Siendo sinceros en el amor, crezcamos en todo hasta Aquel que es la Cabeza, Cristo, de quien todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición, según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor (Ef 4,15-16).
La reflexión que ofrecemos en este número de Misión Joven parte de una convicción profunda: creemos que la Buena Nueva de Jesús marca un camino que puede ayudar a los jóvenes a crecer humana y espiritualmente, a encontrar la felicidad, la calidad y la madurez de vida.
La madurez supone el logro por parte de un ser, de su forma definitiva. Es el resultado del equilibrio entre las fuerzas constructivas de la personalidad y la realización del yo ideal. Representa la síntesis de las aspiraciones, realizadas con autenticidad. Tiene necesariamente un carácter dinámico. Implica evolución, cambio, transformación, crecimiento, en relación a lo que existía antes. Es siempre avanzar, aunque no se trata, en modo alguno, de un crecimiento lineal, de una evolución sin saltos. La persona es siempre misterio y su desarrollo camina, más bien, por ritmos no concordes, a través de crisis y conflictos internos y externos. Crecimiento y madurez tienen, pues, un carácter histórico: se trata siempre del crecimiento de la persona concreta.
Cuando pastoralmente hablamos de crecimiento en la fe, no podemos olvidar el proceso humano de crecimiento y madurez. Si la calidad de la vida cristiana se cifra en el crecimiento de la fe, este proceso de madurez espiritual implica necesariamente la madurez humana. Realmente, crecimiento humano y crecimiento en la fe son interdependientes y están mutuamente implicados. El dinamismo de la fe se insiere en lo íntimo de la persona y se entrelaza con su maduración integral en vistas a la realización del propio proyecto de vida. Por ello, la acción pastoral, la educación a la fe, busca la construcción y formación del hombre integral. Se trata de buscar y llegar a la unificación progresiva de la personalidad creyente.
En este sentido propone Carmen Pellicer, integrar y armonizar las experiencias vitales a la experiencia de fe. Es un aspecto fuertemente resaltado en la actual innovación pedagógica: la necesidad de situar la experiencia vital en el centro de cualquier proceso de aprendizaje y, con más razón, en los relacionados con los ámbitos axiológicos. Esto quizás pueda suponer que la preocupación pastoral se concentre más que en la propuesta motivada del discurso, en generar vivencias y experiencias de vida cristiana, de oración, solidaridad, compromiso. ¿No es verdad que en el centro de las dificultades actuales del anuncio evangélico tiene una importancia especial la desconexión de nuestro discurso de la vida personal de los niños, adolescentes o jóvenes a quienes lo dirigimos?
La praxis cristiana con los jóvenes se formula en procesos educativos. La pastoral con jóvenes, en su afán de anunciar el evangelio, tiene que llegar a entrelazar educación y fe, hasta fundirlas en procesos de mutua implicación (José Luis Moral), es decir: madurar como personas y crecer como cristianos se implican recíprocamente, por lo que el hecho educativo contiene la posibilidad de la experiencia cristiana, la igual que la vida cristiana comporta la maduración que persigue la educación. Y, en consecuencia, junto a la competencia educativa, la pastoral reclama un “mentalidad hermenéutica” o interpretativa, capaz de descifrar las experiencias humanas y repensar, al mismo tiempo, la experiencia cristiana.
No resultaría superfluo, en este repensamiento de la experiencia cristiana, llegar a la raíces. Juan Pablo García Maestro nos señala precisamente cómo los modelos de evangelización de San Pablo en orden al crecimiento de la fe de los creyentes y de las comunidades cristianas resultan verdaderamente un reto para la pastoral de hoy. En los escritos paulinos encontramos, efectivamente, el paradigma de una verdadera inculturación del evangelio. Desde la experiencia del “dios desconocido”, llega Pablo a anunciar a los atenienses al “resucitado de entre los muertos”.
En definitiva, porque se evangeliza no al margen sino desde el interior de la misma experiencia humana, la acción pastoral tiene que partir (y llegar) de la historia concreta, de la vida de los jóvenes, intentando captar su situación y sus interrogantes, acompañando el propio proceso de crecimiento y humanización, iluminado la existencia con la luz del evangelio.
EUGENIO ALBURQUERQUE FRUTOS
directormj@misionjoven.org