hacia un nuevo modo de presencia
Eugenio Alburquerque Frutos
Director del Boletín Salesiano
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor afirma que desde el punto de vista cristiano la laicidad es un valor. “Dios se ha hecho hombre para buscar él mismo al hombre en el mundo”. Lo que en la doctrina queda claro, en ocasiones, en la práctica, es problemático y ambiguo. El autor distingue entre laicidad y laicismo. Dos conceptos que no siempre se distinguen bien y, a veces, se superponen. El autor aboga por la construcción de un modelo de presencia cristiana capaz de ubicarse de una manera nueva en la laicidad, de aceptarla y reconocerla, de cooperar en su realización como laicidad positiva, abierta, unitiva y dialogante. Caminos en esta dirección son: superar actitudes beligerantes, asumir el dinamismo democrático, el reto de construir una ética cívica, personalización de la fe.
Romano Guardini, en su ensayo sobre el fin de los tiempos modernos, muestra la gran deslealtad de la modernidad. Según Guardini, la modernidad no se recata de hurtar sus principios de entre las nociones cristianas para volverlos luego impunemente contra el mismo cristianismo. Así, la consistencia del mundo creado, el sentido de la historia, la dignidad de la persona, de la libertad, del trabajo, de la sexualidad, la afirmación misma de la laicidad…, todo esto sólo encuentra su verdadera consistencia a la luz del pensamiento cristiano[1].
Al comenzar esta reflexión en torno a la laicidad, me parece importante destacar que desde la perspectiva cristiana constituye realmente un valor. Aún cuando pueda parecer paradójico, creo que se puede afirmar que la laicidad no sería posible sin el evangelio. Con la encarnación, vida, muerte y resurrección de Jesús quedan abolidas las diferencias entre lo sagrado y lo profano. Para quien se sitúa en una actitud cristiana, todo es sagrado. En la misma experiencia religiosa alcanzan un significado nuevo tanto la reflexión racional como la consideración de las situaciones concretas de la vida. En la Biblia, todo esto se expresa de manera admirable en el mismo desarrollo de la historia del pueblo escogido. Es el testimonio claro de una sana laicidad. Junto a la escucha fiel de la Palabra, la Biblia conoce también la escucha de las cosas, del hombre, de la historia, de la razón, de la experiencia[2].
Por ello, desde el comienzo, el cristianismo no se propuso nunca abandonar al hombre ni abandonar el mundo. El grito de Nietzsche: “¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales!”[3], concierne, quizá mucho más de cuanto pensaba el filósofo alemán, al espíritu de una visión evangélica que no impulsa a los humanos a buscar a Dios fuera del mundo, porque Dios se ha hecho hombre precisamente para buscar él mismo al hombre en el mundo. No sólo no hay que alejarse del mundo; es en el mundo donde el Dios encarnado se hace presente, se acerca y ama a los hombres.
Es la dirección de una sana laicidad; en ella se situó el concilio Vaticano II. Frente a una indebida “sacralización”, afirma la autonomía de las realidades temporales (GS 36), y frente a la “confesionalización” de la vida política propone la distinción de los dos órdenes, el de la comunidad política y el de la religión (GS 76).
- La irrupción de la sociedad laica
Sin embargo, a pesar de las orientaciones conciliares, el profundo y acelerado cambio social ha generado múltiples problemas. Mientras que la Iglesia parece estancarse, la sociedad ha cambiado a un ritmo vertiginoso. Particularmente en España el cambio ha sido radical, al acabar un ciclo político, económico y cultural. Existe realmente un desfase muy grande entre la Iglesia católica y el mundo actual, que cada vez más, crea fuertes dificultades en la acción pastoral. En medio de una sociedad secular y laica, no es infrecuente también entre los mismos agentes de pastoral, una desubicación que acarrea malestar, perplejidad y desorientación.
La percepción de la laicidad está marcada por la ambigüedad. Es necesario el análisis, la reflexión y el discernimiento. Esto constituye, sin duda, uno de los grandes desafíos pastorales abiertos en una sociedad pluralista, porque si hay muchos que ven en la religión una amenaza para la laicidad, hay también quienes contemplan la laicidad como amenaza para la religión.
1.1. La religión amenazada
Hasta el siglo XVI se puede hablar de cristiandad europea. Desde entonces un conjunto de diversos factores llevaron progresivamente a un nuevo tipo de sociedad. Influyen especialmente la secularización social, la racionalización de la cultura y la laicidad del Estado[4].
En las sociedades tradicionales, la hegemonía corresponde a la religión. Tanto los acontecimientos personales de los ciudadanos como los sociales se relacionan directamente con Dios. No existen ámbitos de la vida que se sustraigan a la religión. La cultura está impregnada por lo religioso; y todo el contexto social apoya la fe y promueve los valores religiosos. Religión y cultura convergen en un proyecto social que ofrece sentido, identidad y normas de conducta.
Las ventajas de este modelo son obvias: clara identidad cristiana, cohesión y homogeneidad, valores y normas compartidos, apoyo mutuo entre la Iglesia y el Estado. Se comprende, por ello, la nostalgia de muchos creyentes que maduraron su fe en el ámbito de este contexto. Porque en él, la Iglesia era una institución dominante y la religión ejercía su influjo e inspiración en la educación, el derecho y las costumbres.
Todo esto se quiebra y trunca en la modernidad. El progreso sustituye a la religión; se convierte incluso en la nueva religión. En España, especialmente la llegada de la democracia y la transformación socio-política de fínales de los años setenta ponen fin al nacional catolicismo. El espacio público se descristianiza y la religión se convierte en objeto de elección; pierde apoyos sociales y exige mayor compromiso personal. Comienza a retroceder el cristianismo sociológico, a extenderse un cristianismo difuso y no practicante, a aumentar el número de personas sin religión, el ateísmo y agnosticismo. Se impone una forma de vida secular y una convivencia laica, en la que los bienes y valores culturales compartidos ya no son religiosos. Las ciencias humanas favorecen una nueva concepción del hombre y de la sociedad e impulsan un nuevo modo de abordar la política, la economía, la familia, la educación, la sexualidad. No hay ya referentes públicos que aludan a Dios, y son cuestionados los mismos símbolos religiosos tradicionales. La religión deja de configurar la vida social, los proyectos culturales y los ordenamientos legales. Pasa a ser una cosmovisión personal de un determinado grupo de la población, perdiendo su puesto primordial y hegemónico.
Emerge la sociedad laica. Pierde peso la religión. Los antiguos medios de inculturación y socialización de la fe dejan de transmitirla. La nueva cultura secular es la ciencia y la técnica que marca cada vez más la distancia crítica respecto a las instancias de carácter sobrenatural y los elementos religiosos tradicionales.
No cabe duda que esta nueva situación desestabiliza a muchos creyentes. La Iglesia española no estaba preparada para este cambio sociocultural, que genera una crisis profunda en cuantos pretenden seguir manteniendo los valores cristianos, los símbolos religiosos, las formas de vida vigentes en la sociedad anterior. Hay muchos cristianos que viven la laicidad como amenaza, añorando la dimensión pública de la religión, nostálgicos de un Estado colaborador leal de la Iglesia y protector de los valores religiosos.
No cabe duda de que la laicidad plantea nuevas exigencias y nuevos desafíos. Quizá el primero sea precisamente la aceptación leal y respetuosa de la misma laicidad, que obliga al mismo tiempo a los creyentes a vivir de acuerdo con los valores cristianos y a intentar también configurar desde ellos las formas de vida y de convivencia, pero sin recurrir ya a Dios ni al poder político para imponerlos. La aceptación respetuosa de la laicidad nos conducirá a un nuevo modo de presencia en la sociedad. Pero, ciertamente, la misma ambigüedad del término exige que antes de referirnos a este modelo de presencia, analicemos el verdadero significado de la laicidad.
1.2. Laicidad y laicismo
Al intentar clarificar el concepto de laicidad, me parece oportuno tener en cuenta la advertencia que ha hecho Poulat: “Si Kant volviera hoy, escribiría enseguida una Crítica de la laicidad pura, en oposición a una laicidad práctica. La primera existe en el cielo de las ideas, la segunda tiene los pies en la tierra y camina a paso humano… Es un problema que arrastramos desde el nominalismo. Lo que se ha venido llamando globalmente la laicidad, es una noción compleja que remite a una realidad proliferante. Decir la laicidad, como se oye con frecuencia, es una abstracción y una simplificación; es hablar entre iniciados que están de acuerdo en un cierto número de opciones fundamentales o entre adversarios que se combaten a propósito de estas opciones”[5]. Es decir, laicidad no es un concepto unívoco. Existen distintos rostros, modelos y paradigmas de laicidad. No es lo mismo una laicidad a la francesa, a la americana o a la española.
Es necesario tener en cuenta la advertencia del sociólogo francés. Pero no nos es posible analizar en este artículo los rasgos característicos de los diferentes tipos de laicidad. Por ello tenemos que contentarnos con indicar sus elementos esenciales.
También es importante constatar que el pensamiento filosófico y político sobre la laicidad ha surgido antes incluso que su aparición en los diccionarios. Todavía, al día de hoy, no figura en el Diccionario de la Real Academia Española, en que sí se encuentra, en cambio, el término laicismo. Ambas palabras tienen como raíz el término griego laos, que significa pueblo, y es casi sinónimo de demos, palabra de la que se deriva democracia. Laos y demos son términos casi equivalentes, aunque el primero tiene un matiz de reunión de individuos, mientras el segundo se refiere más bien a un lugar. Muy pronto laos fue adquiriendo el sentido de profano, en contraposición a lo sagrado. Esta contraposición da lugar precisamente a la palabra castellana lego en su doble significado: el que no pertenece al orden sagrado (sacerdote) y el que es profano o ajeno a un asunto (“ser lego en una materia”).
Decir de una persona o de un Estado que es laico significa, ante todo, afirmar que es ajeno a lo religioso. No significa, en modo alguno, que es ateo, agnóstico o indiferente, sino que no toma postura ante la religión, que es independiente, neutral. La laicidad evoca una realidad política en la que el Estado no recibe ya su legitimidad de una Iglesia o de una confesión religiosa, sino de la soberanía del pueblo. Implica una manera de pensar y de vivir lo político. Respecto a las religiones, respeta y trata a todas por igual, sin favorecer ni impedir ninguna religión ni ningún culto, respetando la separación de poderes entre lo político y lo religioso. Según C. Magris, no tiene un contenido ideológico; es más bien, una condición, una actitud capaz de distinguir lo que es racionalmente demostrable y lo que es objeto de fe, lo que es competencia del Estado y lo que es propio de las religiones, que, según el dicho evangélico, lleva a dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del Cesar[6]. Es decir, la laicidad tiene que ver no sólo con formas políticas y jurídicas de organizar las relaciones entre religión y sociedad, sino, sobre todo, con formas de pensar y vivir la libertad y la fe.
Ante posibles desviaciones, se insiste en distinguirla del laicismo, que no sólo defiende la independencia de todo influjo religioso, sino que con frecuencia manifiesta también una actitud beligerante de intransigencia y hostilidad contra la religión. Implica, pues, un cierto sentido militante, desplegado por el Estado o por grupos sociales, que tiende a hacer de la laicidad un combate contra las pretensiones de la Iglesias o religiones para regir la vida pública.
1.3. Los pilares de la laicidad
Esta breve descripción del sentido de la laicidad propone ya sus aspectos esenciales, los principios que fundamentan su realidad política sea cual sea el contexto nacional en el que se proyecta y encarna. Se pueden resumir en la formulación que, de manera explícita, precisa la Relación sobre la laicidad que ha inspirado en Francia algunas leyes pertinentes, como la conocida “ley del velo”: “La laicidad, piedra angular del pacto republicano, se fundamenta en tres valores indisociables: libertad de conciencia, igualdad ante la ley de las opciones espirituales y religiosas, neutralidad del poder político”[7]. Se trata, en realidad, de los tres grandes valores de la revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad; simplemente, en vez de fraternidad, se propone la neutralidad del Estado.
Estos tres grandes pilares se alzan sobre el pedestal de la separación y la hacen posible. En el fondo se trata de la independencia del Estado respecto a las Iglesias y, al mismo tiempo, de la autonomía de las organizaciones religiosas respecto al poder político. El Estado no recibe su legitimidad de una Iglesia ni de una determinada religión. El orden político es libre de elaborar normas colectivas, orientadas al bien común, sin el control de ninguna institución o confesión religiosa. La autonomía del Estado implica la disociación entre la ley civil y las normas religiosas.
Se llega así a la verdadera comprensión de la neutralidad. El Estado no es el representante de una de las partes de la sociedad civil ni de las mayorías políticas, sino del conjunto de la sociedad. Reconoce su incompetencia para imponer valores a la población, pero no es un Estado sin valores, pues la gobernabilidad reposa sobre valores fundamentales, como la democracia, la tolerancia, el respeto a la diversidad, los derechos humanos. Desde la afirmada neutralidad, el Estado impulsa un proyecto de sociedad civil que connota la voluntad de promover la diversidad mediante el respeto y la tolerancia entre las diferentes culturas, lo cual implica necesariamente la oposición a cualquier tipo de exclusión por motivos étnicos, raciales, sexuales o religiosos. Se trata, pues, de la aceptación del verdadero pluralismo que, lejos de exigir la renuncia a la propia identidad histórica, cultural, religiosa por parte de los sujetos, la supone, la avala y la reconoce.
En definitiva, la separación y la neutralidad han de garantizar a todos los ciudadanos el derecho al respeto de su libertad de conciencia y de religión, comprendida su práctica privada y pública, así como la igualdad ante la ley de las diferentes opciones espirituales y religiosas. Igualdad y libertad pretenden asegurar que no exista discriminación alguna entre ciudadanos de diferentes creencias y pertenencias religiosas. Muestran una dimensión antropológica, que la sana laicidad no debe olvidar nunca. Es decir, la laicidad tiene como referente al sujeto humano y alude al modo de garantizar la autonomía de la conciencia y la libertad de creer o no creer, de expresar y practicar la propia fe de forma libre y pacífica.
Este derecho se encuentra en el corazón de la realidad social y jurídica de la laicidad que es, a la vez, un proceso cultural, político y social. Nace culturalmente como reconocimiento de la autonomía de la persona; políticamente, como reacción al monopolio del poder; y socialmente como un proceso de pluralización. Consecuentemente, la laicidad caracteriza una forma de ser humano, cualifica un modo concreto de ejercer el poder y proyecta una forma de sociedad que promueve un modo plural de vivir juntos[8].
- Hacia un nuevo modo de presencia cristiana
Esta comprensión de la laicidad puede ayudarnos a entender las palabras de Benedicto XVI, pronunciadas en una entrevista que se le hacía en su viaje a París en septiembre del 2008: “Me parece evidente hoy que la laicidad no está en contradicción con la fe. Diría incluso que es fruto de la fe, pues la fe cristiana era, desde el inicio, una religión universal, por tanto, no se identificaba con ningún Estado y estaba presente en todos los Estados”[9].
Estas palabras respondían a la reivindicación hecha en su discurso por el Presidente de Francia, Nicolás Sarkozy, de “una laicidad positiva, respetuosa, unitiva, dialogante, y no una laicidad excluyente o denunciante”. Según el Presidente Sarkozy, una laicidad positiva es “una laicidad abierta, es invitación al diálogo, a la tolerancia, al respeto”[10]. Si tenemos en cuenta la peculiar historia española de las relaciones Iglesia-Estado, así como la situación actual, tanto las palabras del Papa como del Presidente francés señalan una exigencia y un compromiso pastoral primordial: la construcción de un modelo de presencia cristiana capaz de ubicarse de una manera nueva en la laicidad, de aceptarla y reconocerla, de cooperar activamente en su realización como laicidad positiva, abierta, unitiva y dialogante.
2.1. Superar actitudes beligerantes
El nuevo modelo de presencia cristiana en la sociedad laica comienza superando la dinámica beligerante tanto del clericalismo como del laicismo antirreligioso. Persisten ciertamente manifestaciones laicistas, antirreligiosas y anticlericales. Algunos grupos se escudan en la laicidad, pero son, en realidad, más que laicos, laicistas, Mantienen un revanchismo que les lleva a mofarse de la religión, de la Iglesia católica y a luchar contra ella. Cualquier intervención de la jerarquía católica se tacha de politización, de injerencia indebida, olvidando el derecho a la crítica de todos los ciudadanos. Se trata, sin duda, de grupos minoritarios, pero que inducen quizá a otros grupos religiosos a sentirse amenazados y perseguidos por el laicismo de la sociedad actual a través de las instancias políticas y culturales.
Pero no están ausentes tampoco estas actitudes combativas en el ámbito religioso, especialmente en las cuestiones que conciernen a las leyes, la moral, las costumbres. Es importante para la Iglesia, evitar polarizaciones innecesarias, la apuesta por el diálogo y la cooperación, aprender a ponerse en el lugar de los otros. La España laica no se puede ni debe construir al margen de la España católica, ni ésta imaginarse sin aquélla[11]. En lugar de luchar por mantener las funciones del pasado, puede ser más conveniente renunciar a privilegios y derechos (fiscales, sociales, culturales), que hoy resultan hipotecas para la misión.
Es necesario hacerse cargo de la nueva situación, aprender a leer los signos de los tiempos y reconocer en ellos, en vez de amenazas y peligros, esperanza y oportunidad. Como escribe Poulat: “Nuestra laicidad pública aparece como el resultado de una sabiduría política y de un sutil equilibrio que no obliga a nadie a sacrificar sus principios, pero que propone a todos un nuevo arte de vivir juntos”[12]. Esta es, cabalmente, la tarea abierta: aprender el arte de la convivencia y de la comunión, del diálogo con la modernidad y del compromiso con la democracia. Para ello, nos es necesario a los creyentes, audacia y prudencia para alejarnos de actitudes integristas y abrirnos a lo positivo que se encuentra en la laicidad, viendo en ella una posibilidad para que el Evangelio despliegue su riqueza profunda.
2.2. Asumir el dinamismo democrático
Una sociedad laica es una sociedad regida por el pueblo, es decir, es una sociedad democrática. Más allá de la relación semántica, existen afinidades fundamentales entre el Estado democrático y la laicidad. Tienen su raíz tanto en los principios que determinan la democracia como en los pilares que fundamentan la laicidad. La libertad de conciencia, de religión y de expresión constituye una premisa radical de la vida democrática. Explícita o implícitamente, el Estado ha de situarse y pronunciarse respecto a los grupos religiosos presentes en la vida social, moral y política.
Por ello, la aceptación de la laicidad lleva también a asumir el dinamismo democrático, al reconocimiento leal de las estructuras democráticas, a la participación social, a la cooperación junto a los demás grupos sociales en el bien común y en la convivencia pacífica. La participación en la vida política ofrece a todos los ciudadanos, también evidentemente a los cristianos, la posibilidad de una crítica motivada al gobierno, a los partidos políticos, a los distintos poderes del Estado, siempre que se respete la instancia legisladora de la sociedad, que es el Parlamento y no la Iglesia. No se puede pretender que las leyes del ordenamiento cívico sean aprobadas por la Iglesia. En una sociedad no confesional resulta inevitable la promulgación de leyes que no respondan a una concepción cristiana. Sólo cuando se tratara de leyes contrarias a la dignidad de la persona y los derechos humanos sería válida la denuncia del Estado. Si esto no se da, hay que asumir el juego democrático e intentar cambiar las leyes que resulten insatisfactorias, logrando convencer a la mayoría de los ciudadanos[13].
Pero además de esta actitud crítica, se hace necesaria la participación de los cristianos en la vida pública. Sigue siendo realmente entre nosotros una asignatura pendiente. Se ha privatizado el compromiso político de los cristianos; no ha sido, generalmente, apoyado ni acompañado eclesialmente. Existe, lamentablemente, la tendencia en muchos católicos a refugiarse en los foros eclesiásticos y a desconfiar de los seculares, a orientar predominantemente el compromiso en tareas intraeclesiales, a autoexcluirse de la vida pública. Cobra, por ello, una significación especial, un cristianismo capaz de presentarse como tal en la vida pública. Es necesario, sin duda, el testimonio público de la compatibilidad entre la fe personal, el compromiso social y la aceptación de las reglas del juego de la laicidad. Si el Dios de la Iglesia, dice Bruno Forte, “se ha metido completamente dentro de la aventura humana, la Iglesia de Dios no podrá quedar como espectadora de la historia”[14].
2.3. El reto de construir una ética cívica
En un Estado confesionalmente católico las leyes civiles se inspiraban en la moral de la Iglesia católica. En una sociedad laica, creyentes y no creyentes hemos de reconocer que, no siendo ya el Estado confesional, la moral cristiana no puede seguir siendo la instancia ética que inspire las decisiones de los legisladores civiles[15]. De hecho, a partir del establecimiento de la democracia en nuestro país, comenzaron a aprobarse leyes que contradicen la moral oficial de la Iglesia.
Es necesario, por tanto, contar con referencias éticas que orienten la legislación positiva. Según González-Carvajal, existen tres posibles soluciones: el positivismo jurídico, el derecho natural y la ética cívica. La primera afirma que las leyes civiles no precisan de ningún fundamento ético, pues su validez deriva de su adecuada promulgación de acuerdo con la legalidad vigente. Aparece a todas luces, una solución falsa. La segunda propone como fundamento el derecho natural. Aunque se trata de una respuesta muy presente en la doctrina social de la Iglesia, no carece de dificultades e implica el riesgo de confundir las manifestaciones culturales con las exigencias de la naturaleza humana. Tales dificultades llevan a muchos a proponer como única solución viable al problema de la fundamentación ética de las leyes civiles en un Estado laico, la llamada ética cívica, ética civil o ética de mínimos.
La ética cívica parte de la actual realidad social, caracterizada por el pluralismo moral propio de un sistema democrático, por la no confesionalidad estatal y por el reconocimiento de la posibilidad de una ética no religiosa. Desde este contexto se entiende como el mínimo moral común de una sociedad pluralista. Implica la convergencia de las diversas opciones morales de la sociedad, es decir, la moral común dentro del legítimo pluralismo de opciones. Abarca un conjunto de ideales, valores y normas que configuran la identidad histórica de un pueblo y son compartidos por sus miembros. Representa, pues, una instancia de identificación, de crítica y de exigencia individual y social de un país. Se funda en la racionalidad y en el consenso ético del cuerpo social, y se formula en proposiciones racionales y en valores compartidos y aceptados por todos. En la sociedad democrática tiene la tarea precisa de orientar la moralidad pública y servir de referencia para las leyes positivas[16].
Tras algunos titubeos, la Conferencia Episcopal Española ha expresado el acuerdo con este modelo ético: “No pretendemos que los gobernantes se sometan a los criterios de la moral católica, pero sí al conjunto de los valores morales vigentes en nuestra sociedad, vista con respeto y realismo, como resultado de la contribución de los diversos agentes sociales. Cada sociedad y cada grupo que forma parte de ella tienen derecho a ser dirigidos en la vida pública de acuerdo con un denominador común de la moral socialmente vigente fundada en la recta razón y en la experiencia histórica de cada pueblo”[17].
La Iglesia y los cristianos pueden y deben colaborar en la construcción y robustecimiento de esta ética cívica. Desde la fe no se pueden aportar razones para una oposición sistemática y acrítica. Si la fe no se hace cultura, no es fe activa; y si la moral cristiana no alienta y vigoriza la ética civil, no es una realidad dinámica y solidaria.
No se trata de reducción o disolución; la ética civil es camino y mediación entre las distintas morales. Si se abaten los puentes y se niegan las mediaciones, se corre el peligro de negar la encarnación. La ética cívica puede ser levadura y fermento, hendidura por la que llegar al corazón ético del hombre. Ha pasado el tiempo de marcar las diferencias formales y emerge la necesidad de subrayar las convergencias prácticas. Una moral del seguimiento de Jesús nos estimula también a los cristianos a buscar y compartir el fundamento de las opciones y valores que sustentan el sentido de la vida y que impulsan un destino más humano y solidario para todos.
2.4. Personalización de la fe
Alexis de Tocqueville escribió a propósito de cuanto apreciaba en la sociedad francesa después del 1856: “los que seguían creyendo en las doctrinas de la Iglesia tenían miedo de quedarse solos con su fidelidad y, temiendo más la soledad que el error, declaraban compartir las opiniones de la mayoría. De modo que lo que era sólo la opinión de una parte de la nación, llegó a ser considerado como la voluntad de todos y al parecer por ello irresistible”[18]. ¿No está sucediendo hoy esto mismo? Los católicos necesitamos recrear y reverdecer el cristianismo, cultural y significativamente, en la sociedad actual. Es necesario, para ello, actuar no sólo como cristianos, sino en cuanto cristianos.
Se trata de robustecer la fe cristiana personal, de pasar de un cristianismo sociológico a un cristianismo de opción coherente y responsable, de vivir la libertad del evangelio con audacia, sin privilegios del Estado o de los poderes políticos, de ejercer una función crítica y profética en la sociedad actual. Es el verdadero reto de la laicidad; y a tomar esta postura clara de fe vivida e integrada social, cultural y políticamente ha de tender la acción pastoral. Precisamente porque se ha liberado de ataduras sociológicas, de los poderes políticos, de los intereses institucionales, es posible concientizar a los cristianos laicos, especialmente a los jóvenes, de los compromisos de la fe, de las responsabilidades personales, pastorales, financieras para el sostenimiento de la Iglesia y la difusión de los valores cristianos en la cultura.
Cuando el espacio público se descristianiza, cuando la sociedad se vuelve laica, es sin duda el momento de que la fe y la religión se conviertan realmente en objeto de elección. Más que el resultado o consecuencia accidental de haber nacido y crecido en una sociedad cristiana, religión y fe han de expresar la autenticidad de la propia opción personal, libre, convencida y robusta. Los apoyos sociales y culturales han de dejar paso al compromiso personal. El retroceso del cristianismo sociológico debería marcar el comienzo de un cristianismo de opción.
El evangelio se difunde “por contagio”, no por conquista[19]. El cristianismo, más que el apoyo de los poderes políticos, necesita, para su supervivencia en una sociedad laica, el testimonio de fe de los creyentes y la pasión por el evangelio. Hoy, más que nunca, se necesitan testigos, es decir, “creyentes en cuya vida se pueda intuir y captar la fuerza salvadora y humanizadora que se encierra en Jesucristo cuando es acogido con fe viva y con amor”[20]. Cuando aparece el Evangelio en toda su verdad y pureza, las resistencias humanas amainan. Mostrar, pues, el evangelio de Jesús de Nazaret, en sus fibras más hondas de humanidad, es la gran responsabilidad de los cristianos de la hora actual.
Las dificultades para estar presentes, con una presencia verdaderamente cristiana, en la sociedad “postcristiana” no provienen del Evangelio. El descrédito de la palabra, también de la palabra religiosa, no se debe a la Palabra, sino a que quizá no siempre está habitada por el sentido, por la convicción, por la pasión de la fe y la humildad de la verdad. No se es testigo por ser catequista, evangelizador o predicador. La fuerza del testimonio no está en la doctrina ni en el adoctrinamiento, sino en la vida. Hoy, como ayer, se designa a Dios no simplemente con las palabras, sino sobre todo con nuestra actitud para con Él y para con la humanidad. La fuerza del testimonio está en la presencia personal del testigo que en su vida, humilde y sin arrogancia, pero con coraje y valentía, muestra en medio de una sociedad descreída, la verdad de la fe y del amor.
Ser capaces de revelar ante el mundo “el paso de Dios” es, en definitiva, la forma de presencia que hoy se nos pide a los cristianos. Es nuestra aportación más valiosa a la construcción de una sociedad que busca caminos de justicia y de solidaridad.
Eugenio Alburquerque Frutos
[1] R. GUARDINI, El fin de los tiempos modernos, Sur, Buenos Aires 1958.
[2] Cf. B. MAGGIONI, “La fondazione della laicità nella Bibbia”, en AA.VV., Laicità. Problemi e prospettive, Vita e pensiero, Milán 1977.
[3] F. NIETZSCHE, Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid 19753, 34.
[4] Cf. J. A. ESTRADA, El cristianismo en una sociedad laica, Desclée de Brower, Bilbao 2006, 103-137.
[5] E. POULAT, Notre laicité publique, Berg International, Paris 2003, 11.
[6] Cf. C. MAGRIS, “Laicità e religione”, en G, PRETEROSSI, Le ragioni dei laici, Laterza, Roma-Bari 2006, 109.
[7] COMMISSION DE RÉFLECTION SUR L’APPLICATION DU PRINCIPE DE LAÏCITÉ DANS LA RÉPUBLIQUE, “Rapport au Président de la République”, La Documentation française, Paris 2004, 9.
[8] Cf. J. GARCÍA ROCA, “La construcción de la laicidad en la sociedad española”, en Iglesia viva 221 (2005) 29-47.
[9] “La laicidad no contradice la fe, es su fruto”, Ecclesia 3.433 (2008) 1406.
[10] Cf. “Por una laicidad positiva y dialogante”, Ecclesia 3.434 (2008) 1469-1471.
[11] Cf. J. L. MORAL, ”¿Qué laicidad necesita la sociedad española?”, en L. MILOT, La laicidad, CCS, Madrid 2009, 63-69.
[12] E. POULAT, o. c., 13.
[13] J. A. ESTRADA, o. c., 132-134.
[14] B. FORTE, Laicado y laicidad, Sígueme, Salamanca 1987, 18.
[15] Cf. L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Los cristianos en un Estado laico, PPC, Madrid 2008, 35-60.
[16] Cf. E. ALBURQUERQUE, Moral social cristiana. Camino de liberación y de justicia, San Pablo, Madrid 2006, 574-577.
[17] CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, “Orientaciones morales ante la situación actual de España”, en Ecclesia 3338 (2006) 1.804.
[18] A. TOCQUEVILLE, El Antiguo Régimen y la revolución, Alianza Editorial, Madrid 1989.
[19] Cf. F. MARTÍNEZ, Espiritualidad en la sociedad laica, San Pablo, Madrid 2009, 291-342.
[20] J. A. PAGOLA, “Testigos del Dios vivo”, Confer 162 (2003) 216.