Convertirnos al prójimo: compasión y «hacerse cargo» de los otros

1 marzo 2002

Hablar de Dios, hablar del hombre

 
Gracias a numerosos y complejos procesos, hoy, los cristianos ya somos conscientes –según E. Schillebeeckx– de que «hablar de Dios es, simultáneamente, una forma especial de hablar del hombre y su mundo». Además y gracias a la Encarnación, Dios no ha querido tener ningún rostro o palabra divinos. Sólo ha querido presentarse definitivamente en el rostro y la palabra de Jesús de Nazaret y, a través de él, en los rostros y palabras de todos los hombres. Por eso K. Rahner hablaba del ser humano como «la gramática de Dios», dejando claro que en ella residía la clave para descifrar todos los mensajes de Dios.
En definitiva, pensamos a Dios para pensar al ser humano o, dicho de otro modo, aquello que nos interesa descubrir en Dios son sus palabras sobre el hombre y para el hombre: cómo explica Dios quién es el ser humano, qué rutas le propone para vivir y qué metas le esperan al transitarlas.
 
 

       Reconocerse, reconocer a los otros

 
Antes de entrar en la identidad básica de Dios, detengámonos en la nuestra. Nos importa subrayar que cada «yo» es más bien un punto de llegada que de partida. La filosofía occidental anterior a los «maestros de la sospecha» y al «giro lingüístico», elaboró la imagen de sujeto con una profunda distorsión: partir siempre del yo y desde ahí plantear la relación con los demás; suponer que, antes de nada y sobre todo, somos conciencia y, después, lenguaje y relación. Pero no; resulta que «somos un diálogo», que –en principio– somos lenguaje, esto es, cuanto decimos y hacemos está cargado de un sentido previo heredado –de primeras, más que decir palabras, las palabras «nos dicen»–, y somos una especie de «texto previo» que no hemos escrito; en fin, no hemos nacido sin bagaje, como comentaría P. Ricoeur. Por estas y razones semejantes, sin la referencia de los demás no hay posibilidad de construir una verdadera persona humana.
El «yo», pues, se autodescubre y construye cuando toma conciencia de un mundo poblado de «otros». Dicho brevemente y al hilo de las reflexiones de E. Levinas, caben dos recorridos para la construcción de la persona: 1/ La in-diferencia que, sin negar la existencia de los otros y asentándose en la diferencia, establece «el yo» por encima de todo; 2/ Y la com-pasión que, cimentada sobre un profundo sentimiento de simpatía y gratuidad, descubre cómo todo «yo» lo es gracias a «los otros». Sentimiento… porque cada persona es colocada frente a una cuestión previa de calidad humana, una «cuestión de entrañas» –es en el uno-para-el-otro donde se manifiesta el auténtico fondo que nos permite reconocernos como sujetos humanos–; y sentimiento… de dependencia, al descubrir que somos gracias a las generaciones pasadas –no pocas vencidas en sufrimiento y humillación para hacer posible avanzar la justicia y la felicidad– y a cuantos nos acompañan y nos seguirán.
 
 

       Convertirnos a Dios, convertirnos al prójimo

 
Uno de los rasgos más significativos para conocer la identidad del Dios cristiano lo encontramos en su no neutralidad ante las situaciones de injusticia y su parcialidad al tomar parte por el pobre y oprimido, al hacer suya la causa de los explotados y excluidos. El discurso inaugural de la misión de Jesús –«El Espíritu me han ungido para dar la Buena Noticia a los pobres…» (Lc 4.18)– deja bien clara esa identidad.
El lugar cristiano de la experiencia de Dios, por lo mismo, no es primordialmente ni la experiencia interior, ni la metafísica, ni la místico-intimista…, sino el terreno de las relaciones con los otros. Al respecto, siguiendo las palabras y la vida de Jesús, el problema no radica en saber «quién es mi prójimo» cuanto en «hacerse prójimos» o «hacerse cargo», esencialmente, de todos los tirados por el camino (cf. Lc 10,25-37).
 
 

       Encargarme de mí, hacerme cargo del otro

 
Así que para ser, por un lado, dependemos de los otros. Me reconozco porque los otros me nombran, porque soy conocido… Más aún, sólo puedo hacerme cargo de mi propia construcción como persona en tanto en cuanto me encargo, esto es, me preocupo –o despreocupo– de la de los demás. Sin ellos, además de creerme cualquier cosa –hasta extremos de locura–, ni la autonomía ni la libertad tienen rostro humano.
Por otro lado, el misterio del Dios de Jesús de Nazaret se transforma en misterio de responsabilidad frente al hermano, sobre todo, abandonado, excluido e injustamente tratado. Cual nuevos caínes, seguimos oyendo el interrogante divino: ¿dónde está tu hermano? Observando a cuantos en la actualidad son claramente excluidos e injustamente tratados, la pregunta resulta mucho más concreta: ¿cómo viven, qué has hecho de los inmigrantes? (No vendría mal formularse el interrogante y responder al mismo mirando de frente a la imagen de portada…).
El mundo, no nos engañemos, está dividido en dos mitades profundamente desiguales. Frente a la injusta división entre pobres y ricos, en consecuencia, la fe está pegada a la justicia y la solidaridad que se juegan entre quienes se cierran idolátricamente en su egoísmo y quienes se abren a compartir e intercambiar dones, entre los «idólatras del yo» y los «compartidores» (Abbé Pierre).
 
 
José Luis Moral
directormj@misionjoven.org