Federico de Carlos Otto
Federico de Carlos Otto es sacerdote de la Diócesis de Madrid. Licenciado en Filosofía y Doctor en Teología, ha dedicado muchos años a la enseñanza: Bachillerato, Facultad de Teología “San Dámaso”, Universidad San Pablo-CEU.
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Partiendo de la convicción de que no es la vida la que tiene o no tiene sentido, sino que somos las personas quienes percibimos o no algo capaz de iluminar nuestra existencia, el autor analiza y reflexiona sobre la pérdida de sentido por la que pasan tantos adolescentes y jóvenes. Juzgar este hecho desde un nuevo horizonte lleno de posibilidades es el primer reto educativo-pastoral. Desde aquí señala un conjunto de claves pedagógicas: búsqueda, relativismo, belleza, meditación, oblación, esperanza.
Tengo un gran amigo al que le sobrevino la desgracia de sufrir un episodio severo de depresión. Se trata de una persona de una valía humana excepcional. Como cristiano, alucinante. Nadie en su entorno esperaba que, precisamente a él, con su equilibrio, su madurez, su llamativo don de consejo, le pudiera ocurrir algo semejante. Pues le ocurrió. Y tardó lo suyo en superar la enfermedad.
Cuando ya estaba casi curado, comimos con él unos cuantos amigos. En los postres, me atreví a preguntarle: “¿Qué se siente cuando llega eso? Con toda naturalidad y una notable habilidad a la hora de explicarse, nos dijo: “Pues es algo así como si, estando en una habitación en la que sueles pasar la mayor parte de tu vida y que, por tanto, dominas a la perfección hasta en sus últimos rincones, de repente se hiciera una total oscuridad: una falta de luz insidiosa y persistente que, al rato, te hace sentirte presa de una total confusión: empiezas a no saber dónde están las cosas, sufres una desorientación espacial casi absoluta, sientes la amenaza de un miedo absurdo – pero incontrolable – a lo desconocido, etc. De golpe, se acaba un mundo y empieza a imponérsete otro que te domina con despotismo, y te amedrenta sin contemplaciones”.
Expertos en la materia a los que alguna vez he contado esta conversación, han elogiado lo ajustado de la metáfora que usó mi amigo para su descripción del fenómeno depresivo. Sin embargo, en este artículo yo no tengo que hablar de la depresión, sino del sentido de la vida – presente o ausente – en determinados momentos de la existencia de los individuos; más en concreto, de los individuos que, por imperativo biológico y temporal, alcanzan esa edad que se llama – a veces con cierta conmiseración – adolescencia, extendiéndose no pocas veces al período de la primera juventud.
- La crisis de sentido en la vida de los jóvenes
Inicialmente, mi reflexión querría ir en la siguiente dirección: no deberíamos hablar propiamente de sentido de la vida; yo mismo lo acabo de hacer, pero quiero apresurarme a rectificar. Hablando con la debida precisión, así lo veo yo, la vida ni tiene ni deja de tener sentido. Somos los individuos los que percibimos – o no – algo capaz de iluminar nuestra existencia y que, precisamente por eso, porque de hecho realmente la ilumina, nos resulta gratificante y tranquilizador, generador de alegría y equilibrio. A ese algo convenimos en denominarlo sentido.
Que lo que acabo de decir no es gratuito sino que describe correctamente la realidad de las cosas, lo demuestra palmariamente un hecho que todos hemos podido comprobar más de una vez: circunstancias vitales prácticamente idénticas, son percibidas de forma muy distinta por diferentes sujetos. Por ejemplo, la muerte del padre, aunque siempre resulte dolorosa, es vivida por unos como una tragedia espiritual, casi un cataclismo, que puede llegar a exigir tratamiento psicológico especializado, mientras que otros son capaces de integrarla en su esquema vital, ciertamente con tristeza, pero sin mayores sobresaltos.
Tras esta sencilla aclaración, podemos seguir reflexionando, despreocupados ya de las formas concretas de expresión que, en adelante, nada tiene por qué impedir discurran por los cauces lingüísticos convencionales: los que usamos en la conversación de cada día. Mi experiencia personal, quiero decir, la de mi propia vida y, sobre todo, la que me ha procurado bastante tiempo el contacto directo con gente adolescente y joven, me ha hecho sabedor de que, súbitamente casi siempre, se presenta en la vida un momento en el que, nadie sabe por qué, se apaga la luz. La confortable habitación en la que ha transcurrido la infancia, queda estúpidamente a oscuras, y todos los referentes – todos – que nos permitían vivir acompañados de una felicidad no cuestionada, desaparecen, resultan inaccesibles, y hasta parecen querer iniciar con nosotros un siniestro juego del escondite que nos hace estremecer espiritualmente y nos obliga a gustar por primera vez – casi siempre, sin embargo, no por última – la desagradable pócima de la confusión existencial.
1.1. La experiencia de quedarse a oscuras
Esta confusión, o pérdida de sentido, la he calificado de existencial porque quiero subrayar que afecta a la totalidad de la persona en su cualidad de ser viviente autoconsciente, y porque lo hace de forma privilegiada interesando a los centros más sensibles de la persona, que son, precisamente, aquellos en los que las evidencias, por su propia naturaleza, resultan menores pero paradójicamente más necesarias. Por ejemplo, la esfera religiosa; por ejemplo, el amplísimo campo de la relación amorosa, y, más en general, interpersonal.
Nada tiene de extraño, pues, que, producido el apagón, los afectados empiecen a sentirse perdidos, en primer lugar en esos ámbitos en los que sus certezas eran mayores y les brindaban más seguridad – Dios, los padres, etc. – pasando a percibirlos ahora como “traicioneramente” problemáticos.
Si aceptamos, siguiendo la metáfora, que se han quedado a oscuras, ¿nos extrañaremos de que les hiera precisamente la falta de luz de aquello que era hasta entonces el foco luminario más sobresaliente e indiscutible? ¿Nos escandalizará que empiecen a vengarse de las estrellas apagadas, sustituyéndolas por otras, que esperan y desean no les jueguen en el futuro la misma pasada (ellos dirán, desde luego, “putada”)?
No. Nadie debe de extrañarse, nadie tiene por qué escandalizarse. Ni los protagonistas, ni los que asisten, a veces asustados, a veces, en el fondo, divertidos, siempre, desde luego, incomodados, al espectáculo de unos seres que, de la noche a la mañana, se han quedado a la intemperie: una intemperie que, para más inri, es como un agujero… negro.
Creo sinceramente que esto que acabo de decir es el principio fundamental desde el que habría que abordar la crisis de sentido, o como quiera llamarse, a la que nos estamos refiriendo: un realismo integral que acepte de verdad y con todas sus consecuencias la nueva situación. Ahora bien, me permito añadir que se debe tratar de una aceptación “químicamente pura”; es decir, una aceptación que renuncia a la confortable compañía del juicio, sea éste del carácter que sea. Entiéndaseme: el hecho de que se colapse el sentido, que desaparezca Dios del horizonte, que los padres se conviertan en potenciales – y a veces reales – enemigos, que el mundo en general sea considerado como integrado por seres estúpidos y absurdos, incompetentes y hostiles; todo esto, que es el núcleo de la percepción adolescente en el corazón de su crisis, no es ni bueno ni malo. Sencillamente, es. Y además, constituye una oportunidad – para muchos, la única en la vida, o, al menos, en muchos años – para revisar la “instalación eléctrica” y todo el sistema o el juego de luces que iluminaba la estancia hasta ese momento con apariencia – falsa – de perdurabilidad.
Tal vez la claridad con que se vivía la infancia iba acompañada de sombras que no se veían: tal vez aquella plácida luz con la que se caminaba tan a gusto, era en realidad algo mortecina en comparación con otras posibilidades luminotécnicas entonces insospechadas. Sí. La pérdida de sentido es un acontecimiento que está ahí. Si somos capaces de no juzgarlo desde el lamento o la añoranza de la pérdida, sino más bien desde el anuncio – en claroscuro y ambigüedad, desde luego – de un nuevo horizonte lleno de mejores posibilidades, habremos dado el primer paso fundante y fundamental para poder avanzar y crecer con solidez hacia un futuro en el que la paz de la madurez compense la nostalgia del paraíso perdido de la infancia, idealización narcisista y pretenciosa de una – sólo una – fase del ciclo vital, menos problemática, desde luego, pero, por eso mismo también, menos humana.
1.2. La invitación a ir… en paz
Si, como estoy insinuando, este momento de la vida no es la hora de los moralistas, tampoco creo que sea la oportunidad de los mudos o de los frívolos. A mi juicio, es la gran ocasión para dar la palabra a los sabios. Jesús, por ejemplo, es casi siempre bien recibido por adolescentes y jóvenes: intuyen, sin duda, que lo que él acentúa no es la norma, sino la gracia; no el juicio, sino la acogida. No suelen sospechar, sin embargo, que además de ser esto cierto, él es también un sabio que dice cosas como éstas: “Si el grano de trigo no muere, no puede dar fruto”; o “el que pierda su vida, la ganará”. ¿Por qué no les enseñamos a los adolescentes a ponerse a la escucha de unas palabras que – éstas sí – son revolucionarias y liberadoras? ¿Por qué tenemos miedo a ayudarles para que hagan y vivan a fondo la experiencia de muerte que supone esa pérdida total de luz por la que atraviesan? ¿No sería mejor para ellos conocer lo que han dicho tantos sabios – por ejemplo, Buda – sobre el dolor y el sufrimiento, así como sobre la forma concreta de abordarlo, antes que abrumarlos con ofertas de compromisos – casi siempre discutibles, cuando no poco realistas, y, a veces, incluso, disparatados – con los que creemos ingenuamente que les ayudamos a afrontar ese nuevo mundo hacia el que se dirigen desorientados y muchas veces aterrorizados, porque, en el fondo, no quieren asumirlo (es decir, no quieren morir al pasado por si, como sospechan, el futuro les exige más)?
Es posible que el desorientado sea yo, no lo descarto, pero me temo que los adultos solemos proceder con los adolescentes de una forma bastante neurótica. Tal vez nos horroriza perderlos. Tal vez tampoco nosotros hemos muerto, o morimos cada día. Seguimos queriendo ser su seno materno, pero ellos no quieren regresar a ningún útero, sino romper aguas para siempre, liberarse de cualquier enclaustramiento. ¿Les convenceremos de su error proponiéndoles que vengan a reflexionar a nuestros grupos o comunidades, nueva familia que perciben, sin duda, como torpe sucedáneo de la de verdad, con la que, por cierto, están enfrentados desde que se fue la luz?
Muchas veces he pensado que, cuando llega ese momento sobre el que estoy reflexionando, la mejor palabra que puede decir la Iglesia a sus queridos adolescentes y jóvenes primerizos es: “podéis ir en paz”. Sí, es una palabra arriesgada; sólo pensar en este enfoque, sentimos probablemente bastante desasosiego. ¿Cómo? ¿Abandonarlos a su suerte precisamente en el momento en que más nos necesitan? (Respuesta: ellos no suelen sentir en absoluto esa necesidad; nuestra tutela – a veces, además, impuesta con cierto autoritarismo – la perciben, casi siempre, como intolerable intromisión en sus vidas con ánimo de dominarlas: (¿y si tuvieran razón?). Quiero añadir: la propuesta que acabo de insinuar no les abandona a su suerte; les invita, más bien, a marchar… en paz: interesante matiz, creo yo. Porque cuando un cristiano habla de paz, desea la paz, colabora en la construcción de la paz, etc., no lo hace con cinismo para quitarse al prójimo de encima y olvidarse de él, sino para ofrecer al destinatario de su invitación un “pedazo” del fundamento mismo de la vida y hasta del propio cosmos, es decir, un fragmento de Dios. Por eso, permitir que el adolescente vaya en paz es, además de un santo deseo, un compromiso del que envía, el cual, al despedirlo, le regalará un zurrón lleno de “cosas útiles”.
- Algunas claves educativas
2.1. La clave de la búsqueda
Un adolescente tiene que oír como tema básico – y tal vez, casi único, por lo menos muchas veces – del sermón de sus hermanos cristianos, que sólo el que busca encuentra y que sólo el que encuentra, después de haber buscado con honradez, termina siendo feliz y libre.
Esta clave necesita el complemento de lo que Roger Schütz, hermano prior de Taizé, llamó bellísimamente “dinámica de lo provisional”. Quiere esto decir, a mi juicio, que, invitándole a buscar sin descanso, y ofreciéndole la provisionalidad como un dinamismo básico desde el que abordar la totalidad de su proyecto vital, al adolescente se le ayuda a salir de todo totalitarismo: el suyo propio, desde luego, pero también el de su familia, el de sus amigos, el de sus maestros, el de la moda, el de sus ídolos musicales o lo que sean, y – last but not least – el de la misma Iglesia.
2.2. La clave del relativismo
Por si suena un tanto fuerte, no me importa añadir el adjetivo “sano” al sustantivo relativismo. Esta clave, en mi opinión, es muy importante y muy cristiana, aunque a muchos pueda parecerles extraño sentar una afirmación semejante. La entiendo en el sentido de la frase de San Pablo (frase, por cierto, que no sé por qué se suele citar poquísimo): “Probadlo todo; quedaos con lo bueno”. ¿Tendremos miedo a decirle al adolescente que su rechazo o su cuestionamiento “del todo” no está bajo anatema, sino que, en el contexto de la clave de la búsqueda y la provisionalidad, es, más bien, condición indispensable para poder llegar un día a la madurez humana y también a la madurez de la fe? ¿Nos empeñaremos en transmitirles “certezas” apodícticas, pensando que sólo así lograrán compensar su confusión, en vez de apoyar a fondo – desde nuestro equilibrio – su deseo de probarlo todo, de juzgarlo todo – pero, eso sí: absolutamente todo, empezando por ellos mismos y por sus propias certezas– para desembocar en la mejor opción?
Esto supone, desde luego, que aceptamos, al menos metodológicamente, sin escándalos prematuros, la trasgresión como elemento inevitable en el proceso de madurez. Digan lo que digan los rigoristas, la trasgresión es, además de inevitable, saludable e imprescindible; condición sine qua non de cualquier proceso de crecimiento y madurez. Eso sí, hablamos de una trasgresión metodológica, es decir, que no se queda en sí misma, sino que busca alcanzar la meta de una más depurada verdad y de una mejor praxis. Y sobre todo, resulta indispensable que quien la practica tenga la audacia de reconocerla como tal trasgresión: es decir, que no la pretenda revestir con el ropaje de lo correcto, ni se empeñe en absolutizarla en modo alguno, sino que acepte de buen grado y con honestidad su radical provisionalidad al servicio de algo mejor.
2.3. La clave de la estética
Siempre me ha sorprendido y preocupado lo poco que los creyentes (comunidades, parroquias, colegios, curas, monjas, educadores, etc.) “creemos” en la estética y en sus virtualidades existenciales. Por ejemplo, un catequista – o, si se prefiere, los planes catequéticos para ser más exactos – rara vez se le ocurre incluir, que yo sepa, una visita a un museo como parte importante del programa correspondiente; o la escucha de una sinfonía o de una cantata, o una sesión bien preparada de buena música contemporánea…
Estamos convencidos de que Dios es bueno y es verdadero, es decir, de que Dios es la bondad y la verdad, pero muy pocas veces explicitamos que es, también, la belleza; y obramos en consecuencia. La experiencia estética puede ser, si no estoy equivocado, un camino lleno de posibilidades para ayudar a los que hemos despedido para que vayan en paz. Por cierto, mal servicio hacemos a la estética, cuando, cediendo a lo peor que su bisoñez alcanza, damos por buena la espantosa música o la deplorable decoración litúrgica que ellos y ellas generan (eso sí, sólo durante unos meses casi siempre, porque luego se marchan hartos de repetir, domingo tras domingo, unas canciones de ínfima calidad musical y nulo empaque religioso). Hacer la experiencia de lo bello a fondo, cuestionarse su origen y su naturaleza, entregarse a su fascinación: he aquí un camino para salir del túnel, para superar frustraciones y cansancios, para relativizar desengaños, para intuir la meta de un futuro algo más apetecible.
2.4. La clave de la meditación y la oblación
Probablemente suene algo raro, pero creo que es imprescindible que ambas realidades, meditación y oblación, vayan siempre unidas, y así se presenten como oportunidad existencial en la época que estamos analizando. Hablar de meditación significa aquí tomar en serio toda la esfera de la interioridad y su cultivo.
Durante mucho tiempo, se ha abordado todo este mundo de una forma que, aunque no me gusta la palabra, podríamos calificar como “poco profesional”. Quiero decir: no se debe esperar nada de esas invitaciones que a veces se hacen a la gente de estas edades para que se pongan a rezar o a celebrar como si en este campo funcionaran unos automatismos merced a los cuales se pudieran reproducir, sin más, los clichés del pasado o los modos del presente. No. El mundo de la interioridad: meditación, oración, contemplación, etc., requiere una propedéutica, o si se prefiere, una mistagogía que deberá realizarse con enorme amplitud, tanto en la utilización de técnicas (sin miedos absurdos procedentes casi siempre de una ignorancia “provinciana”), cuanto en lo que se refiere a contenidos y enfoques. No sospechan los adolescentes (ni desgraciadamente la mayoría de sus educadores) lo que puede aportar a su vida, temporalmente oscurecida, un encuentro diario con lo más profundo de su propio ser a través de breves momentos de meditación silente al ritmo de una respiración autocontrolada. Tampoco imaginan que, por ejemplo, la repetición constante del nombre de Jesús o de cualquier otro motivo debidamente ofrecido por un consejero competente, puede, a la larga, hacerles más libres y más auténticamente religiosos que muchas de esas misas con inflación de guitarras y bongos que enmascaran, sólo durante cincuenta minutos, un aburrimiento mortal para el que además, pronto, prontísimo, demuestran no ser la solución. Meditación, silencio, oración, ruptura de nivel: caminos indispensables para que ellos vayan en paz… y puedan volver enriquecidos.
Pero además, oblación. Es decir: descubrimiento, doloroso casi siempre, del otro no sólo como objeto que puede satisfacer mis deseos y necesidades contribuyendo a paliar mi soledad, sino, sobre todo, como oportunidad para conocerme a mí mismo venciendo mi narcisismo, en una entrega a fondo perdido que así – y sólo así – se convierte en recompensa. Una entrega que revestirá, lógicamente, formas muy diferentes según las circunstancias y los temperamentos, pero que tendrá en común la inexcusable reivindicación de la responsabilidad con respecto a quien está frente a mí, a veces también contra mí, y siempre por encima de mí porque alberga la huella del Otro. La palabra que Dios dirige sin contemplaciones en el Génesis a un Caín diabólicamente envalentonado: “¿Dónde está tu hermano”?, podrá enseñar a los adolescentes la seriedad radical con que les saluda la nueva vida a la que, quieran o no, se dirigen por imperativo biológico. A los cristianos, la mayoría de las veces, no nos hará falta ampliar más el sermón: repetir esa pregunta será suficiente para insinuar a qué queremos referirnos cuando nombramos a Dios.
2. 5. La clave de la esperanza
No se quién lo escribió, ni dónde, pero lo cierto es que hace mucho tiempo leí o, me parece recordar, me leyeron esta frase: “Por encima de las nubes, el cielo está siempre azul”. Tuve que superar un primer movimiento de rechazo ante lo que se me antojaba más bien cursi, para reconocer, no obstante, lo acertado de la afirmación y, sobre todo, su potencial coincidencia con lo que, me parece, ofrece la virtud de la esperanza. En efecto, mantenerse firme en la vida “a pesar de”, esperando una nueva y mejor realidad en el futuro, supone liberarse de muchos miedos, relativizar muchos absolutos, destronar a cualquier déspota, comprometerse a conocer a fondo la realidad presente, y obligarse de por vida a luchar en la misma dirección de aquello que se espera y apetece. Dicho de otra manera: la esperanza ilumina, consuela, sana, pero también espolea. La esperanza da sosiego, pero nunca deja de inquietar; la esperanza dignifica porque impide cualquier rendición inconveniente.
Adviértase, sin embargo, que cuando la esperanza se confunde precipitadamente con formulaciones simplistas de utopías proyectadas por mentes calenturientas, puede perder todas las virtudes que le hemos atribuido y convertirse en un engañabobos que, antes o después, producirá el efecto contrario: desencanto y cinismo. Una cosa es la esperanza y otra la estupidez y el optimismo bobalicón e infantil.
Para concluir
Al llegar al final de este artículo, tengo, curiosamente, la impresión contraria a la que me acompañó al comenzarlo. Entonces me decía a mí mismo: realmente, sobre este tema creo que no tengo nada especial que decir. Ahora se me impone, sin embargo, esta otra consideración: ¿no habré dicho demasiadas cosas? ¿No hubiera sido mejor algo más de sobriedad? Con el agravante de que estoy convencido de que podría prolongar la reflexión que ahora termino, añadir unas cuantas “claves” más, analizar ejemplos concretos con cierto detenimiento, etc.
Mi consuelo es que otros con más capacidad y conocimientos que yo completarán o corregirán, en este mismo número y en otros, lo que yo he aportado. También me alegra haber vuelto sobre un tema al que llevaba yo tiempo sin dedicar cierta atención. Con el paso de los años, veo que he ganado en libertad para decir lo que pienso, sin que haya mermado mi entusiasmo por estos asuntos. Probablemente, sin embargo, mi conocimiento de la realidad concreta de los adolescentes y jóvenes primerizos de hoy deba ponerse al día. Para ello, cuento con la ayuda de revistas como ésta.