En mis conversaciones con estudiantes universitarios constato un preocupante analfabetismo moral. No sólo observo que tienen dificultades para comprender la complejidad de los problemas éticos, sino que, además, detecto que les resulta muy difícil ver la realidad de otra manera, con otros ojos. Esta carencia no se puede ni debe imputar a ellos, sino al sistema educativo que ha marginado la ética relegándola al papel de asignatura maría.
Carecen, por lo general, de discurso y de reflexión sobre los valores y son capaces de identificar experiencias o referencias del valor. Quizás tampoco sientan ya la necesidad de incorporar los valores a su vida porque consideren que no son ya una mercancía valiosa para su equipaje humano. Con ello, no deseo adscribirme de ningún modo al catastrofismo moral, ni tampoco engrosar la lista de aquellos que consideren la educación moral de nuestros jóvenes como una causa perdida. Todo lo contrario. Creo que todo está por hacer y que tenemos recursos, capacidades y talento para llevarlo a cabo. Sólo constato la enorme complejidad del momento que nos ha tocado vivir, la opacidad de nuestra sociedad para reflejar los valores y lo complicado que es hoy, en estas circunstancias, ofrecer experiencias de valor, condición indispensable para su aprendizaje.
Sigo pensando que la familia es el hábitat natural para el aprendizaje de los valores. Éste exige la referencia a una experiencia suficientemente estructurada, coherente y continuada que permita la exposición de un modelo de conducta extensa en el tiempo, no contradictoria o fragmentada. El aprendizaje de los valores exige experiencias continuadas, no episódicas, del valor, exige experiencias o referentes no ajenos o indiferentes a la orientación que podamos darle a nuestra conducta. Y esto es difícil encontrarlo fuera de la familia.
Es verdad que no existen experiencias, tampoco en la familia, que no presenten junto a aspectos positivos otros claramente negativos y rechazables, por lo que no deberíamos idealizar la familia. Pero, a pesar de los contravalores inevitables en cualquier familia, en ésta se puede identificar la línea básica, la trayectoria de vida o claves desde las cuales se puede valorar y reconocer en ella la existencia de un conjunto de valores que han hecho posible un determinado estilo de vida familiar.
En el aprendizaje de los valores se hace indispensable un clima de afecto, de aceptación y comprensión que envuelvan las relaciones entre educador y educando. La apropiación del valor no es el resultado de un ejercicio intelectual que nos haga coherente y razonable la adhesión a un determinado valor. Nos apropiamos de un valor cuando éste se nos presenta atractivo, sugerente, vinculado a la experiencia de un modelo con el que tendemos a identificarnos.
El aprendizaje del valor se produce en el contexto de unas relaciones de complicidad, de afecto entre educador y educando, en él hay siempre un componente de pasión, de amor. Por ello, el entorno familiar es el ámbito más adecuado para el aprendizaje de los valores. Creo que en las circunstancias actuales, la familia se ha convertido en el espacio no sólo más adecuado, sino quizás el único en el que es posible apropiarse de los valores.
Nuestra sociedad ofrece no pocas dificultades a nuestros adolescentes y jóvenes para acceder a los valores. No reivindico, obviamente, la existencia de una sociedad imaginaria, exenta de contradicciones, pero considero necesario otro ambiente en las relaciones sociales y en la gestión de los asuntos públicos. Una sociedad permisiva con la corrupción, con la indiferencia hacia conductas que violan los derechos a la libre expresión de personas, insensible hacia la situación de colectivos humanos que viven en condiciones de marginalidad, no es, para nada, el mejor referente para una vida moral
Forumlibertas, 25/05/2009