María en estado de Gracia
María Dolores L. Guzmán
María Dolores L. Guzmán es madre de familia. Profesora en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas a distancia San Agustín.
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
La maternidad cambió la vida de María. Siguiendo el ejemplo de tantas mujeres del AT (Rebeca, Noemí, la madre de los Macabeos), supo aceptar y vivir su maternidad como vocación al servicio de la Vida. La autora nos lleva de la mano por el camino vocacional que siguió María, desde su sí en la anunciación hasta os amargos momentos de la entrega de la vida su hijo al Padre, mostrando lo que para Ella supuso la maternidad: una vida marcada por la gratuidad y la sobreabundancia de la predilección de Dios.
Uno de los momentos clave de la vida es aquel en el que la persona descubre con claridad su vocación central. Ese instante tiene el poder de provocar la sensación de que, por fin, después de muchas búsquedas, todo empieza a estar en su sitio. La realidad ya no está totalmente abierta, ya no vale elegir al azar según el gusto o el estado de ánimo del día. Ahora, todo queda supeditado a esa misión central. María también recibió un encargo personal que le cambió la vida: la maternidad. Puso patas arriba su existencia pero le dio sentido e identidad.
Desde entonces todas las generaciones la reconocen y distinguen entre el resto de las mujeres (Lc 1,48). Dios la hizo única y ella se hizo única para Dios –madre no hay más que una-. Asintió sin reparos a lo que el Espíritu la proponía, animó al Hijo en su misión, supo acompañarle en silencio hasta la cruz, permaneció al lado de los apóstoles en las horas bajas previas a la resurrección… La guiaban dos convicciones profundas: una confianza sin barreras en la promesa de Dios y un amor a prueba de desalientos. No era para menos pues propio es de las madres vivir para los hijos hasta el final.
1. En la escuela de la historia: las madres corajes
No todas las madres son iguales. Las hay independientes, despreocupadas, protectoras, depresivas, animosas, abnegadas, imaginativas… María, supo reconocer la llamada de Dios a un determinado modo de ser madre, porque contó con el ejemplo de algunas mujeres que supieron entender y enfocar su maternidad como vocación al servicio de la Vida.
1.1. Rebeca: la decidida
Pocas mujeres del AT se alejan tanto del modelo de mujer sumisa como Rebeca, la esposa de Isaac. Ella tomó las riendas de su vida y no permitió que nadie prescindiera de su voluntad ni, sobre todo, de su fe. Ya lo demostró ante Eliezer el día en que se lo encontró junto al pozo y, diligente, se apresuró a saciar la sed de los camellos exhaustos sin que el viejo criado de Abraham se lo hubiera pedido (Gn 24,19). No necesitaba que la dieran indicaciones sobre lo que tenía que hacer. Siempre se fijaba antes que nadie en las necesidades de los demás. También sus padres y su hermano tuvieron que acatar su decisión de marcharse inmediatamente para casarse con Isaac, a pesar de que le habían sugerido que demorara su partida (Gn 24,57-58).
Con estos antecedentes no es extraño que Rebeca pusiera tanto interés en favorecer a su hijo Jacob. Tenía dos pistas seguras: la predilección de Dios por los más débiles y ser el pequeño de los mellizos. El primogénito era siempre el que recibía la mejor parte de la herencia y el que contaba de antemano con una posición de privilegio. Partía Jacob, por tanto, desde una situación de clara desventaja.
Cuesta entender que una madre muestre tan abiertamente su predilección por un hijo. No conviene hacer juicios rápidos sobre las preferencias de Rebeca. Hay que recordar primero su intenso dolor cuando presentía en sus entrañas el enfrentamiento entre los dos hermanos: siendo así, ¿para qué vivir? (Gn 25,22). Nada le es tan repulsivo a una madre como las rencillas entre sus hijos. Las envidias mutuas son un auténtico atentado a su vocación: dar vida, contribuir al crecimiento, mirar de un modo único a cada uno y ser un permanente recuerdo de fraternidad pues los hermanos tienen su misma sangre, el mismo linaje, la misma procedencia… (1Pe 2,9).
Que ayudara a Jacob a hacerse con la bendición de Isaac destinada a su hermano tiene su explicación en la convicción profunda de saberse realizadora de los planes de Dios. Conocía el carácter salvador de Yahvé y su gusto por dispersar a los soberbios y exaltar a los humildes (Lc 1,51-52). Lo había experimentado en sus propias carnes cuando Yahvé le quitó la vergüenza de la esterilidad. No sentía, pues, ningún pudor por inclinarse a favor del más débil. También el Señor lo había hecho con ella. Quizás María, que meditaba tanto las cosas en el corazón, recordara a Rebeca cuando entonó los primeros acordes del Magnificat…
1.2. Noemí: la madre del hijo
La condición de suegra es una de las más temidas por cualquier mujer, especialmente cuando se tienen nueras. Dice el refrán que “el buen marido, el huerfanito”. Una de las ventajas de tener hijas es precisamente librarse de ese indeseado papel de “madre del hijo”. La relación suegra-nuera es de las más complicadas y de las que más ríos de tinta han dejado correr. Algo diferente tendría Noemí para que Rut, pudiendo marcharse cuando quedó viuda, escogiera quedarse con ella. Ambas estaban unidas por una experiencia común de pérdida. Noemí se quedó viuda antes que Rut, y poco después, la muerte se llevó a sus dos hijos. Difícil imaginar un dolor mayor. A María le esperaba el mismo destino de soledad si Jesús en la cruz no le hubiera ofrecido la compañía del discípulo amado y de la humanidad entera. Así y todo, nada ni nadie podrían sustituir la presencia del hijo en el corazón de la madre.
Habitaba en Noemí una generosidad especial. Su talante maternal se prolongaba hasta en el trato con sus nueras, a quienes llamaba “hijas”, y por quienes se preocupaba y desvivía como si de verdad lo fueran. Velaba por sus intereses por encima de los propios y las animó a que regresaran a su tierra natal para empezar una vida nueva (Rt 1,11-12). Rut no la abandonó, como Juan nunca dejó a María.
Su magnanimidad la llevaba a contribuir activamente en la construcción de la felicidad de los otros. Cualidad poco común. Es más fácil entristecerse con el triste que gozar con las alegrías ajenas. Noemí no se contentaba con la compañía de Rut sino que la animaba con insistencia para que enamorara a Booz: lávate, perfúmate y ponte encima el manto, y baja a la era (Rt 3,3). Es posible que María, madre de un Hijo varón, se inspirara en ella para ensanchar y engrandecer los márgenes de la maternidad.
1.3. La madre de los Macabeos: la que anima
Es comúnmente aceptado que cualquier madre daría la vida por sus hijos si se le presentara la ocasión. A diario lo demuestran. Gran parte de sus deseos, pensamientos, esfuerzos y desvelos, están destinados a tratar de conseguir los mejores alimentos, la mejor educación y el mejor futuro para sus vástagos. Cualquier amenaza a la prole las pone en estado de alerta y son capaces de abalanzarse “como leonas” contra todo aquel que inflija daños y perjuicios a la prole. Una madre prefiere sufrir las afrentas en carne propia antes que verlas ejercer contra sus hijos.
Cuesta imaginar una entrega mayor. Sin embargo, la madre de los Macabeos dio nuevas pistas de cómo el amor se puede hacer aún más radical. Habitualmente padres y madres son los primeros en poner freno a la entrega que los hijos hacen de sí mismos. Gusta que sean buenas personas, pero con límites. Por ejemplo, cuando un hijo decide irse a tierras de misión, es raro no encontrarse una férrea oposición familiar que acaba convirtiendo la decisión en un auténtico calvario. Cuando al amor se le ponen muros de contención se echa a perder. No es el caso de esta mujer, cuya presencia pasa casi inadvertida en medio de la maraña de personajes del AT y que, sin embargo, fue determinante para la fe de sus hijos.
Ella tenía engastado en el corazón el convencimiento de que dar a luz no le otorgaba ningún derecho: Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida (2 Mc 7,22). Se mire por donde se mire toda vida es un don. Esta ausencia de sentido de la propiedad respecto a los suyos le permitió animar a sus siete hijos a preferir la muerte antes que traicionar a Dios a pesar del dolor que acompañaba esta elección. Acepta la muerte para que vuelva yo a encontrarte con tus hermanos en la misericordia (2 Mc 7,29), fueron las palabras que dirigió al último de sus hijos, casi un adolescente, para que no desfalleciera ante la crueldad de su enemigo. ¿Forjaría la Virgen su espíritu en la escuela de esta madre coraje para apoyar la entrega del Hijo?
- La maternidad se gesta
Desde el momento en que una mujer confirma su estado “de buena esperanza” comienzan a aflorar en su interior emociones, miedos y sentimientos nunca antes experimentados. Es un momento privilegiado y único en el que la persona descubre facetas de su ser hasta entonces escondidas o inexistentes. Nadie puede adelantar cómo serán sus reacciones ante situaciones desconocidas. La maternidad marca un antes y un después porque “toca” todos los rincones del cuerpo y del alma. El tiempo de gestación no sólo afecta y hace crecer al nuevo ser, sino también a la mujer como persona y como madre. Es un largo camino hacia la concienciación de la nueva responsabilidad y del nuevo rumbo de su vida. No es simplemente un periodo de preparación. Tiene sentido por sí mismo y dice mucho de la realidad y de Dios.
2.1. Único destino
María se encontró encinta por obra del Espíritu Santo (Mt 1,18) y, en ese estado, tuvo que trasladarse con José a Belén para empadronarse (Lc 2,5). Una de las experiencias del embarazo que causan asombro a la mujer, a pesar de su obviedad, es comprobar “en propias carnes” la inseparabilidad de los dos seres. Durante cuarenta semanas existe una vinculación especial entre la madre y el hijo que les hace compartir el mismo destino. Se da una dependencia total: la salud, el estado de ánimo y el más mínimo movimiento de cada uno repercuten inmediatamente en el otro.
Jesús, el Hijo de Dios, quedó inseparablemente unido a la mujer que lo llevó en sus entrañas. Se alimentó y creció gracias al ser de María y ella quedó marcada por esa experiencia para siempre. En este sentido se podría decir que la maternidad “imprime carácter”. Dios eligió el vientre de una mujer para hacer crecer y traer al mundo a su único Hijo. No es extraño que, a partir de entonces, la Virgen se atreva a proclamar sin miedo: todas las generaciones me llamarán bienaventurada (Lc 1,48). El Señor escogió lo más genuino y propio de la mujer -la capacidad de gestar y de ser portadora de vida-, para hacerse presente entre nosotros.
2.2. La mejor compañía: Isabel
Lo primero que notó Isabel cuando escuchó la voz de María al entrar en su casa fueron las “patadas” del hijo en sus entrañas. El niño empezó a dar saltos en su seno (Lc 1,41) porque le llegaba la inmensa alegría que estaba sintiendo su madre. Era natural que la criatura reprodujera sus mismos sentimientos. A Isabel se le habían juntado dos experiencias maravillosas: el momento más gozoso de la gestación -estaba de seis meses- justo cuando la criatura más se mueve y se comunica, y la visita de María, embarazada como ella, a la que también el Señor había concedido el regalo de la maternidad. El entendimiento entre ellas fue inmediato, aunque María había penetrado con más agudeza en el sentido de lo que Dios había realizado en ellas. La mejor muestra de su buena intuición: el Magnificat.
Una mujer estéril y una virgen son testigos de la inclinación de Dios hacia el débil. Por propia experiencia pueden ratificar la veracidad de lo que el Todopoderoso venía anunciando y realizando desde la Creación: que, efectivamente, es misericordioso con aquellos que le honran (Lc1,50), que ensalza a los humildes (Lc 1,52), y que actúa a favor de los descendientes de Abraham (Lc 1,55). ¿Quién si no se habría acordado de unas “insignificantes” mujeres como ellas? Imposible no cantar.
Ambas quedaban así unidas, no sólo porque fueran parientes sino, sobre todo, por una acción rompedora de Dios que las privilegiaba y las “engrandecía”: Isabel por dar a luz a el mayor de los hijos nacidos de mujer (Mt 11,11) y María por su condición de madre del Salvador (Lc 1,30). El Concilio celebrado en Éfeso el año 431 reconoció la importancia y singularidad de ese acontecimiento de la vida de Jesús y María con la proclamación del primer dogma mariano: María Theotokos -“madre de Dios”-. María fue y es, sobre todo, madre: madre del Hijo y, por eso, madre nuestra.
2.3. Nacer a la vida
Una nueva etapa empieza con el nacimiento. El llanto del niño al salir del vientre materno anuncia el comienzo de la “ruptura” y el paso a un modo de presencia distinto. El recién nacido cambia de hábitat en cuestión de segundos tras una larga y dolorosa espera. Ya nada será igual. Para la madre el parto se convierte en un “rito de iniciación” hacia la laboriosa y delicada tarea de la educación y la “separación”. Todo un arte.
Contemplar el reconocimiento que los pastores hicieron del niño como Mesías supuso para María una confirmación más de la predilección de Dios por la sencillez. No sólo había escogido la simplicidad para Él sino que, precisamente por eso, se había fijado en ella –en la humildad de su sierva (Lc 1,48)- y, por la misma razón, eran los pobres los únicos capaces de aceptarle.
La clave de lectura del episodio de los pastores era contundente y dejaba poco lugar a las dudas: para seguir en la órbita de Dios había que permanecer, e incluso ahondar, en la pobreza. María empezaba a captar que, lo más divino y sorprendente de lo que le estaba sucediendo era la profunda humanidad que evidenciaba el Señor. Se le debió quedar grabado en el corazón. Por eso se mantuvo fiel a sí misma y a aquello que había “enamorado” al mismo Dios: su sencillez y disponibilidad asombrosa –hágase en mí según tu palabra (Lc 1,37)-, su agradecimiento sin titubeos –proclama mi alma la grandeza del Señor (Lc 1,47)-, y su capacidad para mantenerse en un segundo plano y servir –se levantó María y se fue con prontitud para ayudar a Isabel (Lc 1,39)-. No es tan sencillo, y nunca mejor dicho, acoger tanto amor. María tenía por delante el reto de contribuir al crecimiento de quien la había hecho crecer y de quien le había dado, y le seguiría dando, una nueva vida.
- Un Dios que se descubre
La elección de una mujer como María pone al descubierto las predilecciones de nuestro Señor. El Padre puso mucho cuidado y empeño en escoger una buena madre para el Hijo. La mejor. No vale cualquiera como futuro padre/madre de la descendencia. Es una auténtica prueba de fuego para conocer el tipo de amor que se mueve en el corazón.
3.1. La Trinidad pide permiso
En Dios llama la atención no sólo que se fijara en alguien como María sino que aguardara a la contestación de ella para actuar. En el modo de tratarla se pone en evidencia aún más su respeto a la libertad -en este caso de una mujer- y su familiaridad con la paciencia. María esperó en Dios, porque antes Él la había esperado primero.
El ángel, mensajero de Yahvé, se hace presente en la vida de María para traerle la buena nueva de la cercanía de Dios –el Señor está contigo (Lc 1,28)-. Seguro que no imaginaba hasta qué punto, por eso discurría qué significaría aquel saludo (Lc 1,29). Iba a experimentar en su carne la inconmensurable y amorosa presencia de Dios. Gabriel, fuerza de Yahvé, se dirigió a ella para comunicarle la acción del Espíritu y el abajamiento del Hijo hasta sus entrañas. Bajo el calor y el cobijo de la sombra de sus alas (Sal 17,8) María perderá el miedo y asentirá a la llamada del Altísimo (Lc 1,35). La Trinidad le había robado el corazón: He aquí la esclava del Señor… (Lc 1,38).
La concepción de Jesús es la mayor prueba del amor de Dios por la humanidad. El Poderoso no se conformó con ir al ritmo del hombre en la historia acompañándole, siguiéndole sus pasos, conduciéndole por caminos de verdad y justicia… El Señor quiso ir más allá de la promesa y del compromiso que suponía la palabra dada desde tiempos antiguos a Abraham. Ni siquiera pensó en sellar un nuevo pacto a través de la firma en un papel. Ahora proponía una Nueva Alianza “encarnada”. Él mismo se ligaba a la humanidad para siempre. Le bastó con el asentimiento de María para unirse “indisolublemente” a nuestra condición. Ella lo intuyó, aunque le sobrepasaba, y por eso, llena de alegría, reconoció al Dios que había hecho maravillas en su favor (Lc 1,49).
Ninguna realidad humana habría expresado mejor que la concepción la inmersión total del Señor en nuestra historia. Pero, en este acontecimiento, no sólo quedó “encadenado” el Hijo al ser de su madre sino María al del Hijo. A partir de entonces hay una parte de María sumergida también en el Misterio; pero no porque quedara convertida en una mujer misteriosa sino por formar parte esencial (en todos los sentidos) de la vida del Hijo, hombre y Dios.
3.2. Paternidad compartida
Con un Dios como éste siempre hay que estar abierto a la sorpresa. Aunque parecía mentira, todavía le quedaba espacio para la generosidad; y es que Dios siempre va a más. No le parecía suficiente desprendimiento conceder a María la merced de depositar en sus manos la vida y el crecimiento de Jesús sino que decidió compartir con José la tutela de su Hijo. Tampoco a María le dejaba la exclusiva del cuidado del niño.
El ministerio de la educación y la transmisión de la fe, responsabilidad principal de los padres, quedaba bajo la “batuta” de un hombre silencioso y justo (Mt 1,19). El justo da sin rehusar jamás (Prov 21,26). La conducta del justo está marcada por la donación. No mide lo que da pensando en que se lo puedan devolver. José no quiso poner en evidencia a su mujer cuando descubrió que estaba encinta, por eso decidió repudiarla en secreto (Mt 1,19). Fue generoso con María posibilitando así la generosidad de ella para con su Hijo y de éste con nosotros. Porque el que da sin esperar favorece y da espacio para que otros también se den. Es la actitud contraria del acaparador.
A partir de este momento la vocación de José quedará clara: cuidar de una pobre mujer y de un niño que no era suyo. Esa fue su misión. La persona cuidadosa es la que se desvive por el otro, la que pone esmero y atención en hacer bien las cosas, la que se hace responsable de aquello que se le deja en encargo. Por eso decidió no ir a Judea cuando se enteró de que Arquelao reinaba allí y optó por retirarse a Galilea (Mt 2,22). Estaba totalmente volcado en buscar lo mejor para su familia. Su vida se limitó a asistir, guardar y conservar aquello que le había sido encomendado y atendió la pobreza y sencillez de aquellos dos seres que se habían puesto en su camino porque el justo conoce la causa de los débiles (Prov 29,7) y participa de ella. Él no vivió para sí, sino para hacer crecer a otros.
La casa de Nazaret quedó necesariamente imbuida de la presencia de este hombre cuyo comportamiento condicionó el ritmo y el estilo familiar. Cada uno de los miembros de una familia es “creador” y “participador” del ambiente que se vive y del cual todos son responsables. Cada miembro recibe y configura el carácter de la comunidad a la que pertenece. José, como justo, llenó la casa de una fuerza positiva (Prov 15,6) de la cual participaron todos lo que vivieron con él (Prov 12,17).
Hasta el más necio sabe que no se puede dejar a cualquiera al cuidado de algo valioso. Así, el que aparentemente “no hizo nada”, el que no “destacó”, el que estuvo a la sombra, el que sobresalió en discreción, disponibilidad, ternura, el que vivió para cuidar de una familia pobre, pequeña y escondida, el que se admiraba de aquel hijo, el que se angustió cuando lo perdió (Lc 2,48)… fue querido y valorado por Dios tanto como para confiar a su cuidado a los dos tesoros más grandes que tenía: María y su único Hijo.
- Dolor en el alma, amor en el corazón
Con estos antecedentes no le debió de extrañar en exceso a María la profecía de Simeón en la que se atrevía a expresar las dificultades que se avecinaban a pesar del dulce momento que estaban viviendo con la presentación del niño en el templo. Habría enfrentamientos y dolor; ¡y a ti misma una espada te atravesará el corazón! (Lc 2,34). María se admiraba, quizás, de que otros fueran capaces de ver en Jesús al Salvador sin conocer los detalles de lo que ella había vivido. Pero todo iba confirmándola en la intuición que captó el día de la Anunciación: que el abajamiento del Hijo (y el suyo propio) no había hecho más que comenzar. No podía ser de otro modo, porque fiel es el Señor a todas sus palabras, leal en todas sus acciones (Sal 145,13). Él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo (2 Tm 2,13).
4.1. … Y es que el Hijo es lo primero
Siempre que uno se disponga a amar por encima del propio querer e interés se encontrará, tarde o temprano, con el dolor. Es inevitable. Comprender y asumir que el bien del otro es también mi bien conlleva unas buenas dosis de renuncia y un continuo ejercicio interior. Que una madre, de un modo “natural”, anteponga sus hijos a todo lo demás no quiere decir que ello no exija esfuerzo y abnegación. El seguimiento del Hijo le costó a María “sangre, amor y lágrimas”:
Porque fue quedándose progresivamente en la sombra. La actividad de Jesús era lo más importante: debo ocuparme de los asuntos de mi Padre (Lc 2,49). María meditaba, miraba, escuchaba… Pocas palabras, pero mucha presencia.
Porque tuvo que aprender de su Hijo el sentido y lugar de su maternidad: Estos son mi madre y mis hermanos, decía Jesús mirando a los que estaban sentados en corro (Mc 3,34); predicaba una forma nueva de relacionarse que unía a las personas más allá de los lazos de sangre. Ni siquiera pudo “disfrutar” de los piropos dedicados a ella —¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron! (Lc 11,27)– porque enseguida Jesús le hacía ver que el quid de la vida no está en los “títulos” sino en descubrir y hacer la voluntad del Padre.
Porque animó a Jesús en su actividad a pesar de intuir, como buena madre, que eso significaba también empujarle a “despegarse” de ella. Sabía que tenía una misión que cumplir: haced lo que Él os diga… (Jn 2,5).
Porque fue capaz de dejarle entregarse sin restricciones hasta el final. Desgarrador para una madre presenciar cómo su hijo es insultado, maltratado, torturado, asesinado… y no poder hacer nada, ni siquiera defenderle; simplemente estar y acompañar: junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre (Jn 19,25). ¡Cuánto habría deseado María cambiarse por Él y ocupar su lugar!
4.2. Gratuidad al límite
La relación entre Jesús y su madre está marcada por el sello de la gratuidad. El amor auténtico es un regalo. Es algo que se da “graciosamente”, es decir, por Gracia y, con gracia, con estilo –sin ostentación ni protagonismo, con respeto y delicadeza–. Cuando uno da y, sobre todo, se da, espera y sueña ardientemente con una respuesta por parte del otro. Es inevitable, porque el hombre está hecho para la relación, el diálogo y la correspondencia. Pero lo genuino del amor es que no deja de darse aunque le falte la reciprocidad. La anhela, sí, pero no está condicionado ni supeditado a ella.
María captó enseguida la esencia del amor porque se vio inmersa en una historia de gratuidades. Su propia vocación fue el primer regalo, porque significó “dar a luz” la Buena Noticia de Dios. En segundo lugar, el Espíritu la cubrió con su sombra y concibió un Hijo. Y por último, ella se convirtió en un auténtico obsequio del Padre para Jesús (una madre es una madre…) . Como bien señala Juan Pablo II, María “siendo Virgen, esperó de Dios toda la fecundidad de su propia vida”.
La comprensión de la relación como regalo mutuo la entendieron los dos y lo llevaron hasta las últimas consecuencias; por eso se llevaron tan bien. Debió de haber una gran complicidad entre ellos. María favoreció que su Hijo dedicara su vida a los otros. Y Jesús lo dio todo, hasta su propia madre. Este gesto del Señor es “el más difícil todavía”: entregar lo más preciado, lo más sagrado. Ahí tienes a tu madre le dijo Jesús al discípulo cuando estaba agonizando en la cruz (Jn 19,27). Dar una madre es dar algo único. Para un niño la madre es alguien que siempre te está mirando, que da seguridad, calor, tranquilidad, que conoce cada gesto, que trata de darte lo mejor… El posesivo (“mi mamá”, “mi papá”) indica el valor tan grande que tienen los padres para los hijos. Son las raíces de la persona. La constituyen y la configuran.
Jesús ha permitido que miremos a su madre con los ojos con los que Él la mira y que la llamemos como Él la llama: “madre”. Esta donación se produjo en la cruz, en el momento de máximo dolor y de mayor necesidad (cuando los hijos más buscan el calor singular del regazo de la madre). Así culmina la donación total del Señor. No se queda nada para sí. Nos confió lo que más quería y lo que formaba parte de su ser: María. Es más fácil entregarse uno individualmente que entregar lo que se quiere y, sobre todo, a quien se quiere. Conviene no olvidar.
Conclusión
Un nombre para recordar: María
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones… (Lc 1,48) porque, lo que aconteció en María, es la acción de Dios en estado puro. Ella logró colaborar al cien por cien con el Señor en su llamada. Entendió que la elección no significaba un status superior sino un don y un servicio; por eso no dejó de reconocer lo que era: criatura, esclava (Lc 1,38) y sierva (Lc 1,48). Tenía que mantenerse fiel a la humildad que había atraído al Señor. Fijarse en sus actitudes y en su respuesta es casi una obligación para quien quiera adentrarse en los vericuetos del verdadero seguimiento y de la adhesión amorosa a la causa del Reino más allá del dolor.
Lo llevaba escrito en el nombre -María significa princesa y, sobre todo, lugar de encuentro con Dios-. Nadie como ella manifestó de un modo tan claro la posibilidad de entrar en comunión con el Creador hasta límites insospechados. María es sobreabundancia y predilección de Dios; y quien mejor vivió y expresó la alegría de los hambrientos que esperan la salvación (Lc 1,53). La maternidad le inspiró un cántico genial, el Magnificat, himno por antonomasia de quienes han recibido una nueva visión de la realidad y se encuentran, por la misericordia del Señor (Lc 1,50.54), en auténtico “estado de Gracia”. Cuando la maternidad se vuelve canto… recordemos a nuestra madre, María, madre de Dios.