José Miguel Núñez Moreno
Salesiano, Consejero general para Europa Oeste
SÍNTESIS
El autor explica la distinción entre un importante valor educativo, el optimismo, y la virtud teologal cristiana de la esperanza, y presenta cinco senderos prácticos para desarrollar en la pastoral juvenil ese plus creyente de la virtud de la esperanza sobre el valor del optimismo: 1) la experiencia del don de Dios y de su bondad y misericordia; 2) la experiencia de la conversión; 3) la iniciación a la oración; 4) la experiencia de Iglesia y 5) el compromiso con el amor solidario.
El optimismo es un valor caracterizado por el buen ánimo que ayuda a las personas a enfrentar las situaciones cotidianas con confianza, entusiasmo y decidida voluntad de emprendimiento. La persona optimista se sitúa ante lo positivo de las situaciones y de sus semejantes con la convicción de poder superar dificultades y caminar con perseverancia sacando lo mejor de cada circunstancia y alcanzando metas deseables y propuestas como horizontes posibles.
Hablar de optimismo hoy entre los jóvenes es un desafío para los educadores que buscan reforzar actitudes y ayudar a crecer personas equilibradas y maduras. Hoy se trabaja mucho con las personas la actitud positiva ante la vida, la capacidad de salir adelante confiando en las propias posibilidades, la mirada positiva ante la realidad que permite alentar los propios esfuerzos y sostener la confianza en el camino recorrido con perseverancia. No cabe duda de que el optimismo como actitud vital potencia y alienta al propio esfuerzo haciéndolo duradero y perseverante.
Muchas de las técnicas de “coaching”, tan de moda de un tiempo a esta parte, trabajan sobre todo el aspectomotivacional de los “clientes”, procurando inducir una actitud positiva ante la vida y el cultivo de una mirada optimista frente a la realidad. La positividad y el optimismo mejoran las condiciones de trabajo y refuerzan tanto la confianza en las propias posibilidades como el esfuerzo sostenido en el tiempo para alcanzar unas metas objetivables y posibles.
Pero en estas líneas no queremos plantear técnicas de “coaching” ni proponer métodos de mejora vital desde las actitudes positivas que tonifican la existencia y refuerzan motivacionalmente nuestras opciones. Dejemos que quienes se dedican a estos trabajos apoyados en fundamentos más o menos científicos (porque hay mucho charlatán embaucador en el mercado) sigan tratando de mejorar el rendimiento de sus clientes. El objetivo de estas líneas no es adentrarse en el mundo de la motivación positiva ni del refuerzo de la voluntad con vistas a alcanzar metas propuestas. Pretendemos ir mucho más allá y señalar caminos que transiten desde el valor a la virtud. Nuestra propuesta educativo-pastoral se inspira en un cuadro axiológico que se ofrece a todos. Pero la experiencia religiosa que muchos jóvenes viven abre espacios para que el creyente descubra la esperanza como una virtud teologal (esto es, fundada en Dios, inspirada en Él y tendente hacia él) que configura la propia realidad personal y que, como opción vital que descubre la inteligencia y potencia la propia voluntad, puede orientar decisivamente la existencia con una mirada nueva y transformadora.
Esta reflexión se enmarca en el cuadro de la pastoral con jóvenes, los itinerarios de educación en la fe y la tarea de educar a la esperanza; o, como el mismo subtítulo de este artículo señala, el camino que va desde el valor del optimismo a la virtud teologal. Pedagógicamente hablando, la virtud de la esperanza será asumida como tal desde un camino de crecimiento en la fe que expresa su compromiso en la caridad, entendida y vivida como amor solidario y transformador.
- JÓVENES PESIMISTAS Y EL EFECTO THOMAS
Pero echemos una ojeada a los jóvenes en el entramado de su existencia cotidiana. Para muchos de ellos, con los que nos topamos en nuestro trabajo pastoral cada día, el optimismo o el pesimismo es una actitud frente a la realidad que se reviste de aspectos emocionales. A su vez, estas actitudes están marcadas por el propio contexto y las experiencias que van marcando el camino de crecimiento de cada uno. El sendero hacia la maduración personal deberá marcar el paso de la volubilidad de los estados de ánimo hacia las decisiones personales y la opción de actitudes a cultivar frente a la realidad. Es entonces cuando ser optimista puede convertirse en un valor deseado y cultivado.
1.1. En claroscuro
Desde el punto de vista social, el contexto de crisis económica (y no solo) que vivimos en Europa es un buen ejemplo para percibir cómo la situación que nos envuelve condiciona la mirada sobre la realidad y afecta el entorno vital de las personas.
Según el último estudio de la Fundación Santa María[1], los jóvenes españoles se han instalado en un cierto pesimismo, motivado – principalmente – por la coyuntura social y económica que vive Europa. Según dicho estudio, los jóvenes desconfían de los que tienen en sus manos la posibilidad de sacar al país de la crisis o de mejorar las condiciones de vida de las personas. El 46.3% de los jóvenes declara su falta de confianza en un futuro prometedor y más de uno de cada tres cree que “por muchos esfuerzos que uno haga en la vida nunca se consigue lo que se desea”.
Por otra parte, el 62.2% de los jóvenes se declara de acuerdo con la frase “la crisis económica actual tendrá un impacto muy negativo en mi futuro profesional y personal”. Los jóvenes españoles sobrepasan la media europea a la hora de valorar la situación económica mundial como “mala” o “muy mala” (77% frente al 71% de la media europea).
Esta actitud parece estar claramente influenciada por el contexto. Hace tan solo una década, en tiempos de bonanza económica y sin rastro de la crisis, el profesor González-Anleo escribía: “Uno de los rasgos que apunta esta generación de jóvenes es su optimismo”[2]. Algunos años más tarde, la situación parece haber revertido en una lectura más pesimista de la realidad que condiciona la visión del propio proyecto personal de vida y condiciona el futuro al desconfiar de los resultados a los que el mismo esfuerzo podría llevar. Parece que frente a lo que está por venir, la actitud de la mitad de los jóvenes encuestados es la de refugiarse en lo cercano, en la familia y en los amigos (aspectos considerados muy importantes por el 50% de los jóvenes), la de desconfiar de las personas (el 55.6 % está de acuerdo en que “no hay que fiarse de la gente”) y de las instituciones (incluida la Iglesia, en la que el 66.4% dice tener poca o ninguna confianza), la de no interesarse por las cuestiones políticas (el 56.5%, suscribe “la política no tiene nada que ver conmigo, no afecta para nada mi vida privada”) o la de no participar en ninguna asociación (el 81% declara no pertenecer a ninguna asociación cultural, juvenil o deportiva).
Sin embargo, a pesar de todo, el 59.6 % declara estar de acuerdo con que “a pesar de lo que digan algunos, la vida del hombre es cada vez mejor”.
1.2. El efecto Thomas
Ejemplificar con la situación de crisis que vivimos actualmente puede ayudarnos a comprender mejor qué significa leer en positivo la realidad o enfrentarla desde la negatividad con consecuencias bien diferentes en ambas opciones.
Mirando a nuestro alrededor, sabemos que no corren buenos tiempos para el optimismo. A juzgar por sus opiniones, los jóvenes españoles entre 15 y 24 años son pesimistas y desconfiados[3]. ¿Se trata de un estado de ánimo? Desde el punto de vista de la sociología, muchos no dudan en hablar del “efecto Thomas” refiriéndose a la paradoja de la “profecía que se cumple a sí misma”. Dicho de otro modo, la situación social que se ve afectada por la impresión (subjetiva) que se tiene sobre dicha situación. En efecto, la percepción de muchos de que las cosas están muy mal, no hace sino multiplicar la sensación de pesimismo y de malestar ante la realidad. Sin negar las situaciones objetivas y las políticas erróneas que han llevado a la actual situación, sin embargo, parece ser cierto que “los comportamientos políticos han venido conduciendo a una notable amplificación de los efectos de pesimismo y fatalismo que inciden en la crisis”[4].
Nadie en su sano juicio se atreve a negar los efectos devastadores de la actual crisis económica que vivimos en Europa y que se hace sentir de modo cruento en los países del sur del continente. Pero más allá de la coyuntura, mucho más que puntual, parece que el pesimismo ante el futuro se ha sobredimensionado y se ha instalado en el imaginario colectivo con tintes tan marcados que pueden llegar a afectar seriamente la percepción de la propia realidad personal y social. De esta forma, la negatividad y el pesimismo (hay que reconocer que alentadas también desde las actuaciones políticas) se convierten en los peores enemigos para intentar salir de la misma situación de crisis.
Sin embargo, llama la atención en la propia encuesta de Jóvenes 2010 que ante la percepción generalizada de que las cosas no están bien, la realidad personal y familiar es considerada positivamente reduciéndose notablemente en este ámbito el porcentaje de los pesimistas. Se constata, pues, un cierto desfase entre la lectura “muy negativa” de la realidad socioeconómica del país y la percepción (mucho menos negativa) de la realidad personal y familiar, cuando – en realidad – la primera debería ser un reflejo de la segunda[5].
No cabe duda de que la crisis económica está afectando seriamente a la vida de los ciudadanos. Pero es también cierto que la percepción subjetiva modifica la propia lectura de la realidad acentuando en este caso la negatividad e imposibilitando la capacidad de afrontar con decisión la difícil situación que se está viviendo pudiendo llegar a afectar la vida personal leyendo también en términos negativos lo que hoy es (al menos solo en parte y de forma muy dolorosa) real para una franja de la población.
1.3. Más allá de un estado de ánimo
No es nuestra intención analizar la crisis económica ni prospectar caminos de superación de la actual situación social. Pero la realidad que vivimos nos ayuda a reflexionar sobre el valor del optimismo como opción vital que ayuda a las personas a enfrentar mejor las situaciones complicadas con las que nos enfrentamos a menudo.
El ejemplo de la situación de crisis económica no debe desviarnos de la verdadera intención de esta reflexión: la actitud vital de quien se sitúa con optimismo ante la realidad asumiendo el valor como fuerza motora de la lucha cotidiana por afrontar las dificultades. En tiempos de crisis, ¿cómo educar al valor del optimismo?, ¿cómo ayudar a los jóvenes a situarse positivamente ante las dificultades sin huir de ellas y sin claudicar de la tarea de afrontar el complejo entramado de la vida para desarrollar la propias capacidades?
Sin duda, el optimismo es un valor que no depende únicamente de la volubilidad de los estados de ánimo y que puede ser cultivado desde la voluntad para ser asumido como una actitud habitual. Quizás aquí radique una de las dificultades actuales para proponer itinerarios que eduquen a los niños, adolescentes y jóvenes en determinados valores considerados como un bien para la persona. En nuestra cultura se antepone lo emocional a la voluntad, el sentimiento a lo razonable, como realidades dialécticas y contradictorias. Cuando en realidad pueden ser realidades complementarias que potencian todas las dimensiones de la persona y se refuerzan mutuamente: la voluntad inspira y motiva las propias emociones; la razón no anula el sentimiento y lo hace comprensible y maduro.
De igual modo, es necesario un trabajo educativo de la comunidad en su conjunto. Educa la tribu. Y si la sociedad potencia subjetivamente la sensación de pesimismo y fracaso, será difícil no terminar arrastrado por el llamado efecto “Thomas” y no volverse pesimista y negativo también, generando comportamientos de inhibición o huida ante la necesidad de trabajar por el bien común para revertir la situación.
Educar a los jóvenes en el valor del optimismo supone educar en la voluntad de modo que ésta ayude a asumir comportamientos positivos ante la realidad que requieren un esfuerzo sostenido y una actitud perseverante ante la dificultad. Se ha hablado mucho de la cultura del esfuerzo en los debates educativos de los últimos años. Somos muchos los que pensamos que es necesario recuperar la propuesta de una “educación esforzada” que estimule la confianza en las propias capacidades y el deseo de superación. Es necesaria la educación del deseo orientada por la inteligencia y la voluntad. Es urgente una propuesta que valore el esfuerzo y ayude a desarrollar integralmente todas las capacidades de las personas implementando itinerarios que se adapten flexiblemente a la realidad de cada joven. Se requerirá, pues, ayudar a estructurar personalidades tenaces que no abandonen a las primeras de cambio ni se inhiban ante la complejidad de la realidad.
- DEL VALOR A LA VIRTUD
Nuestra propuesta de educar en la esperanza pasa por comprender mejor que hay caminos por los que transitar del valor a la virtud. Entendemos que en nuestra propuesta de pastoral con jóvenes los itinerarios de maduración personal y de crecimiento en la fe pueden y deben descubrir senderos hacia la virtud que en la propuesta cristiana va ligada a la felicidad de la persona[6].
2.1. El valor y el bien
Dice el punto de vista filosófico, el “valor” es definido por la Real Academia Española de la Lengua (RAE) como la “Cualidad que poseen algunas realidades, llamadas bienes, por lo cual son estimables. Los valores tienen polaridad en cuanto son positivos o negativos, y jerarquía en cuanto son superiores o inferiores”. Puede parecer una definición muy general, pero nos ayuda a señalar algunas características del valor: es una realidad preferible, estimable y que es considerada un bien.
Desde el punto de vista ético, el “valor” se concibe como analogía del bien estimable y deseable. Educar en valores es educar tendencialmente al bien, proponer actitudes con las que configurar nuestro modo de vivir y normas de conducta que orienten nuestro modo de actuar. Las actitudes propuestas y las normas asumidas son esenciales para configurar el modo de vivir de las personas. Éstas determinan su orientación hacia el bien y el rechazo de lo que está mal.
Es precisamente aquí, en la distinción del bien y del mal, donde los valores señalan caminos por los que orientarse en la vida. La configuración de un cuadro axiológico que inspire el modo de vivir de las personas es básico en la educación. Este mapa de referencia que son los valores dependerá, precisamente, de la capacidad de distinguir el bien y el mal. Detrás de esta opción hay diversidad de antropologías y una legítima pluralidad ética que determina la visión de la persona y del mundo, y consecuentemente el cuadro referencial de valores.
En tiempos de confusión y pluralismo, donde diversas miradas sobre la realidad tienen carta de ciudadanía, algunos autores hablan de una ética “mínima” para náufragos[7]. Lo que es cierto es que braceamos en el mismo mar de incertidumbres donde para muchas personas no hay una sola verdad[8], sino una multiplicidad de interpretaciones que hacen que nuestra existencia, tantas veces a la deriva, busque un asidero en la corriente. Los valores universales deben ayudar a las personas a navegar hacia el único puerto posible, el del encuentro con los otros, el diálogo, el entendimiento, el amor. Vivir con optimismo es una actitud que ayuda a seguir en esa búsqueda afrontando situaciones que dificultan el desarrollo de las personas y de sus relaciones con los demás.
2.2. La virtud y el esfuerzo
La virtud, como ya decía Aristóteles, es un hábito, una cualidad que depende de nuestra voluntad. Cuando la actitud se ejercita en la voluntad a la búsqueda del bien, el valor puede convertirse en virtud.
Hablar de virtud es hablar de una actitud firme, de una disposición estable de la persona en la que entran el juego el entendimiento y la voluntad. El ser humano virtuoso es aquel que opta por el bien y se empeña con todas sus fuerzas en su consecución haciendo de una actitud un hábito.
No corren buenos tiempos para la “lirica” de la virtudes, tantas veces denostadas a favor de la espontaneidad de reacciones y comportamiento que se rigen únicamente por el principio del placer o del binomio me apetece/no me apetece. Educar en las virtudes requeriría un cambio de planteamiento y la asunción de un principio de realidad que ayude a buscar el bien y rechazar el mal en función de la construcción de la persona de acuerdo con los valores asumidos.
Educar a los jóvenes en la virtud exige, hoy más que nunca, educar en el esfuerzo. El esfuerzo no es de por sí la virtud, pero se hace imprescindible en tiempos de indolencia y del todo vale. Sin esfuerzo no hay virtud ni puede haber hábitos operativos que ayuden a crecer personalidades robustas y con capacidad de afrontar positivamente las dificultades de la vida cotidiana. Hemos de ayudar a comprender a los niños, a los adolescentes y a los jóvenes que lo bueno no siempre se identifica con lo agradable. Y que para conseguir el bien es necesario el esfuerzo. Por eso, en tiempos de permisividad y hedonismo, el esfuerzo se convierte en sí mismo en una virtud importante.
Los padres y educadores hemos de superar la tentación de evitar la exigencia en nuestra propuesta facilitando en exceso el camino de los hijos, poniendo en grave riesgo la madurez de su responsabilidad. No hemos de evitar el esfuerzo a los niños porque necesitan también vivir la experiencia educativa de la superación personal, del deber cumplido, de las metas alcanzadas o de la frustración que debe ser integrada. Los hábitos son sostenidos por el esfuerzo, y es el único camino para que un valor pueda llegar a convertirse en una “virtud”, esto es, en un comportamiento ético que orienta decididamente a la persona hacia el bien.
2.3. La complementariedad del valor y la virtud
Hay quien parece contraponer el valor a la virtud como si de dos conceptos contradictorios se tratara o simplemente como si, superado el segundo como término añejo y caduco, se considerara más actual el “valor” como un concepto más apropiado a los tiempos que vivimos desde el punto de vista ético.
¿Qué añade la virtud al valor? Para muchos, la virtud aparece erróneamente asociada al cristianismo (cuando es una concepción griega) y, en un afán secularizador, se ha preferido utilizar la expresión “educar en valores” olvidando o marginando la educación en la virtud. Hay quien piensa que la virtud está vinculada a una moral trasnochada y desprecian cualquier vinculación de ésta a la ética de nuevo cuño y de equívoco rostro vanguardista.
No faltan los críticos de este inaceptable “olvido” y algunas voces reivindican la recuperación de la “virtud” como concepto clave en la educación actual. Para el Profesor Marina, por ejemplo, este abandono ha sido poco inteligente y la concepción de la educación en valores supone un reduccionismo, resultando además “muy teórica, muy descafeinada y muy poco eficaz”[9].
Más allá de consideraciones tradicionales o vanguardistas, lo cierto es que ambos conceptos son complementarios y nos parece que no se estorban el uno al otro en una visión ética integradora y madura.
- EDUCAR EN LA VIRTUD DE LA ESPERANZA
Educar en la virtud, conlleva – pues – un adiestramiento que requiere de la voluntad para consolidar hábitos operativos que señalan objetivos que alcanzar. En la tradición cristiana, las llamadas “virtudes teologales” son los hábitos (infundidos por Dios) que el creyente ejercita, sostenido por la inteligencia y la voluntad, para orientar su vida a Dios. En la Tradición, las virtudes teologales son tres: la fe, la esperanza y la caridad. En la antropología cristiana afirmamos que Dios inspira en el corazón del hombre estas virtudes con la gracia del Espíritu Santo recibido en el bautismo.
Así, las virtudes teologales son, al mismo tiempo, un don y un compromiso que el cristiano trata de cultivar y vivir. Educar en la esperanza como virtud teologal requerirá, pues, ayudar a madurar la experiencia cristiana en el descubrimiento del don de Dios y en el compromiso de adhesión de la propia vida a Aquel que se nos ha revelado en Jesucristo[10].
3.1. La esperanza teologal
El creyente esperanzado es alguien que se siente sostenido por la ternura de Dios en una oración que surge de la vida. Vive la entrega cotidiana con generosidad y cultiva la capacidad de compasión. Se esfuerza por ser paciente y mantener la serenidad en medio de los conflictos. Se siente miembro de una comunidad que quiere ser signo de esperanza.
La virtud de la esperanza va mucho más allá de una visión optimista sobre la realidad. No depende del estado de ánimo ni se deja condicionar por los contextos adversos. El valor se convierte en virtud teologal cuando se experimenta a Dios como fundamento de la propia realidad y nos situamos ante ella con la actitud de confianza de quien se sabe sostenido y alentado. Ante las dificultades, a veces pueden darse el cansancio y la falta de expectativas. Pero el creyente sabe que, por encima de todo, está la fidelidad de Dios. Ella es el fundamento de nuestra esperanza – experiencia y don del Espíritu – que hace posible el abandono creyente en las manos de Dios.
La virtud no es voluntarista (aunque necesite de la voluntad) sino experiencial. La esperanza como virtud cristiana necesita de la experiencia de la fe. “Creer” es “dar el corazón” (cor-dare), esto es, adherir la propia vida al Dios que se ha revelado en Jesucristo como respuesta a Aquel que nos ha amado primero. Se requiere, pues, apertura a la revelación y decisión vital por orientar la propia existencia a Dios. Adentrado en esta experiencia, el creyente ejercita la confianza con entendimiento y voluntad, alimentando y sosteniendo tal decisión con la oración y haciendo de ella una actitud habitual.
Por otro lado, la esperanza no es el resultado de una búsqueda individual y voluntarista. La esperanza teologal necesita el apoyo de la comunidad creyente. En ella, por la presencia del Espíritu, podemos afrontar con garantías las dificultades que pueden ahogar la esperanza y hacernos caer en el derrotismo. No se puede mantener la tensión de la espera sin la cercanía y la solidaridad de nuestros hermanos. La esperanza nos posibilita vivir con misericordia, ser personas de comunión, que acogen y perdonan, y así alimentan el anhelo del cumplimiento de las promesas de Dios.
3.2. Apertura al don de Dios: encuentro y respuesta
Para los cristianos, Dios es siempre fiel y guarda a sus hijos en “la esperanza que no falla” (Rm 5,5). Educar en la virtud de la esperanza es ayudar a descubrir el don de Dios en la vida de las personas. La experiencia de la “vida teologal” es apertura al misterio de Dios que se nos ha revelado en Jesucristo. Es la experiencia del “encuentro” que se inicia en el bautismo y que requiere de un camino, entendido como respuesta al don, hacia la madurez creyente.
Nuestros itinerarios de educación en la fe para jóvenes ¿permiten experimentar el don del Espíritu y abren a la experiencia de la paternidad de Dios? ¿Acompañamos a los jóvenes en la experiencia vital de la bondad y de la misericordia de Dios? ¿Proponemos experiencia espirituales (del Espíritu) para ayudar a descubrir la presencia de Dios que alienta y sostiene en el entramado de la existencia? Son “preguntas clave” en nuestra reflexión porque nos permiten percibir la extraordinaria importancia de acompañar la experiencia creyente mucho más allá del consumo de vivencias que motivan emocionalmente comportamientos efímeros o actitudes que necesitarían ser afianzadas con los filtros del entendimiento y de la voluntad para ser asumidas existencialmente.
Porque de lo que se trata, finalmente, no es de vivir estados de euforia ante vivencias más o menos significativas sino de generar actitudes conscientes que configuren experiencias fundantes. La de la fe es una de ellas: conduce al creyente hacia una actitud de abandono en la misericordia de Dios; madura una afectividad centrada en Él como valor supremo; provoca la respuesta de adhesión a su voluntad.
Las experiencias de la bondad y de la misericordia de Dios fundamentan la fe y sostienen la esperanza. Solo esta apertura al don hace de la esperanza una virtud teologal porque anclada solo en Él, no obstante la fragilidad de las personas, la complejidad de la realidad o la oscuridad del dolor en la que a veces se ve envuelta la existencia.
3.3. Educar y vivir en la esperanza
Teniendo en cuenta estos elementos, educar a los jóvenes en la virtud de la esperanza es acompañarlos en la experiencia creyente para poder experimentar que Dios es el fundamento de la propia vida. La esperanza se sustenta en la experiencia de la fe y se expresa en el compromiso del amor. Al mismo tiempo, la esperanza da a la fe el aliento necesario para perseverar en la adhesión a Dios. El amor aprende de la esperanza a vivir en la tensión de la paciencia y la fortaleza.
Vivir la esperanza como virtud teologal no es sencillo y exige un camino largo y fatigoso. Es verdad que es un fruto del Espíritu, pero requiere confianza, esfuerzo y perseverancia para la búsqueda. A lo largo del sendero, será necesario provocar rupturas, asumir renuncias y alentar el deseo de cambio hacia la conversión del corazón. Todo este camino hacia la madurez creyente requiere paciencia y maestría en quien acompaña procesos personales de educación en la fe.
Desde el punto de vista pedagógico, en el acompañamiento hacia la adultez de la fe, hay varios elementos que cabría cuidar en el camino. Nos parece posible señalar al menos cinco senderos a recorrer con los jóvenes hacia la madurez creyente. En primer lugar, tal como he indicado ya, la experiencia del don de Dios y la apertura vital a su presencia de bondad y de misericordia. Sin la convicción vital de la presencia de Dios en la historia personal y la consolidación de esta experiencia creyente no puede haber madurez en la fe. Es necesario favorecer vitalmente la dinámica de la escucha de la Palabra que ilumina la existencia y la respuesta al Tú de Dios que sale al encuentro de la persona. El acompañamiento personal y la propuesta de crecimiento en la fe deben propiciar experiencias que favorezcan la relectura de la propia vida a la luz de cuanto Dios revela en el corazón de cada hombre o mujer que se abre al Misterio.
Este camino creyente se hace tarea y compromiso de transformación del corazón. Por eso, el segundo elemento que se hace imprescindible en el camino pedagógico de la fe es la experiencia de la conversión. Es una terea que dura toda la vida y que se ha de percibir en el propio camino como necesidad de salvación. Quien no palpa el límite de la propia vida y no siente la necesidad de ser salvado no podrá anhelar el cambio a la búsqueda de mayor autenticidad. El Evangelio se ha de percibir como exigencia de transformación interior, ruptura con modos de vivir que contradicen la propuesta liberadora de Jesús, necesidad de recorrer caminos nuevos en la propia vida para acoger con corazón más libre el anuncio del Reino. Con frecuencia, los jóvenes experimentan dificultad a la hora de recorrer caminos exigentes de evangelización de la propia realidad personal. De ahí la importancia de educar en el esfuerzo perseverante que haga del valor, entendido como búsqueda de un bien, virtud asumida vitalmente. La apertura al don ayuda a comprender que, en este esfuerzo, la fuerza del Espíritu de Dios sostiene y acompaña. Sin esta experiencia del Espíritu, no es posible la fe ni la esperanza teologales. No se trata de voluntarismos o convicciones intelectuales, sino de confianza sin límites en el Misterio de Dios que salva.
El tercero de los caminos a explorar es el de la oración. Educar en la oración es una exigencia y una posibilidad de la misma fe. La oración, recordaban a menudo los Padres de la Iglesia, posibilita y reclama a la vez la conversión del orante. Sin el encuentro con el Dios de la vida en la oración, la esperanza se debilita y la propia fe se vuelve frágil. El acompañante debe señalar caminos y proponer experiencias que ayuden a descubrir la necesidad de la oración como se necesita el aire para respirar. Por eso son tan importantes en los itinerarios de educación en la fe la escuela de oración, el aprendizaje del silencio y la interioridad, la escucha de la Palabra o la iniciación a la celebración cristiana.
Vinculado a la experiencia celebrativa proponemos un cuarto camino que es imprescindible cuidar en nuestra propuesta educativo-pastoral: la experiencia de Iglesia. La experiencia de la fe y la esperanza no pueden ser la consecuencia de un descubrimiento individual. Son más bien experiencias personales en la Iglesia, junto a otros creyentes, en el corazón de una comunidad de fe real y concreta. Es en la comunidad de los creyentes donde experimentamos, profesamos y celebramos la fe. En ella alentamos también la esperanza cuando ofrecemos y recibimos acogida, aceptación y consuelo. Una de las estrategias vitales para la educación de los jóvenes en la fe y en la esperanza será, precisamente, impulsar comunidades eclesiales vivas y comprometidas en las que poder compartir el camino y sentir el apoyo de los hermanos y hermanas.
Finalmente, proponemos el sendero del compromiso con el amor solidario. La fe posibilita una esperanza cierta y la esperanza abre horizontes nuevos a la fe. No es menor la relación intrínseca de la esperanza con la caridad. Quien vive la esperanza se siente urgido a vivir con misericordia, con compasión, con bondad. En nuestras propuestas educativo-pastorales es importante poder hacer experiencias de compromiso solidario con las personas, especialmente con los pequeños y los pobres, con las personas en riesgo de exclusión social, con los más vulnerables. La esperanza, si no se expresa en la solidaridad, queda hueca. Se trata de asumir, personal y comunitariamente, la exigencia transformadora del Evangelio. Los seguidores de Jesús, apasionados de Dios, estamos al servicio del hombre y aportamos nuestro esfuerzo para hacer emerger una realidad más justa y con más oportunidades para todos, un mundo más parecido al corazón de Dios.
Educar en la esperanza es educar en el sentido de Dios, ayudar a centrar la vida en Él, asumir con compasión la humanización de nuestro mundo, vivir la experiencia de la comunión como profecía de futuro. Educar a los jóvenes en la virtud de la esperanza es ayudarles a ser una pequeña luminaria, siquiera tenue, en medio de la opacidad de la realidad que vivimos, pero que permite seguir caminando buscando una luz más definitiva. La pastoral con jóvenes debe saber también proponer procesos así: itinerarios que transiten los senderos que van del valor a la virtud, que abran al don de Dios y estimulen el tesón del que anhela mayor plenitud en el camino.
[1] Cfr. P. GONZALEZ BLANCO – J. GONZÁLEZ-ANLEO (dir.), Jóvenes españoles 2010, Fundación SM, Madrid 2010. Aludiendo a sus preocupaciones, el paro ocupa un primer lugar destacado con un 45%, seguido de la droga (33%), la vivienda (28,7%), la inseguridad ciudadana (23,6%), la falta de futuro (21,6%) y el terrorismo (20%).
[2] J. GONZÁLEZ-ANLEO, Jóvenes del siglo XXI, en Documentación Social 124 (2001) 35.
[3] El fin de semana de 19-21 de octubre de 2012 se ha celebrado en EE UU la convención de One Young World, una ONG que pone en contacto jóvenes empresarios de todo el mundo para compartir experiencias y para que desarrollen sus propios proyectos. “Una de las cosas más interesantes de este encuentro ha sido la diferencia en las percepciones de los jóvenes con respecto al futuro que les espera. Un sondeo de la consultora YouGov (la misma que le suele hacer las encuestas de ‘The Economist’) para One Young World revela que solo el 30% de los jóvenes de Europa y Estados Unidos creen que les espera una vida mejor que a sus padres. En España, la cifra es del 24%. Es un pesimismo justificado, dado que, según el Fondo Monetario Internacional, la economía española no logrará el PIB que tenía en 2007 hasta 2018”:http://www.elmundo.es/elmundo/2012/10/21/economia/1350852681.html.
[4] J. F. TEZANOS, Hacia una patología del pesimismo nacional, en Temas para el debate 210 (2012) 5.
[5] “¿Qué está pasando, entonces? Pues, sencillamente, que las apreciaciones pesimistas (subjetivas) en estos momentos pesan más en las valoraciones políticas, económicas y sociales que las realidades sociales (objetivas y concretas). Y esto se llama “efecto Thomas”: J. F. TEZANOS, Hacia una patología…, 7.
[6] “No es verdad que todos los hombres desean ser felices? Sin duda que es así, pero la asunción de este estado va muy ligado a la moral de la persona, al ejercicio de su vida práctica. Ya en el mundo griego se establece un interesante debate sobre si la felicidad y la virtud han de ir necesariamente ligadas. Según nuestro punto de vista, la felicidad es una vivencia interior del alma que es consecuencia del cultivo de las virtudes”: A. PUIG – F. TORRALBA, La felicitat. Una ètica per al segle XXI, Barcelona 2005, 23-24. (La traducción es nuestra).
[7] Cfr. J. A. MARINA, Ética para náufragos, Anagrama, Barcelona 1995, 9-11.
[8] Cfr. A. MILANO, Quale verità. Per una critica della ragione teologica, EDB, Bologna 1999, 47-65.
[9] http://www.abc.es/20110520/cultura/abci-entrevista-jose-antonio-marina-201105191133.html.
[10] “La fe en Dios, Padre y Amigo, no es ningún opio que aliene ni ninguna neurosis que esclavice. Creer es un acto de libertad, gracias al cual el hombre entra en un camino de construcción interior, espiritual, de consecuencias imprevisibles (…) Por eso, el camino de una ética responsable no diverge del itinerario espiritual de cada hombre y de cada mujer. El uno y el otro, el camino y el itinerario, son – de hecho – trayectos de felicidad”: A. PUIG – F. TORRALBA, La felicitat…, 125.