Convocar y acompañar

1 enero 2009

Miguel Ángel García Morcuende es Delegado de Pastoral Juvenil de la Inspectoría Salesiana de Madrid.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El artículo ofrece una reflexión en torno a uno de los bloques del documento capitular salesiano: la convocatoria pastoral, refiriéndose expresamente a la pastoral vocacional. Acentúa la necesidad de una vida profética y testimoniante, la atención y cuidado de la propia vocación personal, la capacidad para compartir gratuitamente y acompañar el don recibido, la intencionalidad pastoral de obras y actividades, la oración constante, y la necesidad de estimular a los jóvenes al apostolado y al servicio eclesial y social.
 
La Congregación Salesiana, como tantos otros Institutos Religiosos, tiene una historia larga y fecunda de atención y cuidado de las vocaciones: documentos, sugerencias y metodologías quedan reflejadas en una hermosa literatura. A la vez, la geografía  vocacional, el mundo juvenil y las situaciones han cambiado, por lo que es necesaria una nueva atención y reflexión contínua. Hemos de aprender a dar forma a un cambio en la animación y acompañamiento vocacional. “Es locura – decía  A. Einstein  – el seguir haciendo lo mismo y esperar resultados diferentes”.
El Capítulo General 26 de los Salesianos expresó a la luz de su trayectoria como familia religiosa uncuestionamiento amplio por la debilidad de la convocatoria y perseverancia vocacional en ciertas regiones del mundo. Lejos de vivir angustiados por la presión de dicha sequía vocacional persistente, las sesiones y los trabajos capitulares tuvieron esta  preocupación evangélica: la necesidad de convocar, “el gusto renovado de ayudar a los jóvenes a descubrir el proyecto de Dios”. Sin obviar las dificultades, se alimentaron sentimientos, objetivos, intuiciones comunes maduradas en el compartir, en la comunión y en las propias experiencias. Estas líneas quieres ser transmisoras de todo ello.
 

  1. El fuego ilumina, calienta y atrae

 
¿Cómo “convocar” si, hoy por hoy, en algunos contextos, la vida consagrada no atrae a los jóvenes, no suscita el deseo de ser imitada, no genera seducción ni contagia entusiasmo? Sin analizar la complejidad del actual fenómeno vocacional y los factores que obstaculizan la floración de vocaciones,  no creo exagerar si digo que el problema de las vocaciones está condicionado muchas veces por los que estamos dentro. Algo se juega en nuestro campo, no todo es un tema de identidad de vida cristiana y de seguimiento de Jesús. Una pastoral vocacional saludable empieza por transmitir una vida profética marcada por el optimismo de los que actual­mente vivimos la vocación, como cristianos y enviados, en las distintas familias religiosas. El testimonio alegre de hombres y mujeres satisfechas, la ilusión por uno mismo y por la persona de los demás, es la primera propuesta vocacional.
La elección vocacional brota de la experiencia de un Jesús que llama “para estar con El” (Mc 3,14) en la intimidad de la oración y para enviar en misión a curar a los más pequeños y necesitados. Esta vocación exige la entrega gratuita y totalizante de la persona a Dios y una opción así no brota de la sola propuesta de una tarea, sino de una espiritualidad que se despliega y vive gozosamente. Sólo desde aquí, cuando un creyente adquiere en sus ojos un brillo especial, es posible dar esperanza a tantos jóvenes del mundo entero.
La espiritualidad es esencialmente relación con el Dios que tiene un rostro preciso, y que ha decidido desvelarnos este rostro en el Hijo Jesucristo, un rostro paterno y materno, con todos los incontables detalles “narrados” por el Evangelio. Para los salesianos, en concreto, a diferencia de otras formas de la vida consagrada, encarnamos una “espiritualidad apostólica” que toma inspiración en las personas a las que servimos (los jóvenes) y las situaciones históricas en las cuales trabajamos. Nuestro carisma se convierte así en revelación de este rostro amoroso de Dios a los jóvenes, los cuales desafían cuando hablamos de lo que “sabemos por experiencia”. Un saber de quien ha descubierto el “tesoro escondido”, hasta el punto de “vender todo con alegría” (cf. Mt 13,44-46) para seguirle y convertirlo en sentido de la vida.
A los jóvenes no les molesta oír hablar de Dios, siempre y cuando les hablemos de quién es Dios para nosotros, de cómo vivimos y experimentamos nuestra relación con él. Tampoco les molesta que les hablemos de la vida religiosa. Lo que no soportan es que les “hablemos de memoria”,  sin pasión evangélica, como quien simplemente cumple con una fidelidad rígida, donde la letra prevalece sobre la vida. El déficit que nuestras instituciones pueden tener en este campo afecta negativamente toda la pastoral, especialmente la pastoral vocacional religiosa. Los jóvenes de hoy están más interesados por el testimonio de las vidas de las personas que por su declaración de intenciones.
Hoy, igual que en los tiempos de los grandes Fundadores, es necesario el fuego para ser creyente. El fuego evangelizador que ilumina, calienta y, en consecuencia, atrae. Es más, una vocación vivida con fuego es siempre noticia, historia fascinante de la cual se hace partícipes a los demás. La vocación acogida con estupor y vivida con entusiasmo se torna necesariamente invitación a muchos: «Venid y veréis» (Jn 1,39).
 

  1. Echar raíces en Dios

 
En realidad cada uno de nosotros es portador de una vocación que puede arrastrar a otros si es vivida apasionadamente en toda su verdad. Los jóvenes -y no sólo- se encuentran a gusto con una persona serena, alegre, de gestos sencillos, entusiasta, comunicativa… dotes de personalidad y de calidad humana esenciales para la animación vocacional. Pero no basta. El trabajo por las vocacio­nes, del que todos somos responsa­bles, implica en primer lugar el cuidado  con esmero de nuestra propia vocación personal, urge a cada uno alimentar la propia experien­cia gozosa  de la vocación, a vivir en plenitud la fidelidad a la llamada.
El fuego del que hablábamos antes, proviene de una intensa vida interior, de una confianza en Aquel que nunca decepciona, de una persona que se siente “escogida, alcanzada y ganada por el Señor Jesús” (Flp 3,8-12). Una vida interior así, que echa raíces en Jesucristo hace de los hombres y mujeres propuesta vocacional. Es verdad que toda vocación es un don gratuito y misterioso de Dios, pero la calidad de nuestras vidas es la imagen humana visible de la llamada del Señor, y  sólo se puede escoger lo que se conoce y ama.
Lo que nos desgasta no es el trabajo o la responsabilidad; lo que realmente quema, lo que se convierte en signo de malestar vocacional es el desencanto: deja de “arder” nuestro corazón cuando el Señor resucitado nos acompaña en el camino y nos explica las Escrituras (Lc 24,32). La calidad de la vida espiritual y de nuestra cultura de vida tiene que tener la prioridad absoluta sobre todos los «proyectos».
 
Para garantizar esta fidelidad a largo plazo, es necesario promover y garantizar aquellos dinamismos personales y comunitarios que definen nuestro proyecto de vida, como discípulos auténticos y apóstoles creíbles: la plegaria personal y comunitaria; el encuentro con Cristo en la Palabra y en la Eucaristía; la lectio divina; la lectura y meditación de las Constituciones; compartir el propio camino de fe, la riqueza de la espiritualidad, la acción apostólica y la propia historia vocacional, etc. Capítulos básicos de una vida que se alimenta nuestra fe.
La metodología vocacional por excelencia necesita historias de testigos de la fe. La “animación vocacional por contagio” presupone visibilidad de nuestra vida, suscitar interrogantes en nuestro entorno, desear conocer más profundamente el por qué y la motivación de nuestra vida y, en definitiva, el seguimiento radical de Jesús según el carisma de cada Instituto. Nuestras historias personales son la transmisión viva de la  vocación a las generaciones futuras. A la cita con el Señor Jesús, los jóvenes solamente acudirán movilizados por una expectativa así.
 
3. Compartir y acompañar el don recibido
 
La vida es un bien que se recibe, que tiende naturalmente a ser bien que se entrega. En palabras del Evangelio: «Lo que gratis habéis recibido, dadlo gratis» (Mt 10,8). Reconocemos con gratitud que toda vocación es una gracia que hemos recibido de Dios y ello nos mueve a desear ardientemente proponer a otros/compartir con otros este estilo de vida que nos hace plenamente felices, haciéndoles participar así del mismo don. Un estilo de vida que tiene tres facetas: la urgencia de la misión apostólica nos conmueve, como evangelizadores, al contemplar tantos que no conocen a Cristo Jesús; la confianza en el Señor que, por encima de nuestras infidelidades, sigue llamando a muchos; el amor a la vocación, que incluye necesariamente el amor y la adhesión permanente a nuestros carisma. Esta urgencia, esta confianza y este amor nos impulsa a suscitar nuevas vocaciones apostólicas para que, al crecer, pueda cumplir mejor la misión que nos ha encomendado la Iglesia.
El sentido de la vida consagrada no está en lo que hace, sino en lo que es. Consagrarse a Dios es tomar conciencia de haber recibido antes todo de El: no podría consagrarse bien aquel que antes no hubiese comprobado en su historia personal la grandeza del amor recibido. Nuestra vocación es esencialmente respuesta en un diálogo de amor; no somos héroes que exhiben su opción como si fuera algo extraordinario, sino creyentes con  actitud de asombro agradecido y emocionado. Vivir así da gusto y da alegría. Nuestra vida tiene “fundamento”. Por ello, comprender la grandeza del don recibido, nos mueve a la propuesta. La vocación, cualquiera que sea, no es para guardarla sino para ofrecerla.
Por todo ello, se necesitan maestros de vida espiritual que hagan de la propuesta vocacional un itinerario pedagógico para que todo joven camine hacia la madurez de su fe. El itinerario vocacional es caminar, como los discípulos de Emaús, con Jesús en persona, con el Señor de la Vida, con aquel que se aproxima al hombre peregrino que hace su mismo recorrido y que entra en su historia. El ministerio del acompañamiento es propio del Espíritu. Es el Espíritu el modelo y el punto de referencia en el que se debe inspirar la persona que acompaña procesos y propuestas vocacionales.
El fin de nuestra misión (“Buenos cristianos y honrados ciudadanos”, en palabra de Don Bosco) y el principio integrador (los jóvenes más necesitados) nos recuerda que el verdadero y eficaz anuncio no pasa por palabras y mediaciones repetidas y sabidas, sino también por la intencionalidad pastoral de nuestras obras y actividades educativo-pastorales, como mediaciones de la evangelización. No siempre la misión en nuestras Congregaciones e Institutos se expresa así. ¡Cuánto tiempo dedicamos a lo periférico! Parece que el Reino de Dios y su justicia no siempre motiva nuestra misión, no siempre ocupa el puesto central. Junto a la misión evangelizadora, compiten otras realidades, a personal, comunitaria o institucionalmente (el bienestar, el mito de los grandes números, siempre en aumento, de la eficiencia y del brillo del prestigio social). Misión en lugar de mantenimiento de estructuras. Los jóvenes empeñarán su vida, no en opciones tibias, sino en lo que hace realmente vivir de manera significativa y que merece ser el centro y el fundamento de una vida.
 

  1. Cuando la vida comunitaria seduce y suscita

 
El carisma religioso, del que nacen las familias religiosas, no es dado al individuo, sino al grupo, a un conjunto de personas que se convierten en comunidad justamente por este don hecho a todos y que constituye su nueva y común identidad. Pues bien, el terreno propicio para que suscitar y acompañar una vocación a la fe y al servicio es, sin duda, una comunidad donde el seguimiento de Jesús se viva con gozo. Cuando hay hermanos y hermanas que testimonian el valor del vivir y trabajar juntos, se respiran actitudes que hacen agradable  la vida fraterna y atraen por la profundidad y amplitud: la acogida, la hospitalidad, las relaciones fraternas, la sencillez de vida, el espíritu de familia, la tensión apostólica, la oración comunitaria, la celebración de la fe compartida, etc.
Por desgracia, en ciertas ocasiones las relaciones en la comunidad religiosa sufren una cierta pobreza relacional, son piedra de tropiezo en la animación vocacional. No podemos olvidar la importancia que las relaciones personales juegan en los procesos vocacionales. Relaciones donde compartir los bienes del Espíritu, la Palabra de Dios, las intuiciones espirituales, la experiencia de Dios, el cansancio de la ruta, pero también las dudas y las incertidumbres hasta los límites y las flaquezas, en la diversidad e irrepetibilidad de cada uno. El debilitamiento de la fraternidad se traduce en planteamientos individualistas de la vida, en la mentalidad decidida de autogestión (el mito de la propia realización), en la insensibilidad hacia el otro o en la falta de maduración afectiva.
Testimoniar con valor y alegría la belleza de una vida, entregada totalmente a Dios y a la misión nace de la gratitud al Señor. Gratitud  que se hace oración constante, obediencia a la invitación/mandato del Señor a rogar al Señor de la mies a que envíe trabajadores en su campo (cf. Mt 9,37-38). La oración es tarea de todos: nuestras comunidades religiosas, comunidades educativo-pastorales y los mismos jóvenes. Convocar y a acompañar vocaciones reclama una nueva mentalidad sobre la común corresponsabilidad y compromiso cotidiano de todos respecto de las vocaciones. No oramos sólo al Señor para que incremente sus propios efectivos, sino para que Él se cuide de su mies. No se buscan intereses particulares sino los del Reino. Nuestros esfuerzos son sinceros y nuestras imprescindibles, pero toda vocación es acto de fe: «En tu nombre echaré las redes» (Lc 5,5) y nosotros, mediadores del obrar de Dios. Desde esta perspectiva, la oración vocacional es de total confianza en aquel Dios capaz de obsequiarnos con hijos del futuro, aún estando en una época aparentemente estéril.
 

  1. Suscitar entre los jóvenes el compromiso y pasión apostólica

 
El Capítulo General 26 de los Salesianos ha intentado colocar de nuevo la misión salesiana en el corazón de cada salesiano, nos ha invitado al reencuentro afectivo con los jóvenes. Por otra parte, nos invita a estimular a los jóvenes para que sean apóstoles de sus compañeros, para que asuman diversas formas de servicio eclesial y social con nuestra misma misión carismática. Ser “signo y portador del amor de Dios a los jóvenes” es expresión de lo que nuestra familia religiosa es, y signo de lo que le distingue y le es peculiar dentro de la Iglesia en su seguimiento a Jesús. Es lo que le ha sido concedido como don carismático del Espíritu y que a lo largo de la historia se ha ido plasmando en la historia salesiana.
Lejos de propuestas ocasionales y genéricas, el Capítulo General de los salesianos ha insistido en cuidar los caminos privilegiados para suscitar, discernir y acompañar compromisos apostólicos, entre ellos: el diálogo educativo, el clima de confianza, los lugares de silencio (interiores y físicos), en particular, el acompañamiento espiritual. A través del mismo es posible detectar y acompañar con profundidad las inquietudes y signos vocacionales que  aparecen en los posibles llamados. Toda vocación es acto de amor, del amor del Señor que llama y del amor de aquel que responde. Por eso, lo que esta en juego no es el futuro de nuestras familias religiosas; lo que está en juego es “la suerte de los jóvenes”, su sentido, su futuro, su felicidad, el proyecto de Dios en sus vidas. Por eso es importante que haya alguien que vaya por delante y les invite a descubrir el designio de Dios sobre su vida, a  personalizar su proyecto de vida cristiana y a  entregar  el don de sí mismos.
El Capítulo General de los Salesianos nos insiste en evitar las improvisaciones  y optar por una pastoral juvenil en clave de evangelización y de procesos de fe. Si la evangelización de los jóvenes es nuestra tarea principal, nuestra mayor tarea es la de acompañar a los jóvenes a un conocimiento profundo de Cristo. Iniciar, hacer crecer, caminar con, ofrecer… son verbos que los evangelizadores tenemos que aprender a conjugar y manejar; tenemos que aprender bien los tiempos y los modos, según personas y tiempos, según experiencias y lugares. Es la hora de aportar nuevas ideas y caminos en el campo de la espiritualidad y de la misión, con más vigor, con más audacia, con más sentido.
No podemos olvidar la fuerza disgregadora  que posee la sociedad del bienestar y la secularización. La erosión religiosa de Occidente, claramente en Europa, nos afecta. Sin embargo, de ninguna manera, podemos aspirar al repliegue, a la búsqueda de posiciones más tranquilas, o bien, a una  presencia menos comprometida. Las “nuevas fronteras” no son  líneas divisorias entre los países; son barreas que delimitan la pobreza (en muchos sentidos), hacia un lado o hacia el otro. Permanecer en estas fronteras donde están los jóvenes es una exigencia para nosotros, un modo de vivir la fe: no son una estrategia pastoral, es un modo de estar, ser “sal de la tierra” y “levadura que fermenta la masa” (Lc 13,21). Estas opciones enriquecen nuestra vocación, haciéndola más transparente, evangélica y atractiva.
Desde estas coordenadas expresadas en esta reflexión,  estamos llamadas a pro-vocar en los jóvenes la disposición interior necesaria para dejarse conmover por Dios, para promover esa cultura vocacional de modo que los jóvenes hagan opciones ineludibles que afecten a los núcleos de la vida. Su vida joven es el tiempo y el escenario donde Dios quiere seguir llamando.
 

MIGUEL ÁNGEL GARCÍA MORCUENDE