y una esperanza.
En el seno del grupo juvenil se ha de ir percibiendo cómo el joven va respondiendo a las exigencias del día a día, a los compromisos del estudio, de la pastoral, del servicio concreto a los demás.
 
q Se progresa en la identidad personal
Encontrarse con Dios tiene también como consecuencia un encuentro consigo mismo, porque se descubre a Dios como la verdad, como la luz que ilumina mi interioridad y mi misterio. Una consciente experiencia religiosa es fuente de identificación personal, de clarificación psicológica, de honda estructuración afectiva. Y por otro lado en la experiencia fundante de la fe el joven adquiere ese núcleo íntimo, ese cimiento sólido, ese fundamento definitivo que vertebra su personalidad y su deseo según una escala de valores inspirada en el evangelio.
Y quien comienza a poseerse pierde el miedo a entregarse, a confiar, a abrirse, a sentirse miembro de un grupo, que supone limitaciones y posibilidades, dependencia y autonomía generosa, saber convivir, aprender a respetar, ser capaz de acoger y de ser acogido.
 
q Aumenta la capacidad de alteridad y el respeto a la diversidad
El narcisismo ambiental hace que los adolescentes y jóvenes no sólo vivan muy centrados en sus personas e intereses, sino que les lleva a instrumentalizar y manipular sutilmente a los demás. El yo se sitúa en el centro de todo y todo es analizado y juzgado desde las posibles ventajas que le pueden proporcionar.
Cuando la fe es auténtica, tiene una enorme fuerza de descentramiento: me obliga a salir de mi escondrijo y a abrirme al Misterio, al completamente Otro. Un joven que vaya madurando en su experiencia de Dios va aumentando su capacidad de empatía, de comprensión, de encuentro, de diálogo. Y el camino hacia la alteridad conduce hacia el respeto y aceptación de la diversidad, del pluralismo, de la riqueza de los demás, de su originalidad. Este proceso es incompatible con cualquier forma de fundamentalismo, integrismo o xenofobia.
 
q Va madurando la libertad
Frente al Misterio de Dios ante el cual se siente sujeto, sostenido por un amor incondicional que lo va liberando interiormente y que lo hace responsable, el joven madura en su libertad, reconociéndola como facultad de elegir, de decidir para el bien. Va pasando poco a poco de su pequeño mundo de necesidades, dominado por una ética de las normas que le dan seguridad, pero que no le dejan crecer en autonomía, a una ética de los valores que le plantea la necesidad de aprender a trascenderse, a discernir, a sopesar sus decisiones en un mundo complejo.
 
La asunción plena y madura de la libertad es una tarea para toda la vida. Pero pensamos que una auténtica experiencia religiosa es signo ya de cierto grado de libertad interior, y al mismo tiempo se convierte en camino hacia su maduración en la entrega personal de quien sabe admirar e imitar en su vida la libertad solidaria y compasiva de Jesús.
 
q Se va reconociendo a Dios, como Misterio, como Tú,
   en el amor y en la exigencia
La experiencia de la fe en su etapa inicial muestra su autenticidad cuando Dios, en la vivencia religiosa del joven, va pasando de ser objeto de necesidad, instrumento de deseos infantiles a un Dios Misterio que se le escapa de las manos, que rompe sus esquemas, que le abre caminos inesperados. Ya no es el Dios «solución para todo», sino el sentido último de la realidad.
No basta el conocimiento intelectual, sino que la confianza inquebrantable en Dios como Misterio de luz y de ternura, que va surgiendo en el joven, crea profundos vínculos afectivos, anclando esa experiencia religiosa en los estratos más hondos de la persona, haciendo que Dios sea el corazón de su corazón. Poco a poco se va aceptando que hacer la voluntad de Dios es mucho más decisivo y acertado que la obsesiva preocupación por sacar adelante los propios planes y deseos. n
 
Antonio Jiménez Ortiz
estudios@misionjoven.org
[1] Sobre la dimensión terapéutica de la experiencia religiosa en los nuevos movimientos religiosos, cf. M. Aletti (dir.), Religione o psicoterapia? Nuovi fenomeni e movimenti religiosi alla luce della psicologia, Ed. LAS, Roma 1994; A. N. Terrin, Il sacro off limits. L’esperienza religiosa e il suo travaglio, Ed. EDB, Bolonia 1994. En el caso de la Nueva Era resulta interesante el cap. VIII (pp. 274-319) sobre el nuevo paradigma “holístico” de la salud en M. Fergusson, La Conspiración de Acuario. Transformaciones personales y sociales en este fin de siglo, Ed. Kairós, Barcelona 21988. Cf. Además sobre el mismo tema A. Fortin, Les galeries du Nouvel Âge, Ed. Novalis, Outremont 1993. Sobre el tema “fe y salud”, cf. C. Domínguez–J.Mª Uriarte–M. Navarro, La fe, ¿fuente de salud o de enfermedad?, Ed. Idatz, San Sebastián 2001.
[2] Para los apartados 5 y 6 me apoyo en mis artículos: La experiencia fundante de la fe como tarea prioritaria de la formación, en «Proyección» 48(2001) 103-120; ¿Cómo guiar hacia la experiencia personal de Dios?, en «Seminarios» 47(2001) 303-325.
                [3]Cf. R. Tonelli, Prospettive pastorali per l’educazione all’esperienza religiosa, en M. Midali-R. Tonelli (a cura di), L’esperienza religiosa dei giovani. 3. Proposte per la progettazione pastorale, Elle Di Ci, Leumann (Turín) 1997, 45.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]