Cultura para recrear la vida

1 mayo 2000

Síntesis del Artículo
Tras destrozar algunos de los tópicos más habituales sobre la cultura, el autor trata de responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo entreabrir la puerta a los jóvenes al mundo de la cultura para que, a través de ella, puedan recrear su vida? Sin proponer soluciones inmediatas ni tajantes, sugiere desterrar estrategias tópicas, mirar a la Cultura con mayúsculas, considerar su «democrático poder de comunicación» —lejos de todo elitismo—, contagiar más que enseñar, acogerse a los «momentos mágicos» y pasar «de la recepción cultural a la emisión de cultura propia».
 
Ä Jesús Villegas es profesor de Literatura y Animación Socio-cultural, con numerosas publicaciones situadas en la intersección de ambos ámbitos.
 

 
 

  1. El otro día fue el «Día del Libro»…

 
Hace unos días celebramos el «Día del Libro». Lógicamente, en fecha tan señalada, los educadores nos dedicamos a defender con ardor las infinitas virtudes atribuibles a esos cachivaches preciosos.
Yo, como profesor de Literatura, tendría que haber proclamado a diestro y siniestro cosas tan agudas como que leer es importante, divertido e inteligente, o que la lectura desarrolla la imaginación, nos permite vivir aventuras sin movernos del sitio, amplia nuestra visión de la realidad, nos hace felices y sabios, y bla, bla, bla…
No habría estado de más que hubiera insinuado lo terriblemente absurdo, vacío y salvaje que sería un mundo sin libros. Para engordar aún más mi salario, podría haber concluido despotricando contra el que no lee. Si le hubiera llamado, con agudeza y limpia sintaxis, burro, fracasado escolar en potencia, lacra para la sociedad o escoria descerebrada tal vez me habrían admitido ipso facto en la Real Academia de la Lengua.
 
Todas estos postulados no sé si son verdad, pero resultan muy aparentes en jornadas de este calibre. Sin embargo, tal vez los responsables de fomentar, en cierto sentido, la cultura, debamos buscar un camino distinto. Permitidme que lo intente a lo largo de este artículo.
 
 

  1. El otro día fue el «Día del Libro». Toma segunda. ¡Acción!

 
23 de abril. «Día del libro». Hay mucha gente que es feliz sin tocar jamás un libro. Cualquiera, hoy en día, está en condiciones de alcanzar una preparación decente sin ojear una sola página de más.
Otro dato: se puede triunfar en la vida sin fomentar el hábito lector (por ejemplo, muchos estudiantes absolutamente ejemplares no leen otros textos que no sean los de obligado cumplimiento). Por si esto no fuera bastante para desmitificar los libros, apuesto mi enciclopedia a que hay personas sensibles, sensatas, simpáticas y valiosas con fobia a la letra encuadernada.
Me mojaré hasta el cuello: soy consciente de que algunos libros, muchos libros, son un peñazo, o se utilizan como instrumentos de tortura, o se administran sin querer como somníferos, o nos explotan en la cara en el momento más inadecuado como petardos sin gracia o como bombas fétidas insoportables para nuestras narices más íntimas. En fin, amigos no lectores que no me estaréis leyendo, respirad con alivio. Un experto en el trato diario con los libros os da su absolución: aquí y ahora confieso bajo juramento que… los libros no son imprescindibles para vivir(permitidme un aparte, amigos lectores: yo diría que no son imprescindibles para sobrevivir).
 
Una vez que me he esforzado en hacer justicia con todos aquellos, pobres inocentes, que han tenido la desgracia de aguantar cómo, sin margen para la protesta y muy a pesar suyo, las bibliotecas eran santificadas, los libros convertidos en objetos sagrados y la cultura elevada a fiesta de guardar, repito, una vez que he relegado a su humilde repisa a estos entrañables objetos, dejad que me desahogue.
 
Imaginad a un ciego que no ha visto jamás los colores, un ciego que nunca ha disfrutado de las mil formas de un paisaje, un ciego que, por desgracia, desconoce el perfil prodigioso de un rostro, un ciego incapaz de imaginar la bruma, un ciego sin puestas de sol, ni estrellas fugaces o luna en agosto, un ciego con los ojos cerrados de antemano al otoño o al horizonte sin fondo frente al mar, un ciego, en definitiva, que ha nacido para siempre de espaldas a la luz…
Ahora, reflexionad lo siguiente: ¿creéis que a este hombre su desgracia le ha negado algo importante de la vida? Obviamente, y gracias a Dios, desde su realidad, desde su limitación, no ha renunciado a nada, porque nunca tuvo visión y no puede, por tanto, imaginarla. Pero, desde un punto de vista objetivo, medianamente neutral, ¿no te estremeces al constatar la carencia que supone el no haber tenido acceso a todas esas sensaciones únicas?
 
Los que disfrutamos de los libros y de la cultura pensamos, no sé si exageradamente, que el que no lee padece asimismo una forma especial de ceguera y, en cierta medida, desprecia colores, paisajes, rostros, brumas, puestas de sol, estrellas, lunas, otoños, horizontes, mares y luces que no se forman en ningún otro rincón del cosmos que no sea ese que las palabras engendran a su paso por las páginas de un libro. Quien no frecuenta la amigable compañía de los libros tal vez sea tan feliz y humano como el que lee, triunfará o fracasará en su misma medida, entenderá o desconocerá el mundo y la vida con idéntica imprecisión pero, permitidme que lo diga, permanecerá tristemente ciego ante las maravillas de todo un universo.
 
Ahora bien, puesto que soy el autor de la fábula, voy a autorizarme para que, hoy, nuestro cuento acabe bien: por suerte, tanto la ceguera de nuestro ciego particular e inventado como la ceguera del que ha renunciado a los libros se han manifestado como enfermedades pasajeras. Se trata de cegueras milagrosamente curables. Por los poderes que me otorga la palabra, yo sano en este justo instante los ojos al ciego imaginario y la luz inunda su sangre. De la otra parte de la historia te encargas tú, amigo no lector que sigues ignorándome: si te reconoces ciego al cálido placer de un volumen abierto y no deseas seguir siéndolo, debes administrarte tu propio remedio. No hace falta que te firme la receta. Seguro que en alguna estantería próxima a ti te aguarda una buena dosis de medicina impresa con que comenzar el tratamiento.
 
 

  1. Algunos tópicos típicos sobre la cultura

 
Como en todos los terrenos de la vida, en el ámbito de la cultura resulta siempre más cómodo apoyarse en ideas preconcebidas que repensar la realidad con mente lúcida y desprejuiciada. Es más fácil repetir una y otra vez que «leer es bueno» (como adelantábamos en nuestra introducción) o que «el saber no ocupa lugar» a plantearse seriamente por qué algo tan bondadoso produce en un buen número de personas alergia, o por qué, al final, el saber deja efectivamente de ocupar lugar en la mente de nuestros jóvenes, tal como formula, sin querer y con ironía insospechada, el adagio de marras.
Si aspiramos, de verdad, a que la cultura aliente la vida de las nuevas generaciones que nos sucederán, hemos de empezar por desarmar ante sus ojos esa red de pensamientos heredados con los que, desde tiempos inmemoriales, intentaron venderles, sin riesgo (y, últimamente, sin éxito), las supuestas lindezas de lo cultural, con el fin de determinar qué tiene de verdadero y qué de estúpido lugar común lo que otros, no sabemos quiénes, nos impusieron en letras de molde. Habíamos comenzado esta tarea desmitificadora en los primeros compases de este escrito. Ahora continuamos: marchando una de tópicos.
 
            q Tópico primero:
 
«Hay que elegir: salir a la calle o encerrarse en los libros»
 
El primer tópico de la serie es también, sin duda, uno de los más dañinos y alarmantes: viene a decirnos que existe un abismo entre la vida en bruto, la vida en toda su intensidad, la verdadera vida, y ese sustitutivo descolorido de la existencia que son las experiencias de tipo cultural. Un lector, un melómano o una persona demasiado preocupada por frecuentar las salas de exposiciones, desde este tonto punto de vista, se nos tipifica como un ser humano obligadamente pálido, que busca alternativas siempre insuficientes en la imaginación a una biografía anémica, amargada y sin matices.
El que no puede viajar, naufraga en un libro; el que no conoce el amor, se consuela en una canción; el que se aburre sin saber qué hacer, mastica desganado una película como si fuera chicle: los que no somos protagonistas de la rabiosa realidad, nos conformamos con ser espectadores de una simulación, siempre vicaria y fingida. Cuando falta la excitación, el sabor de la aventura para los cinco sentidos, uno se preocupa de esas inútiles bagatelas del espíritu que compensan nuestras carencias.
 
La cultura en general y las experiencias artísticas en particular no son, como muchos creen, vías de escapatoria ante una vida gris, mezquina, invivible (aunque puedan serlo, obviamente). Para mí, y creo que para todos los que disfrutan en profundidad de lo estético, un buen libro o una película lograda nos conducen a ahondar en la existencia para entenderla mejor y son vivencias incomparables, tan dignas de figurar en nuestra historia personal como cualquier otro acontecimiento.
No existe dicotomía entre el arte y la vida: el primero es la segunda en una de sus formas de expresión y de impresión más elevada, enriquecedora, emocionante y total. Por regla general, una persona culta no se refugia, en plan avestruz, en los placeres solitarios del misántropo sensible, sino que sale a la vida cuando contempla en silencio, sale a la vida cuando siente en soledad, sale a la vida cuando escucha sin moverse apenas: otorga sustancia y sentido a sus jornadas navegando hacia adentro sobre la popa de un libro, amando apasionadamente entre líneas, aprendiendo a vivir a golpe de párrafo.
Las experiencias que conforman lo cultural, por tanto, no son alternativas y consuelos insípidos contra lo que no somos, sino más bien fundamentos, pilares de una existencia pletórica que puede llegar a ser. La cultura ayuda a entender la vida, la ensancha, la multiplica y la remoza.
 
            q Tópico segundo:
 
«Tal como va el mundo, la cultura es una frivolidad»
 
Mientras alguien no tenga qué llevarse a la boca, mientras, hermano contra hermano, los hombres se destruyan; mientras existan los refugiados, la tortura y la desigualdad, ¿puedo yo perder el tiempo entre filigranas banales del pensamiento o de la sensibilidad? ¿Las etéreas piruetas del arte significan algo frente a la contundencia de un estómago vacío? ¿Cómo leer poesía cuando el mundo se desgaja a mis dos lados? Vista así, indudablemente, la cultura constituye un escándalo, una especie de broma macabra en medio del caos, la escalera de emergencia del fugitivo cobarde.
No obstante, la falta de cultura está en la base de la intolerancia, de la segregación, de la violencia. Si el mundo rueda en una determinada dirección, aparentemente imparable y desalentadora, las causas de esa debacle radican, en buena medida, en las deficiencias culturales de muchos de los hombres y mujeres que integramos la humanidad del tercer milenio. Para prevenir la bestialidad, contamos ante todo con las disciplinas humanísticas, aquellas que (como su nombre indica) humanizan con mirada universalizante.
Sólo basta detenerse por unos instantes a valorar el perfil de ciertos nacionalismos intransigentes, de ciertos brotes de racismo (el de El Ejido, sin ir más lejos) o el de los líderes que han encabezado los más sangrientos genocidios para verificar cómo, en la raíz de cualquiera de las aberraciones contra la dignidad humana, se esconde, a menudo, la ignorancia, la superstición, la ausencia de auténtico pensamiento: manifestaciones endémicas, todas ellas, de la incultura.
 
Pero la cultura, amén de ser la mejor inversión a largo plazo por un mundo mejor (de ahí la importancia de una educación cultural sólida), nos alivia del dolor, del sufrimiento, del sinsentido de la existencia cuando este aflora: recuerdo, en particular, una escena hermosísima de la película La mirada de Ulises en la que, en la Sarajevo en guerra, en medio de una niebla que impone una tregua en los combates, la gente, sin distinción de bandos, sale a la calle a escuchar a las orquestas que, improvisadamente, tocan en medio de las ruinas, o a presenciar cómo algunos jóvenes representan fragmentos de Shakespeare sobre escenarios improvisados entre la destrucción: imágenes tan utópicas como balsámicas. La cultura libera y hermana, el pensamiento real no puede ser colonizado, la sensibilidad y los mundos interiores son el reducto inviolable de cada uno de nosotros…: todas estas frases suenan también a tópicos manidos, aunque, en este caso, bienvenidos sean estos benditos tópicos irreductibles.
Con más poemas y menos videojuegos, con más salas de conciertos abarrotadas y menos estadios de fútbol rebosando inquina contra el rival, con más horas de silencio germinal en una biblioteca y menos de silencio idiotizante ante una pantalla de televisión, con una menor preocupación por el bienestar económico y una mayor por el progreso cultural, seguramente, aunque pueda parecer absurdo o quimérico, aumentaría la justicia, la solidaridad, el desarrollo humano y, en última instancia, atrocidades como la intolerancia, la violencia o los fundamentalismos desaparecerían, tal vez, de la mente del ser humano y, con ello, de la faz de la tierra.
 
            q Tópico tercero:
 
«Esas cosas de la cultura o gustan o no gustan, sin más»
 
La cultura se suele asociar, lógicamente, con el disfrute. Sin embargo, lo erróneo es creer que ese regocijo ante la cultura es una reacción espontánea, instintiva, que se produce como por ensalmo en unos individuos especialmente dotados y en otros no. En el fondo, se cree falsamente que la poesía, la arquitectura, la filosofía, o bien conectan con un sujeto «porque sí», o bien lo dejan frío e indiferente: o gusta o no gusta, vamos. En resumen, algunos nacen tocados, por ejemplo, para la fruición estética y otros, sin embargo, carecemos de sensibilidad suficiente para acceder a esos placeres privados.
La falsedad de esta idea estriba fundamentalmente en despreciar la importancia de la disciplina y de la educación en todo lo relativo a la satisfacción. Se tiene la falsa impresión de que, aquello que nos entretiene, aquello que no es ocupación o trabajo en el sentido más estricto del término, nos ha de proporcionar buenos ratos sin que, a cambio, hayamos de pagar el peaje del esfuerzo: veo una película porque me relaja; leo un libro porque me distrae, y no me pidas más… La cultura, así, se convierte en divertimento sin implicación, sin complicación y sin bagaje. Y esta es una simplificación (perdón por el ripio) manifiesta de los bienes culturales. Antonio Muñoz Molina lo decía, en uno de sus artículos, con palabras sabias: «Se nos educa para disciplinarnos en nuestros saberes, pero no en nuestros placeres. Por eso nos cuesta tanto trabajo ser felices».
 
El que un poema nos emocione o el que una ópera nos haga vibrar con cada nota que desgrana o con cada matiz de una voz sólo será posible en la medida en que hayamos dedicado tiempo y sacrificios a ejercitar nuestra sensibilidad en esa dirección. Al principio, probablemente, ni entenderemos (si es que el arte exige comprensión) ni sentiremos, y tendremos incluso la sensación de perder miserablemente el tiempo; luego tal vez vayamos notando «algo» que nos toca no sé dónde; al final, puede suceder que los matices de esa pulsación misteriosa, ese «algo», se vuelvan innumerables y nombrables. Si me preocupo, además, por formarme, por entender la técnica, el lenguaje, las claves expresivas de eso que ha reclamado mi atención, si me enfrento con las lecturas y valoraciones de otros aficionados que, antes que yo, descubrieron la maravilla, entonces, seguramente, alcance un nuevo grado en la plenitud.
Sólo con horas de vuelo aprenderemos a surcar estos cielos, los que llevan a la dicha estética. Que alguien pretenda que, de buenas a primeras, sin más, un poema de Quevedo, una película de Kiarostami o un cuadro de Kandinski transpase su alma y la conmocione es una ingenuidad casi enternecedora: a veces sucede pero, en general, sólo poco a poco, con paciencia, con atención y, sobre todo, con insistencia, podremos dar con esos tesoros inasibles, los de la belleza. Por la misma regla, podemos deducir que cualquiera está capacitado para recibir ese don, pues fundamentalmente se trata de una conquista alcanzada tras una pugna con uno mismo. Todo esto nos lleva al siguiente tópico.
 
            q Tópico cuarto:
 
«La cultura es una forma de elitismo, es un lujo sólo para unos pocos»
 
Sí pero no. Si seguimos a rajatabla lo que postulábamos antes, debemos reconocer que a la cultura, como forma completa e íntegra de realización personal, sólo se llega tras un proceso educativo más o menos elaborado y costoso. Sin embargo, este itinerario es factible por cualquiera, al igual que lo es, en otro sentido, el ponerse en forma a través del ejercicio físico o el manejar un ordenador con cierta pericia.
En el fondo, son pocos los que se atreven a recorrer la senda de la cultura, (en un principio estrecha, después sembrada de recodos gratificantes) porque, primero, faltan maestros, guías expertos que orienten por este territorio siempre virgen; segundo, porque existe cierto temor atávico a internarse en el terreno resbaladizo, donde no caben las certezas, de lo subjetivo, lo sugerente, lo que apela a nuestra intimidad o a nuestro inconsciente; tercero y más importante, porque nuestra sociedad capitalista ha patentado un modelo de ocio y de, llamémoslo así, «cultura de consumo» (plana, fácil, intrascendente, manida, estereotipada y vulgar: sinónimos todos ellos, qué curioso, de la televisión tal como hoy se entiende) que es, mal que nos pese, la negación de la auténtica cultura.
 
Lógicamente, aun sabiendo que determinados «productos» culturales sólo están al alcance de algunos (asistir a un estreno en el «Teatro Real», por poner un caso), a nadie se le escapa que las razones del progresivo desdén hacia lo cultural más que en lo económico deben localizarse en esos otros ámbitos como el educativo o el social que antes he mencionado.
Por otro lado, la cultura nunca será elitista aunque ella misma lo quiera ya que vivimos inmersos en ella, es nuestro líquido amniótico constante e inesquivable. Respiramos una cultura y constituimos, en últimos extremo, la parte más activa de la misma. Sólo citaré algunos ejemplos ilustrativos de ese ser cultos a nuestro pesar:
 
n Borges hablaba de que todos los seres humanos nacemos, sin quererlo y muchas veces sin saberlo, o aristotélicos o platónicos (simplificando mucho: realistas o idealistas). Del mismo modo, cada uno de nosotros llevamos dentro un Sancho, un Quijote, un Hamlet, un don Juan, un Holden Caulfield, un Ulises, una Alicia… a pesar de que desconozcamos las obras en que cobraron vida estos símbolos, estas quintaesencias universales de lo humano en general y de cada humano en particular: cultura en su forma de expresión más pura.
n Nuestra forma de amar proviene del amor cortés, del petrarquismo, del neoplatonismo, del idealismo romántico, corrientes de pensamiento o de literatura que alimentaron la poesía y desembocaron, finalmente, en la vida cotidiana. El fuego de la pasión, el dulce dolor de estar enamorado, la entrega capaz de vencer la muerte fueron, antes de conformar maneras únicas e intransferibles de vivir el amor cada uno de nosotros, materiales poéticos recurrentes. Sentimos, en definitiva, sin sospecharlo, según esquemas líricos: culturales.
n La lengua que aprendemos está repleta de metáforas, juegos de palabras, hipérboles y destellos estéticos del más variado pelaje, además de llevar grabada en su interior, en su léxico, en su organización sintáctica, en sus expresiones, una concepción del mundo y una mirada sobre él (un ejemplo: la «saudade» gallega es una palabra que nombra pero también condiciona la forma de sentir de sus hablantes). La lengua (soporte cultural de primer orden) actúa en nosotros, sin que podamos evitarlo, como un filtro a través del cual aprehendemos la realidad de forma mediatizada: culturizada.
 
La casuística sería innumerable: lo mejor de la cultura nos prefigura, nos configura. La culturización consiste fundamentalmente en redescubrir lo que ya está en nosotros mismos (¡si es que también somos socráticos!), en conocer, en su mejor disposición, la materia y el orden (palabras, colores, notas…: obras) de aquello que, sin nombre, ya nos habita por el hecho de haber nacido.
 
            q Y tópico quinto (para no aburrir):
 
«Todo es cultura, todo vale, lo que no mata engorda»
 
Sé que voy a meterme en camisas de once varas, incluso podrá parecer que me contradigo o que voy de sibarita, pero no puedo evitarlo, a este tópico le tengo yo muchas ganas… Antes he comentado que el ser humano se define, entre otras cosas, porque compone una pieza más del gran mosaico de la cultura en la que ve la luz. Vive inmerso en una cultura de la que participa y a la que encarna. No obstante, yo voy a distinguir, aun a riesgo de parecer clasista, una jerarquía en la nebulosa de lo conocido como «lo cultural». Hay cultura y Cultura. Iremos por partes.
Hoy se ha puesto de moda usar el latiguillo «cultura» para todo: la cultura de la calle, la cultura del tapeo, la cultura de la tertulia, la cultura televisiva, la cultura física, la cultura de la moda, la cultura urbana… Evidentemente, todo aquello que integra las costumbres y los modos de vida de un colectivo en un momento dado constituye cultura. A eso yo, faltaría más, no tengo nada que alegar. Al lado de este uso genérico del término cultura, existe, sin embargo, una acepción más específica, que se refiere más bien al desarrollo artístico e intelectual y a sus producciones resultantes. Esta es la Cultura (con mayúsculas) a propósito de la que yo estoy reflexionando desde hace un rato.
 
Lo que no es de recibo, a mi parecer, es equiparar la una a la otra, tratarlas por igual, no distinguirlas aunque ambas sean importantes, se relacionen estrechamente y convivan en un momento histórico dado. El carácter atemporal, universal, imperecedero (todo estos valores son discutibles en una obra precisa, pero intuitivamente ciertos) de la Cultura se opone a la actualidad, urgencia y caducidad, necesaria y enriquecedora, de toda cultura entendida como la suma de las múltiples manifestaciones de la vida en un momento dado. En esta igualación se llega incluso al absurdo de menospreciar la gran Cultura por su pretendido carácter aristocrático, selectivo, minoritario y trasnochado (el resto de tópicos que aquí hemos pretendido depurar se sostienen sobre este prejuicio, al igual que otros que no analizaremos, del tipo «la Cultura pasó de moda» o «soy demasiado joven para que me interese la Cultura»…).
Los que se aferran al tópico al que me refiero («todo es cultura») parece que quieren imponer que sea tan significativo un programa de televisión como la representación teatral de una obra de Ibsen. La música del último grupo de rock y un nocturno de Chopin, un taller de macramé y una escultura de Rodin, una obra de Stephen King y En busca del tiempo perdido de Proust se situarían, así, al mismo nivel, serían concreciones de un mismo tipo de fenómenos, agrupables bajo el cómodo marbete de… cultura.
 
Discrepo: creo que no necesita ninguna demostración el hecho de que existe una Cultura con mayúsculas, superior (aquí no caben tibiezas), en la que el espíritu humano ha logrado alcanzar unas cotas de belleza, verdad y «comunicabilidad de lo inefable» infrecuentes y que, por tanto, merece ser respetada, protegida y divulgada. Al hablar de Cultura los criterios de calidad se vuelven fundamentales y, por ello, se ha de promover, ante todo, la divulgación, entre todos los ciudadanos (tras su consiguiente preparación para recibir ese legado), de lo más granado y selecto de este patrimonio: sus obras clásicas, las mejores, las supremas (los criterios para fijar cuáles componen este elegido elenco son, por supuesto, muy elásticos).
El que se haya de privilegiar la defensa de la «Cultura con mayúsculas» no entra en contradicción (al contrario) con la atención a la cultura popular en todas sus facetas: por una se puede y se suele llegar a la Otra; además, ambas mutuamente se han enriquecido a lo largo de la historia, aunque, insistimos, no puedan ni intercambiarse sus valores, ni suplantarse. La mejor poesía, la mejor música, el mejor cine, la mejor pintura…: la mejor cultura es lo primero y debe llegar a todos, en condiciones óptimas, antes que nada.
 
 

  1. Algunos consejos para que la cultura no provoque caries mental

 
Después de diseccionar unos cuantos tópicos insanos y limpiarlos de polvo y paja, llegamos al corazón del asunto: ¿cómo entreabrir la puerta a los jóvenes a todo este mundo que aquí hemos bosquejado, el de lo cultural? Porque el problema, al final, estriba en que todas estas convicciones teóricas se traduzcan en la práctica en estrategias educativas que sean capaces de generar un aprecio, una estima sincera e incesante por la cultura. Si las escuelas cumplen en este cometido, supuestamente, una función básica; si todos hemos pasado por ellas con la sensación de que, al final, hemos adquirido nuestra cultura aun a pesar de la escuela; si seguimos constatando, no obstante, la importancia capital de la docencia en esta tarea y su congénita impericia… ¿por dónde empezar a deshacer semejante enredo?
No se me ocurren soluciones inmediatas y tajantes. Ahora bien, después de unos años de experiencia como profesor de Literatura, sí que he llegado a ciertas conclusiones sobre algunas maneras adecuadas y otras francamente erróneas de aproximar a los educandos a todo este universo difuso donde el placer y el saber se funden de manera indisoluble. Las apunto rápidamente, casi en borrador:
 
Æ Lo primero es lo primero: desterremos los tópicos como estrategias para difundir la cultura entre los jóvenes. Generan rechazo más que animan. En esta línea, tal vez deberíamos empezar por proclamar que leer no es bueno ni malo, sino todo lo contrario; que el saber y su disfrute ocupan lugar, tiempo, esfuerzo; que la vida y la cultura pueden y deben estrechar sus manos; que se puede vivir con tanta intensidad cuerpo adentro como se vive cuerpo afuera; que se debe enriquecer con intensidad cuerpo adentro lo que se vive cuerpo afuera; que promover la cultura es pan para mañana y un mundo mejor; que un partido de fútbol no es la Odisea ni los futbolistas héroes griegos…
Sin duda, obtendremos una primera baza a nuestro favor en una clase en el momento en el que nuestro discurso sorprenda y deje de sonar a palabra extraída de un baúl polvoriento. La atención del otro, del estudiante en este caso, se despierta de forma efectiva cuando se rompen sus expectativas: juguemos a descolocarle a diario, lancemos al aire toda la baraja de lo establecido, a ver cómo recoloca él las cartas en un orden nuevo y suyo. Los conocimientos masticaditos y caducados, las frases hechas y cien veces dichas provocan náuseas: debemos darles nuevos argumentos en qué pensar para que ejerciten sus encías mentales.
 
Æ Ante todo, que la Cultura sea con mayúsculas no significa que deba subirse a un pedestal. Al contrario: hay que bajarla de las nubes, volverla tangible, cercana, próxima. Desacralizarla, humanizarla, perderle el respeto. Vestirla en vaqueros para que los jóvenes se enfrenten a ella con desenfado, sin calzarse la etiqueta ni impostar la voz. Como canta una canción a propósito de Dios, tal vez debamos descolgar la cultura de los retablos y aproximarla al corazón, a ese lugar donde se produce el encuentro entre la persona y lo que tiene de más profundamente humano cualquier experiencia, la intelectual o la estética sobre todo. Busquemos los puntos de conexión entre un poema amoroso de Garcilaso y las vivencias sentimentales de un muchacho de quince años: pongámoslos frente a frente, de tú a tú. Que vean que una novela, una obra de teatro, una catedral están ahí para hablar fundamentalmente con ellos de ellos mismos. Humanidad hecha piedra, color, palabras, imágenes. Espejos del alma.
 
Æ Una obra maestra de cualquier clase no lo es, en general, por su capacidad para revelar la ignorancia de aquel que se enfrenta con ella, sino, todo lo contrario, por su inmenso y democrático poder de comunicación: a todos los dispuestos a escuchar dice algo. Por eso, evitemos que nuestros muchachos y muchachas se sientan tontos y sordos; por eso, dediquémonos a limpiar oídos, no a llenar de más ruido el ambiente. Ponerse demasiado solemnes (ruido), parapetarse detrás de la erudición (más ruido) o de los análisis sistemáticos (más ruido) ensordece, aleja la cultura, nos asegura la frustración de nuestros destinatarios y un fracaso clamoroso en nuestro cometido. Despejemos de obstáculos el camino: en un principio, adiós a terminologías, a los contextos exhaustivos, a los datos ingentes, a las biografías pormenorizadas, a los elencos de títulos interminables… No engendremos monstruos (las Inabarcables Grandes Obras Magnas y toda su parentela de circunstancias: estudiadísimas, dificilísimas, importantísimas) que asustan por su tamaño e invulnerabilidad. Obviemos los alrededores de las obras, su engaste: vayamos a su centro, a su joya. No resaltemos todo lo que no sabe el que empieza a aprender, sino sus primeros hallazgos, sus primeros pasos, los tesoros descubiertos por primera vez.
Entre los jóvenes y las producciones de la cultura debemos promover un contacto directo, sin intermediarios, a pecho descubierto. Todo esto supone respetar, de antemano, sus derechos como receptores, aunque contraríen nuestras ideas previas de peso y medida a propósito de la calidad y la importancia:
¡ El derecho a que algo no les guste o no se entienda o aburra.
¡ El derecho a ver lo que nadie ha visto en un texto, por descabellado que sea.
¡ El derecho a crear sus propios criterios de calidad y disfrute.
¡ El derecho a comunicarnos su entusiasmo y a cultivarlo en torno a aquellas obras que generan su interés, aunque estén fuera de programa… (un libro, en esta misma línea, hermoso y entusiasmante: Como una novela de Daniel Pennac. Allí se nos plantea cómo estimular la lectura entre los adolescentes de forma que esta constituya una aventura personal y libremente elegida).
 
Æ La cultura, más que enseñarse, ha de contagiarse. Sólo la pasión encendida del maestro puede avivar la llama del discípulo. Que nos vean curtidos por la cultura, felices por la cultura, sensibles por la cultura: nuestra plenitud personal, radiante, conseguida en cierta medida gracias a la cultura, será también nuestra primera y mejor lección. La emoción a flor de piel en cada verso declamado, en cada escultura descrita, en los pensamientos de un filósofo lanzados al vuelo. Lo decía Pennac, a propósito de la lectura: «En lugar de exigir, compartir la dicha». Hay que propagar lo que se siente. Si toda experiencia cultural es subjetiva, en nuestras explicaciones debe transparentarse, al trasluz de la obra, nuestra propia identidad implicada, tocada por el filo de lo que maravilla.
 
Æ Empecemos por lo mejor de lo mejor, los momentos mágicos de la cultura. En este sentido, no tengamos miedo a antologar, a seleccionar fragmentos o detalles (aun olvidando el conjunto de la obra) donde la intensidad de lo estético se haga tan manifiesta e inesquivable que todos, expertos y profanos, se vean sometidos a su influjo. A este propósito, recomendamos otra lectura ejemplar por lo que puede sugerirnos de cara a nuestra práctica de divulgadores de cultura: Momentos mágicos de la literatura de Andrés Amorós. En esta obra, el catedrático comenta con devoción algunos retazos, párrafos, episodios de obras literarias, significativos en su experiencia como lector, y los ordena en torno a los grandes temas de la literatura y, por tanto, de la vida: el amor, la muerte, el tiempo, la realidad y el sueño, el arte.
 
Æ Un paso más, el último que por hoy anotaremos: de la recepción cultural a la emisión de cultura propia. Ellos pueden ser también artífices de cultura. Basta de recibir: que den, que inventen, que sean artistas, filósofos, investigadores. La forma de una obra artística, sus problemas técnicos y estilísticos; los entresijos de un sistema de pensamiento o de una teoría se comprenden mucho mejor cuando uno se embarca en el proceso de la creación. Que expresen para después poder ser impresionados. Que en las aulas planten el árbol de su pensamiento, que tengan el hijo de su sensibilidad, que escriban su libro.
 
 

  1. A manera de conclusión

 
Una mañana, a las puertas de una ciudad, un mercader árabe se encuentra con un mendigo medio muerto de hambre y le socorre con dos monedas de cobre. Horas más tarde, los dos hombres vuelven a encontrarse en los alrededores del mercado. «¿Qué hiciste con las monedas que te di?», pregunta el mercader. «Con una de ellas compré pan, para tener con qué vivir, y con la otra compré una rosa, para tener por qué vivir».
En una sociedad que convierte lo que sólo son medios con que vivir (los objetos, los bienes materiales: unas prendas de vestir, una casa, un coche, un sueldo) en razones que justifican toda una existencia, se necesita urgentemente rescatar las rosas, esos motivos para vivir sólidos de verdad, llenos de sentido, que la cultura nos descubre y ofrece a manos llenas.
…Y, en última instancia, aunque toda la cultura del mundo no «sirviera» para nada (que lo dudo), nos quedaría ese concluyente argumento que Italo Calvino maneja para defender la lectura de los clásicos y que puede aplicarse a todos aquellos bienes de los que aquí venimos hablando: «La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos». Pues eso. n
 

Jesús Villegas

estudios@misonjoven.org