Dar que pensar: Belleza, Bien y Sentido Hacia una articulación de la Pedagogía del Sentido[1]

1 marzo 2000

[vc_row][vc_column][vc_column_text]Pie Autor:
Francesc Torralba Roselló es profesor en la Universidad «Ramon Llull (Barcelona).
 
Síntesis del Artículo:
La cuestión del sentido es consustancial a la acción educativa. Educar significa, en otras cosas, ayudar al educando a descubrir, por sí mismo, el sentido de la realidad. No se trata sólo de ayudarle a inteligir la realidad, sino que se trata de acompañarle a percibir el sentido que tiene la realidad natural, la historia y su misma existencia personal. A pesar de la centralidad que ocupa la cuestión del sentido en la acción educativa, el hecho es que resulta muy arduo articularla prácticamente en la vida institucional. El autor trata de explorar, a lo largo de este artículo, algunos itinerarios para abordar la citada cuestión. Se trata, al fin y al cabo, de dar que pensar al educando.
 
 

  1. El ser humano, animal estético

 
La experiencia estética, como la experiencia ética y la experiencia del Sentido, forma parte del rico conjunto de experiencias de que es capaz el ser humano. Se trata de una experiencia fecunda, pues la percepción de la belleza no es algo que atañe meramente a la epidermis del sujeto, sino que tiene efectos en el interior del ser humano. Cuando el ser humano goza visualmente de la realidad que contempla, cuando se deleita con lo que sus ojos ven, entonces se siente bien consigo mismo y con el entorno, se percata de la armonía de cuanto le rodea. El sí mismo se transforma y esta alteración se expresa en el rostro, en las palabras y en las obras.
 
La experiencia estética puede cultivarse y desarrollarse mediante la educación, aunque no indefinidamente, sino hasta un cierto límite, el límite que impongan las predisposiciones naturales del educando. Como en todo, la acción educativa tiene unas fronteras insuperables, fronteras que el educador debe descubrir y jamás debe transgredir. Es preciso desarrollar las facultades humanas del educando, esto es, la imaginación, la memoria, la capacidad lógica, los sentimientos, la experiencia estética, ética y religiosa, pero sin rebasar jamás el límite de sus posibilidades, sin llevarlo más allá de sus parámetros. El educando fija la pauta educativa y el educador, el buen educador, debe acoplarse a ella.
 
También en el plano estético, hay seres humanos con distintas sensibilidades y capacidades receptoras. Es preciso educar al ser humano estéticamente, ayudarle a descubrir la belleza de lo real y a sentir esta belleza en el corazón, pero hay sensibilidades más bien dotadas para ello y hay sensibilidades más toscas para descubrir lo sublime de la realidad. También en este tema, la acción educativa debe desarrollarse de un modo singularizado y personalizado.  El ojo constituye una de las ventanas que asoman el ser humano al mundo circundante. Es fundamental cultivar la mirada, aprender a contemplar con deleite la realidad, limpiar los cristales de la ventana, para que la visión sea lo más nítida posible. Como dice S. Kierkegaard, “el ojo con el que se contempla la realidad ha de transformarse constantemente”[2].
 
Es preciso reconocer que la experiencia de la belleza no es universal, pues difiere según contextos históricos y culturales. En una sociedad plural desde el punto de vista cultural, étnico, religioso y lingüístico difieren también los cánones estéticos. No sólo vivimos en pleno pluralismo moral, sino también en pleno pluralismo estético. Esto no significa que debamos dejar de educar la sensibilidad estética. Es preciso reconocer la pluralidad, de entrada, es preciso admitir las diferentes maneras de concebir y experimentar la belleza, pero el educando, como ser humano que es, tiene derecho a cultivar esta experiencia, a vivir asombrándose de la realidad. No se puede, pues, obviar o aniquilar este aspecto educativo.
 
 
1.1. El milagro estético
 
En la realidad, como en la vida humana, hay claroscuros. Esto significa que no todo lo que percibimos con nuestros ojos y con nuestros sentidos, en general, nos resulta igualmente bello. ¡Vaya descubrimiento! Lo que afirmamos es de perogrullo. Existe una pluralidad de entes en la realidad, una pluralidad de personas y de rostros humanos y no todo puede calificarse igualmente de bello. Destacamos con el dedo índice lo que nos parece más bello y de este modo lo destacamos del conjunto del paisaje: esta flor, este árbol, este lago, este rostro. Pero lo bello no sólo se percibe por la mirada, sino también por el olfato, el gusto, el tacto, el oído, es decir, a través de todos los sentidos de que dispone el ser humano.
 
Decimos, por ejemplo, que esta flor y no esa es bella y lo decimos no sólo por su forma exterior, por el color de sus pétalos, sino por lo bien que huele. Decimos, por ejemplo, que esta manzana y no aquella es bella, pero lo decimos no sólo por la forma exterior y el color de su piel, no sólo por el olor que desprende, sino por el sabor que tiene cuando la mordemos. E igualmente, con el tacto y con el oído. Lo que hace bella a una sinfonía musical, o al canto de un pájaro, no se puede captar con la vista, ni con el tacto, ni con el gusto, ni con el olfato; sólo con el oído. Así, pues, la belleza se filtra en el interior del sujeto humano a través de las ventanas externas de sus sentidos y al captarla, el ser humano tiene una experiencia de tranquilidad, de serenidad, inclusive, de éxtasis y de nostalgia.
 
El educador tiene la tarea de acompañar al educando a explorar la belleza de la realidad, a explorarla físicamente, debe pasear con él, ayudarle a fijar su mirada en esos espacios bellos del mundo natural, debe enseñarle a saborear el espectáculo de la naturaleza y de este modo tiene que orientarle en el cultivo de su sensibilidad estética. Debe aprender a escuchar, a ver, a degustar, a tocar, a oler la realidad circundante y para ello debe abrir las ventanas exteriores de par a par y ser receptivo a lo exterior.
 
Pero la educación de la experiencia estética no sólo requiere el cultivo de la sensibilidad y el desarrollo del criterio estético, es decir, la capacidad de gozar de lo bello y de distinguir lo bello de lo feo, sino que, además, requiere otra fase. El educador debe ayudar al educando a explorar la belleza no sólo de las cosas que, en sí mismas, nos aparecen dotadas de belleza, como un paisaje alpino o un rostro humano, sino que debe ayudarle a descubrir la belleza de todas las cosas, de todo cuanto es, pues todo lo que existe, aunque en modo desigual, tiene aspectos o dimensiones, a veces muy ocultas, donde es posible reconocer belleza. Se trata de ensanchar el concepto de belleza y de no comprenderlo exclusivamente de modo formal y exterior, sino también interior.
 
Descubrir la belleza en las cosas o personas aparentemente feas, no resulta nada fácil, a priori, sino que requiere un ejercicio y un trabajo de exploración. Jamás puede reducirse la belleza de una persona a su plano meramente exterior, a la simetría de sus formas o la distribución de sus volúmenes, sino que requiere una introspección en su interioridad. Hay personas bellas por sus intenciones, las hay por su conversación, las hay por sus obras. Lo que embellece a una persona humana no es, precisamente, sus atuendos, o su peso, sino su ser, su obrar y su decir.
 
Pero en el desarrollo de la sensibilidad estética del educando, es preciso reconocer todavía una tercera fase. Es necesario iniciar al educando en lo que L. Wittgenstein denomina el milagro estético. “El milagro estético —afirma el pensador vienés— es la existencia del mundo. Que exista lo que existe”[3]. En efecto, uno se da cuenta inmediatamente que en el mundo hay cosas bellas y hay cosas feas (primera fase), con el tiempo puede llegar a descubrir que también en las cosas que aparentemente resultaban feas, hay belleza (segunda fase); pero lo que realmente constituye un salto cualitativo en este proceso es el descubrimiento del milagro estético, es decir, la experiencia cuasi metafísica de la realidad exterior.
 
El milagro estético, según L. Wittgenstein, lo que realmente constituye el misterio de la realidad, no es la existencia de esta flor o de este lago, de este rostro o de este pájaro, sino la existencia del mismísimo mundo. La experiencia del asombro ante el mundo está directamente relacionada con el milagro estético y L. Wittgenstein califica esta experiencia como de una vivencia que no puede expresarse con palabras, como una experiencia que sólo puede comunicarse a través del silencio. En su famosa Conferencia sobre ética, distingue tres experiencias fundamentales: la experiencia de la culpabilidad, la experiencia de estar a salvo pase lo que pase y la experiencia del asombro ante la existencia del mundo. El punto culminante de la experiencia estética toca la cuestión del Sentido último de la realidad.
 
 
1.2. Caricaturas de la belleza
 
La educación de la sensibilidad estética del ser humano requiere la puesta entre paréntesis de determinadas formas de concebir la belleza que resultan claramente criticables desde todos los aspectos. Existe, por lo general, un patrón social, cultural y audiovisual de lo que es un cuerpo bello, masculino o femenino, de lo que es una casa bella e inclusive un paisaje natural. A través de la cultura audiovisual y fundamentalmente de los medios de comunicación de masas, el educando recibe unos determinados cánones estéticos que causa un grave influjo sobre su conciencia.
 
Esto significa que el desarrollo de su sensibilidad personal y de su criterio estético particular, lo quiera o no lo quiera, no es ajeno a lo exterior, sino que está completamente condicionado por estos influjos ambientales. Cuando este influjo es continuo y de modo subliminal, puede tener efectos nefastos en la conciencia del educando. Al final puede llegar a percibir la belleza no como algo propio, sino como algo ajeno, puede llegar a vivir obsesionado por la forma y la simetría de su cuerpo.
 
La tarea de educar la sensibilidad estética exige, pues, un trabajo de purificación y de catarsis. Es necesario superar las falsas y maniqueas formas de comprender lo que es la belleza y ante todo criticar los intereses ocultos en lo estético. Se produce, en nuestra sociedad, una colonización mediática de determinados cánones estéticos y una uniformización de las medidas y de los volúmenes, hasta tal extremo que la belleza sólo pertenece a quienes cumplen, en el pleno sentido de la palabra, unas determinadas medidas que fijan marcas de ropa y donde se mezclan profundos intereses económicos. No sólo lo ético sufre la colonización de lo económico, sino también lo estético.
 
Frente  a este fenómeno que, en nuestro país, ha tenido y tiene efectos de orden patológico, no sólo desde la perspectiva somática, sino también psicológica, es preciso formar la conciencia crítica del educando, invitarle a relativizar la obsesión por la forma exterior y ayudarle a descubrir la belleza en otras dimensiones de la vida humana. Debemos enseñarle a darse cuenta de la fragilidad y de la debilidad del concepto social de belleza.
 
La imagen social de lo bello, se fundamenta, generalmente en la forma externa. Sin embargo, a lo largo de la historia del pensamiento occidental, la idea de belleza ha adquirido significaciones muchos más fecundas. Desde la filosofía de Platón hasta la mística de L. Wittgenstein, pasando por los idealistas y los poetas románticos alemanes, la cuestión de la experiencia estética ha sido objeto de reflexión desde distintas perspectivas intelectuales.
 
La identificación de la idea de belleza con lo meramente epidérmico del ser humano constituye un grave reduccionismo conceptual, casi se podría decir, una caricatura, esto es, una imagen deforme y simple, de lo que es la belleza en sí misma. Y eso se debe a que el ser humano, además de ser exterioridad, es, ante todo, una interioridad y no se le puede definir exclusivamente desde el afuera, sino que es fundamental explorar el adentro para conocerle íntegramente.
 
La belleza del ser humano reside, por supuesto, en el exterior, esto es, en la simetría y armonía de constitución corpórea, en la singularidad del rostro y en el color de los ojos y la disposición de las extremidades y de los ángulos faciales. Armonía, simetría, equilibrio son notas que caracterizan a la belleza exterior. Pero el ser humano, en cuanto interioridad, puede ser bello o puede no serlo. La belleza interior del ser humano, la belleza del alma, como decían los románticos, reside también en el equilibrio, en la armonía de los sentimientos, de los pensamientos y de la vida anímica en general. Un espíritu bello es un espíritu equilibrado y de ese modo se expresa al exterior. La belleza en el ser humano no sólo reside, pues, en el exterior, sino también en el interior y no se puede juzgar por las apariencias, sino que es fundamental entrar en el adentro.
 
El educador debe ayudar al educando a superar esta imagen caricaturesca y deforme de la belleza que impone el poder mediático, debe poner a colación sus prejuicios sociales, para que sea auténticamente libre en el ejercicio de sus criterios estéticos. E igualmente, debe ayudarle a descubrir la belleza interior de los seres humanos y eso requiere un arduo ejercicio de superación y de distanciamiento de tópicos.
 
 

  1. El ser humano, animal ético

 
La experiencia estética, como se ha dicho anteriormente, se relaciona directamente con la experiencia del Sentido y también con la experiencia ética. La belleza da sentido a la vida humana y precisamente por ello el ser humano se esfuerza por gozar de la belleza no sólo natural, sino de la belleza de las cosas que el hombre es capaz de producir. La acción bella puede calificarse igualmente de acción buena, pues como se ha dicho anteriormente la ética y la estética son uno.
 
Por otro lado, la práctica del bien da Sentido a la vida humana. La búsqueda de la justicia y de la fraternidad, el esfuerzo para conseguir un mundo mejor, la tarea de construir la paz: he aquí algunas formas que tienen los seres humanos para llenar de Sentido su existencia. Hacer el bien al prójimo, buscar el bien común, esforzarse para dejar un mundo mejor, todo esto da sentido a la existencia humana. Pero lo mismo puede afirmarse desde otra perspectiva, pues cuando uno ha vivido haciendo el bien, tratando de ayudar a quienes le rodean, esforzándose para mejorar las condiciones de vida de sus semejantes, entonces percibe que su vida ha tenido sentido, que ha merecido la pena estar vivo y que el tiempo que ha disfrutado de la existencia no ha sido en balde.
 
Una vida con Sentido, es decir, vivida por el ser humano con sentido y no sólo de modo inercial, esto es, porque toca vivir (ya que me han puesto aquí), puede calificarse de bella y de buena. Cuando el sujeto que la vive, la vive con plenitud, entonces puede calificar su vida de bella y de buena. Y por otro lado, cuando vive su vida sin sentido, arrastrado de un lugar a otro sin saber porqué, entonces es incapaz de calificar su vida de bella y de buena. Se le presenta la existencia como algo tosco y aburrido, como una sucesión monótona de días.
 
La ética se refiere a la acción y la acción puede o no puede tener sentido. Cuando tiene sentido para el sujeto que la realiza, entonces ésa acción merecen la pena ser realizada aunque suponga mucho esfuerzo. La separación entre la experiencia ética y la experiencia del sentido es un grave error, pues, entonces se reduce la educación moral a una mera instrucción de valores morales que deben asumirse porque toca, porque es de ley. Sin embargo, cuando uno descubre que vivir determinados valores éticos es fundamental para gozar de la vida, para alcanzar la felicidad humana, propia y de los otros, entonces se da cuenta que merece la pena el esfuerzo y el sacrificio. El fin de la ética es la felicidad humana y quien vive feliz, descubre que su vida y sus acciones tienen sentido.
 
Cuando uno se da cuenta que vivir merece la pena, cuando goza de la naturaleza, de las personas que le rodean, del hecho de estar vivo, entonces es capaz de ver el mundo de otra manera, con otros ojos, con otra mirada. El mundo que vislumbra el hombre feliz, decíamos antes, es distinto del mundo que ve el hombre desgraciado y, sin embargo, el mundo es el mismo, pero cuando uno da sentido a lo que hace, cuando uno vive su vida con plenitud, entonces su estado de ánimo es distinto y todo lo que ve y lo que oye adquiere dimensiones de belleza.
 
Llega un momento, en el desarrollo moral del educando, que se ve obligado a plantearse, personalmente, en el foro interior de su conciencia, la cuestión del sentido y de la legitimidad de sus acciones. Llega un momento en la vida de toda persona, que se da cuenta que su existencia no es un circuito predeterminado, sino un abanico de posibilidades que aparecen constantemente en el horizonte y frente a las cuales es preciso decidirse y optar por una de ellas. Entonces aflora una de las preguntas claves de la condición humana, la famosa pregunta kantiana: ¿Qué debo hacer?
 
A lo largo de su desarrollo personal, el educando asume los imperativos morales de sus padres, de los agentes educativos que le rodean, de lo que S. Freud denomina el Superyo. Hace suyas determinadas normas sociales, valores morales y principios de conducta; pero llega un instante, cuando despierta la conciencia ética del educando, que uno debe plantearse por qué hace lo que hace, por qué debe obrar de un determinado modo. En el momento del despertar de la conciencia ética, es fundamental la presencia y la intervención del educador. En ese momento, el rostro a rostro es fundamental, la coherencia entre las palabras y los hechos constituye la garantía de validez del discurso. No sirven entonces las respuestas simples y banales que se utilizan en muchas circunstancias, salidas por la tangente como, por ejemplo, siempre se ha hecho así, es obligatorio o porque queda mal de otro modo, sino que requiere una respuesta más honda, una respuesta que dé sentido al obrar.
 
El educador moral no puede escabullirse detrás de respuestas simples y estereotipadas. Debe dar razones, debe argumentar el sentido ético de determinadas acciones y debe ayudar al educando a dar consistencia racional a su modo de obrar. ¡Ardua tarea!, sin lugar a dudas. Pero si la transmisión de valores morales se reduce a la mera exposición arbitraria de unos determinados valores al uso, entonces esta educación moral se convierte en moralina a granel, aunque éstos valores fueren modernos y laicos.
 
Lo que da consistencia a la educación moral es, en una sociedad moderna, ilustrada y libre, es, precisamente, la capacidad de argumentar el por qué debe actuarse de un determinado modo. No se trata, simplemente, de decir al educando que debe ser tolerante, justo, libre y equitativo, sino que el educador, el padre, la madre, el maestro, quien fuere, debe ayudarle a preguntarse: ¿Por qué tengo que ser tolerante? ¿Por qué debo ser justo con mis semejantes? ¿Por qué debo respetar la libertad del otro? ¿Por qué somos todos iguales antes la ley?
 
No se trata de imponer al educando unos determinados cánones o principios morales, desde fuera, pues eso sería adoctrinarle y ello violentaría directamente su libertad potencial. De lo que se trata es de ayudarle a pensar lo que hace, de ayudarle a reflexionar sobre sus acciones y el sentido de las mismas. Tiene que descubrir, por sí mismo, que hay valores que ayudan a vivir y a ser más persona, a ser más feliz y a gozar más enteramente de la vida y de la naturaleza, pero debe descubrirlo por sí sólo. El educador debe implicarse en esa transmisión de valores, pues, antes de ser un profesional de la educación, un agente educativo, antes de ser maestro, padre o madre, es una persona humana que tiene que responder a la misma pregunta: ¿Qué debo hacer?
 
No hay respuestas absolutas ni definitivas a esta soberana cuestión, pero el educador, por su experiencia, por la sabiduría que dan los años y el hecho de haber vivido más, debe ayudar al educando a formulársela por sí mismo y debe orientarle hacia esos valores que él considera más óptimos para vivir humanamente. Como es evidente, puede equivocarse en la elección, puede responder erráticamente a la pregunta, pero lo que le dará autoridad moral frente al educando es la coherencia entre lo que dice verbalmente y lo que hace en su vida práctica. Por esto es ineludible el rostro a rostro en la educación de la experiencia ética, más aún, requiere la convivencia en un mismo espacio y en un mismo tiempo. Resulta muy difícil imaginarse un maestro moral a título virtual.
 
 

  1. El ser humano, animal metaphysicum

 
La experiencia ética se relaciona con la idea de Bien, la experiencia estética se entronca con la idea de Belleza y la experiencia metafísico-religiosa se refiere directamente a la cuestión del sentido. Hemos dicho anteriormente, que llega un momento, en el desarrollo personal del educando, que se despierta en él la conciencia ética y se pregunta a sí mismo: ¿Qué debo hacer? Se da cuenta que debe elegir, que es soberanamente libre y siente perplejidad frente a esta posibilidad, siente el vértigo de la libertad, como diría S. Kierkegaard[4]. Cuando aparece esta pregunta en su foro interior, se ve obligado a cuestionarse sus actos y no sólo los suyos sino los de los demás y trata de buscar una lógica, una coherencia a lo que hace.
 
Lo mismo ocurre con la experiencia del sentido, aunque la experiencia del sentido  no siempre va pareja a la pregunta por el deber. En el desarrollo integral de la persona, llega un momento en que el educando se pregunta por el sentido de su vida, por el sentido de su existencia. Se da cuenta que forma parte de un Gran Teatro y se interroga por el sentido que tiene su obrar, su presencia, sus sacrificios y su tiempo en esta gran función. ¿Cuál es mi papel en esta gran tragicomedia? ¿Qué tengo que ver yo con la existencia? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué sentido tiene mi existencia?
 
Cuando emerge la pregunta por el sentido, entonces el ser humano descubre su dimensión metafísica, se da cuenta que es un animal metafísico, como diría A. Schopenhauer. Entonces es fundamental desarrollar su capacidad filosófica. Precisamente porque el ser humano es un animal metafísico, en estado latente o en estado actual, es preciso ayudarle a conocer el saber filosófico, pues sólo el saber filosófico se refiere exclusivamente a la cuestión del sentido de la existencia. El hecho de limitar el desarrollo cognoscitivo del educando a lo científico, a lo técnico a o lo histórico, constituye una grave reduccionismo pedagógico.
 
Si es verdad que el ser humano es un animal metafísico y prueba de ello es que se pregunta por el sentido de su existencia, entonces no puede encerrarse esta pregunta en el ámbito de la privacidad, sino que es fundamental desarrollarla de un modo crítico y analítico. A lo largo del proceso educativo, no debe escatimarse ninguna pregunta del educando, aunque el educador no sea capaz de dar una respuesta definitiva y concluyente a sus preguntas. Es evidente que hay preguntas incómodas, preguntas que ponen de manifiesto nuestra ignorancia radical, pero el educador no puede escudarse detrás de su disciplina, sino que debe dar la cara y tratar de ayudar al educando a desbrozar una cuestión de tal magnitud. Al fin y al cabo, el educador también es un ser humano y en cuanto humano es animal metafísico y eso significa que la pregunta por el sentido, aunque incómoda, le resulta familiar.
 
La pregunta por el sentido está ahí, en estado latente o actual y el educador debe ayudar al educando a formulársela adecuadamente, a hallar vías de solución, respuestas coherentes a la misma. Para ello, es fundamental acompañarle a recorrer los grandes clásicos del pensamiento, no por afán de turismo intelectual, sino para ver qué han respondido ellos a la misma pregunta. Al fin y al cabo, la pregunta no es nueva; está ahí antes que hubiéramos nacido y seguirá estando ahí después de haber muerto.
 
3.1. Despertar al educando
 
El educador debe intervenir a modo de despertador y de guía en esta ardua cuestión del sentido. Por un lado, debe despertar al educando de su estado aletargado. Debe provocarle, sacudir sus esquemas vitales y sembrarle la duda en el interior de su espíritu. La provocación metafísica es propia de los grandes maestros de la historia. Sócrates, por ejemplo, provocó a sus contemporáneos griegos y de un modo especial a los sofistas que creían saber lo que era la virtud y la vida buena. Jesús de Nazaret provocó a sus coetáneos con sus afiladas preguntas, pero todavía fue más provocador con los escribas y fariseos que creían saber lo que era el Bien y el contenido de la Voluntad de Dios.
 
El gran maestro sabe que sólo es posible educar, si el educando es capaz de cuestionarse lo que da por sentado, lo que da por seguro en su existencia. Sabe que si no se remueve ese fondo inmaterial de certidumbres, entonces raramente puede educarse en el sentido pleno del término. Todo ser humano, por el hecho de ser humano, responde de un modo inmediato y afilosófico a la cuestión del sentido, pero se trata de una respuesta acrítica y convencional. Si en la educación no se lleva a cabo un proceso de demolición, entonces el ser humano vive con esta respuesta efímera a lo largo de toda su existencia. Resulta fundamental, en el proceso de madurez, reformularse de nuevo la pregunta por el sentido y tratar de hallar cimientos más firmes a la misma cuestión.
 
Para educar al ser humano en la experiencia del sentido, es necesario tambalear sus esquemas de la realidad, resulta indispensable conmover sus cimientos filosóficos, para que, después de este movimiento sísmico de orden intelectual, trate de buscar, movido por la duda, razones que den sentido a su modo de existir. Pero no se trata, solamente, de tambalear sus esquemas, sino que es necesario ayudarle a orientarse en el mare magnum de opciones que se desprenden de la pregunta por el sentido.
 
Sólo el ser humano es capaz de asombrarse ante la realidad, sólo el ser humano es capaz de sentir en su interior la experiencia del deber y la angustia del sentido. Si esto es verdad, entonces educar humanamente al ser humano, valga la redundancia, es tratar de ahondar en estas tres experiencias, consiste en ayudar al educando a vivirlas y a encauzarlas adecuadamente. La educación del sentido requiere ineludiblemente el rostro a rostro, la comunicación interpersonal. Sólo un ser humano puede ayudar a otro a formularse la cuestión del sentido y esta tarea jamás puede ser sustituida por el artefacto, porque a él le resulta, simplemente, extraña.
 
La cuestión última de la vida humana, el horizonte último del preguntar humano se relaciona, directamente, con la pregunta por el sentido. Me asombro ante la realidad y me doy cuenta de la belleza de lo real. La experiencia de la belleza despierta en mí la pregunta por el sentido. ¿Qué sentido tiene el mundo? ¿Qué sentido tiene esta pluralidad de cosas puestas tan adecuadamente? La experiencia del deber emerge en el interior de mi ser. Me doy cuenta que no puedo hacer todo lo que me viene en gana. Pero, ¿qué sentido tiene esta experiencia? ¿De dónde emana la fuente del deber?
 
En último término, la experiencia ética y la experiencia estética desembocan en la cuestión del sentido de la existencia.
 
 
3.2. La construcción del Sentido[5]
 
Una de las cuestiones más arduas de explorar en el ámbito educativo es la tarea de la construcción del sentido. ¿Cómo se construye el sentido de la existencia? ¿Por qué yo, personalmente, doy este sentido a mi existencia y tú, apreciado lector, le das otro enteramente distinto? ¿Cuáles son los motivos, las razones de este distinto modo de ubicarse en la existencia? ¿Quiénes son los artífices en la construcción del sentido? ¿Y quiénes deberían serlo de verdad? ¿Se trata de un descubrimiento espontáneo o de una lenta elaboración a lo largo de la vida?
 
Me da la impresión que el sentido de la existencia no se descubre por azar o por arte de magia o por una arbitrariedad de la existencia, sino que debe elaborarse lentamente, a través de la vida y en íntima relación con los otros. También me da la impresión que, a estas alturas, el debate en torno al verdadero sentido de la existencia tiene que desplazarse hacia otra dirección. Creo que lo más coherente, en este debate, es tratar de buscar el sentido que tiene la existencia para  y tratar de vivirlo con autenticidad, con responsabilidad, comprometidamente. Sólo si lo vivo de este modo, entonces puede calificarse de verdadero para mí.
 
En este proceso de búsqueda, es fundamental el ejercicio de la razón, del diálogo, es básico el espíritu de apertura y la superación de cualquier forma de dogmatismo. Lo que es el verdadero sentido de la existencia, creo que escapa a la condición humana, a la racionalidad del ser humano, tan frágil y efímera como es. Andamos a tientas, buscando el sentido de la existencia, pero no tenemos la certidumbre, ni la seguridad matemática que lo que llena nuestra vida sea, de verdad, el sentido último de la existencia. Desde la perspectiva meramente racional, esta cuestión trasciende las capacidades humanas
 
En el plano educativo, el debate debe ubicarse en otro plano. Se tiene que acompañar al educando a formularse la pregunta por el sentido de su existencia. ¡Que más da si la existencia tiene o no tiene sentido, si mi existencia individual no lo tiene! Pero, ¿puede tenerlo si globalmente la existencia carece de sentido? Me da la impresión que no, pero en cualquier caso el deber moral del educador es que el educando aprenda a vivir su vida con sentido y no de un modo inercial. Lo que sí puede exigirse al ser humano es que trate de indagar lo que da sentido a su vida, lo que da valor a su existencia, o dicho de otro modo, lo que hace que su vida merezca ser vivida. El sentido de la existencia se construye, como se construye una casa, día a día, piedra a piedra. Las revelaciones repentinas del verdadero sentido de la existencia deben someterse constantemente a la crítica racional y al sentido común.
 
Es evidente que existe una construcción social del sentido. Desde el punto de vista social, cultural, mediático, la existencia humana tiene un determinado sentido y puede leerse este sentido en los grandes anuncios publicitarios, pero más allá de la construcción social del sentido, todo ser humano debe formularse el sentido que tiene su existencia y tiene que decidir libremente el sentido que quiere darle. El sentido de la existencia no puede imponerse desde fuera, no puede ser fruto de una coacción o de una cadena de coacciones, sino que debe construirse desde la libertad, desde la responsabilidad personal.
 
Precisamente por ello, es necesario enseñar al educando el arte de resistir a los múltiples estímulos sociales y audiovisuales ambientales que reducen el sentido de la existencia a lo meramente banal. El educando está en su derecho y preservarle de cualquier intromisión es fundamental. Pero, ¿qué papel juega la familia y qué papel juega la escuela en dicho proceso? ¿Cuando debe elaborarse la pregunta por el sentido? ¿Es posible construir pedagógicamente el sentido de la existencia y respetar, por otro lado, la plena libertad del sujeto? ¿Cuando educamos, no transmitimos ya un sentido a la realidad? ¿Somos capaces de poner entre paréntesis este sentido?
 
La cuestión del sentido resulta preocupante, sin embargo, desde el punto de vista bibliográfico, por lo menos en lo que respeta a nuestro país, tiene poca trascendencia. La gran obsesión radica en la educación moral y en un segundo término está la educación estética, pero la cuestión del sentido brilla por su ausencia en los análisis de la escuela y sus retos educativos. Sin embargo, los interrogantes se multiplican cuando se introduce la cuestión de la construcción del sentido.
 
Quizás porque la cuestión del sentido se ha desplazado al plano de la privacidad y desde el punto de vista social, se parte de la idea que cada cual debe madurarla individualmente. Quizás porque vivimos en un universo plural y divergente donde los seres humanos partimos de concepciones del mundo distintas y damos respuestas distintas a la misma pregunta por el sentido. O quizás porque vivimos instalados en una cultura autosatisfecha y cómoda consigo misma donde se considera que la cuestión del sentido es banal y pretérita. Sea por una razón u otra, el hecho es que la pregunta por el sentido está prácticamente ausente de los procesos formativos habituales, no sólo en la familia, sino en las instituciones educativas sociales.
 
Por ahora, sólo algunas indicaciones. La construcción del sentido requiere la conciencia crítica, el desarrollo del diálogo, no sólo con los presentes, sino también con los ausentes, pues también ellos se preguntaron por el sentido de su existencia y requiere, finalmente, la superación de dogmatismos y de fundamentalismos. Todo el proceso de construcción del sentido debe desarrollarse al filo de la existencia y de las experiencias que uno vive. n

Francesc Torralba Roselló

[1] En este artículo, desarrollo de un modo sintético lo que he tratado de exponer más exhaustivamente en Explorar (con ellos) el sentido de la realidad, Edebé, Barcelona 2000 (en prensa).
[2] S. KIERKEGAARD, Estudios Estéticos, II, Guadarrama, Madrid 1969, 259.
[3] L. WITTGENSTEIN, Diario Filosófico, 1914-1916, Planeta, Barcelona 1986, 145.
[4] Cf. S. KIERKEGAARD, El concepto de la angustia, Espasa-Calpe, Madrid 1982.
[5] Me he referido a esta cuestión en: Antropología del cuidar, Mapfre Medicina, Madrid 1998.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]