Contemplar a Dios en su Palabra, oficio de apóstoles

1 enero 2008

Dejarse evangelizar por la Palabra de Dios,

etapa previa y prioritaria de la nueva evangelización

Juan José Bartolomé es teólogo y biblista. Actualmente trabaja en Roma en la Curia General Salesiana.

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
En un momento de sentida ausencia de Dios, para el autor, la situación espiritual actual se podría describir como de escasez de oyentes y de irrelevancia de la fe. Por ello, la hora actual es hora de evangelización, que, hoy como ayer, depende de los evangelizadores e implica que estén evangelizados. Es esta evangelización la que pide la atención a la Palabra, para contemplar en ella a Dios. Escuchar a Dios, atender a su palabra, es el primer servicio requerido al creyente. Quien pretende evangelizar tendrá que convertirse ante todo de creyente de la Palabra, en su siervo. Como en los primeros apóstoles, para evangelizar es necesario dedicarse a la oración y a la escucha de la Palabra.
 
“Alimentarnos de la Palabra para ser servidores de la Palabra en el compromiso de la evangelización, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio” (NMI 40).
“Vivimos tiempos de crisis y desencanto. La sociedad moderna se ha quedado sin horizonte claro que permita una verdadera esperanza. Ha disminuido, hasta casi desaparecer, la expectativa misma de que pueda oírse realmente una buena noticia para la humanidad”. En semejante situación “el anuncio cristiano ha de estar orientado hoy de manera preferente a despertar la fe de los que no creen o a reavivarla en aquellos para quienes ya no es principio configurador de su vida y de su compromiso real y cotidiano. Son tiempos en los que no hemos de dar por supuesta la fe, al menos como una adhesión viva y operante a Jesucristo. Por eso, no es el momento de dedicarse a explicaciones secundarias. No tiene tampoco mucho sentido exigir compromisos o cambios de comportamiento cuando faltan precisamente la conversión a Dios y la opción inicial por el Evangelio. Sería pedir frutos sin renovar las raíces”.[1]
 

  1. Inmersos en un eclipse de Dios[2]


El diagnóstico, preocupante, es lúcido y valiente: hoy los creyentes estamos viviendo un período en el que lo que más sentimos es la ausencia de Dios y lo que mejor percibimos es su silencio.
Tiempo atrás, Martín Heidegger había comentado que la realidad ya no era hogar de Dios, quien no lograba fundar, visible y eficazmente, la existencia del mundo y de la humanidad; llegaba a afirmar que había algo peor incluso que esa falta de Dios que empobrece tanto nuestro tiempo; la extrema pobreza de nuestros días radicaría, más bien, en su manifiesta incapacidad para reconocer como pobreza esa falta de Dios. [3] Lo que hace más de medio siglo – la cita es de 1950 – se diagnosticó como situación epocal es hoy realidad eclesial cotidiana.
Basten dos testimonios, tan descarnados como certeros; que sus autores sean reconocidos entre nosotros como profesionales de la ética los hace aún más relevantes. “Ser ateo o no serlo, ser deísta o no serlo, y dar, en consecuencia, argumentos en contra o a favor de un ser que sea principio y fin de las cosas del mundo y las normas de los hombres es algo marginal en nuestra vida social, ajeno al espíritu de la época… Lo normal y extendido en nuestros días es que un hombre adulto y razonablemente instruido no sea creyente ni incrédulo, sino que se despreocupe de tales cuestiones. Y si, a nivel personal, alguien razonablemente instruido sigue siendo creyente, se da por supuesto que esa misma persona, en cuanto normal y partícipe en los cánones teóricos y prácticos vigentes, orientará su vida prescindiendo de tal religiosidad”.[4] “La religión es parte de nuestro pasado y se conserva como una presencia lateral, al margen del pensamiento y de la vida… Quererse a sí mismo y no privarse de nada es el fin inmediato e indiscutible de la existencia”.[5]
 
1.1. Escasez de oyentes de Dios
 
La situación espiritual que atravesamos no se caracteriza ya tanto por la obstinada negación de la existencia de Dios, cuanto por la aparente negación de hablar de sí que Dios mantiene; no es que se hable poco de Dios, que se sigue hablando, es que parece que Dios ha optado por el silencio. ¿Cuántos son, si no, los creyentes que pueden decir que oyen habitualmente a Dios? ¡Pues serán siempre muchos menos, puede presumirse, los que se mantienen voluntariamente en su escucha!.
Esta escasez de oyentes de Dios dentro de la comunidad eclesial es tanto más chocante cuanto que, como en ninguna otra época de su historia probablemente, la iglesia se está esforzando por escuchar y acoger la voz de los hombres, por dar voz a quienes no la tienen. El hecho da que pensar: una mayor sensibilidad para con los problemas actuales coincide con una menor capacidad para la escucha de Dios; es como si la mejor atención que los creyentes prestan a las urgencias de su mundo les estuviera consiguiendo mayores desatenciones por parte de su Dios.
Cito, de nuevo, un testigo de nuestra época. “Vienen – habla de los actuales apóstoles – de Dios y buscan el mundo secular. Tienen a Dios a su espalda; y al mundo, delante. No discuten que, para ser enviados por Cristo al mundo, han de permanecer un tiempo suficiente junto a él; pero entienden que esto ya lo han hecho. Están inmersos en la acción y suponen de buena fe, ante sí y ante los otros, haber concluido el período de contemplación. Y si la conciencia les recuerda ocasionalmente que la contemplación no expide ningún certificado de madurez, o que aún están inmaduros, reaccionan pronto con el lema contemplativus in actione, que significa prácticamente que la persona activa ya es lo bastante contemplativa; no existe otra madurez o mayoría de edad que la acción. Es el lema de muchos cristianos modernos, clérigos y laicos, de los que cabe sospechar que han tomado el nombre de ‘misión’ como tatuaje evangélico para su huida de Dios. Así se manifiesta la gravedad de la crisis que sufre la tendencia actual de la Iglesia”.[6]
Inmersos como estamos “en una situación de eclipse cultural de Dios, de ocultamiento de su presencia”, seguimos empeñándonos “en intentar el encuentro con él en los mismos términos que en los momentos de visibilidad aparente y de unánime reconocimiento social. No caemos en la cuenta de que Dios tiene muchas maneras de hacerse presente y que el silencio sobre él es una forma de palabra suya; hay momentos en los que el encuentro se tiene que realizar bajo la forma de la pregunta, de la nostalgia y de la espera… Nuestras comunidades y nosotros personalmente necesitamos encarnar la indispensable experiencia del Señor en una espiritualidad que corresponda a los tiempos que corren, con una sociedad secularizada, una forma vida profundamente transformada y un predominio cultural de la increencia”.[7]
El cambio por dar ha sido definido como paso de un cristianismo practicante a un cristianismo confesante, es decir, de un cristianismo de prácticas religiosas a otro de experiencia religiosa.[8] Sin una nueva forma de experimentar aquello en lo que se cree, la fe no tiene porvenir; resulta ya tópico repetir que “el cristiano del futuro será místico o no será cristiano”.[9] Y es que domina en nuestro mundo hoy una indiferencia religiosa militante que exige a cada instante decisiones personales de fe que no podrán ya fundamentarse más ni en la costumbre, ni en el ambiente social, ni en las tradiciones recibidas. No hay que dar por supuesta la fe hoy, ni siquiera en quienes se consideran creyentes. No basta ya con afirmar la existencia de Dios; no es suficiente contar con Dios, si luego, en la práctica, no se cuenta con Él.
 

  1. 2. Irrelevancia del creyente

 
La crisis religiosa actual radica, precisamente, más que en la negación de Dios en su activo silenciamiento. Si no se le reconoce su derecho a hacerse presente como Señor único en el mundo, en la sociedad, en el propio corazón, se desconoce no ya su poder, sino la misma existencia. Sin blasfemias explícitas, pero con no menor eficacia, se le está negando a Dios ocupar un lugar en la vida de los hombres. La lucha por el alma de este mundo,de la que ha habló Juan Pablo II[10], se está librando hoy en los centros de poder lo mismo que en el interior de cada corazón.
La consecuencia es que se cuestionan las creencias – ¡los creyentes! – con pasmosa facilidad o se las margina socialmente con impunidad, tan sutil como eficazmente. Que signifiquen bien poco hoy los creyentes entre sus contemporáneos, es un hecho demasiado evidente como para que ser negado; sin apenas violencia, quien vive de fe se ve ignorado, cuando no exiliado de su mundo, se vocean sus debilidades y se silencian sus proezas. Pero esto no es lo peor.
Lo más grave es que los creyentes no parecen preparados para asumir las consecuencias de esta situación, si es que las perciben, lo que es ya mucho suponer. A esta pérdida de significatividad social estamos respondiendo los creyentes de forma algo atolondrada. Si no caemos en la trampa – no siempre conscientemente – de secularizar nuestra fe, tratamos de guardarla en la propia intimidad, o buscamos vivirla en cálidos hogares, con la inestimable ayuda de grupos muy reducidos y homogéneos. En el primer caso, el peligro es la privatización de la fe, como si esta se tratara de un sentimiento personal, algo muy íntimo que no interesa más que a quien lo tiene, un tesoro que se defiende escondiéndolo; se vive en el mundo, pero el verdadero hogar es el propio corazón. En el segundo caso, se hace presente la tendencia a la sectarización o al elitismo: se ve como buenos en exclusiva los que son buenos con uno mismo o con el propio grupo; aún viviendo en el mundo, no se vive para el mundo; fraternidad y misión son dones en exclusiva para los que me son próximos. En ambos casos aparece un debilitamiento en la vivencia común de la fe, un desenganche de la Iglesia; se aleja uno de la celebración comunitaria de la fe y se deja de frecuentar los medios ordinarios de salvación.
De ser acertado el diagnóstico, la comunidad creyente debería reaccionar con rapidez, si es que desea mantener una auténtica relación con un Dios cada vez menos evidente, si es que no del todo ausente, en su mundo. Según confiesa otro testigo de nuestros días, “no creo que sea posible pasar indemnes por ese desierto espiritual que es el mundo occidental contemporáneo, si el cristiano hoy – mucho más que el cristiano de hace veinte, treinta, cincuenta años – no se nutre del goce personal por la Palabra de Dios”[11]. Defender la propia fe pasa necesariamente por cultivar la Palabra.
 

  1. La hora de la evangelización

 
Pues bien, aunque sea hoy ya bastante hazaña, no basta con salvar la propia fe, haciéndose personalmente responsable de ella. El cristiano nace no cuando dice creer, sino siempre que testimonia su fe: “evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar”.[12]También para la iglesia que está en España la hora actual es “hora de evangelización. Esta misión tiene unas exigencias internas de fortalecimiento religioso y de purificación evangélica”.[13]
 
2..1. ¿Nueva evangelización o evangelizadores nuevos?
 
Aunque la urge, la nueva situación espiritual de los destinatarios no impone por sí misma una evangelización nueva; que los posibles oyentes del evangelio hayan cambiado, se hayan vuelto más sordos o inmunes, no obliga a cambiar el mensaje. La novedad de la evangelización no radica en la renovación de contenidos o convicciones; como ya Pablo escribía a los gálatas, cuando les recordaba su primera evangelización. solo existe un evangelio; como no puede haber otro (Gal 1,6-8), el verdadero siempre es único y nuevo. Tampoco depende la novedad de la evangelización de una nueva presentación del evangelio, y muchos menos de una evangelización renovada, por repetida e invariada; refrendar lo ya sabido llevaría a fundamentalismos que, en época postcristiana como la que vivimos, conducen a una huída hacia atrás, a callejones sin salida.
 

  • Orar para evangelizar

 
La evangelización, hoy como ayer, depende de los evangelizadores, mejor dicho, estriba en que los evangelizadores estén evangelizados, pues “solo una iglesia evangelizada es capaz de evangelizar”.[14] Para ser fehaciente evangelista hoy hay que ser buen creyente; y para convertirse en creyente bueno hay que ejercer de buen orante. La novedad de la predicación cristiana radica en la calidad de vida que lleve el evangelizador, en su experiencia nueva del Dios vivo. Si el evangelio predicado merece nuestra vida – toda ella y sólo él – nuestra predicación será fidedigna.
El ministro del evangelio – sacerdote o laico – que no haya tenido el evangelio en su corazón, objeto de su contemplación y motivo de su plegaria, no logrará mantenerlo en su boca come tesoro del que hablar ni lo tendrá entre sus manos como ineludible quehacer. “Si la evangelización debe centrarse, como parece, en ayudar a la gente a conocer a Dios y creer amorosamente en Él, éste tendría que ser un ministerio especialmente apto para los que han querido poner su vida a la escucha de la Palabra de Dios y al servicio de su voluntad”.[15]
La evangelización nueva necesita, pues, nuevos creyentes, hombres apasionados por Dios y su reino, sin más diversiones ni otros pasatiempos. “La llamada a la nueva evangelización es ante todo una llamada a la conversión”[16], una conversión que pasa necesariamente por el retorno al cultivo de la Palabra. “Leer y amar la Escritura”, nos ha recordado Benedicto XVI, “es sumergirse interiormente en la presencia de la Palabra de Dios”[17]; pues si “quien ora habla con Dios, quien lee la Escritura oye hablar a Dios”[18]. En resumen, “una espiritualidad cristiana que no se base en la Palabra difícilmente sobrevivirá hoy en un mundo tan complejo como el nuestro”.[19]
 

  • Retornar a la contemplación

 
A este respecto se me antoja esclarecedor lo ocurrido en la primitiva comunidad apostólica. A consecuencia del éxito de su primera evangelización la iglesia de Jerusalén (Hch 2,14-41; 3,12-26; 5,12-16) tuvo que afrontar la hostilidad de su entorno social, persecuciones incluidas (Hch 4,1-22; 5,17-33), y graves tensiones en su interior (Hch 6,1-7), que pusieron a prueba su supervivencia y el clima de fraternidad que la había animado desde un principio (Hch 2.42-47; 4,32-35).
El conflicto que separaba los cristianos de origen judío de los de procedencia helenística no era, cierto, de naturaleza sólo social (Hch 6,1); las tensiones estaban siendo alimentadas por diferencias culturales e, incluso, por divergencias en las convicciones de fe que ambos grupos sustentaban (cf. Hch 7,2-8,1; 15,1-3). Ante la amenaza cierta de una división, los apóstoles optaron por crear un ministerio nuevo – la primera institución eclesial -, que atendiese la mesa común y evitase la separación, asegurando un servicio diferenciado dentro de una comunidad ya plural. De acuerdo con la comunidad, los apóstoles eligieron a siete hombres, sobre quienes rezaron e impusieron las manos y les encomendaron el “servicio de las mesas” (Hch 6,3) No teniendo que prestar tanta atención al suministro diario (Hch 6,1), podrían ellos “dedicarse a la oración y al ministerio de la palabra” (Hch 6,4). Atendidas las comunidades en sus necesidades más urgentes, los doce apóstoles volvieron a los que no había estado bien haber dejado, “el anuncio de la Palabra de Dios” (Hch 6,2).
Aquella actuación apostólica, además de ejemplar, sigue siendo normativa. No sin razón se insiste a veces en el descubrimiento apostólico del servicio fraterno, pero ello no debe hacernos olvidar el motivo de ese original hallazgo: los apóstoles eligieron a quienes sirvieran a los pobres porque ellos debían ser ministros de la oración y de la Palabra. Quien se debe a la predicación salva la unidad de la fe volviendo a las tareas básicas: la oración personal y el servicio de la Palabra. Han de tornar, pues, a lo esencial los evangelizadores que vean peligrar los resultados de su esfuerzo evangelizador. Los apóstoles no pueden dejar desatendida su vida de oración ni la predicación, sólo porque tienen que atender la vida común de sus fieles; cualquier otro empeño, por urgente que parezca, ha de pasar a otras manos; recuperando la oración y la Palabra de Dios, se centran los apóstoles en su misión y custodian la vida común de los suyos.
Aunque aquí interesa más resaltar la reacción del grupo apostólico a problemas que, por vez primera, cuestionaron la vida común en la iglesia, no está de más, aunque sea de paso, recordar a cuantos hoy se dedican a la evangelización el que ésta, si auténtica, provoca también acoso externo y tensiones internas, que el apóstol afronta eficazmente si retorna a su quehacer básico, la oración personal y el servicio a la Palabra.
Quien quiera hablar fehacientemente de Dios – sacerdote[20], religioso[21] o laico[22] – debe haber hablado frecuentemente con Él: la dimensión contemplativa es una urgente necesidad para la misión profética del testigo de Dios. Hoy “es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración[23], un arte que ha de ser aprendido y ejercitado; aprender a orar tiene que ser “punto determinante de toda programación pastoral[24]en la Iglesia.

2.2. La pedagogía de la escucha
 
No tendría que sorprender que sean hoy tan escasos los que escuchan a Dios. Vivimos sumergidos en una cultura de la imagen, primamos la visión de las cosas como medio de comunicación y como instrumento de conocimiento: necesitamos ver para saber y dialogar; consideramos desconocido lo no visto y lo no conocido se nos antoja imprevisible; el ver la realidad nos la torna familiar, menos fascinante, más manipulable. La palabra ha quedado relegado a una función subordinada, no expresa ya el ser de las cosas, ni el nombre define las personas; estamos perdiendo sensibilidad ante la palabra, oral o escrita.
 
Al contrario de la visión, que es un acontecimiento cerrado en sí mismo, la audición es una experiencia abierta, que tiende a la realización de lo escuchado. La visión es posesiva, busca el gozo del vidente y por lo general en él descansa; la escucha es reactiva, pide al oyente atención y le provoca a la acción.
 

  • La Palabra, vía de acceso de Dios a nosotros y de nosotros a Dios

 
El Dios bíblico ha excluido la visión como medio de revelación: jamás se ha manifestado a nadie dejándose ver, siempre se dio a conocer con su palabra. Moisés, el hombre que se atrevió a pedir ver a Dios cara a cara (Ex 33,11), no alcanzó a ver el rostro de Dios, solo su espalda (Ex 33,20.23; cf. Ex 24,10; Is 6,1). Israel, que no ha visto nunca a Dios, ni lo quiso siquiera pues prefería vivir (Ex 19,21; Dt 4,12), tampoco podrá imaginárselo (Ex 20,4; Dt 5,8): le queda terminantemente prohibido representar dioses, que serían siempre hechura de sus manos, pensados a la medida de sus necesidades (Dt 4,16-20.23-29). Y es que el Dios Creador tiene ya entre sus creaturas una, el género humano, hecha a su imagen y semejanza (Gn 1, 26-27). El Dios Aliado, que siempre está a favor de los suyos, no precisa de figura alguna para hacerse sentir: no se impone por su presencia sino por su voz (Dt 4,12.15).
La experiencia de Dios en la Biblia es un suceso sensible, pero no visual: no son los videntes, sino los obedientes quienes alcanzan a ver a Dios, y le son íntimos (Lc 8,19-21; 11,27-28). El creyente, escuchándola, logra ver la Palabra (Dt 4,9), es decir “mira las Escrituras como el rostro de Dios”, “aprende a reconocer en sus palabras el corazón de Dios”.[25]
Es probable que nuestras dificultades para sentir a Dios, presintiendo su voz, nazcan de las resistencias, no siempre culturales, que surgen de no dejarse guiar solo por palabras, por no fiarse más de promesas, aunque sean las de nuestro Dios. Seguimos, como María junto al sepulcro, queriendo ver y retener al Resucitado para salir de la duda de si será Él quien nos habla o un extraño (Jn 20,10-17). Se nos hace insoportable una vida de fe que implica estar siempre a la escucha de un Dios invisible y, por ende, imprevisible, amenazante. Un Dios al que no podemos alcanzar con los ojos ni tocar con las manos, no será nunca hechura nuestra ni manipulable por nuestro corazón.
 

  • Dos actitudes para aprender a escuchar a Dios

 
Un Dios al que siempre hay que oír es un Dios difícil para convivir; pero no hay otro. Y ello tiene sus consecuencias. Me atrevo a señalar dos a quienes deseen convivir con un Dios inimaginable, pero no silencioso, inconcebible pero hablador. Para escucharle habría que
 
Vivir como si se viera al Invisible
El creyente ha de oír a Dios, pero no puede verlo; ha de vivir como si viera al Invisible (Heb 11,14); como Moisés otrora, puede, y debe, inventar la presencia de Dios en su propia vida, inventariando sus huellas.
La vida para el creyente es palabra de Dios: somos porque hemos sido dichos, existimos porque Dios se pronunció a nuestro favor. En todo lo que vivimos Dios nos está afirmando contra la nada, contra la ausencia de vida, contra el pecado. Escuchar a Dios exige poner la propia vida como objeto de contemplación. “Sí, en cierto sentido Dios calla, porque ya lo ha revelado todo. Habló ‘en tiempos antiguos’ por medio de los profetas y, ‘últimamente’ por medio del Hijo (cf. Hb 1,1-2): en Él ha dicho todo cuanto tenía que decir… Es necesario, pues, volver a escuchar la voz de Dios que habla en la historia del hombre”,[26] en la vida de aquellos “hombres de Dios, que han ‘habitado’ la Palabra”[27]. Más que preguntarse por si Dios significa algo en mi vida, hay que buscar cómo, cuándo, dónde y, sobre todo, qué es lo que me está diciendo en cuanto estoy viviendo; es, entonces, cuando nos descubrimos a nosotros mismos “como presencia del Dios ausente, como signo de Él”.[28]
Dios se nos revela por su palabra, manifestación innegable de su voluntad de conversación; comunicándosenos, Dios se extrovierte, abre su intimidad, se desvela. Diciéndose, Dios salva; revelándose, libera de la nada. Lo que Dios dice, se hace: existe sólo cuanto ha sido por Él pronunciado; hablando Dios nos ha creado y se recrea hablándonos. Para el creyente el cosmos y la historia son producto, y prueba, del talante conversador de su Dios; por ello, prestando atención a la realidad y asumiendo su propia historia, el creyente logra escuchar a Dios y hacer experiencia de Él.
Siquiera intentarlo, nos libraría de la ansiedad y del desconcierto. Si hemos sido queridos y, por ende, somos, estamos al amparo de la casualidad, la rutina, el azar. Regresando a la raíz de nuestro ser, a Dios, su principio y fundamento, podemos despegarnos del acoso del quehacer diario, sin aislarnos ni del mundo ni de los hermanos.
 
Toparse con Dios en el corazón de la vida
 
Descubrir que existimos por haber sido queridos implica toparse con el querer de Dios en la propia vida, sin ir más lejos. Para el creyente la vida tiene en Dios no sólo su origen, sino también su meta. Quien no vive porque ha querido, no puede vivir según quiera. La vida propia fue programada por Dios, es llamada de la nada a la existencia: antes que seguir la propia vocación, hay que esforzarse por descubrir la voluntad de Dios; el proyecto de vida que podamos elegir no siempre coincide con la vocación divina que es nuestra vida. Ello impone, evidentemente, “ver el mundo [y contemplarnos a nosotros mismos] con los ojos de Dios”.[29]
El testimonio de este Dios viviente, al que se topa uno cuando se acomete la tarea de vivir en su presencia y asumir su querer como quehacer, es el centro de la nueva evangelización. El creyente hoy hace experiencia de Dios inmerso en la vida, en esa forma de existir, y en los fines que Dios ha puesto a la existencia, que fue pensada por Dios para él. Ser hoy enviados de Cristo nos obliga a llegar a ser maestros de fe, no porque sepamos mucho, sino porque – aunque no demasiado – creemos en Dios. Y ello exige ejercer la contemplación como ocupación personal y, por supuesto, como servicio ministerial. Nuestra vida de creyentes, y nuestros afanes apostólicos, serían deficientes “si nosotros nos fuéramos los primeros contempladores de su rostro”.[30]
Testigos seremos de Dios no por saber hablar de Él, sino por haber hablado con Él: saberse de Dios, no saberes sobre Él, convivencia y no habladurías son lo que espera de nosotros nuestro pueblo, mejor el pueblo de Dios. Es él quien nos necesita como ‘intérpretes’ del kairós, lectores de la situación histórica desde la perspectiva de Dios. Para no perderse entre tanto rumor, ni perder la esperanza ante la presencia del mal, hay que fijar la mirada en Dios, y el corazón, en su Palabra.
 

  1. Criatura de la Palabra y su criado

 
Escuchar a Dios, atender su Palabra, es el primer servicio requerido al creyente. Como María, quien quiera llevar el evangelio a su prójimo (Lc 1,43), ha de convertirse de creyente en la palabra en su siervo (Lc 1,38). Y es que quien lo ha querido, quien le ha hecho a su imagen, quien le ha dado el ser, le ha impuesto también el modo de serlo.
Esta tarea, de la que depende su relación con Dios y que se realiza en la custodia del mundo y del hermano, es una deuda permanente del hombre, que salda en la medida en que, guardando lo creado en nombre de Dios y en su lugar, se man­tiene en diálogo con Dios. El hombre es la única creatura que, a semejanza de su Creador, tiene capacidad de hablar; nacido de un coloquio, no encuentra reposo hasta encontrar a alguien, a él semejante, con quien conversar. Puesto en el mundo como representante de su Creador, es administrador de la creación y de ella ha de responder.

3.1 Silencio y contemplación de Dios
 
El silencio ante Dios no es tiempo inútil, vacío de ocupaciones y de sentido, siempre que proceda del estupor y del respeto que Dios nos merece y suscita; es la mejor provocación a nuestro alcance para hacerle hablar.
En la situación actual, con todo, no es solo el creyente quien guarda silencio; es Dios quien se nos ha refugiado en él. Hay suficientes indicios como para sospechar que Dios se haya retirado un tanto de nuestro mundo para obligarnos a salir en su búsqueda; mediante la pedagogía del silencio Dios puede estar intentando someternos a la soberanía de su palabra. Mientras echemos en falta su voz cercana, le puede aún quedar esperanzas de que no le hemos olvidado del todo; dolernos por su silencio prueba que valoramos su conversación; haciéndonos sufrir con su palabra negada, viviremos añorándola, imaginándola, descubriéndola entre tanto rumor y así nos encontrará mejor preparados cuando se digne dirigírnosla. El Maestro, decía Agustín, enseña dentro de uno mismo, haciendo inútiles las voces que vienen de fuera.
De ahí que podríamos muy bien convertir la soledad en que vivimos en preanuncio de su presencia renovada; guardando con respeto el silencio que Dios quiere imponernos, nos estamos disponiendo a recibir con gozo cualquier palabra suya y podemos adivinar mejor el más mínimo de sus gestos, como hace el siervo que vive pendiente mirando la mano de su señor (Sal 123,2). Acudiendo al silencio, el Dios que es Palabra se propone educarnos en un respeto mayor para sus palabras y en una actitud más permanente de escucha: guardando silencio, Dios puede estar imponiéndonos la contemplación, una vida de oración que hace oración de la vida, como camino de ida hacia Él y la obediencia, como forma de encontrarlo.
El hombre bíblico, solo por el hecho de existir, se convierte en orante. Su vida es diálogo con ese Dios que le quiso, y que quiso poner en sus manos el mundo y la vida de los de­más. Todo lo que la vida le depara puede ser motivo de oración, porque está sujeto a responsabilidad: no existe situación humana alguna indigna de ser comunicada, comentada, dialogada con Dios. Y es que Quien inició nuestra vida con su palabra espera de nosotros una respuesta viva, una palabra pronunciada con la vida que le debemos.
Se puede llegar a perderle todo el respe­to, con tal de no perderle a Él del todo, como hizo Job (Job 3,1-42,6); se puede morir, incluso, echándole en cara su abandono, como hizo su Hijo (cf. Mc 15,34.39), pero no se debe uno callar: quien debe su vida a una Palabra de Dios, no puede mante­nerse en silencio en su presencia. Quien calla ante Dios, ha dejado de existir para Dios; Él nos imaginó ha­­­­blando, y somos imágenes suyas si, ante Él, no perdemos la palabra: solo los muertos no pueden recordarle ni contar sus maravi­llas, solo los vivos le alaban (cf. Sal 6,6; 88,11-13; Is 38,18).
 
3.2. La vida común, un lugar para la escucha
 
Cuando habla Dios, convoca (Sal 49,1-4); reúne en asamblea a su auditorio. El Dios bíblico habla siempre para el pueblo, incluso cuando dialoga con un individuo. Cuando habla, la voz del Señor escuchada congrega a sus oyentes: la audición de la Palabra está en el origen de la vida común.
Seguramente es el Deuteronomio el libro bíblico que con mayor insistencia ha presentado la escucha de Dios como norma y seguro de vida para su pueblo (Dt 4,1; 5,3; 6,3; 8,1; 12,1; ¡y de muerte!, cf. Dt 8,19-20; 30,19-20). En su redacción actual se presenta como un extenso discurso, con el que Moisés se despide de Israel, antes de que éste inicie su entrada en la tierra de la promesa (Dt 1,1-5); en realidad, el libro supone la estancia secular en esa tierra y una experiencia de infidelidad probada a Dios: los bienes que se prometen son dones perdidos y las penas que se pueden prever realidad sufrida. El redactor se ha valido de este artificio para lograr que su obra se acepte y – lo que más le importa – que se tome en serio su reiterado imperativo: escucha, Israel (Dt 4,1; 5,1; 6,4; 9,1).
 
Y es que el pueblo que se ve continuamente llamado a recordar su deber de oír a Dios, es un pueblo que le ha olvidado y que ha pagado su falta de memoria con la división nacional, la idolatría y la desigualdad social: ha perdido la tierra, la paz y a los hermanos; y está a punto de perderse a Dios y a sí mismo. La llamada a la escucha de Dios es, pues, más que mandato, una invitación a recuperar la fidelidad y la garantía de su supervivencia: el pueblo que nace de la palabra de Dios cuenta solo con el Dios de la palabra; en su escucha está seguro el porvenir.
“Asombrada e íntimamente tocada”, la iglesia “confiesa ser continuamente llamada y generada por la Palabra de Dios”.[31] La pérdida de sentido de pertenencia a la comunidad creyente, los intentos de ir por libre hacia Dios o el inútil esfuerzo por dialogar con Él en privado y sobre lo particular, están imposibilitándonos el encuentro con la Palabra que es Dios. Y, no obstante, es únicamente en comunidad, que ha nacido de la escucha de Dios y en ella renace, que existe certeza de oír a Dios: solo cuando se halla en asamblea el creyente hoy confiesa que la escritura leída es Palabra proclamada de su Dios.
“Llevar la Palabra es una misión fuerte, que implica un profundo y convencido sentir cum Ecclesia. Uno de los primeros requisitos es la confianza en la potencia transformante de la Palabra en el corazón de quien la escucha… Un segundo requisito, hoy particularmente advertido y creíble, es anunciar y dar testimonio de la Palabra de Dios como fuente de conversión, de justicia, de esperanza, de fraternidad, de paz. Un tercer requisito es la franqueza, el coraje, el espíritu de pobreza, la humildad, la coherencia, la cordialidad de quien sirve a la Palabra”.[32]
 
3.3 Cuidarse del hermano, la respuesta debida
 
Es harto significativo la Biblia inicie su relato presentando la creación del hombre como palabra de Dios y lo continúe con una descripción de la reiterada tentativa de aquel de escaparse de la presencia de Dios y así zafarse de la obligación a responderle (Gn 3,9; 4,9). No lo deberíamos olvidar: quien no quiso responder ante Dios (Gn 3,8-9), al ser des­cubierta su desobediencia, no pudo ga­rantizar la vida y la responsabilidad en su familia (Gn 3,19; 4,8): el padre ir­responsable frente a Dios engendró hijos fratricidas; evitó asumir su responsabilidad y provocó la muerte de los suyos.
El que no encontró mo­tivos para continuar el diálogo que todos los días mante­nía con su Dios, se encontró con que no pudo garantizar que sus propios hijos se mantuvieran en diálogo y se hicieran prójimos. La huída de Dios engendra irres­pon­sabilidad, porque es, a su vez, por ella engendrada; y negarse a responder del hermano desvela a su asesino en la presencia de Dios (Gn 4,9-11): quien ha si­lenciado a su prójimo en su vida, busca el silencio delante de Dios. Quien no se sienta llamado a ser guardián de su hermano (Gn 4,9), no es digno de ser reconocido por Dios como hijo; quien no en­cuentra en su prójimo al hermano del que cuidar, no encontrará palabras que dirigir a su Dios, ni sabrá de sus cuidados.
Estremece, por la gravedad del análisis menos que por su acierto, advertir que Dios identificó al primer homicida en el hermano que intentaba desocuparse de su hermano, al no querer dar cuenta de él; tras la pretendida liberación de toda responsabilidad sobre Abel, Dios pudo intuir su asesinato ya consumado por Caín (Gn 4,9-10). Caín se creyó que su negativa a responder a Dios sobre el paradero de su hermano, le liberaría de la pregunta divina; en cambio, puso de manifiesto su crimen: negarse a saber del hermano desveló el fratricidio poco ha realizado.
Al darnos prójimos, Dios nos ha encomendado su custodia como tarea; huyendo de nuestra responsabilidad, no encubriremos nuestro pecado; negándose a hablar de Dios, que quiere hablarnos de nuestros hermanos, no nos libraremos ni de nuestro pecado ni de Dios. Y la condena es evidente: como el primer homicida, quien no guarda a su hermano del mal se convierte en extranjero en esta tierra (Gn 4,14); desterrado – y por Dios – fue el primer homicida, porque no merece hogar ni descanso quien no se responsabiliza de la vida del hermano.
Solo prestándole nuestra atención a Dios, no privaremos al prójimo de nuestras atenciones: es la obediencia al Padre lo que nos hace hermanos; nadie que ha contemplado a Dios, rehuye la contemplación del prójimo como hermano: quien ha atendido a Dios, no deja sin atender al hermano.
Hoy como siempre evangelizarán los que están evangelizados. Antes de que el evangelio ocupe nuestros días y nuestras manos, habrá que haberse adueñado de nuestro corazón. Y nadie se ocupa del evangelio fehacientemente, si antes no se ha dejado ocupar por él. Quien está llamado a evangelizar, ha de dedicarse, como los apóstoles primeros, a la oración y a la escucha de la Palabra.
 

JUAN J. BARTOLOMÉ

 
[1] Evangelizar en tiempos de increencia. Carta Pastoral de los Obispos de Pamplona y Tudela, Bilbao, San Sebastián y Vitoria. 1994, números 53. 59. La cursiva es mía.
[2] M. Buber, El eclipse de Dios. Buenos Aires, 1970.
[3] Cf. M. Heidegger, Sentieri interrotti. Firenze 1968, 247-249.
[4] J. Sádaba, Saber vivir. Madrid 1984, 78-90.
[5] V. Camps, Virtudes públicas. Madrid 1990, 9-10.
[6] Hans U. von Balthasar, Quién es cristiano. Salamanca 2000, 30-31.
[7] J. Martín Velasco, El malestar religioso de nuestra cultura. Madrid 1994, 188.
[8] Ff. J. Martín Velasco, Increencia y evangelización. Del diálogo al testimonio. Santander 1988, 131-142.
[9] K. Rahner, ‘Elemente der Spiritualität in der Kirche der Zukunft’, en Schriften der Theologie. Vol. 14. Einsiedeln 1980, 375
[10] Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza 125.
[11] C. M. Martini, Per una santità di popolo. Bolonia 1986, 445.
[12] Pablo VI, Evangelii Nuntiandi. Exhortación apostólica (08.12.1975) 14.
[13] CEE, Testigos del Dios Vivo. Reflexión sobre la misión e identidad de la Iglesia en nuestra sociedad. Madrid 1985, 45.
[14] IV CELAM, Nueva Evangelización. Promoción humana. Cultura cristiana 23.
[15] F. Sebastián, Nueva Evangelización. Fe, cultura y política en la España de hoy. Madrid 1991, 190.
[16] Juan Pablo II, Discurso de Apertura en Santo Domingo 7.
[17] Benedicto XVI, Discurso a los obispos de Suiza (7 noviembre 2006): L’Osservatore Romano (10 noviembre 2006) 4.
[18] San Agustín, Enarrationes in Ps 85,7: CCL 39, 1177.
[19] C. Mª. Martini, Perché Gesù parlava in parabole. Bolonia 1988, 114.
[20] Vaticano II, Presbyterorum Ordinis 13
[21] CIVCSVA, “Caminar desde Cristo. Un renovado compromiso de la Vida Consagrada en el Tercer Milenio”, Instrucción (19.05.02) 25.
[22] Juan Pablo II, Novo Millenio Ineunte. Carta Apostólica al concluir el Gran Jubileo del 2000 (2001) 32
[23]Ibidem 32.
[24] Ibidem 34. Las cursivas son mías.
[25] Gregorio Magno, Moralia I 16, 43; Epist 31: PL 77, 706.
[26] Juan Pablo II, Cruzando 138.
[27] Sínodo de los Obispos, XII Asamblea general, La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia.Lineamenta 13.
[28] C. M ª. Martini, En el principio, la Palabra (Bogotá 1991) 36.
[29] C. Mª. Martini, La Dimensión contemplativa de la vida (Bogotá 21990) 49.
[30] Juan Pablo II, “Novo Millenio Ineunte”. Carta Apostólica al concluir el Gran Jubileo del 2000 (2001) 16.
[31] Sínodo, Palabra 18.
[32] Sínodo, Palabra 26.