«Convivencias con Jóvenes» Necesidad de educar la experiencia

1 julio 1997

  1. Punto de partida

En este artículo, deseo abordar la educa­ción en la experiencia por medio de las «con­vivencias con jóvenes». Aporto mis intuiciones y mis preocupaciones sobre este tema. Los educadores queremos conseguir, en el proce­so de educación en la fe, que los jóvenes se adhieran personal y conscientemente al Dios de Jesús. Para ello es necesario que demos más valor a la experiencia que a la teoría. Lo que más nos interesa es, precisamente, que nuestros jóvenes experimenten al Dios que es amor y que les llama a cada uno por su nom­bre para trabajar por un mundo mejor.
Sobre este punto, me surgen dos preguntas: a/ ¿Qué aportan las convivencias a los jóvenes en el proceso de educación en la fe?; b/ ¿Por qué encontramos tantas dificultades para mo­tivar a los jóvenes y a sus padres sobre la im­portancia que tienen las convivencias? Intenta­ré reflexionar en voz alta, partiendo de estas dos preguntas.
 

  1. Las «convivencias» en la educación de la experiencia de fe

Dentro de cualquier proceso de educa­ción en la fe: catequesis, iniciación cristiana, escultismo, hay un aspecto fundamental a cuidar para conseguir los objetivos de dicho pro­ceso: los llamados momentos de intervención. Son aquellos tiempos en los cuales llevamos a cabo nuestra labor educativa y pastoral. Son momentos esenciales dentro del Itinerario de educación en la fe. «Gracias a ellos se hacen realidad la finalidad y las opciones del proyec­to y los objetivos a alcanzar […]. Son momen­tos importantes por sí mismos, por el mero hecho de realizarse» .
 
Enumero algunos: la reunión semanal, los encuentros con otros grupos, los campamen­tos o cursillos de verano y, por supuesto, las convivencias. Cada momento de intervención tiene sus características peculiares y es más válido para trabajar unos aspectos u otros. Por esta razón, es importante su misma variedad, pues nos ayuda a trabajar los distintos valores.
Si la reunión semanal es el foco de lo coti­diano y la primera referencia para el grupo, las convivencias sirven para superar lo cotidiano, creando la novedad, lo llamativo; eso enrique­ce mutuamente a los participantes y abre nue­vos caminos hacia el futuro. En esos momen­tos podremos potenciar muchos valores, que no sería posible atender únicamente en la reu­nión semanal.
 
Una convivencia ofrece muchas oportunida­des: desde hacer trabajos de servicio al grupo hasta tener ratos largos de oración en común; en definitiva, se trata de convivir unos días des­de lo que nos une, que es precisamente Je­sús. Además en la convivencia se vive y actúa dentro de un marco que, por ser tan llamativo para los jóvenes, nos facilita el trabajo con ellos. Así aprenden que la presencia de Jesús no sólo la pueden encontrar en su parroquia, sino también en todos los momentos y luga­res en los que se desarrolla su vida.
En las convivencias hemos de ofrecer a los jóvenes otras alternativas a lo que viven los fi­nes de semana, que llegan a resultarles mo­nótonos. Está bien salir en grupo, en pandilla de amigos, pero hemos de educar a los jóve­nes para que dediquen su tiempo a los demás y para que formen parte de alguna asociación, lo cual les puede dar tantas y más satisfaccio­nes que cualquier otra actividad.
A mi modo de ver, el objetivo fundamental de las convivencias, dentro del proceso de educación en la fe, es que el eje transversal de todo el proceso sea la vida de los muchachos, que ellos sean realmente protagonistas y res­ponsables de su propia educación. No hemos
de aplicarles recetas de fe, sino ayudarles a hacer una experiencia consciente de la fe. Tienen que experimentar lo que es la vida en grupo, la diversión en grupo, la oración en gru­po. Es ahí donde tienen que descubrir por pro­pia experiencia que Dios se les hace presente.
 
Puede ser que esto no lo perciban del todo durante una convivencia; no nos hagamos de­masiadas ilusiones. Pero ciertamente expe­riencias de este tipo, bien preparadas y reali­zadas en el momento adecuado, les ayudarán más adelante, en momentos de reflexión, a darse cuenta de cómo encontraron a Jesús en muchos de esos momentos vividos.
Después de citar algunos de los aspectos que favorecen el trabajo con muchachos en las convivencias, me gustaría exponer el asun­to que más me preocupa sobre este tema: ¿Por qué encontramos en nuestra parroquia y en otras muchas de Bilbao tantas dificultades para que los muchachos respondan a este ti­po de actividades? ¿Qué papel han de jugar los padres en todo este proceso?
 

  1. Dificultades

Desde hace varios años, me estoy en­contrando con una dificultad que es comparti­da en muchas de las parroquias de la diócesis de Bilbao. Los jóvenes que participan en los distintos procesos de Iniciación cristiana no res­ponden de manera entusiasta a las convocato­rias de convivencias durante el proceso. Ese he­cho está provocando cierta desilusión en los educadores, quizás, porque, cuando nosotros éramos jóvenes, ocurría todo lo contrario: es­tábamos deseando tomar parte en las convi­vencias, porque eran para nosotros momentos privilegiados de encuentro con los demás y hasta de pasarlo bien. Además, al cabo de los años, nos hemos dado cuenta de que, en mu­chos de aquellos momentos especiales, senti­mos algo que entonces no sabíamos describir, pero que ahora identificamos como una expe­riencia de Dios.
Se da el caso de grupos que, en dos o tres años de proceso de educación en la fe, sólo han realizado una convivencia. Sobre esto se me ocurren dos reflexiones, que son intuicio­nes personales, no verdades, pero que pue­den ayudarnos a proyectar algo de luz sobre este asunto que nos preocupa.
 
–    ¿Estamos leyendo mal la realidad? ¿Plan­teamos bien los momentos de intervención en los procesos de educación en la fe?
 
En primer lugar, todos sabemos muy bien, al menos en teoría, que lo primero que debe­mos hacer en cualquier proceso de educación es un análisis de la realidad. Cuanto mejor y más preciso sea el análisis, más garantías ten­dremos de alcanzar un buen resultado.
En mi caso concreto, el análisis de la reali­dad me está diciendo que la situación que vi­ven los jóvenes que están haciendo hoy día el proceso de educación en la fe es diferente, en varios aspectos, al de hace algunos años. La sociedad actual les pone en bandeja diferen­tes ofertas, todas ellas muy atrayentes y mag­nificadas por grandes campañas de publici­dad, que obligan a cada joven a hacer una op­ción. Muchas veces, nuestras ofertas no pue­den competir con aquéllas, porque promue­ven unos valores y un estilo de ser y vivir co­mo persona, que va contracorriente. En esas circunstancias, los jóvenes suelen escoger lo más cómodo y menos comprometido.
El ideal que proponemos a los jóvenes es el siguiente: llegar a ser personas de talante evan­gélico en medio del mundo, mirar todas las re­alidades de la vida bajo el prisma cristiano, si­guiendo a Jesús de un modo consciente y comprometido.
 
Eso está a años luz de los planteamientos que, desgraciadamente, hace la sociedad ac­tual. Ésa es la realidad dura y concreta frente a la que tenemos que presentar nuestra ale­gría de vivir el don de la fe. Hemos de estar convencidos de que nuestras propuestas, ade­cuadamente interiorizadas y contrastadas, ayudan a los jóvenes a ser felices en todas las dimensiones de su persona.
Por tanto, en la mayoría de los casos, no es que nos falte un correcto análisis de la reali­dad, sino que nos cuesta intervenir en esa re­alidad,precisamente porque se nos presenta como un hueso muy duro de roer, y también porque nos faltan recursos metodológicos, imaginación o valor para arriesgarnos.
Para suscitar el interés por las convivencias, sugiero algunos resortes concretos, por ejem­plo, motivar adecuadamente a los jóvenes, crear un ambiente positivo dentro del grupo formativo. Es muy importante conseguir que la primera convivencia que hacen los jóvenes sea positiva para ellos, ya que así será más fá­cil hacer otras en el futuro.
–   ¿Qué papel han de jugar los padres? ¿Có­mo se sitúan ante esta dificultad que en­contramos en nuestra labor con sus hijos?
Considero que este asunto es crucial. Y me preocupa enormemente, porque veo que los educadores caminamos en una dirección, y los jóvenes y sus padres en otra distinta.
No por mucho repetirlo pierde valor la afir­mación de que los padres son pieza clave en cualquier proceso educativo de sus hijos. Es bueno recordarlo para destacar la gran respon­sabilidad que poseen. De la orientación que den en la familia a la formación de sus hijos, de­penderá, de una forma o de otra, la educación en la fe que nosotros les ofrecemos. Nuestra función es ayudar a los jóvenes a descubrir o a profundizar que Jesús les llama a cada uno a hacer un mundo mejor, y que ese trabajo han de desarrollarlo en grupo, en comunidad. Para llevar a cabo esta tarea, necesitamos la colaboración de sus padres, porque, de otro modo, encontraremos más dificultades de las esperadas. En general, los padres hacen su función con mucha responsabilidad y cariño, pero hemos de pedir su colaboración para que nuestra labor de educación en la fe dé los mejores frutos.
Hablo de todo esto porque me preocupa de veras la poca relación que los equipos de mo­nitores tenemos con los padres. Cuando los convocamos a una reunión para explicarles lo que queremos conseguir de sus hijos en el proceso de educación en la fe, les insistimos en la importancia que tienen las reuniones se­manales, los encuentros, las convivencias, los campamentos o cursillos de verano. Al mismo tiempo, les mostramos nuestra preocupación por la escasa respuesta de sus hijos a estas actividades.
Y ahora viene lo que más me duele. Los pa­dres comprenden y disculpan el que sus hijos no participen en las actividades que propone­mos. La respuesta de muchos de ellos podría sintetizarse así: «Es que entre el inglés, el ba­loncesto, el salir al extranjero en verano, el ir al pueblo los fines de semana, el estudiar…»
Lo preocupante de esta respuesta es lo que se trasluce en el fondo; eso me hace estar muy preocupado de cara al resultado de los procesos de educación en la fe que llevamos con sus hijos. Muchos padres no conectan con el objetivo que intentamos conseguir. No comprenden que para nosotros lo prioritario es que el joven sea seguidor de Jesús, inten­tando vivir con estilo evangélico la vida de ca­da día, en todas sus dimensiones. Este segui­miento es, precisamente, el que ayudará a los jóvenes a ser realmente felices.
No queremos que nuestra Iglesia siga sien­do, como en tantos casos, un supermercado de servicios religiosos que se consumen en momentos determinados. Deseamos que los padres tomen un compromiso serio, para res­ponsabilizarse de que sus hijos participen con su asistencia en los momentos programados.
En la respuesta que los jóvenes y sus padres dan al proceso de educación en la fe, quedan reflejados los valores que la sociedad de hoy considera fundamentales. El joven se da cuenta, por ejemplo, de que es importante prepararse lo mejor posible para acceder a un puesto de tra­bajo. Sin embargo, para el joven, que quiere se­guir a Jesús, lo fundamental es vivir como cris­tiano. Eso supone, en muchos casos, renunciar a algunos valores que ofrece la sociedad, que son contrarios a los del Reino de Dios; por ejem­plo al aberrante consumismo que empuja ciega­mente a ser más que los otros, a ganar más, a tener más. Por el contrario, es el Reino de Dios lo que ha de orientar al joven para definir qué ha de estudiar, para qué se ha de preparar en la vi­da, cómo va a servir mejor a la sociedad.
En definitiva, se trata de escoger las priori­dades que propone la sociedad actual o las del Reino de Dios. Si los padres consideran que la educación de sus hijos en la fe es im­portante para construir una sociedad más jus­ta, les ayudarán a encontrar el tiempo necesa­rio para recibir esa educación. Hay muchos profesionales, personas muy bien preparadas, que tienen una profunda raíz cristiana. Por tanto, es cuestión de dar prioridad a los valo­res que se consideran más fundamentales.

  1. ¿Posibles soluciones?

Los que nos movemos en ambientes de grupos juveniles estamos dando muchas vuel­tas a este asunto, para encontrar posibles soluciones que aporten oxígeno vital. No caemos en la ingenuidad de decir que ya hemos encontra­do alguna solución fácil. De momento, tenemos algunas pistas para reflexionar entre todos.
4.1. Exigencias de los «procesos»
 
Los educadores, de común acuerdo, he­mos de proponer, ciertas exigencias a las que
no es posible renunciar, si queremos ofrecer procesos de educación en la fe que sean serios y coherentes con el tipo de joven cristiano que deseamos formar. Por tanto, hemos de presen­tar un proceso con unos objetivos bien defini­dos y con unos momentos de intervención de­terminados. Los padres que se acercan a la pa­rroquia o a otra institución eclesial para buscar un grupo juvenil donde integrar a su hijo han de conocer claramente desde el principio nuestras condiciones. De esta manera, todos sabrán desde el primer momento a qué compromete el proceso de educación en la fe. Por ejemplo, en un proceso de iniciación cristiana, desde los 14 años hasta los 18, se podría señalar como ne­cesario la asistencia a la reunión semanal, a un campamento o cursillo de verano, a unos ejer­cicios espirituales; y, por supuesto, a la mayo­ría de las convivencias que se realizan cada año, por lo general, dos fines de semana al año.
 
Todo lo anterior supone pasar de un concep­to de comunidad e Iglesia exclusivamente sa­cramental a una Iglesia que es sacramento uni­versal de salvación. La Iglesia exclusivamente sacramental no ha de poner excesivas dificulta­des a la administración de los Sacramentos, ya que el Espíritu Santo se encargará de llenar el vacío de las personas que los reciben.
La Iglesia que quiere ser realmente sacra­mento universal de salvación, signo del Dios de Jesús, no se preocupa tanto de la cantidad de sacramentos que administra, sino de que las personas que los reciben lleven un estilo de vida evangélico, con la convicción de que el Espíritu de Dios actúa en todas las personas que colaboran a hacer presente el Reino de Dios en medio del mundo.
 
4.2. Trabajo con los padres
Uno de los mayores favores que las pa­rroquias, equipos de curas, consejos parro­quiales, pueden hacer a la pastoral de juventud es el iniciar a los padres en una catequesis de adultos, en un proceso, que les lleve a com­prender mejor el estilo de persona cristiana que buscamos. Soy consciente de que éste es el gran caballo de batalla de nuestra Iglesia; los recursos son escasos, la participación de los padres mínima, pero, aún así, hemos de gastar esfuerzos en este asunto, porque es vital para los que trabajamos con jóvenes. Habrá que despertar la imaginación, dedicando muchas horas a reflexionar sobre este asunto y a bus­car medios concretos para solucionarlo.
 

  1. Conclusiones

No es fácil entusiasmar a los jóvenes y a sus padres sobre la importancia que tienen las convivencias, como medio para educar en la experiencia de Dios y para fomentar otros mu­chos valores. La experiencia dice que se trata de un trabajo lento, pero que merece la pena, y que requiere el esfuerzo coordinado de todos los responsables de la educación en la fe: pa­dres, curas, monitores. De no ser así, seguire­mos ofreciendo procesos teóricos, sin vida y sin experiencia.
El trabajo de construir una sociedad más justa y más fraterna va a necesitar de la apor­tación de mucha gente joven, que sea capaz de denunciar con palabras y hechos las situa­ciones y estructuras injustas que impiden que todas las personas se desarrollen como tales. Los seguidores de Jesús tenemos mucho que decir en esta tarea; por esto mismo, es vital que las nuevas generaciones de jóvenes, ten­gan la experiencia personal de sentir que Dios les llama a esta labor. Es, precisamente, en es­te aspecto donde las convivencias, al mismo tiempo que otros momentos formativos, pue­den aportar su grano de arena. El reto hemos de asumirlo entre todos.
Jaime López de Eguílaz
 
 
 
 
 
 
 CENTRO NACIONAL SALESIANO DE PASTORAL JUVENIL, Guía del Animador, Itinerario de educación en la fe (10­19 años), Edit. CCS, Madrid 1994, 137. Remito, en general, a este texto, en el que me he basado para redac­tar el contenido de este epígrafe.