Construir el futuro «con» los jóvenes

1 noviembre 2000

[vc_row][vc_column][vc_column_text]PIE DE AUTOR
            Pedro José Gómez Serrano es profesor de  la Universidad Complutense de Madrid y coordinador de la Pastoral de Juventud de la Vicaría VI de Madrid.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Frente a las tentaciones de desesperanza e impotencia o la del activismo reactivo, el autor —una vez confirmado que queremos hacer algo «con» los jóvenes— propone diversas pistas de cuanto es posible emprender «con» ellos y ellas: «Acompañar la incertidumbre de los jóvenes», «Ayudar a los jóvenes a despertar a la realidad», «Recuperar la paternidadentendida en sentido educativo», «Colaborar con los jóvenes para que elaboren criterios propios»…
 

            Ocurre con frecuencia entre los educadores que, cuando observamos algún tipo de problema entre los chavales con los que trabajamos, intentamos encontrar rápidamente alguna medida o estrategia que ponga solución o, al menos, cierto remedio al conflicto que padecemos. Los artículos que preceden a esta sencilla reflexión sin duda habrán tenido la capacidad de provocarnos seriamente, con su diagnóstico sobre las circunstancias que afectan a los jóvenes y los retos que han de afrontar para construir su futuro personal e incidir sobre nuestro común futuro colectivo. Existen dos tentaciones que nos pueden asaltar, fácilmente, en este momento. Una es la de la desesperanza y la impotencia: no podemos hacer nada ante tendencias socioculturales que nos desbordan. Otra es la del activismo reactivo: hay que hacer algo, lo que sea y cuanto antes.

            En mi modesta opinión, ambas actitudes son igualmente erradas. Antes de actuar, es preciso llevar a cabo una reflexión más detenida, no sólo sobre los jóvenes y el contexto histórico en el que se mueven (cuestión ciertamente imprescindible), sino sobre nuestra propia realidad de educadores. Conviene recordar que en la educación, la persona del educador y su capacidad para establecer relaciones significativas, importa mucho más que los contenidos teóricos, los recursos pedagógicos o los instrumentos técnicos puestos en sus manos. Los muchachos no crecen porque sus padres les echen broncas más o menos intensas, ni los alumnos progresan sustituyendo la pizarra por ordenadores, ni las reformas educativas triunfan porque se aprueben nuevos planes de estudio, ni la Iglesia cambia por un aumento en la publicación de exhortaciones, catecismos, documentos doctrinales o encíclicas pontificias. La mediación humana, el encuentro personal, es el factor decisivo de todo proceso educativo. Desde esta convicción, las siguientes páginas pretenden invitar a iniciar una reflexión sobre la cuestión esencial: ¿qué podemos hacer con los jóvenes? Para poder esbozar alguna respuesta, debemos previamente plantearnos otros interrogantes.

 
 

  1. ¿Queremos hacer algo?

 
Por desgracia, no se trata de una pregunta retórica. Tengo la impresión de que, en la actualidad, son muchos los educadores (profesores, catequistas, animadores del tiempo libre, padres) que se encuentran realmente decepcionados con su tarea y al borde de arrojar la toalla. Los expertos señalan que la profesión docente es una de las que mayor riesgo conlleva de terminar ocasionando enfermedades de tipo psicológico. Y, sin ir tan lejos, todos conocemos educadores resignados a no alcanzar las metas que se habían propuesto o que han reducido su actividad al mero cumplimiento del contrato.
 
¿A que se debe este malestar que afecta, precisamente, a personas que tienen o tuvieron una fuerte vocación para desempeñar esta tarea? Podemos sospechar que confluyen varios motivos e invito a los lectores a que vean si se identifican con alguno de ellos o a que formulen sus propias dificultades:
 
¡ En este colectivo predominan personas idealistas y utópicas que tienden a proyectar sobre los jóvenes metas de cambio y crecimiento muy ambiciosas. Los muchachos se muestran, sin embargo, muchas veces, poco motivados, con una actitud de indiferencia o de pasividad ante las ofertas que presentamos.
¡ Los mecanismos de transmisión de valores que funcionaron con relativo éxito en otras épocas, han dejado de hacerlo. Esto ocasiona desconcierto ante las nuevas reacciones de unos chicos y chicas que no reconocen fácilmente la autoridad del educador y le someten a continuos retos.
¡ Aumenta nuestro cansancio y decepción cuando comparamos, tantas veces, la escasa relación que guardan nuestros sinceros esfuerzos pedagógicos con los resultados obtenidos o, incluso, con el grado de agradecimiento expresado por los destinatarios de nuestra acción.
¡ El reconocimiento social de la figura del educador se ha visto reducido considerablemente. Además, en un entorno cultural muy plural y sumamente individualista, sobre cualquier propuesta educativa nítida recae, enseguida, la sospecha de injerencia, adoctrinamiento o coacción de la libertad personal.
¡ Muchas veces, los educadores padecen un sentimiento de verdadera orfandad. Se sienten portadores de unos valores, cívicos o religiosos, que no son apreciados por los jóvenes pero que, en el fondo y esto es lo más grave, tampoco están asumidos por la mayor parte de la sociedad. Ésta les propone oficialmente que difundan y promuevan unos valores que pertenecen al “discurso políticamente correcto”, pero no a la experiencia efectivamente vivida por los adultos.
¡ Los educadores constatan cómo no son ellos quienes tienen la mayor influencia sobre los criterios, actitudes y comportamientos de los jóvenes, sino los poderosos medios de comunicación social y los grupos de iguales que originan las distintas subculturas juveniles.
 
Nada tiene de extraño que, quienes perciben la realidad educativa desde esta perspectiva, se sientan más solos que Don  Quijote, y sin saber muy bien si luchan contra  verdaderos gigantes o contra molinos de viento. ¿Qué podemos responder a estas situaciones que minan tan profundamente nuestra motivación interior desgastando, además,  nuestro ánimo? Se me ocurre contraponer a ese panorama varias convicciones que pueden ayudarnos a fortalecer la autoestima y a redescubrir la enorme importancia de nuestra tarea:
 
¡ Vayamos más allá de las apariencias al analizar, interpretar y valorar el comportamiento de los jóvenes. Detrás de actitudes de indiferencia, pasividad, agresividad o pasotismo se ocultan muchas veces verdaderas carencias de afecto, de comunicación, de referencias, de límites, etc. La música estridente y violenta, los tatuajes y piercings, los atuendos y peinados estrafalarios o las manifestaciones provocadoras pueden expresar, en el fondo, la necesidad de ser reconocidos como importantes en una sociedad competitiva e inhóspita que no tiene un lugar previsto para los que no triunfan, los que fracasan o los que, simplemente, van tirando en la vida sin hacer muchos alardes. Existe un escepticismo latente entre muchos adolescentes y jóvenes hacia las grandes palabras y los discursos idealistas. Cuando alguien invoca lenguajes que se alejan de lo práctico, realista y concreto, ellos le ponen, con razón, a prueba. A nosotros nos corresponde mostrar caminos que merezcan la pena.
 
¡ Reconozcamos, de entrada que, hoy en día, existen al menos tres instancias que configuran las mentalidades y las conciencias de todos (jóvenes y no tan jóvenes) y que están regidas por lógicas diferentes: la estructura económica, política y tecnológica, los medios de comunicación social y los educadores explícitos. El mercado de trabajo con la clásica racionalidad capitalista, en plena transformación por las nuevas tecnologías, impone valores, metas y  actitudes a todos los que en él participan. En ese terreno hay poca capacidad de maniobra: o lo tomas o lo dejas. Y, si no posees una alta cualificación o contactos profesionales, la precarización te somete a una disciplina aún más rígida.  Del impacto e influencia de los medios de comunicación no duda hoy nadie: su enorme poder de seducción, la fascinación del lenguaje audiovisual, atraen de una forma casi inconsciente nuestra mente, modificando paulatinamente nuestros criterios. Estos medios apelan a nuestra sensibilidad y emotividad, no a nuestra razón y, por ello, resulta difícil asumir una postura crítica ante sus mensajes.
 
¡ Frente a estos dos colosos, los educadores explícitos (padres, maestros, animadores, catequistas, etc.) intentan también capacitar a los jóvenes para que afronten la aventura de la vida con algún equipamiento sólido en los terrenos de la personalidad, los valores, las actitudes, la voluntad, la sensibilidad, la inteligencia, la capacidad de relación con otras personas, etc.Posiblemente, los educadores son las personas que menos instrumentalizan y manipulan a los jóvenes pero, en la actualidad, compiten en desventaja frente a las dos instancias anteriormente mencionadas. Ni pueden imponerse como el sistema político y económico, ni tienen capacidad para seducir como el mediático. Con todo, cuentan a su favor con la posibilidad de establecer unos vínculos personales tan relevantes que, por medio de la autoridad del testimonio personal, pueden llegar a hacerles descubrir valores alternativos a los de la competencia, el éxito, el consumo, la imagen o el disfrute inmediato, sin duda los valores dominantes del momento.
 
¡ Es fácil observar entre los jóvenes una vivencia de la libertad paradójica. Por una parte, nunca como hoy los jóvenes han estado menos sometidos a controles y restricciones expresas por parte de sus padres y educadores. Nunca como hoy la sociedad ha tolerado expresiones y comportamientos tan plurales en los planos ideológico, político, estético, religioso o moral. Nunca como hoy han estado al alcance de tantos jóvenes las oportunidades que brindan las sociedades desarrolladas (educación, cultura, consumo, asociacionismo, etc.). Y, al mismo tiempo, la mayoría de ellos carece de criterios personales verdaderamente asumidos que les permitan orientarse en la maraña de oportunidades que se abren ante ellos. ¿Cómo distinguir el grano de la paja? ¿Cómo discernir lo que permite construir una sociedad y unos individuos más plenos y realizados frente a los caminos que alienan y empobrecen? En el mercado de valores las cosas no están claras y cuando faltan las opciones personalmente maduradas, lo más probable es que las circunstancias o los estímulos externos arrastren a la mayoría. Existe “libertad de” pero falta  “para qué” emplear la libertad. De ahí que resulte difícil a muchos jóvenes ejercer realmente su libertad desde un proyecto propio. Todo lo más la búsqueda se orienta hacia la realización de experiencias que produzcan satisfacción inmediata.
 
¡ Renunciar a la tarea de transmitir valores para respetar la «libre elección» de cada uno, es una decisión que se asienta en una interpretación de la realidad sumamente ingenua. Porque nadie vive aislado en una burbuja aséptica. Todos estamos continuamente condicionados por multitud de impactos que a través de mensajes, eslóganes, imágenes, relaciones o experiencias prácticas nos modelan. Todos estamos siendo «educados» permanentemente por el entorno en el que vivimos y, en él, muchos valores dominantes son de hecho destructivos para los individuos y para la convivencia social. Capacitar para el discernimiento es la labor educativa prioritaria. Otra cuestión bien distinta es la actitud que hemos de adoptar en estos momentos para proponer caminos de personalización, asunto al que me referiré brevemente más adelante.
 
¡ Creo, sinceramente, que somos portadores de una valiosísima riqueza espiritual, que tiene una extraordinaria capacidad para aportar fuerza, alegría, sentido y  orientación a la vida de cualquier persona. En un momento en el que todo parece estar sometido al cuestionamiento, los individuos aislados corren un serio peligro de desorientación. Sin raíces, las identidades personales no llegan a consolidarse y las personas quedan a merced de las modas, las inercias ambientales o los intereses de los grupos que defienden el statu quo. Ofrecer aquellos elementos de la propia tradición vital, cultural, filosófica o religiosa que aporten referencias para una construcción positiva de la propia personalidad es un servicio a los jóvenes particularmente adecuado en el momento presente. Y ha de hacerse abiertos a las aportaciones enriquecedoras de otras maneras de concebir el mundo, la historia la sociedad o la persona y sin miedo a la crítica que los mismos jóvenes puedan hacer a nuestras propuestas. Sólo así podremos ir caminando hacia la construcción de una matriz de valores comunes que hagan posible la convivencia y el enriquecimiento mutuo.
 
Sólo quienes se sienten apasionadamente vinculados a los jóvenes, son consciente de los retos y dificultades que la sociedad actual supone para ellos y están convencido de que ciertos valores experimentados personalmente tienen un fuerte potencial humanizador, estarán motivados para acompañar a los jóvenes en su travesía hacia el futuro.  Naturalmente, si superan las tentaciones de la decepción, la comodidad o el autoritarismo. Es mi convicción: los jóvenes necesitan acompañantes educadores. Su labor es sumamente valiosa aunque, a veces, pase casi desapercibida. Realmente sólo se descubre su gran importancia cuando falta (como ocurre, por ejemplo, con los padres). Y entonces suele ser demasiado tarde para remediar los efectos nefastos de esa carencia.
 
 

  1. ¿Podemos hacer algo?

 
La actitud refractaria, como a la defensiva, que muestran tantos jóvenes ante los adultos nos lleva a preguntarnos: ¿realmente esperan algo de nosotros?, ¿necesitan de nosotros en alguna medida? Se entiende que para algo más que para financiar sus fines de semana, su ropa y sus vacaciones o para proporcionar un agradable alojamiento hasta la remota edad en la que puedan llegar a emanciparse. Todo lo cual aceptan o, incluso exigen, siempre y cuando no les incordiemos demasiado. Entre jóvenes y adultos hay, frecuentemente, más coexistencia que verdadero encuentro.
 
Ciertamente, el mundo de los adultos y sus instituciones no parece colmar precisamente las expectativas de los jóvenes. Ellos tienden actualmente a aceptar las estructuras sociales vigentes como prácticamente inamovibles (a diferencia de generaciones anteriores de talante más renovador o utópico) aunque, eso sí, sin mucho entusiasmo. Son los espacios propios creados entre iguales los que parecen ofrecer más ilusión y atractivo. Espacios en los que la identificación se produce mucho más por adoptar una determinada imagen externa, que por compartir algunos valores abstractos o una misma visión del mundo. El indudable valor formativo de las relaciones con personas de la misma o parecida edad no implica, sin embargo, que no necesiten las referencias que proceden del mundo adulto.
 
Hemos de constatar, con pesar, que muchos padres han hecho dejación de su responsabilidad como primeros educadores de sus hijos y esta carencia vital de las figuras paternas se constata fácilmente en los espacios en los que los jóvenes son protagonistas. La prioridad otorgada por los padres a la actividad profesional que se traduce en su ausencia física del hogar durante casi toda la jornada, el socorrido recurso a los abuelos, las actividades extraescolares o los aparatos audiovisuales para ocupar el tiempo de los chicos (televisión, consolas, ordenadores), el temor infundido por una concepción psicológica barata a generar frustración o a parecer autoritarios y, sobre todo, la propia falta de criterio y coherencia de los adultos, que sucumben derrotados a las insaciables demandas de los muchachos, ha generado en muchos de ellos una sensación de desorientación y abandono.
 
Con gran intuición, las nuevas generaciones no dejan de percibir la perplejidad y desconcierto de los propios adultos, ante los acelerados cambios sociales que se están produciendo (nuevas tecnologías, globalización, encuentro entre culturas, etc.) y la notable distancia que media entre los valores «oficialmente» proclamados y los realmente vividos (los abuelos tienen convicciones más firmes, pero se encuentran anclados en una visión de las cosas demasiado anacrónica).
 
Quienes ahora son adolescentes o jóvenes han vivido, generalmente, una infancia caracterizada por el exceso de protección, la abundancia de objetos de consumo, un alto grado de permisividad, muy poco tiempo disponible para la comunicación con los padres, un número muy reducido de hermanos y la casi total ausencia de frustraciones o límites al deseo. El resultado de estas circunstancias es un tipo de joven que centra su vida en disfrutar los pequeños o grandes placeres que le brinda la sociedad del bienestar y que sufre una debilidad «anoréxica» de carácter. Un joven, que va saliendo del paso a las diversas situaciones que la vida le presenta con una actitud mucho más adaptativa que creativa. La aparente libertad del hacer lo que apetece o agrada (en los tiempos y espacios no sometidos a las obligaciones estudiantiles o laborales) implica, más bien, estar sometido a los valores del sistema.
 
Con indudable acierto Juan González-Anleo ha podido señalar que “La juventud española de los 90 está así atrapada entre una estructura económica neoliberal que niega a los jóvenes un puesto de trabajo y la asunción de responsabilidades adultas con él vinculadas, y una cultura postmoderna que tiende a enervar valores, enfriar utopías, achatar proyectos y recortar trascendencias”[1]. Jóvenes que se definen como satisfechos con la vida que disfrutan  y que, a mismo tiempo, con palabras de Ernesto Sábato “son herederos de un abismo y deambulan exiliados en una tierra que no les proporciona cobijo…Ellos se acercan tímidamente como quien busca una tabla en el mar, después de un naufragio”[2].
 
En este entorno ambiental, triunfa, finalmente, una manera de ser o una mentalidad caracterizada por lo que podríamos denominar, propiamente, egocéntrica e individualista. Es la dictadura del «yo» como centro de todo y la correspondiente incapacidad para abrirse a lo otro, los otros o  el  Otro. Este planteamiento vital va muy unido a un rechazo firme de cuanto implique dificultad, esfuerzo, renuncia, desagrado o, no digamos, sufrimiento. Vivir «desde mi» y «para mi» (o «para los míos» en las versiones de solidaridad microgrupal o familiar tan extendidas), «complicándome la vida lo menos posible» constituye, sin ninguna duda, una alternativa radical a la propuesta de Jesús: vivir desde el amor de Dios y volcados en el servicio a los demás, asumiendo el coste inevitable de esa opción.
 
Desde la perspectiva del Evangelio nos encontramos aquí con la disyuntiva fundamental que se le plantea al  ser humano: entregar la vida para llenarla de fecundidad o encerrarse en uno mismo y hacer así estéril la existencia. Si algo tiene que ofrecer el educador cristiano, es el testimonio insobornable y personal de que una vida construida al margen del amor y la apertura a los demás, está abocada al fracaso y de que, la fe, es una  experiencia capaz de fundamentar, alimentar, iluminar y llenar de esperanza ese camino. No es que Jesús sea el camino, la verdad y la vida. Es que Él es, para nosotros, el camino que lleva a la verdadera vida. Porque si algo aparece claro en nuestra sociedad es que hay muchos caminos, muchas verdades y muchas maneras de entender la vida. Aunque no es lo mismo, vivir que sobrevivir o vivir apasionadamente, que ir tirando.
 
Ocurre, no obstante, que acceder a un tipo de vida capaz de colmar las aspiraciones más profundas de la persona y de constituir una base para afrontar los retos colectivos de la humanidad, exige asumir actitudes y opciones que resultan extraordinariamente difíciles para nuestros jóvenes: esfuerzo y paciencia, capacidad de elegir y arriesgar, salida de sí mismo, análisis crítico de la realidad, enfrentamiento con la propia soledad, trascender la obsesión por pasarlo bien a toda costa, introducirse en la clave de la gratuidad, etc. Ni la gracia es barata como decía Bonhoeffer, ni la calidad  de vida se obtiene en las rebajas. En mi opinión, transmitir esta convicción es el  problema educativo fundamental del momento presente.
 
En consecuencia creo que a la pregunta:  ¿podemos hacer algo con los jóvenes? tendríamos que contestar:  podemos y, además,  estamos obligados moralmente a acompañarles. Pero para poder establecer un diálogo más profundo con ellos, tendremos que cambiar actitudes que han sido predominantes en el  pasado y adoptar nuevos lenguajes. Hasta ahora en la labor educativa hemos utilizado demasiado el lenguaje de la información (lo que se puede conocer), la ética (lo que hay que hacer) y la argumentación racional (lo que se puede demostrar). Seguirán siendo necesarios en el futuro. Sin embargo en el contexto presente hemos de iniciarnos en otros tipos de lenguaje a los que los jóvenes son más receptivos: el del afecto y el placer, el de la seducción y la belleza audiovisuales, el de la las fábulas y las parábolas evocadoras, el de la provocación y el cuestionamiento, el de la sensibilidad, el de las relaciones lúdicas, el de la vivencia de experiencias concretas (de servicio, interioridad, injusticia, etc), el del testimonio sencillo pero auténtico y alegre, etc. Estos lenguajes no se pueden aprender de memoria y  aplicar de manera automática. Exigen de nosotros una implicación personal muy elevada y un alto esfuerzo creativo, pero puede que terminen  ofreciendo caminos de vida a los jóvenes con quienes convivimos.
 
 

  1. ¿Qué podemos hacer?

 
Son muchas las cosas que podemos hacer para que los jóvenes construyan su futuro enriquecidos con la presencia y cercanía de quienes tenemos más edad.  A partir de la reflexión precedente me permito sugerir cuatro pistas de trabajo:
 
¡ Primera propuesta
            Acompañar en la incertidumbre a los jóvenes, preparándonos, ellos y nosotros, para vivir en un entorno caracterizado por la complejidad, la pluralidad cultural  y el cambio. No veo ningún inconveniente en que los adultos reconozcamos ante quienes tienen menor edad, que las transformaciones aceleradas que se están produciendo en todos las esferas de la vida nos dejan, con frecuencia, desconcertados. También los mayores estamos en camino y no hemos llegado a territorio firme y seguro. No somos los que sabemos el final de la película e indicamos a otros cómo instalarse adecuadamente en un mundo estable y definido, sino quienes caminamos con ellos enriquecidos con las  tradiciones de sentido que nos han permitido personalizar nuestra identidad y las experiencias personales que hemos ido acumulando durante años. El objetivo del proceso educativo no consiste en que los mayores traspasen su interpretación del mundo a los más jóvenes, sino en que éstos tengan unos interlocutores con los que dialogar, discutir y contrastar las experiencias de la vida en las que se asienta la construcción de valores. En último término, cada uno ha de asumir la responsabilidad de su propia existencia, pero cuando se construye desde la comunicación y el intercambio se abren horizontes mucho más amplios y positivos para la realización personal de todos los implicados en ese intercambio.
 
¡ Segunda propuesta
Ayudar a los jóvenes a despertar a la realidad, a taladrar la superficie de las apariencias. La cultura audiovisual nos hace vivir en un mundo de  sensaciones múltiples que nos, impactan, estimulan o entretienen. Pero escasea la capacidad para interpretar esa multitud de impresiones cotidianas y así poder construir una práxis vital con sentido. En nuestra sociedad del bienestar (o del pasarlo lo mejor posible), estamos cada vez más incapacitados para mirar a la injusticia cara a cara, para reflexionar sobre las causas radicales de lo que ocurre, para poner nombre a nuestras experiencias vitales, para comunicarnos con otras personas a un nivel hondo o para adentrarnos en el espacio ilimitado de nuestra interioridad. La trivialización, la superficialidad o la misma evasión son actitudes que reflejan una mentalidad que prefiere jugar con la  «realidad virtual» a enfrentarse con la «realidad real». Y como afrontar la realidad con toda su ambigüedad, misterio, maravilla y crudeza es algo que produce incomodidad y miedo, es preciso que los educadores asuman la tarea de animar a los jóvenes a tener el coraje de plantearse la vida en toda su profundidad, desarrollando, al mismo tiempo herramientas de análisis y cultivando su propia personalidad. El precio a pagar por no llevar a cabo esta difícil tarea, consistirá en padecer una sociedad de individuos empobrecidos,  fácilmente manipulables y, muy posiblemente, poco solidarios.
 
¡ Tercera propuesta
Recuperar la «paternidad» entendida en sentido educativo. Los catequistas, maestros, animadores y demás agentes educadores necesitan proporcionar a adolescentes y jóvenes las experiencias fundamentales que muchas veces sus padres biológicos no han podido o sabido ofrecerles. En los últimos años hemos asistido a una gran confusión respecto a como ejercer la paternidad y lo estamos padeciendo. Educar en libertad no consiste en no ofrecer criterios claros y razonados para conducirse en la vida que pueden ser progresivamente sustituidos por otros que se descubran más positivos. Satisfacer todos los deseos sin que medie  esfuerzo alguno  es un camino seguro para  reducir la valoración de todo, acabar con la motivación y facilitar una actitud parasitaria, irresponsable y caprichosa. Evitar todo límite o frustración  es una escuela segura para conseguir eternos adolescentes dictadores. Todos necesitamos ser reconocidos y comprendidos incondicionalmente, pero eso no quiere decir que no debamos ser exigidos para que lleguemos a desarrollar todas nuestras potencialidades. Todos necesitamos estímulo y apoyo para crecer, pero no, paternalismo y permisividad que nos debilitan. Es positivo que se nos ofrezcan múltiples alternativas vitales, pero ello no se opone a que se señalen y denuncien con claridad los caminos que hacen daño al que los recorre y a todos los que convivimos con ellos. Esta difícil dialéctica ha sido muchas veces abandonada en el pasado reciente y urge que, aquellos que se preocupan de verdad por los jóvenes, la recuperen.
 
¡ Cuarta propuesta
Colaborar con los jóvenes para que elaboren criterios propios con los que orientarse de forma abierta y constructiva en un mundo cambiante. Todos habremos de acostumbrarnos a «vivir peligrosamente». Pero resultará de un valor inestimable para los jóvenes poder realizar esa construcción del propio proyecto desde la cercanía, el espejo o la confrontación con personas de su confianza. En el futuro, los individuos que tiene más posibilidades de desarrollarse armónica y creativamente como personas no serán aquellos que se aferren a respuestas y fórmulas prefabricadas para afrontar los retos de la vida, sino aquellos que, profundamente convencidos de ciertos valores fundamentales, sean capaces de inventar nuevas respuestas a nuevas situaciones. Si en el ámbito laboral la formación permanente y el reciclaje profesional son el modelo del futuro, lo mismo ocurrirá con las habilidades para desenvolverse en la vida. La búsqueda de caminos constructivos y humanizadores sólo puede ser llevada a cabo mediante la discusión y el diálogo entre todos. Esto es, aprendiendo el método del discernimiento permanente, que siempre es mucho más enriquecedor si se lleva a cabo en grupo.
 
 

  1. Hagamos algo «con» ellos

 
Conviene no olvidar, por último, que los jóvenes son los protagonistas de su propia vida y, en consecuencia, los que tienen la responsabilidad de llevarla a buen puerto. A los educadores sólo nos corresponde la oportunidad y el privilegio de abrir al máximo las posibilidades de realización de esa tarea, poniendo a su disposición todos los recursos que están a nuestro alcance. En cualquier caso, podremos realizar esta labor si ellos nos invitan y aceptan como compañeros de viaje.
 
Al terminar estas sencillas reflexiones me animo a realizar una última invitación a quienes somos educadores creyentes. Pidamos el Espíritu de Jesús para ver la tarea educativa con los ojos, la fuerza y el amor de Dios. Miremos de vez en cuando a Jesús para aprender de él como se educa para la libertad y la solidaridad. Como sembrar con ternura y respetar el ritmo de cada persona. Como hacer de la educación un trabajo en equipo, compartido entre jóvenes y adultos. Como evitar toda tentación de sometimiento, dando al joven su propia palabra y las riendas de su existencia. La enorme sabiduría educativa de Jesús de Nazaret no puede resumirse en unas pocas páginas, pero su inspiración  puede abrirnos insospechados caminos para el encuentro. Cerremos los ojos y recordemos:
 
¡ Jesús sale para hacerse compañero de camino, pero no avasalla ni violenta la intimidad de nadie.
¡ Jesús sabe escuchar, en profundidad, y mirar más allá de las apariencias para descubrir a la persona en su realidad más verdadera: herida, en búsqueda, etc.
¡ Jesús provoca, interroga, sorprende, proclama, invita y acoge mucho más que adoctrina, argumenta o da respuestas estandarizadas
¡ Jesús devuelve la responsabilidad a cada uno, sin sustituirle ni resolver sus problemas con fórmulas  seguras.

¡ Jesús se deja afectar, tocar o interpelar por los otros en cualquier momento, adaptando su lenguaje al de sus interlocutores.

¡ Jesús transmite la convicción, a todos los que se topan con él, de que, para Dios,  son infinitamente valiosos y de que tienen cualidades que tienen que desarrollar y compartir para beneficio de toda la comunidad humana.
¡ Jesús habla con gran autoridad, pero no es autoritario ni impositivo. Sus gestos y la coherencia de su vida acompañan siempre a sus palabras.
¡ Jesús deja marchar a cada uno según sus propias elecciones, sin retener a nadie generando dependencias, ni pasar la factura por la labor realizada.
¡ Jesús… n

                                                                                              Pedro José Gómez Serrano

[1] J. GONZÁLEZ ANLEO: La difícil identidad de la juventud, en: «Sociedad y Utopía» 15(2000), 86.
[2] Citado por J. GARCÍA ROCA, Mapas culturales para la nueva condición juvenil, en: «Sociedad y Utopía» 15(2000), 125.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]