¿Damos por perdidos a los jóvenes?

1 julio 2009

Juan Carlos García es Sacerdote de la Diócesis de Cartagena (España) y profesor de Teología Pastoral  y de Didáctica de la Enseñanza Religiosa Escolar en la Universidad de Murcia.
 

Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una,  ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va a buscar la extraviada hasta encontrarla? Al  encontrarla, se la echa a los hombros contento, va a casa, llama a amigos y vecinos y les dice: Alegraos conmigo pues encontré la oveja perdida (Lc 15,4-6)

 
Es un lugar común escuchar que la Iglesia hace bastantes años perdió al mundo de la cultura y también perdió a los obreros, que hace unas décadas perdió -por último- a las mujeres y también a los jóvenes. No sé si éste es el orden, pero ésta parece ser la realidad en Occidente. ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que hemos perdido a los jóvenes? Quizá -como Iglesia- estamos expresando que los jóvenes ya no nos hacen caso, que no los tenemos cerca, ni podemos controlarlos. También es posible que pensemos que ellos han errado el golpe y que están desorientados porque no están con nosotros, que han elegido otro rumbo…y que se han perdido, que se han corrompido, o que al menos se están perdiendo lo mejor. En ocasiones, dar por perdidos a los jóvenes es sinónimo de haber tirado la toalla, de haber desistido de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones.
He comenzado evocando el texto de la oveja perdida y extraviada porque me parece una imagen pastoral adecuada para abordar este asunto. Aunque hay que descubrir algunas diferencias muy notables entre la realidad de hoy y lo que proponía el mismo Jesús en la parábola de Lucas.
 

  1. Hoy, las noventa y nueve ovejas parecen estar extraviadas

 
Esta es la primera diferencia. La mayoría de los jóvenes de este país vive un proceso de distanciamiento progresivo del cristianismo a lo largo de su vida. A medida que se acercan a la vida adulta decrece su interés y su participación en los procesos de educación de la fe, desaparecen de las celebraciones cristianas y se muestran remisos a ser visibles en la vida de la comunidad cristiana. Conforme avanza la formación escolar se ausentan de la clase de religión y de los itinerarios pastorales de la escuela católica.
Casi todos, casi 100 de los 100, fueron bautizados. Más del 80 por ciento fueron a la catequesis infantil y recibieron la Eucaristía. Arriba o abajo, unos 20 o 30 de cada cien frecuentó las catequesis de Confirmación y un 15 por ciento de ellos recibieron el sacramento. En Educación Infantil y Primaria casi todos fueron inscritos en la enseñaza escolar de la religión, pero al llegar a Secundaria y Bachillerato la migración a la alternativa es espectacular. Tres de cada diez jóvenes, como media, frecuentaron una escuela católica y participaron de sus actividades pastorales (oración diaria, celebraciones de los sacramentos, grupos de vida cristiana, campamentos…). Un buen grupo pensará en el colegio para matricular a sus hijos el día de mañana.
No faltan datos, como puede suponerse, para probar lo que estamos viviendo: un abandono progresivo de muchísimas jóvenes ovejas. La realidad nos dice que al llegar a la vida adulta la pertenencia eclesial se debilita o casi desaparece, la aceptación de los postulados básicos de la doctrina se diluye o se cuestiona y los signos que manifiestan una vida cristiana activa y comprometida casi son nulos en buena parte de la población (cristiana) menor de 35 años.
Cabe constatar, como contrapunto, su participación esporádica en algunas celebraciones anuales u ocasionales. Por ejemplo, con motivo del matrimonio cristiano de algunos amigos o en algún funeral, especialmente cuando el difunto es joven y su muerte es muy impactante. En esos años de desenganche quizá se participe alguna vez en una peregrinación a Taizé, o se salga en una procesión como costalero, o se visite un santuario, o se acuda a una Iglesia a rezar para encontrar trabajo, o pareja, o aprobar la oposición. Quizá un buen grupo asista a un gran evento católico como las JMJ.  Hay que recordar que fueron cientos de miles los jóvenes españoles que estuvieron en Cuatro Vientos con Juan Pablo II en el 2003 y que decenas de miles viajaron a Colonia 2005 o varios miles a Sydney en 2008. No será difícil superar estas cifras millonarias en Madrid 2011.
 

  1. Parece que sólo quede “una oveja” en el campo

 
Lo que podemos afirmar es que la vinculación a un grupo de vida cristiana, semana a semana, o el compromiso con un proyecto solidario sin fuerte carga emocional y de modo estable, o frecuentar la Eucaristía cada domingo, más aún algunos días de la semana, o confesar habitualmente, o mantener una vida de oración es hoy una característica muy poco común entre los jóvenes.
Parecería que sólo quedara una oveja en el campo. Sólo unas poquitas de tantas bautizadas y confirmadas. Esta es la segunda diferencia con la parábola de Jesús. Es lo que aquí llamaremos el “tres por ciento”. Son aquellos jóvenes que han permanecido y que quedan en grupos o que se han convertido en habituales de la Eucaristía o de nuestras ofertas de acompañamiento personal o de grupo. Muchos de ellos son catequistas o monitores de niños o de adolescentes. Casi siempre se quedan como animadores de otros jóvenes y tiran del carro contra viento y marea. Les cuesta entender a una Iglesia cada vez más envejecida, pero están ahí, a veces como héroes. De ellos surge alguna vocación para el matrimonio y también, rara vez,  para el sacerdocio o la vida religiosa.
Junto a ellos, los que permanecieron en grupos parroquiales o en el grupo de jóvenes del colegio, van añadiéndose otros que vuelven o que se incorporan de nuevas. Generalmente vienen a participar en movimientos de nueva creación, que marcan en ellos otros estilos pastorales, otra visión del mundo y de la Iglesia, y otras expresiones litúrgicas, morales y doctrinales. Unos y otros son cristianos, pero con acentos bien diferentes. Entre todos suman poco número, pero no acaban de entenderse entre sí, ni de reconocerse o aceptarse. La verdad es que es cuestión de tiempo y de algo más.
Los primeros, los que nunca se alejaron, mantienen una pertenencia eclesial pacífica, pero crítica y en ocasiones difícil, pero sin rupturas. Saben que necesitan una conversión permanente, y sienten a la Iglesia como propia aunque la sueñan mucho más auténtica. Los nuevos, recién convertidos, mantienen una pertenencia eclesial más agitada, tensa en ocasiones. En su vida hubo una ruptura y al volver quisieran que todos vibraran con lo que a ellos les hizo vibrar y que sus expresiones y sus pequeños descubrimientos fueran compartidos por todos. Como ya hemos notado, generalmente entre unos jóvenes y otros hay bastante distancia y poco entendimiento. Parece una pena que siendo tan pocos, no haya mucha unidad. Parece que unos deberían dejarse enriquecer por los valores nuevos, pero los otros deberían respetar el sabor añejo de la fidelidad y la perseverancia. Cuando casi todos se alejaron, ellos siguieron al pie del cañón. Probablemente el factor juvenil sea lo que les una y el punto fuerte para lograr una plena comunión. Tienen la misma edad, las mismas vivencias y será fácil abrirse. Han descubierto formas de Iglesia diversas y tendrán que valorar la riqueza de lo diferente, sin vivirla como amenaza. Este será el reto, pero no olvidemos que representan todos juntos una minoría no significativa socialmente. Casi todos los jóvenes están al otro lado.
 

  1. Es urgente salir al encuentro de todos los jóvenes

 
Pero no podemos quedarnos en el lamento de que casi todos, antes o después se marcharon o se marcharán. Ni quedarnos contentos con los poquitos que perseveraron en las fórmulas de siempre o los pocos que con nuevos itinerarios están ahora “en la Iglesia” como algunos quieren decir una y otra vez. Entre tanto, casi todos los jóvenes siguen en el campo. ¿Extraviados? ¿Perdidos? ¿Desorientados? ¿Muy a gusto? ¿Lejos? ¿Con nostalgia? No sabemos cómo se sienten, pero sí sabemos cómo nos sentimos nosotros como seguidores de Jesús.
Nos urge el mandato misionero de que a toda la creación, y a toda criatura alcance el pregón del Evangelio. No estamos satisfechos con saber del tres por ciento porque el corazón de pastor arde en deseos de que la persona de Jesús sea conocida, experimentada, celebrada  por muchos más y proporcione vida en abundancia a quienes tienen toda la vida por descubrir. Es urgente salir al encuentro de todos los jóvenes. Ir en su busca.
Todavía hay que superar otro pequeño escollo. Muchas veces, creemos que es suficiente tener la casa a punto para cuando decidan regresar. A veces nos refugiamos en la imagen del Padre de la Misericordia de otra parábola, la de aquel que tenía dos hijos y uno le pidió la herencia y cuando la tuvo se marchó lejos. El padre le esperaba día a día en lo alto de la colina, miraba hasta gastar su mirada. Creemos que con esperar sería suficiente en Pastoral de Juventud. Aquel muchacho, en su corazón de hijo sintió la necesidad y el hambre y fue capaz de recapacitar. Este sería un camino de regreso para muchos jóvenes, muchas ovejas y nosotros como comunidad estaríamos esperando con el carnero matado diciendo a los hermanos mayores que se alegraran con nuestra alegría. Probablemente sea este un camino de vuelta pastoralmemte válido para jóvenes que experimentaron previamente en su primera juventud o en su juventud casi adulta el amor del Padre y la alegría de la fraternidad, sabiéndose parte de una Iglesia hogar y casa paterna. Si así hubiera sido, la nostalgia sería una buena receta pastoral. Sería buena opción para un joven hecho y derecho que en libertad decide salir y en libertad podrá volver.
Pero en nuestro caso, para la mayoría de los jóvenes no sería un camino pastoral adecuado. Por eso nos inclinamos al pastor que pierde ovejas y las busca. Muchos jóvenes creen conocer el cristianismo, pero desconocen verdaderamente la experiencia de Cristo. No han dejado la casa paterna, porque nunca la experimentaron como hogar propio. No construyeron identidad cristiana en libertad, y no pueden en libertad abandonar ni hacer camino propio para volver. Culturalmente, se dejaron arrastrar por modas y por corrientes que les superan y se encuentran extraviados o simplemente muy lejos sin haber elegido. Quizá no eligieron salir, ni sepan como elegir regresar. De ahí que nosotros debamos salir –necesaria y urgentemente- a buscarlos sin cesar, con pasión y con paciencia. Con amor y con creatividad renovados. Sin echarles nada en cara, sin broncas ni recriminaciones.
 

  1. ¿Quién está dispuesto a cargar con los jóvenes sobre los hombros?

 
Necesitamos por tanto rastreadores que conozcan la montaña y el valle, la altura y la profundidad. Necesitamos oteadores con vista de águila y con resistencia para alcanzar las cumbres lejanas del campamento base. Necesitamos conocer a Jesús y darlo a conocer, su mensaje y su persona; conocer nuestro mundo –la sensibilidad y el lenguaje juvenil- y disponerse a la búsqueda voceando sin cesar el nombre una y otra vez sin dejar de caminar, de día y de noche. Es necesario salir a buscar en los ambientes de estudio y formación, de trabajo y de ocio, en lo sórdido y en lo emocional, en la cultura y en la fragmentación familiar. En la realidad virtual y tomando unas copas.
¿Quién estará dispuesto a buscar hasta encontrar? Y cuando encontremos su rastro y escuchen nuestra voz ¿Quién cargará con ellos sobre los hombros? Para esta empresa no basta un héroe. No es cosa de una persona, porque solo una comunidad madura, unida y plural, podrá llevar este peso y alcanzar el éxito. La pastoral de la “juventud perdida”, si es que estuviera perdida sólo es posible para una comunidad, una Iglesia, que esté dispuesta a buscar con ahínco y al encontrar las ovejas no pedirles cuentas, sino descansar en la alegría del encuentro. Se necesita un nutrido grupo de animadores jóvenes, de distinta calaña y distinto temple. También son precisos unos adultos que dan sostén a estos animadores y que vertebren la misión ofreciendo experiencia y dotándoles de recursos adecuados. Entre los adultos no podremos prescindir de sacerdotes y religiosas, de religiosos y de laicos que se dedican a esta tarea con una vocación y carisma particular.
Para encontrar a los jóvenes, algunos han elegido la formula de la Misión Joven con un primer anuncio explícito y una llamada impactante a la conversión y al cambio de vida. Otros, para lograr el encuentro, conviven con sus intereses,  con paciencia infinita, se infiltran con naturalidad en sus ambientes y esperan el momento oportuno para dar el paso a la proclamación de la Palabra que salva. Los primeros parecería que van demasiado rápido y que sólo les interesa su salvación espiritual sin importarles otras cosas de su vida que también anhelan la fuerza de Dios: el amor, la orientación profesional, la gestión del ocio, etc. Para los segundos, parecería que nunca llegara el momento oportuno para la educación en la fe y sólo quedaría como un fruto retardado y escaso. Se conseguiría educación en valores muy cercanos al evangelio, pero nunca se entraría en el anuncio explícito, en la confrontación sincera con la Palabra, la oración y los sacramentos. En los primeros, la propuesta es netamente eclesial, moral y espiritual, litúrgica y sacramental; mientras que en los segundos, la propuesta es educativa, integral, social y laboral, pero difusa en los planteamientos creyentes y eclesiales. ¿No habrá llegado el momento de mezclar itinerarios o de reconocer insuficiencias? ¿No será el tiempo de la humildad pastoral de todos?
Más aún no habría llegado el momento de escuchar antes de hablar, como recomendaba el recordado Juan Pablo II en Ecclesia in Europa: “hace falta renovar la pastoral juvenil, articulada por edades y atenta a las distintas condiciones de niños, adolescentes y jóvenes. Es necesario además dotarla de mayor organicidad y coherencia,escuchando pacientemente las preguntas de los jóvenes, para hacerlos protagonistas de la evangelización y edificación de la sociedad. En este quehacer hay que promover ocasiones de encuentro entre los jóvenes, para favorecer un clima de escucha recíproca y oración” (n. 62).
 

  1. ¿Quién se alegrará por el encuentro?

 
Toda la comunidad se alegrará y se beneficiará del encuentro, pero especialmente los que más vocearon sus nombres, los que con más ahínco gastaron su vida en rescatar a muchos. Es tiempo de cambiar la expresión “la juventud está perdida”, por otra que dijera: “la juventud puede encontrar al Señor de la Vida, a Jesús, el Hijo de Dios”. Sólo una Iglesia que se alegra verdaderamente del re-encuentro de los jóvenes con Cristo puede convocar a toda la comunidad, a los vecinos, a los amigos, a los ancianos y a los niños para celebrar y bendecir a Dios. Estoy pensando ahora en las alegrías de tantos catequistas y animadores de jóvenes, de tantos profesores de religión, de tantos equipos de pastoral de muchos centros cristianos que se alegran cuando tras el paso de los años se reconocen en adultos que fueron primeramente jóvenes re-encontrados que se encontraron para siempre con Él. Bien sabe cualquier educador cristiano, que no se perderá ni un vaso de agua que demos a un pequeño en nombre de Jesús. Que no se perderá ningún esfuerzo por crear condiciones para el encuentro con Cristo. ¿Daremos, por tanto, por perdidos a los jóvenes? De ningún modo. Saldremos de nuevo, al amanecer, a seguir buscándoles.

JUAN CARLOS GARCÍA DOMENE

jcgd@um.es

 
 
Basta asomarse a los datos que ofrecen los Informes de la Fundación Santa María (www.fundacion-sm.com ) sobre Infancia y Juventud y a los datos de los Informes del Instituto de la Juventud (www.injuve.es).
Decía el Informe de la FSM que sólo un tres por ciento de los jóvenes tiene en cuenta los postulados de la doctrina católica cuando toma decisiones sobre su vida y su comportamiento.