De dioses y hombres

1 diciembre 2011

(Des hommes et des dieux, 2010)”. Dirección: Xavier Beauvois. Guion: Xavier Beauvois y Etienne Comar.
¿Cómo dar vida a unos sucesos cercanos (1993-1996), lacerantes, de lugares y de comunidades que desbordan lo habitual?
“Me sumergí en la vida de los hermanos y esta enseguida me sedujo, me sorprendió, se convirtió en parte de mí. Es extraño en estos momentos, en una sociedad egoísta, ver a gente que se interesa por los demás, por la religión de los otros, gente inteligente, apasionada, centradas en «el ser» mientras nosotros nos interesamos en «el hacer», hacer cosas. Y esto es pertinente en Francia porque aquí nos lanzamos los unos contra los otros con problemas inexistentes como el burka para evitar hablar de las verdaderas preocupaciones. Ver a gente que siente curiosidad por la belleza de los otros, de su religión, me ha venido muy bien. Evidentemente, lo que yo hice fue un retiro monástico y la realidad de allí se impone. De entrada, había que poner una escena en la puesta en escena. Enseguida me di cuenta de que no había que mover la cámara por el interior: todo eran planos fijos.”
Podríamos pensar en una prolongación de El gran silencio (2005), de Philip Gröning: la vida cotidiana de unos cistercienses. Los momentos de oración, el trabajo, las conversaciones profundas o distendidas, las reflexiones ante los acontecimientos que se van sucediendo…, una sucesión de rutinas con escasas novedades. Pero no nos hallamos en un aislado monasterio europeo, sino en medio de un pueblo -Tibhirine- carente de seguridades y de incierto futuro.
“Si un día me aconteciera -y podría ser hoy- ser víctima del terrorismo que actualmente parece querer alcanzar a todos los extranjeros que viven en Argelia, quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida ha sido donada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta muerte brutal. Que rezaran por mí: ¿cómo ser digno de semejante ofrenda? Que supieran asociar esta muerte a muchas otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y el anonimato. Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. De todos modos, no tengo la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que soy cómplice del mal que ¡desgraciadamente! parece prevalecer en el mundo y también del que podría golpearme a ciegas. Al llegar el momento, querría poder tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a Dios y a mis hermanos en la humanidad, perdonando al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiere golpeado. No podría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del hecho de que este pueblo que amo fuera acusado indiscriminadamente de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, quizá, sería llamada la gracia del martirio, que se debiera a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que supone que es el islam. Sé de cuánto desprecio han podido ser tachados los argelinos en su conjunto y conozco también qué caricaturas del islam promueve cierto islamismo. Es demasiado fácil poner en paz la conciencia identificando esta vía religiosa con los integrismos de sus extremismos. Argelia y el islam, para mí, son otra cosa, son un cuerpo y un alma. Me parece haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y aprendido por experiencia, volviendo a encontrar tan a menudo ese hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primera Iglesia inicial, justamente en Argelia, y ya entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes. Evidentemente, mi muerte parecerá darles razón a quienes me han tratado sin reflexionar como ingenuo o idealista. Pero estas personas deben saber que, por fin, quedará satisfecha la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere podré, pues, sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto con Él a sus hijos del islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su Pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios porque parece haberla querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este “gracias”, en el que ya está dicho todo de mi vida, los incluyo a ustedes, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a ustedes, amigos de aquí, junto con mi madre y mi padre, mis hermanas y mis hermanos y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estés haciendo, sí, porque también por ti quiero decir este gracias y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea dado volvernos a encontrar, ladrones colmados de gozo, en el paraíso, si así le place a Dios, Padre nuestro, Padre de ambos. Amén. Inchalá”. (Christian, personaje protagonista)
Pistas para la reflexión
¿Cómo es la vida cotidiana de la comunidad? ¿Qué elementos guardan en común con El gran silencio? ¿En qué se diferencian?
¿Qué suponen los cistercienses para la gente del pueblo? ¿Para los soldados? ¿Para los terroristas?
¿Qué sucesos rompen la vida cotidiana y anticipan la tragedia? ¿Qué reflexiones suscitan en los religiosos? ¿Por qué deciden quedarse?
¿Qué les da fuerza ante la adversidad? ¿Cómo se relaciona con las celebraciones litúrgicas? ¿Qué significan las palabras finales?
 
 

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