CONDICIONES DE POSIBILIDAD DE LAS COMUNIDADES JUVENILES HOY

1 marzo 2004

Pedro José Gómez Serrano
 
Pedro José Gómez es profesor de la Universidad Complutense y del Instituto Superior de Pastoral (Madrid)
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Convencido de la necesidad de promover comunidades juveniles como germen de comunidades adultas, el autor intenta identificar en estas páginas las condiciones que pueden hacer más viable la consolidación de los procesos comunitarios juveniles. Como requisitos previos subraya la realización de procesos serios de iniciación cristiana, experiencias del valor del compartir, referencias comunitarias adultas, acompañamiento personal y grupal. Desde este marco de referencia centra ya la reflexión sobre las condiciones para crecer y para madurar.
 

  1. Planteamiento de la cuestión

 
Quienes nos movemos en el mundo de la evangelización juvenil constatamos las notables dificultades que afrontan los procesos comunitarios. Todos los pastoralistas coinciden en la necesidad de vivir comunitariamente la fe, pero parece que la experiencia no resulta fácil para la mayor parte de los grupos juveniles. Sabido es que la fe vivida personal y comunitariamente es consecuencia del misterioso encuentro entre Dios y los seres humanos, por lo que no puede determinarse de un modo mecánico. “Para cada hombre guarda un rayo de luz el sol y un camino virgen Dios” escribía certeramente León Felipe y algo parecido podríamos decir de los itinerarios comunitarios. Hay incluso quienes han cuestionado la conveniencia de promover comunidades juveniles, por el riesgo de que éstas se distancien o mantengan al margen de la comunidad adulta. Soy de los que piensa, por el contrario, que las experiencias juveniles de comunidad pueden ser muy positivas como germen de comunidades adultas o como paso previo para su inserción en ellas. Máxime, cuando en muchos lugares faltan esas referencias de un cristianismo maduro, están demasiado alejadas generacionalmente o no son atractivas en absoluto. Por otra parte, aunque la historia de cada grupo cristiano es un mundo que depende de sus miembros y de sus circunstancias, no es menos cierto que la experiencia compartida y contrastada de quienes llevamos años de trayectoria en pequeñas comunidades permite descubrir algunas regularidades en el éxito y el fracaso de los grupos juveniles que merecen ser destacadas. Con un lenguaje más tradicional diríamos que, también en los grupos cristianos, la gracia actúa a través de las leyes que rigen la vida ordinaria o, como señalaba Luis González Carvajal en términos más populares, que “cuando Dios trabaja, el hombre suda”[1].
 
En las páginas siguientes pienso identificar algunas de las condiciones que pueden hacer más viable la consolidación de los procesos comunitarios juveniles. Naturalmente, semejantes pistas o sugerencias tienen un valor aproximativo. Siempre habrá grupos que, debido a la profunda fe de sus miembros, a la calidad y riqueza de su personalidad o a otras circunstancias particulares, puedan haber crecido en la fraternidad alcanzando un alto grado de intensidad en dicha experiencia, saltándose los criterios pastorales que vamos a enumerar. Yo, sin embargo, deseo fijarme en la situación de la mayoría de los grupos compuestos por “buena gente” que no posee una formación, habilidades o experiencia excepcionales. Por otra parte, las condiciones de posibilidad deberían entenderse, en terminología matemática, como “necesarias, pero no suficientes”. A la postre, lo que hace avanzar o retroceder a un grupo comunitario es la fe, el amor y la esperanza con los que sus miembros acogen y responden a la llamada amorosa de Dios a vivir como hermanos. Si falta la voluntad de esta respuesta, no hay estrategia pedagógica que haga posible la comunidad.
 
Pero, ¿por qué plantearse el propósito de impulsar la creación de comunidades juveniles? En mi modesta opinión se trata de una cuestión de vida o muerte para la Iglesia ante la constatación de que “el feligrés” es un espécimen en extinción de casi nula operatividad evangelizadora. El cristianismo sociológico, esto es, el meramente derivado del ambiente social no tiene futuro. Hoy, como en los primeros siglos de la vida de la Iglesia, la comunidad vuelve a ser el lugar en el que nace, crece y se reproduce el sujeto creyente. A la permanente vocación a vivir la hermandad que nace de la experiencia de un Dios que es Amor (1º Juan 4, 8) y produce amor, se añaden hoy una serie de circunstancias que hacen la experiencia de la fraternidad aún más necesaria.
 
Resulta fácil fundamentar esta convicción apelando a la realidad. Asistimos a una profunda mutación cultural que representa un verdadero “cambio climático” y las “especies religiosas tradicionales” encuentran un entorno adverso para desarrollarse. El clima social dominante produce, más que un ataque argumentado a la experiencia religiosa, una especie de erosión continua de las convicciones creyentes, que son percibidas por la mayoría como poco relevantes para la vida o como cuestiones de “mera preferencia o gusto personal”. Desde el punto de vista estrictamente cristiano, el actual desierto social de la religión se manifiesta en que los creyentes pasan a ser minoría cognitiva (en la fe), su tipo de vida resulta alternativa (en el amor) y su misión, la lucha por la justicia y el anuncio del Evangelio, se percibe a veces como una “misión imposible” (en la esperanza). ¿Cómo mantenerse con vigor y alegría a contracorriente de algunas visiones sociales dominantes, sin poder disponer de un espacio comunitario en el que cultivar esa experiencia?
 
Por otra parte, asistimos a otro fenómeno climático adverso que K. Rahner denominó “invierno eclesial” y que refleja una reacción defensiva de la institución que, ante el cambio acelerado de las últimas décadas, huye de las culturas moderna y postmoderna intentando resguardarse en la tradicional. Esta opción, suicida a medio y largo plazo, ha conducido a un profundo desencanto entre amplias capas de creyentes y en particular entre los jóvenes que no pueden sentirse “en casa” dentro de la Iglesia por sus “achaques” de envejecimiento: falta de flexibilidad (arteriosclerosis), mirada limitada (cataratas), moral conservadora (visión chapada a la antigua), carácter gruñón (las cosas no son como debieran), estilo autoritario (en las relaciones), preocupada por sus cosas (batallitas), vocabulario muchas veces obsoleto, etc ¿Cómo descubrir entonces que la Iglesia debe ser, como señalaba recientemente José Ignacio González Faus recordando una plegaria eucarística, “un recinto de verdad y de amor, de libertad, de justicia y de paz para que todos encuentren en ella motivos para seguir esperando”[2], si los jóvenes no participan en algún grupo donde la fraternidad no sea un eslogan, sino una realidad vivida y disfrutada?
 
No podemos pasar por alto las características propias de la condición juvenil que influyen mucho, como es lógico, en la manera particular de vivir la experiencia cristiana. La mayoría de los jóvenes se ubican culturalmente entre la modernidad y la postmodernidad. La primera se percibe en la seriedad que conceden al estudio, al trabajo o a las relaciones familiares, la segunda estalla ante nuestros ojos en la forma de vestir o cuidar la imagen, en la afición por la música, en la cultura de la noche, en las formas de vivir la afectividad. Añadamos a estos rasgos el carácter de provisionalidad que tienen muchas de sus acciones y relaciones o la precariedad que contamina el segmento laboral juvenil. Respecto a la experiencia creyente están “estrenándose”, lo que puede teñir de entusiasmo los primeros pasos del seguimiento pero, al mismo tiempo, los reclamos de la sociedad del consumo y el ocio, la inestabilidad afectiva y laboral y la falta de raíces profundas, amenazan permanentemente la opción por Jesús. ¿Dónde, si no en una comunidad, podrá personalizarse al adhesión adulta al Evangelio? ¿Dónde podrán discernirse las opciones fundamentales de la vida? ¿Dónde se encontrarán las energías para perseverar y crecer en ellas?[3]
 
Con todo, podemos alegrarnos porque el Señor hace que, también actualmente, surjan numerosos grupos juveniles que, cual oasis en el desierto, nos recuerdan que el Evangelio puede fructificar en cualquier contexto cultural y social. Se trata, sin duda de grupos dispersos y vulnerables, pero cargados de creatividad, entusiasmo y esperanza. Los que yo conozco, están más preocupados por acoger y construir el Reino que por combatir con otros grupos; por tender puentes con la modernidad y la postmodernidad que por condenarlas; por unir dimensiones de la vida cristiana (espiritualidad y compromiso, fraternidad y misión, lucha y fiesta) que por separarlas. Van a necesitar, con todo, mucho apoyo de los adultos, cierto respeto institucional y un notable acierto pastoral para consolidarse sin caer víctimas del ambiente cultural, del desamparo institucional o de los tentáculos de la sociedad del bienestar. Para atravesar estos parajes apasionantes y, a veces desolados, no existen mapas oficiales, ni caminos seguros. Sólo cabe apelar a la sabiduría acumulada por los exploradores que nos han precedido y que ofrecen algunas orientaciones a nuestro caminar. En este sentido voy a referirme a las “condiciones de posibilidad para la creación de comunidades de jóvenes”.
 
Algo muy importante queda por señalar. Al leer un borrador de este texto, algunos amigos me han hecho caer en la cuenta de que se presentaba la propuesta comunitaria como algo demasiado arduo y complicado. Sin negar que se trata de una realidad exigente, hay que afirmar con rotundidad que, lo verdaderamente difícil, no es vivir en comunidad, sino adoptar acríticamente el modelo de vida dominante en el que las personas están obsesionadas por el trabajo, ávidas de consumo, apoltronadas frente a la televisión, llenas de contactos pero carentes de comunicación, alteradas por el estrés y la agresividad, en permanente actitud competitiva, preocupadas por su imagen física o profesional, etc. Estoy convencido de que la experiencia básica de la fraternidad sintoniza con lo mejor del ser humano y sus aspiraciones más profundas. ¿Quién puede decir que no aspira a ser aceptado, reconocido, valorado y querido por los demás y que no le gustaría ofrecer eso mismo a otros seres humanos? ¿Quién puede afirmar que compartir la fe, la vida, los problemas, las ilusiones, los sentimientos, los fallos, los proyectos o las dificultades con otras personas no es enormemente enriquecedor? ¿Quién puede negar que los demás con sus aportaciones, sus cualidades, sus críticas o sus sugerencias no pueden ayudarnos a crecer y desarrollarnos como personas? ¿Quién puede sostener que no desea ofrecer lo mejor de si mismo en relaciones de amor y libertad? ¿Quién puede dudar que la vida cobra un sentido más pleno y profundo cuando se entrega a un valor o una causa que trascienda el interés individual y se abra a las necesidades de todos los hombres y mujeres de nuestro mundo? Millones de personas de todas las épocas y culturas podrían testimoniar la verdad y el valor antropológico de la fraternidad, a pesar de que, en nuestro entorno, tenga más audiencia una forma de vida que, aspirando al “bienestar” consigue, mas bien, elevar el nivel y variedad del consumo al precio de cierto desquiciamiento personal y un difuso desasosiego que, aunque no suele reconocerse en un primer momento, afecta a capas profundas del ser.
 

  1. Precondiciones básicas para arrancar

 
La comunidad cristiana no se encuentra en el inicio de la vida de un grupo cristiano juvenil sino, en el mejor de los casos, en su desembocadura. Por ello, sin olvidar que “a caminar se aprende andando”, podemos mencionar algunos requisitos para que pueda plantearse razonablemente el inicio de la andadura comunitaria.
 
El primero de ellos radica en la realización previa de procesos serios de iniciación cristiana que hayan conducido a una cierta conversión inicial de la mayoría de los miembros del grupo. Este proceso es fundamentalmente vital, no “curricular”, y no puede, por tanto, presuponerse por el hecho de que los chavales hayan tratado ciertos temas a lo largo de un catecumenado juvenil. Más allá del programa diseñado, de los contenidos asimilados, de las acciones realizadas o de las reuniones celebradas interesa saber si los jóvenes se han encontrado personalmente con Jesús, es decir, si han descubierto en él a la persona capaz de desentrañar el misterio más hondo del ser humano, a una persona llena del Espíritu Santo y que, a través de su incansable acción liberadora, de su injusta muerte y su sorprendente resurrección fue capaz de revelar la presencia amorosa del Dios Padre que le habitaba. No se trata aquí de pedir a los jóvenes un alto grado de coherencia ética o de radicalismo evangélico, sino de saber si tienen algo que podamos denominar experiencia de fe o experiencia religiosa. La comunidad es un camino de seguimiento compartido. Si no existe ese deseo de organizar y orientar la vida desde la perspectiva evangélica hablar de comunidad queda fuera de lugar.
 
Para adentrarse en esta aventura resulta, también, muy positivo haber saboreado a fondo el valor de compartir como forma de vida apasionante, exigente y llena de riqueza. El cultivo de ciertos valores y actitudes permite encarnar culturalmente el ideal evangélico de la comunidad. En mi propia experiencia tuvieron mucha importancia la profunda amistad que existía dentro del grupo que iniciamos el proceso y que se había cultivado durante años; el espíritu crítico y utópico de sus miembros, que no queríamos reproducir sin más el estilo de vida dominante en nuestro entorno; la enorme sensibilidad y el interés por todo cuanto nos rodeaba (a nivel social, familiar, religiosos, político, etc.) y que demandaba una respuesta comprometida; cierta audacia para asumir opciones de tipo alternativo tanto en ámbito social como en el eclesial (objeción de conciencia, comunidad de bienes, revisión de vida, denuncia de ciertas prácticas eclesiales, etc.). Quienes han hecho suyas, poco a poco, las actitudes del perdón, de la comunicación, del discernimiento, del compartir o del servicio, y disfrutan con ellas, aspirarán de forma natural a vivir de forma estable de esa manera.
 
Otro factor que suele resultar estimulante para las fraternidades nacientes radica en la existencia de referencias comunitarias adultas, al menos, sugerentes. Porque el mayor “antisigno” que pueden percibir los jóvenes en la Iglesia es la inexistencia de grupos de cristianos que sepan encarnar el Evangelio en la vida adulta. Cuando esto ocurre, el mensaje que estamos dirigiendo a las nuevas generaciones, consciente o inconscientemente, consiste en que el proyecto de Jesús es inviable o poco interesante. Ellos sacarán la lógica consecuencia de que el seguimiento de Jesús vale, todo lo más, para la etapa juvenil de la vida; aquella en la que el entusiasmo propio de la edad, la disponibilidad de tiempo y la búsqueda de experiencias intensas convierten en atractivos los valores del Evangelio. Cuando llegue el momento de “sentar la cabeza” optarán por adoptar un patrón de vida convencional. Estos referentes comunitarios no tienen por que ser necesariamente extraordinarios, aunque si deberían poder mostrar la alegría, vitalidad y fecundidad de la fe cristiana. Los jóvenes no tienen por qué imitar a quienes van delante de ellos, pero sí necesitan modelos adultos con los que confrontar sus propias intuiciones para poder elegir su propio camino, como ocurre, por otra parte, en los campos profesional, sociopolítico o familiar. Por desgracia, en los últimos años, la distancia generacional entre los jóvenes y la mayoría de los miembros de la Iglesia se ha hecho excesiva. La práctica ausencia de la generación intermedia dificulta de forma muy significativa el estímulo de las referencias cercanas.
 
En el inicio de la aventura comunitaria resulta también positivo poder contar con alguna persona que tenga competencia en el acompañamiento personal y grupal. Una comunidad cristiana es un grupo original, tanto desde el punto de vista de la dinámica creyente, como desde la dinámica relacional. Para impulsar su desarrollo no basta conocer algunas nociones básicas sobre psicología y sociología de los pequeños grupos, aunque tales conocimientos puedan resultar de suma utilidad. Y, lo cierto, es que no abundan por nuestras latitudes las escuelas dedicadas a la formación de animadores comunitarios. Sin ellos, o sin la posibilidad de poder confrontar con personas expertas en la vida comunitaria ajenas al propio grupo los pasos que se van dando, todo el camino se vuelve más difícil. En el caso de que el catequista que había animado al grupo hasta ese momento sea quien le acompañe en esta nueva etapa, el reto consistirá en que su presencia y protagonismo vaya reduciéndose, a fin de que el grupo vaya asumiendo una responsabilidad y autonomía cada vez mayores. La ausencia de un acompañante específico podría suplirse, en la medida en la que el grupo pudiera compartir y contrastar su andadura con otros grupos afines cada cierto tiempo.
 
Finalmente, doy mucha importancia a lo que podríamos llamar el “flechazo” por la vida comunitaria. En un contexto marcado por el individualismo competitivo, por la multiplicación de los contactos pero la carencia de relaciones estables y de comunicación profunda, por el temor a los vínculos personales y a los compromisos duraderos con valores y causas, no parece fácil que surja el deseo de hacer comunidad si faltan las experiencias fuertes en las que se descubra que compartir la fe y la vida pueden ser prácticas que sintonizan con los anhelos humanos más radicales, parcialmente anestesiados por el ambiente. Quienes estamos en esto podemos poner fecha y lugar a esa convivencia, esa Pascua, esos ejercicios, ese campo de trabajo, esa experiencia de cooperación, ese testimonio personal, esa estancia en Taize, esa visita a un monasterio o a una comunidad de base en la que el sueño narrado en el libro de los Hechos de los Apóstoles logró atrapar nuestro corazón: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la convivencia, a la fracción del pan y a las oraciones” (He 2, 42), “La asamblea de los creyentes tenia un solo corazón y una sola alma. Nadie consideraba como suyo nada de lo que poseía, sino que todo lo tenían en común” (He 4, 32). Es el descubrimiento de una convicción: “Dios me dio hermanos”, como ha expresado bellamente José Luis Pérez[4]. Jean Vanier, fundador de las comunidades del Arca, en las que conviven personas aquejadas de ciertas enfermedades con otras médicamente sanas, contaba así su “enamoramiento” de la vida comunitaria: “No hay nada más bello que una comunidad donde se empieza a amar realmente y a tenerse confianza los unos en los otros. “Ved: qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos. Es ungüento precioso en la cabeza… que baja por la barba de Aarón” (Sal 133). Nunca he llegado a entender muy bien esta referencia a la barba de Aarón, sin duda porque nunca he tenido barba. Pero si el perfume que se desliza por una barba produce una sensación tan asombrosa como la vida en común, debe ser maravilloso”[5].
 
¿Cuándo se da el paso de grupo a comunidad? Es ésta una pregunta que preocupa a algunos jóvenes para quienes la palabra comunidad puede generar, en ocasiones, sentimientos ambivalentes: algunos desean ser comunidad cuanto antes; otros tienen miedo a la palabra, por haberla idealizado demasiado. Al igual que ocurre en el desarrollo personal, donde no resulta fácil distinguir el paso de la infancia a la adolescencia o de la juventud a la adultez, tampoco resulta sencillo señalar cuando un grupo cristiano posee las notas que aconsejan definirlo como comunidad. En mi modesta opinión, deberíamos llamar comunidad a aquel grupo cristiano que se siente convocado por Jesús para compartir seriamente la fe, la vida y el compromiso a favor del reinado de Dios, cuando su proyecto tiende a la estabilidad y cuando sus miembros aspiran a vivir en él todas las dimensiones de la vida cristiana (oración, fraternidad, servicio, discernimiento, celebración…). Si la agrupación es de tipo temporal (p.e. un catecumenado) o si se dedica a desarrollar sólo alguna de las acciones de la vida cristiana (p.e. la oración o una acción pastoral), deberíamos denominarlo grupo o equipo. Por otra parte, no se es cristiano o comunidad de una forma nítida y de una vez para siempre, la dinámica creyente consiste en aspirar a ser, más plenamente, aquello que ya se es en cierta medida.
 

  1. Condiciones de posibilidad para crecer

 
Suponiendo que un grupo cristiano desee iniciar el camino comunitario, parece oportuno que intente clarificar una serie de cuestiones básicas en el terreno de los hechos. Porque, efectivamente “del dicho al hecho, hay mucho trecho”, todo colectivo necesita atravesar por una etapa de definición y configuración inicial en el que se irá clarificando, poco a poco, qué es el grupo y cuál es su misión.
 
José Mª Fernández Martos ha expresado con precisión algunos desafíos que cualquier grupo que quiera avanzar por la senda comunitaria debería plantearse[6]:
 
a) El descubrimiento y cultivo de la identidad cristiana del grupo. Porque, lo normal, es que predominen en un primer momento motivaciones muy plurales: el deseo de transformar la realidad, el ideal de participar en un grupo perfecto, la experiencia de la amistad con los miembros del grupo, la necesidad de ser aceptado, etc. Sólo, poco a poco, se descubre que la comunidad nace, más radicalmente, de una llamada de Dios que nos invita a compartir y a tratarnos como hermanos a los que somos diferentes, limitados, pecadores. No asumir este reto supone introducir en el proyecto un veneno de efecto retardado que terminará conduciéndonos a la decepción, cuando los demás o nosotros mismos “no demos la talla”, cuando las actividades dejen de ser gratificantes, cuando los resultados sean pobres, cuando lleguen los inevitables conflictos interpersonales. En definitiva, opino que “Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 126, 1)
b) Clarificar la misión del grupo, lo que implica definir sus metas, su ideario, su talante, su carisma. Es cierto que toda comunidad cristiana, como la Iglesia en su conjunto, existe para ser signo e instrumento del reinado de Dios. Pero, dado que cada grupo humano lee el Evangelio en unas circunstancias únicas y que la riqueza del mensaje de Jesús es enorme, cada grupo creyente suele hacer una interpretación propia de ese mensaje, se encuentra mas sensible a ciertas exigencias y descubre modos concretos de encarnarlas. Nadie podemos ser todo al mismo tiempo. La identidad de un grupo es el horizonte utópico de valores que unifica las energías y estimula el crecimiento de todos. Por eso el grupo habrá de plantearse: ¿para qué somos comunidad aquí y ahora?
c) Definir unos criterios de participación y pertenencia. Es imposible que un grupo crezca si no sabe con quién cuenta y para qué, en qué es necesaria la unidad y en qué es legítima la diferencia. Todo grupo tiene sus criterios o normas de funcionamiento, sean explicitas e implícitas. Como sobre ellos se construyen las expectativas de todos, es preciso que sean transparentes, justos, asequibles y consensuados. Cuando esto no ocurre, el malestar y el enfrentamiento están asegurados. Es muy positivo que los criterios de pertenencia sean realmente claros y asequibles para que todos los miembros del grupo puedan saber a que atenerse y realizar su aportación. Sin embargo, no deberían convertirse en un nivel estricto de cumplimiento legalista, porque ello iniciaría una dinámica de mínimos contraria a la lógica generosa del Evangelio que exige, a cada cual, según sus talentos.
d) Establecer una estructura organizativa mínima, para que el grupo pueda llevar a cabo sus actividades con normalidad. Resulta evidente que cualquier grupo humano necesita organizar el tiempo, el espacio y todos sus recursos para cumplir con su misión. No existen formas organizativas que sean necesariamente las mejores en todos los casos. Parece que la sensatez indica que las estructuras deben estar al servicio de las tareas del grupo y no viceversa. Aunque la palabra suene mal en ambientes “piadosos”, en todo colectivo existe el poder. La cuestión es saberlo ejercer de un modo evangélico, es decir, dando la palabra a todos y facilitando la participación de los más débiles o limitados. Si nadie asume las responsabilidades o si éstas son monopolizadas por algunos, el futuro del proyecto comunitario será poco halagüeño.
e) Dinamizar de un modo sano la comunicación y las relaciones afectivas. Se trata de las realidades más ricas de un grupo cristiano pero, al mismo tiempo, de las más delicadas. Por una parte, conviene aprender a distinguir las características propias de la fraternidad cristiana (que nos une por la fe), de otras formas de amor diferentes (amistad, enamoramiento, compañerismo). Por otra parte, no todos tenemos las habilidades necesarias para comunicarnos sincera y respetuosamente con los demás, para expresar nuestros sentimientos y acoger los de los otros. Por ello, el aprendizaje de la inteligencia emocional y relacional (para el que la escuela no prepara suficientemente) y la creación de cauces para resolver los conflictos de un modo constructivo, deben ser preocupación prioritaria de los grupos que comienzan.
 
Para afrontar con éxito los cinco interrogantes enumerados, resulta decisivo descubrir y desarrollar la ministerialidad comunitaria. Esta se asienta en dos convicciones. Primera: si no surgen personas capaces de responsabilizarse de la animación y realización de las tareas básicas de un grupo, éste languidece o se sumerge en el caos. Segunda: las personas no poseen idénticas cualidades y cada servicio requiere de unas competencias específicas. En este terreno cabe realizar un par de precisiones de orden práctico. Sería ideal que todas las comunidades pudieran contar con un presbítero que expresara la centralidad de Jesús en la vida de la comunidad y su vinculación con todos los demás grupos de la Iglesia. Desgraciadamente, muchos grupos juveniles no pueden contar con la participación de un cura. No obstante, con o sin su presencia, la cuestión de los ministerios y de los carismas afecta a todos sus miembros. Todos los hermanos tienen que asumir alguna responsabilidad dentro de la vida comunitaria, lo que no significa que nadie tenga un poder o control absoluto sobre ninguna de sus dimensiones o que todas las personas tengan que hacer la mismas cosas. El ejercicio correcto de un ministerio requiere del discernimiento de todos para ver si existe verdadera vocación de ayuda, que ese servicio se armonice con el resto, que su ejercicio esté sometido a la revisión común y que se evalúe por la capacidad de implicar a todos en la actividad de la que se es responsable. Lo deseable es que el espíritu fraternal e igualitario aleje todo indicio de estilo autoritario en el ejercicio de las responsabilidades, pero ello no debería conducir tampoco a la desorganización o a dejar la dinámica comunitaria dependiente del estado de ánimo de los hermanos. La sensibilidad igualitaria y participativa propia de la cultura actual, debería ser un estímulo para la recuperación de una dinámica ministerial sana y rica.
 
Otro requisito elemental para crecer en la fraternidad consistirá en el cultivo mínimo de todas las dimensiones comunitarias básicas. Es difícil señalar desde fuera los ritmos y la intensidad con las que un grupo ha de vivir la oración, la revisión de vida, la comunicación de bienes, la formación teológica, el análisis de la realidad, el compromiso social, el expresamente evangelizador o la celebración litúrgica. De lo que cabe poca duda es de que, los grupos que olvidan sistemáticamente cualquiera de las acciones mencionadas, terminan por deteriorar su calidad de vida cristiana. Estos elementos no están simplemente yuxtapuestos, sino que se articulan y complementan. Una oración sin conversión y servicio no es oración cristiana, sino otra cosa. Un compromiso carente de espiritualidad puede ser una forma de fariseísmo progresista disfrazado. La celebración sin implicación en la vida es alineación religiosa; el análisis sin discernimiento, mera erudición. El Señor guía a sus discípulos sólo en la integración de todos los elementos mencionados y, cada uno de ellos, precisa de una atención especial.
 
Señalaba Jürgen Moltmann que resulta fácil querer a los que son iguales a nosotros y satisfacen nuestras expectativas, o durante los momentos en los que un grupo inicia su camino y todos mostramos nuestro mejor rostro[7]. No lo es tanto amar a los diferentes, a los que no responden a nuestras demandas o cuando el paso del tiempo comienza a multiplicar los roces y las decepciones, algo inevitable cuando hablamos de relaciones afectivas intensas, cuando se comparte en profundidad y cuando se da una fuerte interdependencia. Todas las relaciones intensas de amor, las que más felicidad nos proporcionan, son también las que precisan de permanente cuidado. Por ello, la creación de mecanismos de revisión, resolución de conflictos y corrección fraterna resulta decisiva para la vida duradera de un grupo. Que existan momentos periódicos en los que de modo sistemático se puedan sanear las relaciones en un clima de fe, humildad, sinceridad y cariño es la mayor garantía para el crecimiento del amor. Sólo así la comunidad podrá ser un “lugar de perdón y fiesta”.
 
Por último, quiero destacar otro elemento que ayuda a consolidar la experiencia comunitaria: la apertura externa. Frente al a tentación narcisista de vivir de sí y para sí, tan frecuente en jóvenes y no tan jóvenes, no hay mejor terapia grupal que la de abrirse a las necesidades de los demás seres humanos y, en ellas, a la voluntad de Dios. Además, cualquier grupo juvenil necesita encontrar fuera el “alimento sólido” que le nutra y vigorice para la praxis cristiana. Llegado un momento no resultan suficientes “un par de charlas anuales y tres fotocopias”. Se hace imprescindible asistir a ciclos de conferencias, retiros de oración, encuentros intercomunitarios, congresos de teología, poder leer libros y revistas especializadas, etc. De igual modo, termina siendo de importancia capital establecer algún tipo de vinculación eclesial firme. La pequeña comunidad es una realidad rica pero frágil, que requiere el apoyo de instituciones eclesiales más amplias, como las parroquias, los arciprestazgos, los movimientos, etc., a las que puede aportar su frescura y vitalidad No se trata sólo de una obligación jurídica, sino de una necesidad eclesial y vital. Cualquier comunidad aislada corre un claro peligro de desaparición si sufre alguna crisis interna o de progresiva sectarización si pierde el contacto con el resto de la Iglesia.
 

  1. Condiciones de posibilidad para madurar

 
Cuando el recorrido del grupo comunitario juvenil va dilatándose, pueden surgir numerosas circunstancias que constituyan tanto ocasiones de crisis como oportunidades de crecimiento. Sería pretencioso aspirar a enumerarlas todas. No obstante, sí podemos señalar algunos aprendizajes que resultarán particularmente necesarios.
a) Afrontar con decisión y lucidez la transición a la vida adulta
Son muy frecuentes los casos en los que grupos juveniles, aparentemente sólidos, se desmoronan cuando la mayor parte de sus miembros, que habían compartido la condición de estudiantes, toman las decisiones que configurarán su vida adulta. Si la elección de profesión, el tipo y jornada de trabajo, la formación de la pareja y la familia, la ubicación geográfica, la gestión del dinero o la estructuración del tiempo se realizan al margen o en contra de los criterios evangélicos y sin tomar en cuenta las necesidades de la vida comunitaria, la experiencia de fe vivida anteriormente puede ser insuficiente para mantener la vocación primera. De hecho, estas opciones concretas dan contenido real a nuestra opción fundamental. Casi nadie es capaz de mantenerse en el camino de seguimiento de Jesús, si las elecciones que dan estabilidad a la vida adulta no están en cierta sintonía con esa orientación. Casi nadie puede estar contento manteniendo una esquizofrenia vital permanente o defendiendo sus opciones a contracorriente de las circunstancias en las que se desenvuelve su existencia cotidiana. Como suele decir Jesús Sastre: “a largo plazo, todos hacemos lo que nos da la gana”. Y lo que a los cristianos nos da la gana, porque hemos aprendido una manera particular de ser felices es buscar en nuestro trabajo una forma de servicio, emplear una parte de nuestro tiempo en ejercer la militancia política o el voluntariado, compartir nuestros ingresos con quienes tienen menos, hacer de nuestra familia una escuela de libertad, justicia y solidaridad, practicar un ocio alternativo, vivir de un modo sencillo y cerca de la gente más humilde, superar el estrés mediante el cultivo del canto, la alabanza, el encuentro, etc. Lo dicho, no obstante, no pretende ser una llamada a pedir radicalismos heroicos o puritanismos religiosos. La realidad muchas veces no se amolda a nuestros deseos y esa es una enseñanza básica de la vida adulta. Estamos llamados ha elegir, dentro de nuestras posibilidades, los caminos que nos parezcan mas acordes con el espíritu de las bienaventuranzas, evitando tanto el perfeccionismo como el autoengaño.
 
b) Introducir una dinámica de renovación continua
El paso del tiempo erosiona todo lo humano, de ahí la pertinencia de la expresión: “renovarse o morir”. En la vida de los grupos ese desgaste puede ser aún mayor que en la realidad personal. Por ello, una comunidad que no quiera verse presa de la rutina, el desánimo, el deterioro de las relaciones, el apoltronamiento y la pérdida de la fe, tiene que crear estructuras que impulsen la revitalización. El enfado de los miembros más dinámicos del grupo suele conducir a reacciones defensivas de quienes no quieren asumir nuevos retos y a un enrarecimiento del ambiente poco favorecedor del cambio y la mejora. Suelen ser mucho más positivos que la recriminación y la crítica, el recurso al estímulo positivo y la integración en la programación general de momentos para la revisión personal y comunitaria. El hecho de que todo cristiano, por definición, tenga que asumir una actitud de conversión y crecimiento personal, puede facilitar la expresión sistemática de los objetivos personales y colectivos, el establecimiento de medios para alcanzarlos y la evaluación de los resultados alcanzados. El verdadero sentido de la revisión de vida y de la corrección fraterna no consiste en juzgar a los demás en nombre de Dios o en medirlos con nuestros propios criterios, sino en ofrecer un elemento de contraste, a modo de espejo, para confrontar lo que cada hermano dice haber descubierto como voluntad de Dios en su vida, y la respuesta que va dando a esa llamada. Nadie podemos sustituir a nadie, pero sí podemos ayudarnos a ser mejores en el plano individual y en el comunitario. Ni que decir tiene que el contraste ha de realizarse desde el respeto, la empatía, el cariño y la intención de ayudar al otro. Pero, si faltan los mecanismos habituales de revisión, se acumularán los resentimientos, toda interpelación será vista como una amenaza y la decadencia terminará atenazando al grupo.
 
c) Encontrar un espacio eclesial estimulante y enriquecedor
Dada la situación actual de la Iglesia, muchos grupos juveniles no encuentran fácil acomodo en las estructuras parroquiales. Por desgracia, el cambio de sacerdotes o el crecimiento del espíritu crítico de los jóvenes cuando aumentan de edad conducen a frecuentes choques que se saldan, en muchos casos, con la salida de las comunidades del espacio en el que nacieron. Además, son pocas las parroquias o colegios religiosos en los que el número de experiencias comunitarias sea numeroso. En consecuencia, aquellos grupos que no forman parte de familias comunitarias con copyright o vinculadas a congregaciones religiosas se encuentran en una situación de cierta orfandad y necesitan descubrir lugares en los que puedan vivir la eclesialidad de su fe y donde puedan llevar a cabo una labor pastoral reconocida, celebrar los sacramentos o compartir sus vivencias. De ahí, la conveniencia de crear vínculos con otras comunidades juveniles con las que se pueda intercambiar experiencias, búsquedas, proyectos, reflexiones, amistad y fiesta. Por otra parte, no es sano que la vivencia eclesial esté marcada por la crítica. Es, con mucho, preferible que las energías se orienten a crear zonas eclesiales de coloridos y tonalidades diversas que, sin convertir a la Iglesia en una “federación de sectas”, si la permitan aparecer como una realidad pluriforme en la que prime el respeto y el diálogo. La pluralidad del mundo juvenil y de la sociedad actual en su conjunto deberían ayudarnos a reconocer la riqueza que encierra la diversidad.
 
d) Desarrollar capacidades de adaptación a los cambios y a la diversidad
El punto de partida de los grupos cristianos juveniles suele estar caracterizado por la homogeneidad (misma edad, mismo barrio, a veces mismo colegio, misma espiritualidad, etc). Como es lógico, el paso del tiempo introducirá profundas modificaciones en esta situación: incorporación de nuevos miembros, marcha de otros antiguos, dispersión de horarios estudiantiles y mayor aun de los laborales, situaciones económicas diversas, altibajos en la experiencia de fe, cansancios y recuperaciones, formación de parejas en diferentes momentos, nuevos proyectos, llegada de los primeros hijos. Más adelante, pueden ocurrir “fenómenos mayores” que pongan en cuestión la vida en su conjunto: enfermedades graves, desempleo o pluriempleo, cambios de residencia, rupturas afectivas, nuevas relaciones, etc. Si un grupo ha asumido una forma estandar de funcionamiento y pretende mantener la “fórmula” inalterable en el tiempo, sean cuales sean las circunstancias que atraviesan los miembros del grupo, estará cavando su propia fosa. Salvo quienes se encuentren a gusto con el promedio del grupo, los demás se encontrarán asfixiados por el ritmo excesivo o quemados por su lentitud. La flexibilidad, que no ha de confundirse con la acomodación, es una virtud de los grupos. La duración de una comunidad depende tanto de la fidelidad a las intuiciones de fondo que la dieron origen como a la creatividad para adaptarse con realismo y esperanza a las situaciones de cada momento, intentando llegar lo mas lejos posible en el amor que es, en definitiva, el núcleo de nuestra fe. Aunque no venga mal practicar una cierta gimnasia de mantenimiento comunitario, resulta necesario adaptar el “vestido” al cuerpo que lo utiliza y al clima en el que se emplea, y no al contrario. Aunque aprender a combinar sanamente en un grupo la radicalidad evangélica y la pluralidad de respuestas lleva su tiempo y, casi siempre, ciertas dosis de sufrimiento, pocas cosas producen tanto gozo y resultan tan significativas para nuestros contemporáneos como la perseverancia en el tiempo de las relaciones de fraternidad y la capacidad de integrar a los que somos muy diferentes en un proyecto común.

e) Descubrir modos enriquecedores de vivir ciertos “temas calientes”
La experiencia señala que la comunicación de bienes, las relaciones interpersonales, la constancia en el compromiso, la corrección fraterna o la integración de los ámbitos familiar, profesional y comunitario presentan dificultades recurrentes. Estas tensiones son más propias de las comunidades laicales que de las de la vida religiosa que han desarrollado, a lo largo de los siglos, mecanismos institucionales para atemperarlas. En algunos casos se puede mejorar notablemente la resolución de estos desafíos, en otros hay que cargar pacientemente con las tensiones sin magnificarlas. Los cristianos tenemos algunos problemas que se derivan de intentar llevar a cabo valores apasionantes aunque difíciles. Acabar con ciertas tensiones puede conllevar la enorme factura de asumir una vida mediocre. Tener presente que el amor y la vida cuestan muchas veces el precio de la cruz no debería sorprendernos a los seguidores de Jesús. Cuando surjan estas dificultades habrá que discernir cuidadosamente si la raíz del problema se encuentra en el método comunitario propuesto para vivir esas realidades o en una falta de actitudes personales para compartir. No es lo mismo, como diría Alejandro Sanz, “no poder”, “no saber”, o “no querer” en estos ámbitos. Para evaluar adecuadamente la vida comunitaria no debemos olvidar tampoco el enorme influjo que tiene en nosotros la cultura del consumo, del bienestar, del individualismo. En este contexto, cada pequeña comunidad es un verdadero milagro (tanto en su sentido teológico como en el sociológico). Sin embargo, cuando, pese a las tensiones, se logra mantener la experiencia de la fraternidad a largo plazo se comprueba en la propia vida que, realmente, estamos hechos para el amor. Y el amor, cuando es verdadero, tiene vocación de continuidad.

  1. Una conclusión y tres intuiciones para terminar

 
No estoy muy seguro de que las pistas pedagógicas ofrecidas en las páginas precedentes sean siempre acertadas cuando se intentan aplicar a la vida de los grupos. Sí lo estoy, sin embargo, de que los grupos que no se planteen de forma consciente y rigurosa los desafíos que se han enumerado, situadas en las distintas fases de la vida de una comunidad juvenil, tienen enormes posibilidades de disolverse sin haber llegado a cuajar como comunidades adultas, al margen de las mayores o menores cualidades de sus miembros. Algunos “qués” fundamentales han sido planteados; los “cómos” deberían ser cuidadosamente discernidos comunitariamente y, posiblemente, deberán ir cambiando conforme cambien las circunstancias internas de la comunidad o del entorno en el que vive. La fidelidad ha de referirse a la llamada actual de Jesús, no a los moldes, patrones o modelos con los que hemos contestado en el pasado.
 
A la Iglesia de nuestras latitudes se le plantea en el futuro inmediato un difícil dilema que expresado en sus extremos podría formularse así: o pasar a ser una gloriosa reliquia del pasado, con la encomienda de decorar ceremonialmente algunos actos sociales o familiares aislados, o constituirse en una red de comunidades fermento que aspiran a ser, no “la chispa de la vida” que adorna como el champagne al final de cualquier noche de diversión, sino testigos de la “llama de amor viva” que habita en lo más íntimo de la existencia humana, alimentando nuestra lucha y nuestra fiesta. Pero la pertenencia eclesial efectiva de los jóvenes, será muy difícil si faltan la experiencia personal de fe, la participación activa en algún grupo, el acompañamiento cercano de algunos animadores y la realización de una tarea de servicio que merezca la pena.
 
Para madurar en la vida comunitaria con vigor y salud mental sería muy conveniente desarrollar tres cualidades evangélicas en cada miembro del grupo que, asumidas unilateralmente tienen sus peligros pero que, integradas de forma complementaria, son garantía de madurez personal y de crecimiento espiritual. Primero, saber descubrir, valorar y agradecer todo lo que Dios nos da cada día gratis (la vida, el cuerpo, nuevos retos, los hermanos de comunidad, el amanecer, la comida, el trabajo…); cada uno podemos tener mil motivos de alabanza distintos. Segundo, aceptar, acoger, comprender e intentar curar las mil heridas y limitaciones que todos llevamos a cuestas, convencidos de que la misericordia infinita de Dios debería inspirar la nuestra. Por último, estar siempre dispuestos a cambiar, a crecer, a mejorar, a entregarnos más a fondo, pues la exigencia razonable de nuestro Dios es signo de su paternidad: el no quiere hijos inútiles que no desarrollen todas sus potencialidades, jornaleros que no quieran trabajar, administradores que entierren sus talentos. Sin gratuidad, la comunidad muere asfixiada por las exigencias mutuas, amargada por “lo que no se hizo”, por “lo que falta”, por “lo que no tiene nuestro grupo”, por “lo se hizo mal”. Sin misericordia, el legalismo fariseo corroe la fraternidad y la crítica implacable convierte la convivencia en un infierno. Con el pretexto de perseguir el Evangelio podemos convertirnos en verdaderos perseguidores de los hermanos. Sin una actitud de permanente conversión, la comunidad envejece, se burocratiza, se aburguesa, traiciona la misión para la que fue constituida y pierde la alegría de la fe y la llama del Espíritu.
 
Comparto, finalmente, la convicción de Patxi Loidi cuando en su bellísima oración Una comunidad que convence y llena, sostiene que, en definitiva, lo único importante, la única condición de posibilidad verdaderamente necesaria y suficiente para hacer comunidad es permanecer abiertos a la utopía del Evangelio, no haberse cerrado a Jesús[8]. Y si Jesús dijo que “donde haya dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo, en medio de ellos” (Mt. 18, 20), no voy a ser yo quien le lleve la contraria.
 
[1] GONZÁLEZ CARVAJAL, Luis: Esta es nuestra fe. Teología para universitarios., Sal Terrae, Santander 2002, pp.126-136.
[2] GONZÁLEZ FAUS, José I.: ¿Para qué la Iglesia? Cuadernos CRISTIANISME I JUSTICIA nº 121, Barcelona, 2003, p.9.
[3] Para profundizar en esta cuestión puede verse, GÓMEZ SERRANO, Pedro José: “La desembocadura de la pastoral de juventud”, en Pastoral de niños y jóvenes. CCS, Madrid 1995., pp.259-295
[4] PEREZ, José Luis: Dios me dio hermanos, CCS, Madrid, 1993.
[5] VANIER, Jean: Comunidad: lugar de perdón y fiesta, Narcea, Madrid, 1985, p. 14.
[6] Para todo grupo que quiera caminar hacia la comunidad este artículo no tiene desperdicio. FERNÁNDEZ-MARTOS, José Mª: “¿Cómo diagnosticar la salud y dinámica de avance de un grupo comunitario?”, Sal Terrae nº 835. Santander, 1982, pp. 837-852.
[7] MOLTMANN, Júrgen: Un nuevo estilo de vida. Sobre la libertad, la alegría y el juego, Sígueme. Salamanca 1980, p. 21.
[8] LOIDI, Patxi: Gritos y plegarias, Desclee de Brouwer, Bilbao, 1996, p. 472.