DE CÓMO LLEGAR A LA FE EN CRISTO JESÚS. PABLO APÓSTOL COMO EJEMPLO

1 enero 2013

Juan J. Bartolomé
Salesiano, Profesor de Sagrada Escritura
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor describe el proceso de fe vivido por San Pablo. Tres son las etapas que constituyen el camino de fe que Pablo recorrió, yendo hacia Damasco. En el origen está un don inmerecido, la benevolencia de Dios que lo eligió; en el centro, y como motivo básico, un conocer a Jesús como Hijo y Señor; y como desenlace, el inmediato envío a anunciar el evangelio. A este camino, se añade un cuarto elemento, silenciado por que Pablo: el ingreso en una vida común que lo curó y le adoctrinó, que le comprendió y lo envió a evangelizar. Tal fue su particular “puerta de la fe”: una gracia inexplicable, una personal decisión de Dios que le hizo conocedor del misterio de Cristo y lo convirtió en Pablo, “apóstol  de los gentiles”.
 

“La puerta de la fe» (cf. Hch 14,27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida” (Benedicto XVI)

 
La “puerta de la fe” que introdujo a Pablo en una vida de comunión con Dios, convirtiéndolo al mismo tiempo en miembro de la comunidad de creyentes a la que andaba persiguiendo, fue su encuentro, tan imprevisto como inmerecido, con el Señor Jesús en la vía de Damasco (Hch 9,3-5; 22,6-8; 26,12-15).
 
La llegada a la fe de Pablo sigue siendo hoy paradigmática. No sólo porque su aventura personal es, y permanecerá siempre, palabra de Dios para su Iglesia – una buena razón –sino porque, sobre todo, es el primer, y único, autor del NT que habla de su experiencia en primera persona, autobiográficamente. Todos los demás, y son numerosos, itinerarios de fe que incluyen los escritos del NT son narraciones de terceros; como lo es, por citar quizá el ejemplo más señero, el episodio de Emaús (Lc 24,13-35), aún aceptando que su autor pudiera haber contado con información de primera mano (cf. Lc 1,1-4). Sólo de Pablo nos ha llegado su propio testimonio.
 
Hay que señalar, además, un hecho, decisivo en el camino de fe de Pablo, que lo convierte en contemporáneo de nuestra experiencia cristiana hoy. Como cualquiera de nosotros, Pablo, en su día, no fue invitado personalmente por Jesús a seguirlo, ni convivió con él en Galilea mientras Jesús predicaba el reino, ni fue por él educado durante su viaje a Jerusalén. No asistió a su muerte en cruz, ni ‘el tercer día’ estuvo entre los primeros testigos de su resurrección. Nació a la fe, como él mismo escribirá a los corintios unos veinte años más tarde, a destiempo, “como un aborto” (1 Cor 15,8). Y aunque se reconocía “el menor de los apóstoles”, indigno de tal nombre (1 Cor15,9), pudo reconocer públicamente haber trabajado más que todos los demás, porque la gracia de Dios no había sido en él estéril: no era mérito propio, lo que había llegado a ser lo era por gracia (1 Cor 15,10).
 
La gracia de toparse con el Señor Jesús convirtió al celoso perseguidor (Flp 3,6; Hch 9,5.13-14) en un infatigable evangelizador, “el instrumento elegido para llevar mi Nombre a todas las naciones”, como el mismo Señor hizo saber a Ananías (Hch 9,15). Dios, de modo inesperado, violento incluso, tuvo a bien “darle a conocer a su Hijo y hacerle su mensajero entre los paganos”, como el mismo Pablo confesaría unos veinte años después (Gal 1,16).
 
Antes de llegar a ser apóstol, Pablo fue, como cualquier creyente, conducido por Quien lo llamó y acompañado después por la comunidad a la que, poco antes, quería arrasar. Un imprevisto, y no bien explicado, encuentro con el Señor Jesús camino de Damasco y la acogida sincera, aunque reticente, de “los discípulos que había en Damasco” (Hch 9,19) fueron las etapas – previas y necesarias – de educación de Pablo apóstol, su particular “puerta de la fe”.
 

  1. CAMINO DE DAMASCO

 
Cuanto sucedió a Pablo en la vía de Damasco es, sin la menor duda, el hecho clave de su vida, que ayuda a entender su compleja personalidad, su desaforada actividad misionera y es el motivo central de su pensamiento. Conciencia de sí, praxis apostólica y reflexión teológica se derivan, a fin de cuentas, de aquella experiencia.
 
Pablo mismo, no hay duda, puso en cuanto le sucedió camino de Damasco el origen de su fe y la razón de su misión (Gal 1,13-17; 1 Cor9,1; 15,8). Encontrarse con Jesús Resucitado (Hch 9,5; 22,8; 26,15) tuvo consecuencias insospechables en su vida personal  y… en la historia del cristianismo: hizo del fariseo Saulo el cristiano Pablo, el apóstol de Cristo por antonomasia, el primer teólogo cristiano, un primer escritor cristiano, cuya obra iniciaría el NT. No deja de llamar la atención, no obstante, que una experiencia singular, intransferible y apenas expresable, haya contribuido en forma tan notable a la conformación del cristianismo de todos los tiempos.
 
Lamentablemente, y aunque se disponga de considerable información sobre lo acontecido, hay que admitir que se nos escapa su realidad más íntima. En su reconstrucción, es obvio, el testimonio personal de Pablo tiene preferencia sobre el relato, triple, del autor de Hechos: no sólo porque es confidencia del protagonista sino también porque, aunque redactada unos veinte después de haber sucedido, fue escrita unos treinta años antes de las narraciones lucanas.
 
1.1 Un inesperado encuentro con el Señor Jesús, el testimonio de Pablo
 
Aunque Pablo apenas habla de sí en su epistolario, llama la atención que las escasas noticias que da sobre su encuentro con Jesús Resucitado sean, todas ellas, confidencias arrancadas por sus adversarios, polémicas respuestas a injustificadas acusaciones. Y no se entiende bien que no haya hablado más claro (cfr. 1 Tes 2,4) o con mayor frecuencia (1 Cor 9,1; 15,8; Gal 1,15-17; Flp 3,7-9), precisamente porque en lo que le sucedió camino de Damasco él fundamentaba su fe personal, su legitimidad apostólica e, incluso, el contenido de su evangelio. Cuando quería oponerse a una evangelización a todas luces insuficiente y responder a injustificables ataques a su persona, el apóstol aludía, invariablemente, a su encuentro con el Señor Resucitado (1 Cor 9,1; 15,8).
 
Pablo, que nunca quiso ocultar su pasado de perseguidor (1 Cor 15,9; Gal 1,13; cfr. Hch 7,58; 8,1; 9,1-2), no dudará en presentarse a sus comunidades como cristiano y apóstol gracias solo a una intervención personal de Dios (Gal 1,1.11-12). Aun siendo el inicio histórico de su existencia cristiana, Pablo no presentó jamás esa intervención divina como una ‘conversión’. Y no le faltaba razón: ni pensaba haber sustituido la fe de sus padres por otra nueva, ni mucho menos se sentía culpable por la forma de vida que llevó mientras defendía con celo las tradiciones patrias. Es más, incluso en su época de evangelizador de los gentiles Pablo evitará el término para hablar de la llegada a la fe.
 
Es de lamentar que el apóstol no haya dejado un relato autobiográfico de su propia experiencia; nos hubiera permitido entrever lo que pensaba. No deja que imaginemos ni siquiera su estado emocional ni nos ofrece un dato objetivo que haga comprensible su decisión. Todas las alusiones existentes, pocas en realidad y genéricas, no son parte de una narración sino motivo argumental en una discusión. Más que narrar lo sucedido, lo interpreta, mencionando los efectos que desencadenaron los hechos.
 
Y contra lo que podría esperarse, el apóstol, curiosamente, no subraya el inicio de su fe en Cristo, sino su inmediata consagración a la misión. Pablo, en efecto, no piensa haber abandonado nada, el judaísmo, ni haber vuelto la espalda a nadie, ni a su pueblo ni a Dios. Más bien, insiste en que haber encontrado al Señor lo ha llevado a encontrar inmediatamente una misión de por vida. Una vez la llamará definitiva revelación divina (Gal 1,16); otra, la presentará como una visión excepcional (2 Cor 3,18; 4,6) y, aun otra, como una experiencia íntima (Flp 3,12), dando así la impresión que le interesa más el alcance de la vivencia que la anécdota personal.
 
Descripciones de lo sucedido
 
Solo de forma indirecta podemos acercarnos al núcleo de la vivencia paulina. Previamente incluso a nombrar con rara precisión a cuantos se les apareció el Resucitado antes que a él, confiesa sin reparos que también él ha visto al Señor (1 Cor 9,1; 15,8). La formulación pertenece al vocabulario fijo de los relatos de apariciones (Jn 20,18-25; Hch 9,27). Pablo comprende el encuentro con el Resucitado como una aparición más e, implícitamente, como una investidura apostólica. Visión y misión coinciden o, mejor aún, su ser enviado a los gentiles es consecuencia inmediata de su encuentro personal con el Señor Jesús. Haberlo visto lo coloca en igualdad de condiciones respecto a los primeros testigos del Resucitado; ¿no soy yo apóstol?, se ha preguntado primero, y añade a continuación: ¿es que no he visto yo a Jesús, nuestro Señor? (1 Cor 9,2).
 
Dejándose ver, el Resucitado lo ha hecho también a él apóstol (1 Cor 15,8). Pero a diferencia de los primeros testigos (1 Cor 15,5-7), la aparición aconteció más tarde, mejor, muy tarde, y fue individual. Aunque Pablo se convirtió en testigo al igual que los que le precedieron, su modo de encontrarse con Jesús Resucitado fue diverso. Pablo no había conocido a Jesús, como lo habían conocido sus discípulos mientras le seguían por Galilea, ni se le apareció cuando los discípulos compartían vida y miedos con los demás (Jn 20,19-29) o habían regresado a sus puestos de trabajo (Jn 21,2-14). Pablo admite sin ambages lo anómalo de su experiencia, al afirmar que ocurrió “a destiempo”, sin la lógica gestación, “como si de un aborto se tratara” (1 Cor 15,8). Más aún, no sólo fue un suceso del todo inesperado, fue, además, totalmente gratuito: no se lo merecía, en efecto, quien hasta ese momento no había dejado de perseguir a la iglesia (1 Cor 15,9). Difícilmente puede reconocerse con mayor claridad que encontrarse con Cristo Jesús fue para PabloinsospechabIe y libérrima decisión divina, pura gracia (1 Cor 15,10).
 
Gal 1,13-17
 
Cuando se trata de especificar con mayor precisión este encuentro, Pablo recurre a diversas fórmulas que, en lugar de describir lo ocurrido, lo comentan desvelando su sentido profundo. E, invariablemente, siempre en defensa propia y de su evangelio.
 
Escribiendo a los gálatas, unos veinte años después de su conversión, Pablo tuvo que recordar lo que le había acontecido camino de Damasco. Fundadas por el apóstol unos pocos años antes (Hch 16,6; 18,23), las comunidades de la Galacia habían acogido al evangelista “como si del mismo Cristo se tratara” (Gal 4,14) y el evangelio, que les llegó acompañado con el don del Espíritu y otros portentos (Gal 3,2.5). Mas no había durado mucho el primer entusiasmo (Gal 1,6). La visita de unos predicadores que presentaban ‘otro’ evangelio puso en entredicho la validez de la predicación paulina e, incluso, la legitimidad apostólica del apóstol. En defensa, pues, de su ministerio, Pablo se dice “apóstol por designio de Jesús Cristo y de Dios Padre” (Gal 1,1). Y como apología del evangelio predicado en Galacia afirma no debérselo a hombre alguno. “Jesucristo es quien me lo ha revelado” (Gal 1,12), confiesa sin titubeos.
 
La breve crónica de la ‘conversión’ que Pablo nos ha dejado en Gal 1,11-17 es, pues, parte de la argumentación con la que reivindicó la independencia de su misión y la originalidad de su evangelio. El apóstol, que puede dar por descontado que los gálatas conocían ya lo que le había sucedido (Gal 1,13.23), afirma lo que le interesa dejar probado: solo Dios está al origen de su vocación apostólica, y su Hijo, Cristo Jesús, es el único contenido del evangelio que predica (Gal 1,11-12).
 
Para dotar de mayor viveza y eficacia probatoria a su relato, Pablo contrapone su etapa precristiana y sus primeros pasos tras su aceptación del Señor Jesús, un pasado de feroz perseguidor (Gal 1,13-14) y un presente de incansable misionero (Gal 1,15-24). Ambas descripciones, aunque fidedignas, son sumariales e interesadas; se centran en dos ‘conductas’, la judía y la cristiana, de Saulo/Pablo. Mientras antes no quería más que la aniquilación del naciente cristianismo, ahora se dedica por entero a su propagación. Pero el relato desvela un dato nuevo y fundamental: Dios es el protagonista de su cambio. Encontrarse con el Señor Jesús (cfr. Hch 9,5) no produjo en él cambio de conducta, ni mudanza en su fe: “Dios tuvo a bien revelarme a su Hijo y hacerme su mensajero” (Gal 1,16). Dios le hizo saber que el Señor Jesús, a quien perseguía, era su propio Hijo. Un nuevo, revolucionario, conocimiento de Dios y de Cristo fue el motivo, razón y contenido, de la experiencia vivida en la vía de Damasco.
 
De furioso perseguidor y tradicionalista fanático… (Gal 1,13-14)
 
Pablo no se muestra avergonzado de su pasado, cuando, ya apóstol maduro, lo recuerda a los gálatas. Ni tenía que arrepentirse de haber sido un judío piadoso, celoso las tradiciones de su pueblo judío e intransigente con quienes las descuidaban (Gal 1,13-14). Precisamente porque no se abochornó nunca por ello, resulta más sincera su protesta: de nada sirve una fe en Dios y una herencia, la judía, que no nos consigue a Cristo Jesús
 
Conocida de sus lectores, Pablo reduce la fase judía de su vida a una encarnizada persecución de la comunidad de Jerusalén. Al parecer, y desde muy joven, no hizo otra cosa (Hch 7,59; 8,1; cf. 22,20; 26,10). De hecho, será el único personaje que intervino en la primera persecución de la iglesia recordado por su nombre y sus acciones por Lucas: “Saulo se enseñaba contra la iglesia, entraba en las casas, apresaba a hombres y mujeres, y los metía en la cárcel” (Hch 8,3).
 
Pablo, tampoco aquí, desvela los motivos de una conducta tan rabiosamente anticristiana. No está interesado en justificarla, ni siquiera en defensa propia. Deja ver, eso sí, la intención que le guiaba: suprimir la comunidad cristiana (Gal 1,13.23). La eficacia de su implicación excedía con creces la de sus coetáneos; su apasionado celo por las tradiciones patrias era la causa más profunda. Si perseguía cristianos, no era porque fuera sanguinario o malévolo sino porque, practicante convencido, no soportaba deserciones ni desviaciones de la fe tradicional. De esta fidelidad extrema a la ley lo sacó su Dios.
 
… a elegido para conocer al Hijo y ser su apóstol entre los paganos (Gal 1,15-17)
 
En todo el NT no hay ninguna descripción del encuentro de Pablo con el Señor Resucitado que supere, ni siquiera iguale, a este simple apunte biográfico (Gal 1,15-17). En él Pablo no aparece como sujeto activo, es beneficiario y receptor de una intrusión, tan gratuita como inesperada, de Dios en su vida.
 
No se convirtió Pablo en un hombre nuevo, Dios le dio a conocer la identidad de Jesús. No mudó de conducta o de fe, porque quisiera él o como él quiso; se reconoció querido por Dios y conoció a Cristo Jesús como el hijo querido de Dios. La suya no fue, en realidad, otra conversión más; fue una excepcional experiencia de Dios, que le aportó dos nuevos ‘saberes’: saber que Dios era el Padre del Señor Jesús (Gal 1,16) y saberse él destinado a anunciarlo a los paganos (Gal 1,15).
 
Esta confesión, central en la comprensión de lo acontecido, va precedida por dos frases que completan la visión que Pablo tenía del Dios que había provocado su cambio dándosele a conocer: era El “quien lo había elegido desde el seno materno y quien lo había llamado por pura benevolencia” (Gal 1,15). Elegir, separándolo para sí, antes incluso de nacer y llamarlo a la existencia desde el vientre materno son formulaciones que han servido para describir vocaciones proféticas (Jr 1,5; Is 49,1). Al apropiárselas, Pablo se ve como profeta inmerecidamente elegido por su Dios, desde el momento mismo de su concepción. Ya antes de nacer, aún en el seno materno, Dios tenía un plan preciso para él; llamándole a la vida, Dios lo destinó a conocer a su Hijo y convertirlo en su mensajero. Dios le había elegido apenas concebido. Toda su vida, pues, incluso la etapa farisea de acérrimo perseguidor, quedaba así bajo la benevolencia divina, aunque Pablo lo hubiera percibido sólo después de aceptar a Jesús como Hijo de Dios. La vida, toda ella, se le convirtió en una sorprendente gracia, cuando él se supo destinado a llevar el evangelio a los gentiles (Gal 1,16).
 
Dándole a conocer a su Hijo, Dios hizo de Saulo, el infatigable perseguidor de cristianos, un Pablo, apóstol de los gentiles a tiempo completo. Y se hizo a sí mismo, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, dándose así un nombre. La paternidad de Jesús define, pues, a Dios de forma ‘definitiva’ – Pablo habla de ‘apocalipsis’, revelación última – no porque sea la postrema, sino porque fija para siempre quién es Dios.
 
Encontrándose con el Resucitado, Pablo conoció el misterio de la identidad de Dios y de su Hijo (cfr. Hch 9,20). Dios hizo la gracia a Pablo de darle a conocer a su Hijo y de imponerle la misión como tarea de por vida. Si su anterior vida de perseguidor no había impedido a Dios hacerle “apóstol de los gentiles” (Rom 11,13), Pablo comprendió así que en adelante su vida no tenía otro sentido: ¡qué sería de él, si no evangelizara! (1 Cor 9,16).
 
Flp 3,12-14
 
Mientras que 1 Cor 15 y Gal 1 mostraban a Pablo favorecido por un encuentro-revelación cuyos protagonistas eran el Resucitado (1 Cor9,1; 15,5-8) y el mismo Dios (Gal 1,15-16), Flp 3 se centra, más bien, en exponer las secuelas que tal encuentro ocasionó en Pablo. Flp3,2-14 es, sin duda, el texto en el que Pablo habla de su conversión con mayor amplitud y con no poca implicación afectiva. No es casual que fueran los filipenses, la comunidad más querida por el apóstol, “su gozo y su corona” (Flp 4,1), quienes recibieron tales confidencias.
 
Pero Pablo no confía su intimidad por puro sentimentalismo: pone en guardia a los suyos contra la amenaza que supone lacontraevangelización que unos predicadores cristianos, “perros charlatanes” los llama con desprecio (Flp 3,2), propagan pretendiendo imponer a sus convertidos la circuncisión y, por ende, la obediencia de la ley. Como en Galacia antes (Gal 6,12-15), el evangelio de Pablo estaba siendo contestado en Filipos, al igual que la legitimidad de su misión personal.
 
Para expresar con mayor transparencia la profundidad del cambio en él operado, se vale del esquema narrativo ya utilizado en Gal, que contrapone lo que era antes de su conversión (Flp 3,5-6) a cuanto llegó a ser después de ella (Flp 3,7-11). Sigue sin hablar del hecho en sí, menciona las circunstancias previas y sus lógicas consecuencias. Y aquí, a diferencia de Gal 1,15-17, no identifica a Dios como causa y origen de lo acontecido; opta por describir solo sus vivencias personales.
 
Al hacer crónica de cuanto le ha sucedido presenta su encuentro con el Resucitado como el salir obligado del ‘hogar’ judío para entrar en “la salvación que viene de Dios a través de la fe” (Flp 3,10). Pablo se siente salvado porque, educado por Dios, abandonó un día el judaísmo que amaba para amar el cristianismo que había perseguido.
 
De fariseo irreprochable y celoso perseguidor… (Flp 3,4-6)
 
Recordando su pasado de judío practicante, Pablo no deja ver descontento ni reproche alguno con respecto a su vida anterior. No hay rastro en sus palabras de que, en su etapa de fariseo convencido, alimentara dudas sobre su fe o sufriera de incoherencia moral. Más bien, todo lo contrario. Pablo siempre se consideró judío, y excelente por su entrega. Jamás renunció a su pasado (Flp 3,6; Hch 21,39; 22,3; 23,6; 26,5; 2 Cor 11,22; Rom 9,1-5; 11,1; Gal 2,15).
 
Nacido en la diáspora, es de suponer que fuera educado en Jerusalén (Hch 22,3; 26,4; Gal 1,22), en donde residía una hermana (Hch 23,16-22.26). Jerusalén era la base permanente del movimiento fariseo; allí pudo Saulo hacerse miembro de esa comunidad que se atenía estrictamente a la ley, ampliando su vigencia a todos los ámbitos de la vida cotidiana. Allí habría frecuentado la escuela de Gamaliel I el viejo, uno de los discípulo del gran Hillel, uno de los grandes rabinos de la época (Hch 5,34-39; 22,3). Sus años de estudios tienen que situarse, posiblemente, ya antes de la aparición pública de Jesús en Galilea y, ciertamente, antes del nacimiento de la comunidad cristiana de Jerusalén, pues no era en ella conocido (Gal 1,22).
 
Pablo presume de sus orígenes y de su fidelidad a ellos, incluso siendo ya cristiano y apóstol de los paganos (Flp 3,5; Rom 11,1; Gal 1,14). El apóstol no ha identificado los motivos concretos que le llevaron a militar contra los seguidores de Jesús. Nada permite suponer que Pablo, siendo aún judío, abrigara alguna duda sobre la ley o hubiera sentido ésta como una carga insoportable. Ya cristiano, se confiesa “irreprochable en lo referente al cumplimiento de la ley” (Flp 3,6). La confesión del mesianismo de Jesús de Nazaret, un maldito de Dios por haber muerto en cruz (Dt 21,23), pudo ser muy bien ser una de las razones que expliquen de su afán persecutorio.
 
Explícitamente alude a su celo por las tradiciones patrias (Flp 3,6; Gal 1,14; Hch 22,3; 26,5), una decisión consciente y apasionada por la defensa de la ley que le llevó a promover la aniquilación de los transgresores, un actitud lógica en cualquier fiel (cfr. 1 Re 19,10.14; 1 Mac2,24.54.58). Además de ser un servicio a Dios, la defensa sin compromisos de la ley era la única forma de asegurar la supervivencia del pueblo judío. La confesión pública de un nuevo mesías suponía, ciertamente, una seria amenaza para la nación. Es este celo religioso, y no el extremismo político de los zelotas, lo que le convierte en fanático perseguidor de los discípulos del Señor (1 Cor 15,9; Gal 1,13; Hch 8,3; 9,1-2; 24,4.19; 26,12).
 
… a cristiano convencido, seducido por Cristo (Flp 3,7-12)
 
Sin mencionar directamente el encuentro con el Resucitado camino de Damasco (Gal 1,5; Hch 9,4-5), Pablo desvela su resultado. Cristo Jesús le ha sacado de sus ‘casillas’, de cuanto daba sentido y seguridad a su existencia. Lo que tenía ganado por herencia natural, la raza y la fe judía, no vale la pena de ser mantenido, merece ser dilapidado. Nada resiste la confrontación con “el amor a Cristo” (Fil 3,7), solo vale “conocer a Cristo” (Flp 3,8), todo es sacrificable con tal de “ganarse a Cristo” (Flp 3,8).
 
Esta acumulación de expresiones, preñadas de intenso afecto, no son mera prueba de un repentino y definitivo enamoramiento, que lo son; son, sobre todo, expresión de un nuevo conocimiento, un conocimiento experiencial, nacido de una vinculación personal, íntima, con Cristo Jesús, “mi Señor”, como lo llama con no simulada ternura Pablo (Flp 3,8) y que explicitará a continuación (Flp 3,10-11). Este conocimiento no es simple apropiación intelectual de un objeto, sino identificación con una persona. Implica un vínculo vital, una intimidad compartida: Pablo ha ‘conocido’ a Cristo, no según la carne (cf. 2 Cor 4,6; 5,16), lo ha reconocido como Señor de su vida. Este conocimiento comporta una nueva, y radical, orientación personal: convierte en pérdida y desventaja lo que era antes sentido y razón de su vida. Sabe ahora Pablo que Cristo es lo más precioso de cuanto se le ha dado o pueda dársele.
 
Escritas por un antiguo fariseo, “judío por los cuatro costados”, “irreprochable en cuanto se refiere al cumplimiento de la ley” (Flp 3,5.6), tales afirmaciones tenían que resultar en extremo exageradas para sus lectores. Y, si entre ellos hubiera cristianos de extracción judía, ofensivas, del todo insoportables, incluso blasfemas. Hay que caer en la cuenta que el apóstol da por perecedera y sacrificable la voluntad revelada por Dios a su pueblo, reputando su obediencia como ‘estiércol’ (Flp 3,9), afirmaciones inaceptables por cualquier judío, aún hoy, aunque no sea practicante. Pero lo más relevante – lo menos obvio para quien no conozca ese amor – es que Pablo no dice que así sea la ley, basura cuya pérdida es ganancia, sino que así la considera…, “si se compara con el conocimiento de Cristo Jesús” (Flp 3,8). Nada, ni siquiera la ley de Dios, es comparable con el Señor Resucitado. Pablo no ha dejado la ley por esa fatiga que produce su puntual obediencia ni por que la considerase imposible de cumplir, sino porque no le ha conducido hasta Cristo, no le facilitado conocerlo ni sentirse por él salvado.
 
En consecuencia, inmolar todo lo que no sea Cristo, el más absoluto desprestigio de cuanto de él aparte o distraiga, es el precio justo que pagar para “vivir unido a él con una salvación que procede de la fe” (Flp 3,9). Desafecto a la ley, afectado por Cristo, Pablo describe su cambio con tres términos, profundamente vivenciales: conocer al Resucitado, experimentar su poder y aceptar, solidario hasta la muerte, sus padecimientos (Flp 3,10). El encuentro con Cristo no se ha reducido, pues, a un cambio de mentalidad y de valores, impone el ensimismamiento en otro. Su vida anterior no había sido mala, fue simplemente inútil. Y lo era porque no le llevó a ‘conocer’ a Cristo.
 
Cristo Jesús, encontrado en el camino de Damasco, es el motivo, y el tema, de la experiencia cristiana de Pablo. Ha salido del judaísmo, porque ha ‘conocido’ entrañablemente a Cristo, de ahora en adelante, ‘su Señor’. Y lo es, porque con él, por él ganado, se siente salvado.Como Pablo, el creyente se hace no porque abandone hogar y sus seguridades, cambie de mentalidad y de preferencias, sino cuando hace propios la meta y el camino de Cristo recorriéndolos como él y en pos de él.
 
Pablo es capaz ahora de reconocerse a sí mismo como cristiano, porque, traspasando la ‘puerta de la fe’, inaugura una nueva relación con Cristo. Ha empezado un nuevo camino, cautivo de su Señor, porque lo ha cautivado; el cazador ha sido, sorpresivamente y con cierta violencia, cazado (Flp 3,12).  Cristo lo ha encantado, lo tiene aferrado, preso. Pablo ve su encuentro con el Resucitado no como conquista que ha protagonizado sino como seducción que ha sufrido, más que agente ha sido la víctima. No se siente ganado por un nuevo movimiento religioso, el primer cristianismo, se sabe cautivado por una persona, Cristo Jesús.
 
1.2 Un ingreso obligado en la vida común, el testimonio de Hch
 
Hablando de lo ocurrido en la vía de Damasco, el autor de Hechos ha sido menos parco que el mismo protagonista y nos ha dejado tres versiones diversas del mismo suceso. Esta triple narración de un mismo episodio resulta algo insólita; deja entrever, sin duda, la importancia que le concede el autor. Y, efectivamente, las tres presentaciones quedan colocadas en lugares clave de su libro: la primera,Hch 9,1-19, la única verdadera crónica, apenas desencadenada la persecución que daría lugar a la evangelización, fuera de Jerusalén, de Judea y Samaria (Hch 8,1-40); las otras dos son sendos discursos pro vita sua con los que Pablo se defiende ante el pueblo, en Jerusalén (Hch 22,1-24), y ante Agripa y Festo, en Cesarea (Hch 26,1-31).
 
Coinciden las tres en afirmar que Pablo no tuvo más remedio que aceptar el plan de Dios sobre su vida, que se le dio a conocer en su encuentro con el Señor Resucitado. Este encuentro es presentado como una teofanía (aparición luminosa: 9,3.17; 22,6.14; 26,13.16; escucha de una voz: Hch 9,5; 22,8; 26,15) a la que sigue una completa curación (Hch 9,7.17-18; 22,13-16) y el anuncio de la misión apostólica (Hch 22,21; 26,16-18). Pablo emerge de semejante experiencia como un hombre nuevo, pero aún no apóstol.
 
Como cualquier cristiano, Pablo necesitó de una comunidad que lo acogiera y lo acompañara en su camino personal de fe. Por breve que fuera el tiempo trascurrido en Damasco – “algunos días” (Hch 9,19) –, Pablo contó allí con unos hermanos que lo introdujeron en la vida común y le educaron en la fe, una fe, eso sí, que debía solo a su Dios (Gal 1,11.15-17). Encontrarse con Jesús Resucitado camino de Damasco (Hch 9,1-9) le llevó a encontrarse, como hermano, con la comunidad a la que había pretendido llegar como perseguidor (Hch9,10-19). Los cristianos de Damasco, Ananías en especial, continuaron, como catequistas, y muy a su pesar (Hch 9,13-14), la obra que Dios había iniciado en Pablo: “revelarme a su Hijo” (Gal 1,16).
 
Una comunidad cristiana, de perseguida a maestra
 
En las tres narraciones lucanas Pablo recuerda su pasado de judío fiel y perseguidor convencido, el cambio radical en su vida provocado por el inesperado encuentro con el Señor Jesús y sus primeros pasos como evangelizador de los paganos. En ello coinciden los tres, básicamente, con los recuerdos del mismo Pablo. Sólo los dos primeros hablan, en cambio, de la comunidad de Damasco que lo acogió (Hch 9,3-8.11-12; 22,10-11), y de Ananías, que lo curó y bautizó (Hch 9,10.17-19; 22,12-16).
 
Cuando Pablo, cegado por una potente luz, pregunta: “¿Qué debo hacer, Señor?”, escucha la voz del Resucitado: “Levántate y vete a Damasco; allí te dirán lo que debes hacer” (Hch 22,10). Si Pablo no hubiera seguido la voz del Señor, apenas encontrado, no se habría encontrado con la voluntad de su Señor en la comunidad cristiana. Si Pablo no hubiera obedecido a los cristianos de Damasco no habría obedecido a su Señor. No habría habido conversión a Cristo sin sumisión a la comunidad cristiana de Damasco, que de perseguida se convirtió en maestra; o quizá mejor dicho, la acogida que experimentó Pablo de parte de la comunidad selló y garantizó la acogida que él, en su corazón, había tributado a Jesús el Señor.
 
Damasco, ciudad helenística libre integrada en la Decápolis, a unos 250 km. de Jerusalén, gozaba de una posición geográfica privilegiada que era la causa de su prosperidad y contaba con una importante minoría judía (Hch 19,20.22). Nada sabemos sobre el origen de la comunidad judeocristiana de Damasco. Se puede aventurar que, a mediados de los años treinta, existía ya en la ciudad una congregación de “esos seguidores del camino”, como los llama Lucas (Hch 9,2), formada por algún grupo del círculo de Esteban, que habría abandonado Jerusalén tras del martirio de éste (Hch 8,1) y misionado la Fenicia, Chipre y Antioquia (Hch 11,19).
 
Aunque brillante y eficaz, la narración lucana de la conversión del perseguidor no hace más verosímil la presencia de Pablo en Damasco. No justifica la elección de Damasco como residencia de una comunidad que mereciera ser particularmente perseguida. No explica bien bajo qué autoridad es enviado Pablo y sus compañeros (Hch 9,2.14; 22,5) ni hace comprensible que tuvieran la capacidad legal de “apresar a todos” los creyentes (Hch 9,14), y llevarlos, “hombres y mujeres, encadenados a Jerusalén” (Hch 9,2), en una ciudad que, aunque sometida a los romanos, vivía bajo administración nabatea. La jurisdicción de las autoridades de Jerusalén sobre Damasco se reducía, a lo sumo, al liderazgo moral que la comunidad judía de la ciudad quisiera recocerles.
 
Ello no obstante, la versión lucana deja bien claro un dato fundamental. Pablo quiso llegar a Damasco como perseguidor de los seguidores de Jesús (Hch 9,2.13-14), pero entró en la ciudad – y en la comunidad cristiana – para saber qué le pedía (Hch 9, 6; 22,10) el Señor a quien estaba persiguiendo (Hch 9,4-5; 22,7-8). Fue el Señor, con quien se topó camino de Damasco, quien le obligó a someterse a la pedagogía de la comunidad: el encuentro con el Resucitado fue el inicio de un proceso de educación en la fe, que el Resucitado en persona encomendó a la comunidad creyente (Hch 9.11-17). Pablo se convirtió en discípulo de los cristianos de Damasco porque se había convertido a Cristo camino de Damasco: su conversión no acabó con la plena aceptación de Jesús como Mesías, finalizó cuando fue aceptado como hermano por la comunidad que se debía encargar de su formación cristiana.
 
Ananías, el catequista de Pablo
 
Pablo se topó inopinadamente con el Señor Jesús, mientras se dedicaba por entero a perseguir a cuantos creían en él. Y fue, precisamente, la identificación del Señor ‘perseguido’ con la comunidad de perseguidos lo que convirtió a Pablo en seguidor de Cristo y hermano de los cristianos. “¿Quién eres, señor?”, preguntó Pablo rostro en tierra. “Jesús, a quien tu persigues”, respondió la voz (Hch 9,5).
 
En una nueva escena (Hch 9,10-16), un discípulo del Señor tiene, también él, una visión, no tan perturbadora pero no menos exigente.Ananías recibe órdenes precisas, un tanto insólitas: deberá buscar un enfermo y curarlo (Hch 9,11-12). “Hombre piadoso según la ley, bien acreditado ante todos los judíos que allí vivían” (Hch 22,12), Ananías fue enviado por Dios, elegido para sanar a Pablo y llenarlo de Espíritu con el bautismo (Hch 9,18-19): además de ofrecerle una casa y acogerlo como hermano (Hch 19,17), lo instruyó en la fe. El mismo Pablo confesará años después que predicando a los demás no hizo más que transmitir el evangelio que él, a su vez, había recibido (1 Cor 11,2.11; 15,1).
 
A la lógica resistencia con la que intenta reaccionar Ananías, el Señor responde haciendo público el destino que tenía reservado para Pablo, que incluye una insospechada misión y una segura pasión. Será, dice el Resucitado, “instrumento elegido para llevar mi nombre a todas las naciones” (Hch 9,15) y “tendrá que padecer tanto por mi nombre” (Hch 9,16). Hay que advertir que la primera, y única, vez que el Señor Resucitado desvela su plan sobre Pablo no lo hace a él, sino al representante de la comunidad que lo debe acoger. Antes que el elegido, la comunidad conoce su vocación, porque ha de convertirse en su guardián.
 
Suele pasar desapercibido, lamentablemente, el detalle: el primer relato lucano de la conversión de Pablo (Hch 9,1-19) da mayor protagonismo a Ananías (Hch 9,10-19) que al mismo apóstol (Hch 9,1-9). A los dos se les hace el encontradizo Jesús (Hch 9,4-5.10), a los dos les da una tarea específica (Hch 9,5.11-16), pero donde el Señor revela su plan y la misión de Pablo es en las palabras que dirige aAnanías (Hch 9,15). Él es el verdadero ‘confidente’ del Resucitado: quien debía acoger al neófito y educar al apóstol recibió, en absoluta primicia, el anuncio de la misión que el Señor pensaba conferir a su ‘educando’. Así preparó Dios al ‘educador’ de Pablo.
 
Dios no precisó de intermediarios para hacer del Saulo perseguidor el apóstol Pablo. Nadie había preparado – ni siquiera era pensable – semejante cambio. Pero necesitó de una comunidad, la de Damasco, y de un discípulo, Ananías, para enseñar a Pablo, el “instrumento elegido” (Hch 9,15), lo que debía hacer. “Levántate, entra en la ciudad y allí te dirán lo que has de hacer” (Hch 9,6), le había ordenado el Señor en el camino hacia Damasco.
 
A Damasco llegó un invidente que comenzaba a creer en el Señor Jesús. En Damasco,  recuperada la visión, conoció lo que debía hacer, y “algunos días” después, “empezó a hacerlo, predicando en las sinagogas y proclamando que Jesús es el Hijo de Dios” (Hch 9,20). También los mayores apóstoles, para llegar a serlo, necesitan de educadores que sanen sus cuerpos, iluminen sus vidas, los acojan como enviados del Señor y los integren en la vida común.
 

  1. LA “PUERTA DE LA FE” DE PABLO APÓSTOL

 
En Damasco, mejor en sus alrededores (Hch 9,3, 22,6; 26,13), Dios esperó a Saulo para ofrecerle una “puerta a la fe” que, años después, él junto a Bernabé deberían abrir de par en par a los gentiles (Hch 14,27). ¿Cuáles fueron, en apretado resumen, los elementos constitutivos de ese acceso a la fe que lograron hacer de un acérrimo perseguidor el mayor de los apóstoles?
 
La gracia de encontrarse con el Señor
 
Que quien se dirigía a Damasco para “llevar encadenados a Jerusalén a cuantos seguidores de ese camino, hombres y mujeres, encontrara” (Hch 9,2), ingresara en la ciudad por mandato expreso de ese Jesús a quien perseguía y aceptase hacer lo que se mandara (cfr.Hch 9, 5-6) dejó atónitos a cuantos habían hecho camino con él y lo introdujeron, “llevándolo de la mano”, en Damasco (Hch 9,8). Años más tarde, Pablo describirá este cambio, radical e inesperado, como la intervención de un Dios benevolente que tuvo a bien hacerle ver en Cristo Jesús a su Hijo (Gal 1,16) y enviarlo como su mensajero entre los paganos (Gal 1,16).
 
Pablo descubrió que toda su vida, incluida la etapa de perseguidor, no había sido más que vía y preparación para su ministerio apostólico. Que su vida entera no tuviera otro sentido era la gracia que Dios le había concedido: “lo que él era lo era por gracia” (1 Cor 15.10; cf.Rom 1,14-25; Gal 1,16). Saber que Dios se había implicado personalmente – había declarado a Jesús hijo preferido – lo había lanzado a predicar a los paganos (Gal 1,17;Rom 11,13). Se hizo creyente y, por lo mismo e inmediatamente, apóstol, porque conoció la verdadera identidad de Jesús. Encontrarse con el Resucitado, cuando andaba buscando a sus secuaces, fue don inesperado que revolucionó su existencia de por vida.
 
Un encuentro que le hizo conocer al Hijo de Dios
 
Encontrarse con el Resucitado le supuso a Pablo saber que el Dios a quien servía, y en cuyo servicio perseguía a los disidentes, era en realidad el Padre del Señor Jesús. No fue él quien llegó a tal convicción, Dios le hizo el favor de descubrírselo. Y encontrado el Hijo, se puso a su servicio, ministro suyo por él enviado a los gentiles
 
Sin llegar a conocer qué sucedió en verdad en la vía de Damasco, se puede sospechar cómo le ‘tocó’ a Pablo lo acontecido. Un suceso, ya en sí mismo extraordinario, fue vivido por el apóstol como un ‘apocalipsis’, una definitiva desvelación de Dios: Dios no podrá decir nada más, ni mejor, de sí mismo. El cambio de vida que provocó dejó de ser una anécdota personal, era el momento decisivo del proyectosalvífico de Dios, cuyos “planes más secretos los había decidido realizar en Cristo” (Ef 1,9). Conocer este misterio, “que no había sido dado a conocer a los hombres de otras generaciones” (Ef 3,5) lo hizo cambiar totalmente y para siempre (1 Cor 9,16; Gal 1,16). Ya no era él, era una nueva creatura (2 Cor 5,17). Ya no vivía él, en él vivía Cristo (Gal 2,20).
 
Un encuentro con Cristo que le hizo encontrarse con una comunidad de cristianos
 
Aunque Jesús se apareció también a Pablo, “el último entre todos, como a un aborto” (1 Cor 15,8), el encuentro con el Señor le obligó a encontrarse con la comunidad con la que Cristo se había identificado (Hch 9,4-5). La experiencia pascual, verdadera ‘puerta de la fe’,  siempreinicia como un ‘dejarse’ encontrar por Cristo y acaba siempre reencontrándose entre hermanos (cfr. Lc 24,25-35). No es casual que la primera palabra que Ananías, el atemorizado líder de la comunidad (Hch 9,14), dirigiera a Saulo al saludarlo fuera, lógicamente, “hermano mío” (Hch9,17).
 
Seguro de sí y de sus intenciones, Pablo quería llegar a Damasco como perseguidor de cristianos (Hch 9.2.13-14). Pero entró en la ciudad – y en la comunidad – para saber qué tenía que hacer (Hch 9,6; 22,10). Fue el Resucitado, con quien se topó en el camino, quien le obligó a aceptar la guía de la comunidad: su encuentro con El fue el inicio de un proceso educativo en la fe, que comenzó con la total recuperación de la salud y seguiría la introducción en la vida común, a través del bautismo (Hch 9,18). Sólo entonces “recobró las fuerzas” (Hch 9,19) y se puso a predicar el evangelio (Hch 9,20).
 
Pablo se convirtió así en hermano de los discípulos (Hch 9,17), porque había sido siervo obediente del Señor Jesús (Hch 9,6). Su fe cristiana, nacida en el encuentro con el Desconocido (Hch 9,5), no se completó cuando lo reconoció como Señor sino cuando se reencontró, en comunidad, hermano entre hermanos (Hch 9,17-19).
 
Un encuentro que le llevó a encontrar la evangelización como misión de su vida
 
Descubierto Jesús como su Señor (Hch 9,5) e Hijo de Dios (Gal 1,16) e ingresado en la comunidad cristiana (Hch 9,17-18), Pablo acoge sin dilación el evangelio como tarea de su vida. Predicar para él no ha sido, confesará años más tarde a los corintios, una honra, sino un deber, no ha sido un mérito propio, sino una ineludible necesidad (1 Cor 9,16). Tiene como destino evangelizar y su felicidad, y su corona, son las comunidades que han surgido de su anuncio (1 Cor 9,2). Ante ellas se presenta como siervo del Señor y por ellas, y aunque se sabe libre (1 Cor 9,1), se hará esclavo de todos (1 Cor 9, 19). Hombre de una sola pasión, no tiene tiempo para pasatiempos; su vida está en juego, y “¡pobre de él, si no anunciara el evangelio!” (1 Cor 9,16)
 
Pablo no entendió, pues, su encuentro con el Resucitado solo como una revelación definitiva de Dios. Lo vivió como una llamada personalísima de Dios y una misión exclusiva y excluyente. Y, si se quisiera medir con alguna objetividad lo que el encuentro con Cristo le implicó, habría que contabilizar los miles de kilómetros recorridos, los innumerables peligros afrontados (2 Cor 11,22-27), las incomodidades sufridas… Viajar constantemente no fue para él simple ocupación, sino imperiosa necesidad de llevar a Cristo donde éste aún era desconocido (Rm 15,19-20). Y cuando se vea impedido, no podrá por menos que atribuírselo a Satán (1 Ts 1,17-18): si Dios era quien lo enviaba (1 Cor 4,19; 16,7; Rom 1,10; 15,32), sólo el enemigo de Dios se atrevía a impedírselo.
 
Ateniéndonos a su propio testimonio, tres son las etapas que constituyen el camino de fe que Pablo recorrió, yendo hacia Damasco. En el origen está un don inmerecido, la benevolencia de Dios que lo eligió; en el centro, y como motivo básico, un conocer a Jesús como Hijo y Señor; como desenlace, el inmediato envío a anunciar el evangelio. A este camino, el autor de Hechos añade un cuarto elemento, que Pablo ha querido silenciar: el ingreso en una vida común que lo curó y lo adoctrinó, que lo comprendió y lo envió a evangelizar. Tal fue su particular “puerta de la fe”: una gracia inexplicable (1 Cor 15,10), una personal decisión de Dios (Gal 1,1.11-12.15-16), que lo hizo conocedor del misterio de Cristo (Ef 3,4) y lo convirtió en Pablo “apóstol  de los gentiles” (Rm 11,13), a quienes solo anunciar “a Cristo Jesús, y a este crucificado” (1 Cor 2,2).
 
 

Juan J. Bartolomé,

Roma, 31 mayo 2012

 
 
Llama la atención que Pablo, en esta breve noticia autobiográfica, dé más relieve a cuanto él hizo tras la llamada, “dirigirse inmediatamente a Arabia” (Gal 1,17), que a cuanto había hecho en él Dios, elegirlo, llamarlo, revelarle a su Hijo y convertirlo en apóstol de los gentiles. Al menos, a nivel sintáctico, la fuerza expresiva recae en la consecuencia, la misión entre gentiles, y no en el acontecimiento mismo, la benevolencia que le tuvo Dios al hacerle reconocer a Cristo como su Hijo.
“Circumfusus lumine, facta sibi caecitate in oculis, ut intus videret” (AGUSTÍN, Enarr. in Psal LXXV: PL 36, 966).
Ver una magnífica recreación, si no verídica, sí verosímil, de un viaje por mar en Hch 27,1-28,16.

Misión Joven. Número 432_433. Enero-Febrero 2013