Póngase en situación. Usted y su cómplice Won Tun (un científico chino) han entrado por la noche en un laboratorio rural y han robado la fórmula secreta de un revolucionario yogur con sabor a bacterias coliformes. La Guardia Civil les da el alto a la salida del laboratorio, pero a ustedes les da tiempo a ocultar la fórmula robada junto a un poste de teléfonos. Luego les detienen y les enjaulan en dos calabozos separados para que no puedan comunicarse. Uno de los guardias le esboza la situación (mientras el otro hace lo propio con Won Tun):
-Mira, listo, lo mejor es que me digas dónde habéis escondido la formulita. Si tú cantas y tu colega no, saldrás libre y a él le caerán dos años.
-Un momento -responde usted-. ¿Y si él también confiesa?
-Entonces pringáis un año cada uno.
-Pero espere, espere, y ¿qué pasa si no confesamos ninguno de los dos? Sin prueba no hay delito.
-No, pero les calzo a los dos un multazo.
-¿Por qué?
-Por beber en la calle, mismo.
-Hombre, eso no está mal, pero claro, si yo no confieso y él sí, el tipo se va de rositas y a mí me caen dos años.
-Justamente. Así que a cantar.
¿Tiene razón el guardia? ¿Le conviene a usted cantar? La situación ideal sería que ni usted ni su cómplice confesaran, desde luego, porque así se irían los dos de rositas pagando una simple multa (que después se vería compensada con creces por la venta de la fórmula del yogur a una empresa competidora). Pero ¿se puede usted fiar de su cómplice? Porque si usted no canta, pensando que él es un buen tipo y va a hacer lo mismo, y luego resulta que él sí canta, a usted le caen dos años y el maldito Won Tun vuela y encima se lleva la fórmula, y por ahí sí que no. Más aún: como es obvio que Won Tun estará pensando lo mismo en este momento, seguro que el tío canta la traviata de Giuseppe Verdi por lo que pudiera pasar, y como usted no le haga la segunda voz, se cuece en la trena. Vaya problema endemoniado. Si al final iba a tener razón el guardia.
Ésta es una versión como otra cualquiera del llamado ‘dilema del prisionero’, formulado en 1950 por el matemático norteamericano Albert Tucker, uno de los pioneros de la teoría de juegos. Se trata de una paradoja, porque el resultado más frecuente de una situación semejante será que los dos cómplices confiesen (cada uno por miedo a que lo haga el otro), cuando es obvio que lo mejor para los dos sería que ninguno lo hiciera. La moraleja podría formularse así: hay veces en que, incluso desde un punto de vista egoísta, más vale cooperar. El dilema del prisionero de Tucker ha dado lugar a flujos incesantes de literatura técnica en disciplinas como la economía, la sociología, la teoría política, la filosofía y la biología evolutiva.
Uno de los ejemplos reales más ilustrativos del dilema del prisionero fue el extraño comportamiento de la prensa británica a mediados de los años noventa. La empresa editora de The Times tuvo la brillante idea de recortar a la mitad el precio del periódico para arrebatar lectores a la competencia. Naturalmente, los demás prisioneros se vieron forzados a hacer lo mismo, con lo que ni The Times ni ningún otro diario ganaron un solo lector, y lo único que consiguieron todos fue reducir sus ingresos a la mitad y ponerse al borde de la quiebra.
Hace tres semanas, Gregory Berns y sus colaboradores de la Universidad de Emory imprimieron un giro inesperado al asunto (Neuron, 18 de julio). Utilizaron la técnica de la ‘resonancia magnética funcional’, que permite ver qué zonas del cerebro se activan durante la ejecución de alguna tarea mental, y la aplicaron a 36 voluntarias, distribuidas en diversas combinaciones de dos o más, mientras jugaban a una versión informatizada del dilema del prisionero. Cuando una voluntaria decidía confesar -es decir, hacerle la pascua a las demás-, los patrones de activación cerebral eran los propios de la actividad del juego, la toma de decisiones, etcétera: nada de particular. Pero cuando una voluntaria decidía cooperar, en su cerebro aparecían activadas cuatro zonas nuevas y muy bien conocidas: las implicadas en el mecanismo de recompensa, una especie de trampa de placer que nos ha tendido la evolución para garantizar que nuestro comportamiento sea biológicamente sensato (comer con hambre, beber con sed y copular con ganas activan esos mismos circuitos). Dice Berns: ‘Nuestro estudio muestra por primera vez que la cooperación social es intrínsecamente placentera para el cerebro humano, incluso cuando hay presiones racionales en sentido contrario’.
JAVIER SAMPEDRO
El País, 11 de agosto de 2002
Para hacer
Adaptar el dilema del prisionero y proponerlo al grupo. ¿Qué haría cada uno?
Lo mejor sería proponérselo a dos personas sucesivamente. Ver y analizar en el grupo las reacciones de cada uno.
Comentar: “La cooperación produce placer? ¿Por qué no cooperamos más?
Ver las propuestas de la Imagen de este mismo número de Cuaderno Joven.