Javier Barbero
Javier Barbero es Profesor de Bioética en el Instituto Superior de Pastoral (Madrid)
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Después de presentar brevemente los procesos y causas que conducen a la exclusión, el autor plantea los grandes retos que lleva consigo. Lo hace, presentando las contradicciones y la posible dialéctica en la que se puede situar el cristiano ante la realidad de la exclusión. Concluye mostrando cómo el sufrimiento forma parte también de la experiencia del cristiano que pretende acompañar al excluido.
- Introducción: el escenario
Usted forma parte del Primer Mundo, con alta probabilidad. El acceso real a esta revista y el interés por la reflexión teórica no son características idiosincrásicas del llamado Cuarto Mundo. Éste no representa a todos los escenarios de la exclusión, pero sí que puede suponer una muestra tan sangrante como cualificada. Antes de plantearnos qué pinta un cristiano allí quizás debiéramos trazar unas pinceladas descriptivas de esos territorios. Prefiero inicialmente no destacar las luces –que las hay-, las oportunidades y centrarme en las heridas, en las amenazas, al menos para no maquillar una realidad tan dolorosa. Siguiendo a José Sols[i], en el Cuarto Mundo los grados de infrahumanidad llegan a situaciones extremas que sólo son creíbles en nuestros países cuando se contemplan con los propios ojos. En la mayor parte de los casos estamos ante una miseria sin retorno, lo que desanima enormemente ante la intervención social, y una miseria que no tiende a estancarse (muerta esta generación, acabado el problema), sino a reproducirse. Por otro lado, son colectivos muy heterogéneos. No podemos hablar de «clase social», de «problemática común», ni de “sujeto histórico común”. Les une estar apeados del tren de la historia, todos están mezclados en la misma geografía, pero cada uno carga con una historia distinta, sólo inteligible cuando se le escucha a él en concreto. Quizás esta heterogeneidad sea la causa del enorme individualismo, es la ley del «sálvese quien pueda», en el polo opuesto del «juntos venceremos».
El mundo de los marginados es silencioso y está silenciado. Ellos no hablan y de ellos no se habla y no es difícil intuir que tras este silencio en el Primer Mundo escondemos un cierto sentimiento de culpa colectiva.
Estamos ante colectivos que parece que sólo tengan presente. No recuerdan, no esperan, sólo viven el ahora. Todo apunta a que carecen de sentido histórico. El recuerdo del pasado no le lleva a tener una conciencia de transformación, de esperanza de futuro, de sentido del devenir y cuando hay recuerdo, es un recuerdo sin historia. Por último, aunque suene muy pesimista, admitir que en nuestras áreas de marginación reina la tristeza, la desconfianza y estas significaciones dificultan aún más la lucha.
Pero a todo esto, ¿cómo se llega?, ¿cuáles son sus causas y sus procesos? ¿Puede ser justificable? La desigualdad social no puede ser considerada tan natural como la diferencia entre la noche y el día, no vale el argumento, por otra parte falso, de “siempre ha habido pobres”; la exclusión es una aberración con causas conocidas, caminos constatables y decisiones (ir)responsables.
- Los itinerarios de la exclusión
Como es bien sabido, a la exclusión se llega por diferentes caminos y procesos que se entrecruzan y crean escenarios de marginalidad. Algunos autores[ii] plantean la hipótesis de la exclusión social como resultado de tres vectores con sus respectivas lógicas:
- Insuficiencia de recursos: persistencia de la desigualdad, centrado en el desempleo, en especial de larga duración y las nuevas formas de pobreza económica, que algunas de ellas afectan de lleno a la subsistencia. Incluye las deficiencias formativas que dificultan el acceso al trabajo. La dimensión estructural y económica de la marginalidad.
- Vulnerabilidad de los tejidos relacionales: la creciente desagregación de las formas convivenciales, la disociación de los vínculos sociales, la emergencia de la sociedad de riesgo y la fragilización de los servicios de proximidad. La dimensión contextual y social de la marginalidad.
- Precariedad de los dinamismos vitales (confianza, identidad, reciprocidad…): la impotencia personal, que cristaliza en las ideologías de lo inevitable, el debilitamiento de la cultura popular de los barrios y, sobre todo, los nuevos procesos de socialización. La dimensión subjetiva y personal de la marginalidad.
Cualquiera de estos tres vectores puede ser la vía de acceso a una situación de exclusión pero, además, estos tres factores habitualmente se yuxtaponen, se retroalimentan. El itinerario que va de la integración a la exclusión laboral es el mismo que va de la exclusión laboral al aislamiento relacional y de éste a la ausencia de motivaciones y sentidos para vivir. Laberinto tan perverso que se reproduce a la inversa: la debilidad de los dinamismos vitales fragiliza las vinculaciones sociales y éstas alimentan de nuevo la exclusión laboral. Como se puede ver, estas tres variables se potencian de manera sinérgica; también lo harán en sentido positivo, compensándose (unas relaciones fuertes, por ejemplo, pueden amortiguar un trabajo precario). Estos factores, en función de su intensidad, frecuencia y dirección han de ser tenidos en cuenta para el análisis, prevención e intervención frente a la exclusión y –obviamente- para la pregunta por el lugar y el rol del cristiano en ese escenario de marginalidad y en esos procesos, por lo menos para disminuir las presencias ingenuas y exculpatorias de las raíces de la exclusión.
Para desvelar los posibles retos he elegido la figura del oximoron, que funciona, como afirma Jorge Luis Borges, de la siguiente manera: “se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de una luz oscura; los alquimistas, de un sol negro.” El objetivo es plantear las contradicciones y la posible dialéctica en las que se puede situar el cristiano ante la realidad de la exclusión. De hecho, las paradojas son innumerables y las certezas –quizás felizmente- escasas.
- Oximoron: claves y cerrojos para una presencia
3. 1. El individuo comunitario o la comunidad particular
Tiene que ver con el segundo itinerario de exclusión. La exclusión se produce en la comunidad y se resuelve desde ella. Sin embargo, comunidad es una palabra enormemente polisémica. Desde luego, no se define por vivir bajo el mismo techo. El creyente suele encontrarse en conflicto permanente cuando no ha integrado en el mismo medio la comunidad de fe con la comunidad social en la que está inmerso o simplemente cuando hay mucha disonancia entre ellas. De hecho, desafortunadamente, suelen conformarse como compartimentos estancos. Comunidad suele ser una manera de ver y de compartir con las personas de nuestros espacios cotidianos. Lo que hace comunidad es la relación y el vínculo significativos, la comunicación como posibilidad de compartir, de intercambiar, de comentar, de celebrar. Pero lo fundamental es que no existen límites claros entre las personas que pertenecen a esa comunidad. Se trata menos de identidad y más de sentido de referencia, más de calidad del vínculo y menos de carnet de afiliación, más de consistencias que de lazos puntuales en función de la necesidad.
Frente a la tendencia al individualismo colectivo/grupal –nuestros nichos ecológicos privados y semicerrados donde la autosatisfacción llega a límites insospechados- las personas excluidas necesitan tejidos relacionales sólidos en los que no se tenga miedo al vínculo afectivo significativo y duradero y al compromiso convivencial. Estos dos requisitos serán imprescindibles, pero ello no significa que absoluticemos el “vivir en” barrios marginales o “vivir con” los propios marginados, sino que entendemos que esas mediaciones, de por sí muy importantes, pueden ser disonantes si no van acompañadas de otras significaciones que las cualifiquen. No vaya a ser que los marginados se acaben convirtiendo en medios para otros fines para nada legítimos (prestigio social o eclesial y un largo etcétera). Lo sustantivo en la comunidad son las presencias y los vínculos, no las paredes, es decir, un espacio cuyo objetivo será, al menos, acortar distancias y establecer cercanías y esto puede valer tanto para una comunidad religiosa como para lo que podríamos denominar un ”piso de acogida”. Ciertamente, una de las claves puede estar en cómo hemos puesto realmente en juego y en riesgo los afectos, pero no olvidemos, como afirman algunos teólogos brasileños que “la cabeza piensa donde pisan los pies”.
3.2. Silencio elocuente y protagonismos representados
Decíamos que el mundo de los marginados está silencioso y está silenciado y esto pasa no sólo porque la tendencia del sistema sea la de acallar el grito de protesta, sino porque la “lucha por los pobres” se convierte en la excusa para pretender representarles. El problema de defender a los pobres bajo cualquier narración, con sus respectivos métodos, lógicas y promesas, es muy viejo. Cada día estoy más convencido que nadie puede representar a nadie desde posiciones tan asimétricas.
Se ha afirmado que la Iglesia tiene miedo a dos realidades: al Dios complicado y comprometido con el reverso de la historia y a los pobres como sujetos históricos, constituidos en actores de su propio desarrollo. Trabajar en escenarios de exclusión supone dejar el protagonismo -que no «darlo», pues les pertenece- a los sujetos excluidos y promover las condiciones por las que puedan recuperar el grito y la palabra. Los pobres no son ni mejor ni peor que los demás humanos. La diferencia es que son pobres, es decir, personas privadas injusta e involuntariamente de los medios esenciales que permiten vivir en condiciones dignas. Por eso es por lo que estamos a su lado, por una cuestión de justicia. Por ello, “prefiere el riesgo de equivocarte con los pobres a la pretensión de acertar sin ellos”, como sugiere Frei Betto.
Estas cuestiones tienen mucho que ver con el tercer itinerario que conduce a la exclusión. Existen dinamismos vitales que pueden ser desenterrados y procesos subjetivos que no caen en la trampa de las ideologías de lo inevitable. Pero para ello se necesita que creamos en ellos, sin ingenuidades pero desde la confianza y la convicción de su propio valor. Solía decir Helder Cámara que nadie es tan rico que no necesite ayuda ni tan pobre que no tenga nada que dar.
3.3. Asistencia emancipadora y acciones inactivadas
La exclusión produce heridas y muy profundas. Acercarse a situaciones de exclusión y limitarse al análisis de salón tiene poco de cristiano, porque de la descripción del diagnóstico no sólo se espera la definición del tratamiento, sino también el compromiso para llevarlo a cabo. Además, como luego veremos, si hay un imperativo moral para el creyente es la experiencia de sufrimiento. Ahora bien, la experiencia de sufrimiento no justifica todos los «qué» ni cualquier «cómo». Se trata de ir cerrando heridas y, a la par, de ir abriendo brecha. El trabajo asistencial y -que no su vertiente más lastimosa, el asistencialismo- sólo puede justificarse si a la par se combina con el esfuerzo por la emancipación y la reivindicación de dignidades. Ambas energías se necesitan unas a otras, porque tan reales son las heridas como las capacidades.
Se trata de pasar de hacer actividades a generar procesos. En este sentido el cristiano ha de centrarse más en las acciones que en las actividades. En la siguiente tabla, elaborada junto con mi buen amigo Andrés Castillo, se proponen de modo esquemático las diferencias entre ambos conceptos. La actividad acaba convirtiéndose en el hacer por hacer; la acción tiene como objetivo desencadenar un proceso que transforme a la persona a partir de su propia implicación.
ACTIVIDADES | ACCIONES |
Temporalidad cerrada | Temporalidad abierta |
Se justifica en sí misma | Justificación en función de objetivos |
Mide resultado: nº participantes, horas | Mide proceso: crecimiento |
Te vincula con objetos | Te vincula con personas |
Para qué | Por qué |
Ideología latente | Ideología explícita |
Corto plazo | Largo plazo |
Fin en sí mismo | Medio para un fin |
Cuantitativo | Cualitativo |
Destinatarios (usuarios, clientes, benef) | Protagonistas |
Implicación pasiva | Implicación activa |
La transformación de los otros | La transformación de todos |
Punto de llegada (encadena) | Punto de partida (des-encadena, libera) |
Tiende a repetirse sin evaluación | Tiende a evaluarse para no repetirse (la realidad es flexible) |
Busca que la realidad se acople a ella | Intenta acoplarse a la realidad |
Puntual | Permanente |
Reacción / Emotivo | Programación / Racional |
Activistas | Compañeros de viaje (del propio y del ajeno) |
Sanador Herido | Sanador/Herido Sanador/Herido |
Beneficencia | Autonomía |
3.4. Voluntariado militante.
Cada día soy más escéptico con los voluntariados. Y como es lógico no se puede meter a todas las iniciativas y organizaciones en el mismo saco. Mi sospecha es que muchas actividades de voluntariado sólo sirven para lavar la cara a un sistema que genera lo que después pretende -al menos formalmente- aliviar. Esta reflexión sólo se centra en las consecuencias. Pero también debíamos preguntarnos por el compromiso de fondo. El voluntario actúa desde el tiempo libre sobrante y el militante pretende transformar desde el tiempo liberado, construido y compartido.
Las personas en situación de exclusión claramente distinguen entre los voluntarios y los militantes, aunque sus enunciados puedan ser muy diversos. En el fondo saben con quién participan en actividades para conseguir bienes y con quién caminan para compartir sus ansiedades y sus deseos. Desde unos el vínculo se instrumentaliza, mediatizado por los servicios perseguidos; desde otros el vínculo se personaliza y se tiene la percepción mutua de formar parte de un camino que en muchos de sus trazados se ha convertido en común.
Desafortunadamente hoy los voluntariados están colonizados por el Estado -desde la ley de voluntariado- y el mercado. El riesgo está en convertir los voluntariados en gestores de servicios. Se privatiza -concertando o subvencionando- la provisión de servicios de ámbito social o psicosocial, instrumentalizando la solidaridad. Dime quién te paga y te diré a quién sirves. La Administración sabe sobremanera que la financiación acarrea dependencia y que así se acaba con una de las diferencias de los movimientos sociales: la apuesta desde, por y con lo fronterizo.
3.5. El hogar como república privada.
Quizás es ésta la dialéctica más perversa del creyente que interviene en situaciones y contextos de exclusión: lo público y lo privado. Lo habitual suele ser: vivo en un barrio de clase media, con un sueldo y un nivel de vida de clase media con lo que consigo que a mi familia, como es lógico, no le falte de nada. No hay lujos, pero tampoco una austeridad franciscana. Queremos vivir sin destacar visiblemente de nuestro entorno. Como un buen número de españoles, pago mi hipoteca para tener un piso, no como búsqueda de inversión, pero sí como medio de tener en el futuro un mínimo de seguridades ante cualquier eventualidad. En éste mi hogar, mi espacio privado, explicitamos nuestros valores cristianos y lo que queremos comprometernos con los excluidos.
Por otro lado, parte de mis ingresos se vehiculan hacia organizaciones que trabajan en el Tercer o Cuarto Mundo, pues entendemos que la solidaridad también -que no sólo- se expresa en euros. Y, por otra parte, apretamos los horarios y los cansancios para intervenir en algunos proyectos muy concretos donde podemos echar una mano en asociaciones que persiguen la solidaridad con los colectivos más desfavorecidos. Solemos decir que difícilmente se puede pedir más.
Pero eso sí, una cosa es mi hogar («propiedad» privada) y otra muy distinta el escenario social (el espacio público) en el que yo participo. Se produce una disociación difícilmente inteligible y siempre tensa. Formalmente hasta podemos admitir que el hogar es una casa abierta, una «res-pública» que puede dar cabida a otros, pero en último término el modo de vida, la suficiencia económica, el nivel de seguridades efectivas y afectivas y el arco de autonomía para las decisiones importantes tienen muy poco que ver con las personas y grupos que están en situación de exclusión. Y no se trata, precisamente, de igualarnos en las dificultades y en las miserias, faltaría más, pero sí de cuestionarnos acerca de las estructuras y procesos que generamos en el entorno privado y que nos alejan a veces frontal, significativa y sistemáticamente de poder hacer un camino, si lo desean, con ellos.
El poder justifica su alejamiento de la realidad desde lo privado, que se convierte en una especie de derecho absoluto; posiblemente hay que retomar conceptos como el «bien común», «sociedad civil», «sujetos plurales» para reivindicar que hay causas públicas cuyas fronteras no pueden ser ni el hogar privado ni las administraciones del Estado.
Uno de los escenarios en los que se suele sustanciar la distancia entre lo privado y lo público es el ámbito profesional. Desde lo profesional se puede acabar justificando casi todo o mejor dicho desde lo que podíamos denominar el «profesionalismo». Desde ahí se compartimenta el mundo generando una fragmentación interior y una puesta en práctica del pensamiento instrumental lo que, en sus casos más extremos, como el de los funcionarios nazis, te lleva a no reconocer diferencias entre personas y no-personas[iii].
3.6. Lo inédito viable y la esperanza desesperada.
Lo inédito viable, esa certera expresión de Joaquín García Roca que pretende describir el concepto de utopía, nos sitúa en la dialéctica de la realidad y el deseo. Él suele decir que lo inédito viable sería el lugar donde la estrella y el fango se juntan.
En los contextos de exclusión, además, tenemos que recuperar el lenguaje de la esperanza. El cristiano no puede vivir en la trampa de las ideologías de lo inevitable. El problema es que nuestra lógica cuando nos posicionamos en terrenos de exclusión se nutre de ingredientes realistas-pesimistas y cultiva demasiado poco la dimensión profético-esperanzadora. Ciertamente la realidad es muy dura, lo decíamos al principio, y no permite ingenuidades cuando se lleva a tanta gente por delante, pero la misma crudeza nos puede poner el velo frente a dos falsedades. Primero, la que sostiene una buena parte de la derecha afirmando que no vale la pena movilizarse ante los poderes económicos que hoy dominan el mundo, es decir, están las cartas echadas y lo único que podemos hacer es adaptarnos a y aliviar tanta impotencia. A todo ello Pierre Bordieu contesta con una sugerente metáfora: ¿acaso no se pueden poner cortafuegos ante el -teóricamente- imparable fuego devastador? Al poder hay que crearle cortafuegos. ¿Cuál? El de la palabra porque, de hecho, el poder ha ganado la batalla en la palabra, tiene la capacidad de formular los problemas y, después, de crear confusión con su hemorragia de palabras sin sentido… Generar un cortafuegos es desmontar, desenmascarar allá donde hay mentira y trabajar desde la actitud subversiva de la búsqueda de la verdad.
Por otro lado está aquella izquierda que piensa que los excluidos, las víctimas tienen la conciencia tan adulterada, tan alienada que no son capaces de constituirse en sujetos ni en salir adelante. Será que necesitan representantes…
Y un último comentario citando a García Roca[iv]: «hoy el lugar donde se ha domiciliado la utopía es en lo cotidiano. No podemos desplazar el concepto de utopía a lo ideal. Dentro de la tramoya tiene que haber deseos. Mi apuesta por lo utópico son los sueños diurnos». ¿Seremos capaces de recrear hogares y comunidades verdaderamente utópicos?
3.7. Sociedad política y política social.
Ante tanta injusticia y ante tanta experiencia de sufrimiento muchos creyentes inician caminos en paralelo. Para unos las transformaciones sólo pueden venir desde el trabajo político -sea o no desde los partidos- que inquieta, pide posicionarse, se manifiesta y reivindica incesantemente. El planteamiento es el de un ciudadano que «hace política».
Para otros, estar en territorio vital de exclusión supone proponer, seguir o contradecir ciertas políticas sociales, desde los colectivos compañeros de viaje de las personas excluidas. Creen que, por razones de efectividad y de credibilidad, su tarea es «hacer intervención social», bien desde la acción pura y dura, bien desde la presencia, bien desde ambas.
Desafortunadamente estos caminos, decíamos, avanzaron en paralelo. Además, bajo acusaciones mutuas de «ideologías sin rostro» o «asistencialismos sin ideología» estas personas y colectivos se han ido incomunicando.
Llama la atención la diferente acepción de dos términos que provienen de la misma raíz: sociedad y social. Cuando se utiliza como sujeto -sociedad- el término evoca dignidad, capacidad colectiva, identidad. Cuando se utiliza como adjetivo -social- el término suena a problematicidad, a herida, a enclave sectorial al que no vamos todos. A los servicios sanitarios acudimos todos indistintamente; a los servicios sociales sólo acude una parte, un sector de la sociedad, aquél del que se desconfía para ejercer su protagonismo y sus derechos.
3.8. La acción contemplativa y la denuncia anunciada.
El creyente que trabaja con personas en situación de exclusión corre el riesgo de caer en la trampa del activismo. Son tantas las urgencias, tan vivos los emergentes, las crisis tan frecuentes que puede llegar el momento en que se pierde perspectiva y uno acaba convirtiéndose en un pseudoexperto en resolución de problemas. ¿Dónde está el problema? En lo que deja.
El activista no escucha, ni a él, ni a los excluidos, ni la Palabra, ni a Dios. No escucha porque no tiene tiempo ni cronológico ni biográfico. Y quien no escucha difícilmente puede contemplar. La contemplación tiene dos caminos: el de la realidad también maravillosa, evocadora y tierna de las personas excluidas y el de ese Dios personal con el que podemos conectar con o sin mediaciones de mayor calado.
La presencia de Dios desde la Palabra convierten a ésta, como afirma Antonio Andrés[v], en indigesta ante cualquier intento de aprobación por la modernidad: el Dios siempre mayor que nosotros y nuestros sistemas de opiniones, certezas y creencias, y los testigos silenciosos o silenciados del Dios siempre menor, que se había identificado en los más pequeños e insignificantes de la sociedad.
La acción contemplativa, esa especie de oración activa y creadora, es un ingrediente imprescindible para el cristiano que se deja fluir en estos ámbitos. Otra cosa serán las modalidades y las mediaciones, siempre tan diversas y plurales, pero su presencia es fundamental. Como afirma Frei Betto, “haga de la oración un antídoto contra la alienación (…), porque orar es permitir que Dios subvierta nuestra existencia, enseñándonos a amar como Jesús amaba, liberadoramente”.
Tan necesaria es la oración como la denuncia de las causas estructurales -mediadas por decisiones técnicas y políticas- que generan exclusión. La mirada radical -es decir, hacia las raíces- es compatible con la mirada contemplativa y filial hacia el Dios Padre que nos ama.
3.9. La justicia desigual.
La justicia se suele representar como esa mujer con los ojos cerrados como fiel de la balanza. La justicia perfecta es la justicia ciega, la que no ve porque todos somos iguales, con lo que se pasa por encima de la desigualdad. El espacio de la justicia es el de la equidad, el del compartir las reglas de juego. ¿Qué aporta el binomio igualdad-desigualdad? La sensibilidad por la diferencia, la desmitificación de ese concepto de justicia y una apuesta -realmente diferencial- por la igualdad de condiciones y no sólo por la igualdad de oportunidades. El compromiso no es sólo con las oportunidades, sino también por la igualdad de las condiciones para, en último término, posibilitar que se pueda conseguir igualdad en los resultados.
El encuentro en territorios de exclusión supone el encuentro con lo diferente. Todos tendemos a conformar la realidad desde la uniformidad que nos calma, porque creemos que eso nos protege. En otro sitio definíamos el cuidar[vi] –tarea mutua importante en los escenarios de marginación- como “reconocer en el otro su dignidad y su diferencia” y desde ese reconocimiento de la diferencia, no siempre tan disonante, podremos no ceder a la frecuente tentación de la homogeneización y del “café para todos”.
- El sufrimiento como imperativo ético: últimas reflexiones
Compartir con los excluidos de este mundo supone, entre otras muchas cosas, no huir de su experiencia de sufrimiento, con la dureza que ello implica aunque –por qué no decirlo- con la vida que en ello se comunica. Hace no demasiado tiempo a Pedro Casaldáliga se le dio la graduación de “Doctor Honoris Causa” por la Universidad Estatal de Campinas, en Brasil. El título del discurso de aceptación fue “Passionis Causa” vivo reflejo del significado profundo de la palabra “pasión”: padecimiento, agudo y temido por un lado e ilusión, creación de vínculo significativo, por el otro. Podríamos decir, en este sentido, que un cristiano sin pasión –en su doble acepción- difícilmente se puede identificar con su mismo ser cristiano.
El sufrimiento también forma parte de la experiencia del cristiano que pretende acompañar al excluido. El creyente tendrá que pedir y buscar ayuda para que su tarea no quede excesivamente contaminada por tanto sufrimiento compartido. En ocasiones, el cansancio se apodera y pueden dar ganas de tirar la toalla o de acabar justificando lo realmente injustificable. Aquí hay que estar muy alerta, al menos para que no nos ocurra aquello que denuncia, no sin sorna, el sociólogo nicaragüense Freddy Quezada: «Nada pudo hacer a algunos más millonarios en efectivo, en poder o en espíritu que defender a los pobres… hasta que empezaron a cansarse. Efectivamente, el sol salía para todos, como ellos decían, con la pequeña diferencia que, después de la decadencia de los metarrelatos, a muchos nos produjo ampollas y a otros los dejó exquisitamente bronceados».
De nosotros se espera, además de no huir del sufrimiento del sujeto concreto, una cierta capacidad de hacer frente a las ideologías de lo inevitable, de reivindicar activa y permanentemente el espacio de la utopía. ¿Para qué sirve la utopía?, se pregunta Eduardo Galeano en boca de Fernando Birri, … «pues precisamente para eso, para caminar».
Por último, decir que la realización de ese camino nos suele enfrentar con la encrucijada del poder. Desde la asimetría es muy fácil ejercer poder, aunque lo revistamos con edulcorantes autojustificativos. La cuestión central estará en la utilización que hacemos del mismo y en los mecanismos reguladores que llevan a que no se convierta en un fin en sí mismo. El poder corrompe y el verdadero militante, como lo fue Jesús, es un servidor dispuesto a dar la propia vida para que otros tengan vida; por ello, no se siente humillado por no estar en el poder, ni orgulloso por estarlo. El creyente no ha de confundirse a sí mismo con la función que ocupa. Pero la tentación es muy grande y la libido dominandi también.
La vida sigue y el creyente y la Iglesia seguiremos permanentemente interpelados, debatiéndonos entre falsas dobles lealtades (no se puede servir a Dios y al dinero), integrando inconsistencias, revisando prioridades y asumiendo el riesgo de acompañar -si ellos lo desean- el camino de otros. Un último matiz: para caminar juntos hay que celebrar juntos. En los espacios más duros se puede seguir celebrando vida y éste es un magnífico indicador de que estamos realmente recuperando[vii] la presencia, la inocencia y la conciencia con los que casi nada tienen.
[i] Sols Lucia J. Teología de la marginación. Los nombres de Dios. Cuadernos “Cristianismo y Justicia” nº 46. Barcelona: Cristianismo y Justicia, 1992.
[ii] García Roca J. Contra la exclusión: responsabilidad política e iniciativa social. Santander: Sal Terrae. Aquí y Ahora 28, 1995.
[iii] Ricoeur P. “Discurso de Investidura Doctor Honoris Causa”. Acontecimiento 1993, 29: 43-46.
[iv] García Roca J. Entrevista. Zaguán 1999, 14: 14.
[v] Andrés A. Escuchar a Dios, entender a los hombres y acercarme a los pobres. Madrid: Acción Cultural Cristiana, 2001.
[vi] Barbero J. La ética del cuidado. En: Gafo J y Amor JR (ed). Deficiencia Mental y Final de la Vida. Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1999; 125-159.
[vii] Barbero J. Afectado por el Sida. Madrid: CREFAT, 1997.