Confirar «en» los jóvenes, transmitir la fe y creer «con» los jóvenes

1 enero 2002

Problemas de los jóvenes o sociales

 
Antes de nada, el ejercicio de disyuntivas que proponen los diferentes subtítulos del editorial no pretenden expandir un aire maniqueo por el mismo. Nada es simplemente blanco o negro en la vida de los seres humanos, pero tampoco gris sin más.
Propiamente hablando –empecemos el ejercicio–, no hay problemas o cuestiones juveniles, sino problemas sociales que se reflejan o condensan en los jóvenes. Para desgracia mayor, estamos configurando un mundo donde cada vez nos parecemos más unos a otros. La civilización contemporánea es una gran domadora y, poco a poco, todos vamos entrando por el aro: deseamos lo mismo, pensamos lo mismo, vestimos y comemos lo mismo. Los factores de igualación nos son bien conocidos; sistema neocapitalista, el principal. Y ya sabemos –aunque al respecto seamos no poco olvidadizos–, ese sistema infla la importancia del dinero y del poder, mientras deshincha el valor de las ideas y vínculos personales; la atmósfera engendrada, en fin, debilita los marcos de referencia del crecimiento humano, reblandece la identidad y las relaciones, exalta hasta la apoteosis sentidos y deseos, consumo y cía.
 
 

Jóvenes indiferentes o adultos «increíbles»

 
Apliquemos ahora el cuento al asunto de la religión. Se dice, con razón, que los jóvenes españoles son cada vez menos religiosos. Las causas, evidentemente, son muchas y complejas. Pero, de nuevo, ni blanco o negro ni mero gris.
Son así porque, en buena medida, los hemos hecho los mayores así. El legado de los adultos a los jóvenes, en palabras de J. González-Anleo, está muy claro: “un soberano desinterés por la religión y el sentido religioso”. Dicen los analistas que nos encontramos ante la primera generación de jóvenes que no ha sido educada religiosamente. Quizá debamos añadir: más que generación indiferente ante la fe religiosa, a los adolescentes y jóvenes de hoy les resulta literalmente «increíble» el mal estado de cuanto queremos transmitirles, el mal estado –sobre todo– en que les queremos dejar el mundo (guerras, injusticia, sinsentido, hipocresía, etc. La hoja de servicios de los adultos no está muy limpia).
Por eso, la mayor denuncia que los jóvenes hacen a nuestra civilización está en el desinterés que muestran por ella. Ni tan siquiera persiguen acusar o atacar: simplemente ignoran sus instituciones, sus voces. Tiran por su lado, sin preocuparse mucho por los caminos que toman con tal de no repetir los de antes, los de los adultos, que ya saben adónde conducen. Sienten un profundo desengaño ante la historia, cargado de escepticismo frente a cualquier ideología o propuesta racional con grandes pretensiones; de ahí que prefieran cócteles de deseo y seducción, de mucho sentimiento y algo menos de razón. De ahí, igulamente, que opten por una amalgama de individualismo y gregarismo al dictado del grupo de iguales, del derecho a la diferencia, de la asimilación mimética de pautas de consumo y del politeísmo moral y religioso.
 
 

              No ver y creer o creer para ver

 
Quizá no esté de más, antes de seguir, recordar aquello de «hacedlos cual los queréis o queredlos cual los hacéis». Pero sigamos con el «ejercicio de las disyuntivas». Solíamos definir la fe –y aún seguimos por ahí– como «creer cuanto no se ve». Aunque tal definición tenga su sentido situándala en un contexto adecuado, lo cierto es que la neurofisilogía, la psicología y, sobre todo, la pedagogía nos la han revuelto un tanto. Todas ellas nos han convencido de que nadie ve nada si antes no cree previamente en ello. Por ejemplo, seremos incapaces de ayudar a que las personas cambien si, contra cualquier otra evidencia y descaradamente, no creemos en ellas.
Uniendo este dato al anterior, resulta que –por insistir, tanto y con cierta unilaterialidad, en algo así como «la obligación de afirmar lo que no se ve»– podemos constatar cómo, más que alejarse de la Iglesia y de la religión, somos nosotros –los miembros de la primera con las formas de vivir la segunda– quienes nos alejamos de los jóvenes; aunque también éstos gesten, por su parte, un espontáneo distanciamiento.
 
 

              Educar a los jóvenes o «educarnos con» los jóvenes

 
Aún siendo plenamente conscientes de la «asimetría» presente en todo proceso de «educación a la fe», esta última alternativa exige una clara apuesta por el segundo camino. Educar nosotros y «dejarnos educar» por los jóvenes, esto es, transitar la senda del «creer en» –confiar en sus posibilidades, contar con sus propuestas y respuestas…– y «creer con» ellos y ellas –reconstruir y vivir la fe codo a codo con los jóvenes–.
Habrá que empezar, pues, saliendo a su encuentro y acogiéndolos incondicionalmente. A partir de ahí y sin chantajes…, tendremos que escucharnos mutuamente. No será fácil para nosotros comprobar cómo nos obligan a revisar, si atendemos en serio a sus palabras, no pocas formulaciones de la fe y otras tantas prácticas religiosas. Tampoco a los jóvenes les resultará sencillo desenmascarar esa realidad que, en no pocas ocasiones, han inventado a su gusto. Pero de ese modo, todos podremos irnos convenciendo de que, en el fondo, creer significa amar: amar de tal modo el mundo, las personas y sus cosas, que resulte imposible declararlas absurdas o un simple juguete del azar.
Y es que el Dios cristiano –acabamos de contemplarlo directamente en la reciente Navidad– es mucho más que un postulado: creer en Él consiste en reconocer y acoger activamente su amor, es decir, saberse acogidos en su misterio de gratuidad y llevar adelante el proyecto para el que nos capacida.
Amar para creer, creer para amar… ¡Feliz 2002!

José Luis Moral

directormj@misionjoven.org