Cruz y vida

1 abril 1999

A VUELTAS CON LA VIDA Y LA MUERTE
 
Estos materiales pretenden ayudarnos a mantener vivos los acontecimientos que recordamos durante la Semana Santa. Aunque pueden ser utilizados para las celebraciones del Jueves, Viernes y Sábado Santos, aquí se presentan con una estructura más abierta, para recordar todos los actos salvíficos en torno a los que giraban dichas fechas a lo largo de la Pascua. Y se ofrecen bajo la forma de tres celebraciones concretas: entrega (directamente relacionada con la vocación del «sacerdocio ministerial»), cruz y vida.
 
 

1                          CELEBRAR LA ENTREGA: SACERDOCIO MINISTERIAL

 
Carta abierta de un joven que va a ser ordenado sacerdote
 
Querido amigo:
Los pasillos y los pórticos en las casas religiosas son frecuentemente un lugar de encuentro y comunicación. En uno de ellos, un muchacho se acercó a un joven sacerdote y le preguntó: —¿Qué sentiste para hacerte sacerdote? —¡Qué pregunta!… Prometió responder. Se sentó y escribió un libro de más de trescientas páginas que es un gozo leerlo. Una pregunta similar me haces ahora ante la cercanía de mi ordenación sacerdotal, añadiendo un matiz con cierto tono de curiosidad —sana, lo sé, hay confianza—: —¿Cómo ama un sacerdote?
En teoría la respuesta es sencilla, siempre puede haber respuesta para todo. En este caso lo complicado es cómo explicarlo y, sobre todo, cómo hacer que puedas entenderlo, aceptarlo… El sacerdocio, como la vida religiosa, no se impone, se elige; más aún, Dios elige y el hombre responde. No se puede identificar con imposición de normas y de una forma concreta de vida, ni con el hecho de que uno, por propia iniciativa, se haga sacerdote. No hay que renunciar a nada ni a nadie, sino decir sí y para siempre a Dios y a las personas que él pone en nuestro camino.
Lo importante no es cuanto algunos llaman —erróneamente, creo— «cargas a soportar», sino la inmensidad de posibilidades que el sacerdocio ministerial ofrece para hacer de nuestra vida una cadena sin fin de gestos de amor: abierto a todos, sin dependencias ni exclusivas. Hace unos meses, por indicarte un ejemplo, leía los testimonios de algunos «curas casados»: en la mayoría de ellos da la sensación de que por ser sacerdotes vivieron como renuncia algunas circunstancias y no hubo opción de amor.
 
            ¿Cómo ama un sacerdote? Es difícil explicarlo. Puedo hablarte de las personas concretas que están a mi lado, de sus ilusiones, de sus proyectos, de sus dificultades. Las conozco y las quiero. Sé de sus momentos de entusiasmo y hemos compartido otros más complicados. Sin más objetivo que descubran que Dios las quiere personalmente y las quiere tal y como son, que confía en cada una, que experimenten que existen muchos más motivos para la sonrisa que para el desaliento, más posibilidades que límites, más rosas que espinas.
Es un amor vivido en la responsabilidad, porque hay que trabajar y estar disponible siempre y para todos, y «quitarse el reloj» y entregarse en cada momento, y volver a entregarse de nuevo: como si cada persona fuera —y lo es— la más importante, cada Eucaristía la primera, cada celebración del perdón la mejor alabanza al Dios de la vida, cada palabra el mismo Jesús que se acerca y habla al oído y al corazón. Todo, expresado en gestos concretos, porque el amor se expresa en signos: la disponibilidad, el perdón, la sonrisa, la esperanza, la ilusión, la fe, la cercanía, la acogida…, ¿no son acaso signos de amor?
 
No hace falta más. Dios puede llenar toda una vida. Además, cuanto uno más se entrega a él y a los demás, más recibe. Recuerdo que a mis 17 años, cuando me comenzaba a plantear el «ser cura», leí la oración de Michel Quoist que hablaba de la soledad del domingo por la tarde del sacerdote. Y me dejó un poco confuso. ¡Soledad…! Con el paso de los años debo decir que nunca me he sentido solo, ni aun en los largos años de estudio en el silencio de la habitación o de la biblioteca. Como dijo un santo: «Por vosotros estudio, por vosotros me esfuerzo, por vosotros trabajo».
Te refieres en tu carta a cómo los sacerdotes hemos de dejar un trozo de corazón en cada sitio por donde estamos, y debe costar lo suyo cambiar a otro sitio. Hay algo de verdad en todo eso. Pero no lo es menos que la actitud de «tener preparada la mochila» te mete de lleno en la aventura de amar sin condiciones y universalmente.
Tal vez no estoy respondiendo a tu pregunta, no a la que me hiciste, sino a la que tú te haces. He dicho aventura, sí, pero de amor y para siempre. Cuando celebre la primera eucaristía pediré por ti y por tantos otros que buscan, confían, dudan y, al final, se arriesgan. ¿Por qué no hacer de nuestra vida un constante Jueves Santo?
Con afecto,
UN «PRÓXIMO CURA»
 
Oración en la noche
 
Ambientación e introducción
(Una música suave puede ambientar la entrada a la Iglesia y el comienzo de la oración. Después es mejor respetar el silencio).
Es el momento de rezar. Sí, así de sencillo. Después de la última cena, Jesús se retiró con sus amigos a rezar. El silencio nos ayuda a encontrarnos con nosotros mismos y descubrir a un Dios cercano y personalmente presente. ¿Te has fijado? Él se entrega para dar vida. Y se ha hecho alimento porque sólo desde «dentro» nos anima a la entrega. ¿Qué quiere hoy Dios de ti…? Habla con él. Dialoga. Pero para dar un paso de entrega y generosidad.
 
Canto: Háblame (CMJS, p. 71)
Signo (Se coloca una patena vacía en la mesa, delante del Sagrario y en el centro de los primeros asientos, en un lugar que se pueda ver).
 
Lector 1
Tú la llenaste de pan y te hiciste vida en el alimento cotidiano. Eres un Dios sencillo. Quieres encontrarnos en la vida diaria para enseñarnos el sentido de la entrega y el valor de la misión. Entrega y misión… ¡Qué palabras! Sí, Dios, tu signo fue el pan, pero, ¿el mío…? Entrega, misión.
 
La llamada de Jesús
– Lector 2: «No me elegiste tú a mí, fui yo quien te elegí. Y te destino para que vayas y des fruto abundante y duradero» (Jn 15,16).
– Lector 3: «Ve y anuncia que llega el reino de Dios» (Mt 10,7).
– Lector 2: «Sígueme» (Mc 2,13).
– Lector 3: «Lo que te digo en silencio, dilo a la luz; lo que escuches al oído, proclámalo desde las azoteas» (Mt 10,27).
 
Lector 4
Señor, tú me hablas de entrega y misión, don y tarea. Y me pides un «sí» y para siempre. Apenas tengo mis manos vacías, mi juventud y… No sé, Señor. Me pides entrega, pero, ¿qué y dónde? ¿Para qué te sirven mis manos, mi corazón, mi vida? Aquí está mi patena vacía. ¿De qué puedo llenarla para ofrecer a los demás? ¿De qué puedo llenarla? ¿Cuál es mi misión?
 
Tiempo de silencio (Se reparte un plato de cerámica pequeño —o similar— a cada uno y se repite dos o tres veces las dos últimas preguntas. El silencio debe durar 4 ó 5 minutos).
 
Lector 2
«Padre, ha llegado la hora. Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique. Tú le diste poder sobre todos los hombres, para que él dé la vida eterna a todos los que tú le has dado. Y la vida eterna consiste en esto: en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo tu enviado… Yo te he dado a conocer a aquellos que tú me diste de entre el mundo. Eran tuyos, tú me los diste, y ellos han aceptado tu palabra. Ahora han llegado a comprender que todo lo que me diste viene de ti, y ellos han aceptado mi enseñanza. Ahora saben con absoluta certeza que yo he venido de ti y han creído que fuiste tú quien me envió» (Jn 17,1-4.6-8).
 
Lector 1
Ahora, Dios, me envías a mí. Es necesario seguir la tarea. Tú me llamas pero no percibo tu voz. El silencio de esta noche me permite escuchar incluso tu paso entre nosotros. ¿Sabes? Creo que, en el fondo, tengo miedo a escucharte. Es más cómodo seguir en el ruido.
Lector 4
Silencio y oración, entrega y misión. Un momento: ¿Quién ha puesto ahí esa patena vacía? Has sido tú. ¡Otra vez tú…! Es de noche.
Lector 3
«Padre, si quieres aleja de mí este momento de prueba; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (cf. Lc 22,42).
Lector 1
Amigo, «levántate y reza para que puedas hacer frente a la prueba» (cf. Lc 22,45). Es tu vida y sólo tú puedes dar tu paso. ¿Hacia dónde? ¿Cuál es tu misión y el sentido de tu entrega?
 
n Tiempo de silencio (unos minutos).
Canto: «Padre, me pongo en tus manos».
Oración de petición
Jesús, en su «Jueves Santo», oró a su Padre con una intensidad particular. Cuando Dios llama y nos envía a una entrega generosa, está siempre a nuestro lado animando nuestro camino, porque sabe que el amor es exigente y nos pone a prueba cada día. Vamos a pedirle a Él, que conoce nuestra vida y sabe que sólo con su ayuda seguimos adelante.
 
– Por los que no tienen motivos para vivir cada día con ilusión.
– Por los que no hacen silencio en su vida.
– Por los que cierran los ojos a la presencia de Dios.
– Por los que no aceptan su realidad personal.
– Por los que se construyen en su imaginación un mundo que no existe.
– Por los que desde niños no han recibido gestos de amor.
– Por los que se van a confirmar.
– Por los que están en momentos de decisiones importantes para su vida.
– Por los que dan su vida de modo callado en los pequeños detalles de cada día.
– Por los que tienen mucho que compartir.
(Se pueden añadir peticiones espontáneas).
 
Lector 2
«Padre, les he dado a conocer quién eres, y seguiré dándote a conocer, para que el amor con que me amas esté también en ellos» (Jn 17,26).
Lector 4


Gracias Señor
porque esta noche nos has regalado
el silencio y la paz.
Tantas veces repitiendo palabras
y llenando nuestra vida de ruidos,
para que tú nos regales silencio.
Silencio y paz.
En esta noche nos llamas para darnos
cada día y en cada momento por amor:
Amor sin nombre propio de autor,
donde está como meta un camino
que se vive en la medida que se recorre
 
y se goza en cada paso y en cada gesto.
Aquí estamos,
como tus discípulos en Getsemaní.
Llena nuestra patena
para ser vida y mensaje de amor
en nuestro mundo.
Ahora es el momento del silencio.
Mañana será el tiempo de la acción.
Todo por amor,
«para que el amor con que me amas
esté también en ellos».
Gracias por tu confianza, Señor.
 
 
Padre nuestro
En este camino nadie está solo. Dios nos invita a hacer camino junto a otros, a construir un «nosotros» incluso cuando rezamos con confianza. Ahora lo hacemos juntos y repetimos las mismas palabras de Jesús: Padre nuestro…
n Canción: «Amaos» (CMJS, p. 14 )
Bendición
Despedida.
 
2                 CELEBRAR LA CRUZ: MORIR PARA TENER MÁS VIDA
 
La experiencia de la cruz y de los momentos de crisis en una persona y en un grupo suelen ser frecuentes. No es extraño que pasemos por ellos. Desde la fe, podemos descubrir el sentido que tienen y la posibilidad de vida que nos ofrecen. Otras veces, la cruz es «la excusa» para provocar una reflexión y una oración ante una realidad que se ignora y se margina porque es más cómodo no plantearla. En el camino de la fe personal y del grupo siempre está la cruz.
 
Motivación
Un Viernes Santo…, el Mesías guerrero, grande y poderoso que esperaba el pueblo de Israel acabó abandonado, despreciado y traicionado. Hay situaciones en la vida en las que también nosotros podemos sentirnos así. Otras veces, como él en las «noches de jueves», necesitamos silencio y soledad para tomar conciencia y dar sentido a lo que se nos viene encima. Lo cierto es que Él y nosotros, pasamos por momentos de una soledad turbadora y dolorosa; es como si una losa pesada cayese sobre nosotros, las personas que creíamos cercanas desaparecen y, sencillamente, nos encontramos solos y amenazados.
En el ambiente juvenil se habla de «machacar» a una persona. A Jesús lo machacaron. Sí, era un hombre bueno y, a pesar de eso o precisamente por eso, lo trataron así. Su grito en la cruz es el recurso del débil, del marginado, del esclavo, del deficiente, del enfermo, del anciano y del moribundo: muchos siguen susurrando en nuestro mundo el grito apagado de Jesús.
En el camino de Jesús, como en la vida, podemos ser meros espectadores o implicarnos y ser actores del drama. Estos son, también hoy, pasos de la pasión.
 
En el silencio del fracaso
«Dijo Pilato a los judíos: Aquí tenéis a vuestro rey.
Ellos gritaban: ¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícalo!» (Jn 19-14-15).
 
Cuando somos pequeños, soñamos y jugamos con el futuro. Cuando adolescentes, traspasamos el umbral del presente y construimos utopías. Como jóvenes, queremos cambiar la sociedad injusta que está a nuestro lado. Ya adultos, buscamos la felicidad en la pareja y un trabajo que haga justicia a los años entregados a la preparación. Llegados a la ancianidad, volvemos la mirada a nuestra historia y lloramos por cada uno de los sueños que no hemos realizado. Así puede aparecer nuestra vida: un vivir sin vivir, un sueño que no fragua en realidad.
Esperanzas truncadas en esa joven que se contornea por la acera paso arriba, paso abajo, vendiendo momentos de amor perdido. Esperanzas apagadas en el joven que yace tumbado, asiendo en su mano el fármaco de la evasión. Esperanzas sesgadas en cuestión de segundos bajo las ruedas del metro o en el asfalto de una carretera. Escapamos de la realidad buscando un sueño que nunca será realidad. ¿Estamos llamados, tanto el hombre como la mujer, a vivir en la angustia que ciega la utopía? ¿Somos carne de fracaso?
Ni siquiera el mismo Jesús de Nazaret puede escapar de este círculo vital. Así nos lo muestra el evangelio de Juan en el momento de la muerte. Allá, en lo alto el monte, muere abandonado por quieres prometieron dar la vida para instaurar el Reino de Dios, muere escuchando esos terribles gritos: «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícalo!». Muere por una causa que, por lo que se ve, a nadie le va ni le viene. Y Dios parece que calla, que permanece mudo, lejano, sin dar respuesta al hombre o mujer que despierta del sueño en el que estaba inmerso para darse de bruces con la más cruda realidad.
También hoy muchos hombres y mujeres escuchan el grito de condena que los lleva a la muerte. La humanidad es mandada a la cruz. Lleva en sus brazos los hijos muertos por balas de odio; a sus espaldas el peso del éxodo en la emigración —espaldas mojadas los llaman por ahí—; en sus pies las llagas de una andadura sin rumbo ni horizonte; en sus ojos la mirada húmeda por los niños perdidos a causa del hambre; en su corazón el silencio y la incredulidad de tanta falacia que predicamos.
«¡Fuera, fuera! ¡Crucifícalo!…» Y mientras subimos al Calvario vemos cómo van quedando atrás, o a la vereda del camino, tantos compañeros y amigos que comenzaron con nosotros. ¿Por qué Dios ha hecho silencio? Sí, lo entiendo: igual que la madre ya no llora la muerte de otro ser querido asesinado, Dios ya no tiene lágrimas en sus ojos, ni voz en su garganta, para lavar y consolar a su Hijo que muere en mis hermanos los hombres. Dios calla mientras el ser humano siga hablando con las palabras del odio. Dios calla porque…, ¿no habrá fracasado también Él?
 
Cargar con la cruz
«Él, llevando a cuestas su cruz,
salió para un lugar que llamaban la Calavera» (Jn 19,17).
 
A ti también te suena la palabra cruz, aunque no sé si de cerca o de lejos… Difícilmente ves crucificada tu vida, aunque tu vida soporta cargas y ritmos que se hacen poco llevaderos, obligaciones que clavan tu vida a un horario y a unas obligaciones… Descubrimos las cargas de la vida y, en muchos momentos, que la vida misma es una carga. Suena el despertador y sentimos la avalancha de un sinfín de quehaceres que se vienen sobre nosotros. Algunos a esto lo llaman «la cruz de cada día» y tiran adelante arrastrando la cruz de la vida.
La cruz de Jesús nos habla de amor, de entrega, de generosidad… En el fondo, esto de la fe no es tanto mirar a Jesús, sino dejar que Él te mire. Ya verás. Tu mirada tiene aún mucha fuerza y, quizá, un poco de arrogancia; fácilmente miras a las personas pretendiendo dominarlas y al mundo tratando de someterlo todo. Así, el mundo es tuyo y los demás se hacen objetos ante tu mirada.
Si ellos te miran, te verás de otra manera. En sus ojos contemplarás el reflejo de ti mismo. Si los ojos que te miran te quieren, pueden despertar en ti esos mismos sentimientos de cariño, de amor. Y le dirás: «Gracias por los sentimientos que has despertado en mí».
Ahora puedes entender mejor lo que te decía: dejar que Jesús te mire. Si su mirada puede despertar en ti el amor, Él te indicará luego cómo expresar ese amor a lo largo del camino. Por esto, cargar con la cruz es mirar lo que mira Jesús y como mira Jesús. La cruz es la expresión más significativa del amor, porque es mirar en profundidad y con el corazón al mundo y a las personas, lo cual no es fácil y muchas veces hace sufrir: la madre que ve crecer al hijo, el amor imposible del joven, las largas horas de estudio de los muchachos, el trabajo agotador del padre, la sonrisa cansada en la cena de familia…
Tal vez tú, sientas tu vida como una carga. Ojalá, con la mirada de Jesús, la descubras como una posibilidad de amar y de ser feliz en la entrega diaria… Pero esto ya es tarea tuya. Él, mientras, continúa camino del Calvario cargado con la cruz.
 
¿Por qué seguir crucificando?: una cruz deshabitada
 
«Allí lo crucificaron con otros dos,
uno a cada lado y Jesús en medio» (Jn 19,18).
 
La cruz deshabitada, dispuesta para el que queremos crucificar. Hoy Jesús es… ¡Qué decirte! Bien lo sabes tú… También entre nosotros, y en otros ambientes en los que te mueves siempre hay algún pringado que paga con las culpas de todos. Todo es cuestión de cebarse con uno, de convertir a alguien en el eterno sospechoso de lo que sea, en no permitir demasiadas concesiones, ni tan siquiera el dejarlo vivir… Sí, ya que la cruz está hecha y deshabitada, si lo clavamos a él yo me escaqueo ¡y tú también!…
Crucificar es perder y morir. ¿Sabes? No vale la pena crucificar a alguien: una palabra, un gesto, una actitud… Todo sirve. Crucificar rasga la vida, apaga la ilusión y sólo deja lugar a un recuerdo, a un vacío, a un dolor permanente que, casi sin darnos cuenta, nos destruye.
Llegan a mi memoria las palabras del poeta en su elegía: “Temprano levantó la muerte el vuelo, / temprano madrugó la madrugada, / temprano estás rodando por el suelo. / No perdono a la muerte enamorada, / no perdono a la vida desatenta, / no perdono a la tierra ni a la nada”. ¡Temprano…! La crucifixión siempre es inoportuna, madrugadora, tempranera y destructora.
 
Un cuerpo en el sepulcro, una cruz sola
 
«Después de esto, José de Arimatea, discípulo de Jesús,
pero clandestino por miedo a las autoridades judías,
le pidió a Pilato que le dejara llevar el cuerpo. Pilato lo autorizó.
[…] El sepulcro estaba cerca y allí pusieron a Jesús» (Jn 19,28-42).
 
Ante la realidad de la muerte sólo nos queda callar. No acaba de entrar en nuestros proyectos y ella se empeña en hacerse familiar, habitual, cercana y contradictoria. He presenciado antesalas de la muerte: de jóvenes, de adultos y de ancianos. Quisiera volver la mirada a otro lado y no puedo, ni debo. Está ahí y me interroga. He llorado ante el cuerpo de un familiar, ante el sepulcro de un amigo, en el umbral de un tanatorio y en los últimos momentos de una vida joven.
La muerte, digo yo, es una llamada a la vida. Y quiero que sea así porque no puede ser de otro modo. Si la vida de alguien no me llama a la vida, ¿para qué sirve su muerte? Lo dejo así. Mejor es callar. Ante el sepulcro y la cruz vacía, algo tendrás tú que decir o tendrán tus motivos para guardar silencio. Tú verás, pero no lo olvides: Si la vida de alguien no me llama a la vida, ¿para qué sirve su muerte?»
 
Diálogo y oración conclusiva
 

3                          CELEBRAR LA CRUZ Y LA VIDA

 
En numerosas ocasiones tenemos la necesidad de celebrar la vida, de buscar signos de vida… Al estilo de la liturgia del Sábado Santo —que tan gráficamente nos acerca signos de vida—, desde distintos puntos del lugar de celebración pueden ir saliendo personas que porten la luz en un ambiente de tiniebla. Delante, el que preside acompañado de otra persona, puede ir explicando el significado con las palabras que aparecen en cursiva u otras similares.
 
Monición
La muerte de Jesús parece sumirnos aún más en la tiniebla. Es el momento de salir de ella. Es el momento de situar la Resurrección al centro de todo, de abrir un hueco en nuestra vida para que su luz entre e ilumine cuanto somos, vivimos y buscamos. Tenemos tantos motivos para reconocer que hemos dejado que se apague en nosotros la luz de Dios… Tú, y tú, ¡todos! Sólo cuando sepamos qué llama de Dios se extingue será posible que Él resucite en nosotros. ¡Abrid paso a la luz… de la vida nueva!
 
n ¡Llega la luz!
 
La llama del Dios vivo
«Adorarás al Señor tu Dios y a él solo servirás» (Mt 4,10).
Reconocer el rostro de Dios entre nosotros. No es sencillo en medio de tanto ruido y prisas, metidos de lleno en mil historias e invadidos por tantos detalles de violencia, pobreza, marginación y odio. Y es precisamente aquí donde Dios sigue haciéndose presente, cercano… Es aquí donde debemos descubrir a nuestro Dios y adorarlo. Tal vez, ahora y en silencio, sea más sencillo. Al menos en este momento, en silencio, cada uno adora a Dios.
Enciende, Señor, en nosotros tu llama: que sólo a ti te adoremos y te reconozcamos como Dios de nuestra vida.
 
La llama de los demás
«Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10,37).
Este es el imperativo: ¡Haz tú lo mismo! No se trata de hacer cosas raras, ni de sacar nuevas fórmulas. ¡Haz lo mismo que hizo Jesús! Abraza, besa, acoge, comparte, respeta, quiere… ¡como Jesús! ¿Por qué no haces tú lo mismo que Jesús? Sí, ¡haz tú lo mismo!… Y decir: te quiero, te quiero, te quiero…
Enciende, Señor, en nuestra vida la llama del amor a los demás: ayúdanos a compartir, a perdonar, a reconocer y querer a nuestros hermanos.
 
La llama de la confianza
«Mirad los lirios del campo» (Mt 6,28).
Confiar… Ante la adversidad y los elementos que nos dejan mal y con dudas, cuando parece que todo está en contra y el esfuerzo pierde sentido… Sí, necesitamos confiar… Cada uno se invita e invita a confiar en Dios, ir con calma porque sé que el Señor está conmigo y me lleva de la mano.
Enciende, Señor, en nosotros la llama de la confianza en ti: ayúdanos a vivir cada día en paz sabiendo que Tú nos amas y nos cuidas.
 
La llama de la libertad
«Brille así vuestra luz delante los hombres… al ver vuestras buenas obras» (Mt 5,16).
Es un mandato: contrarrestar el mal con sus mil caras, con ese sinfín de detalles que aparecen y en sus múltiples formas. Siempre tiende a esclavizarnos. No quedar dominados por nada ni por nadie es encender una luz en medio de la oscuridad.
Enciende, Señor, en nuestra vida la llama de la libertad ante el mal: que todas nuestras obras estén iluminadas por tu luz.
 
La llama de la paz
«Deja allí tu ofrenda delante del altar y vete primero a hacer las paces con tu hermano» (Mt 5,24).
La paz está cada día en peligro por los atentados que hacemos cada uno, por la agresividad en palabras, en gestos, en miradas… Nos urge la reconciliación, ser testigos de paz. «En esto conocerán que sois mis discípulos». No sólo en que vamos a misa, o que nos bautizaron, sino en que somos testigos de paz.
Enciende, Señor, en nosotros la llama de la paz: que no cedamos a la tentación de la agresividad o de la violencia, que vivamos siempre en paz. Que nuestras palabras, gestos y miradas sean de acogida y de paz.
 
La llama del testimonio
«Poneos en camino, haced discípulos a todos los pueblos… Id por todo el mundo» (Mt 28,19).
Es el final del evangelio de Mateo, y la última palabra siempre es importante: ¡Hablad! ¡Sed testigos! En todo el mundo… Nuestro mundo está muy extendido: en casa, en el trabajo, en la universidad o en el colegio, en el trabajo… Pero ¿quién habla hoy? Nuestro silencio es culpable porque ocultamos la fe, porque vivimos con complejo y nos cortamos un montón… ¡Hablad! ¡No nos podemos cortar! Debemos encender la llama del testimonio en nuestro mundo y en nuestra historia.
Enciende, Señor, en nuestra vida la llama del testimonio fiel: que demos cuenta de nuestra fe en medio de la vida y ante los demás. n