Democracia de la «gracia»

1 abril 2000

 No se trata de buscar a Dios,
sino de encontrarlo
allí donde Él dijo que se encontraba,
en los pobres del mundo.
 

  1. MIRANDA

 
 

         Personas con espíritu

 
Todo ser humano es un ser espiritual. Esto es: cada hombre tiene que enfrentarse con la realidad —interpretar la propia existencia y cuanto la rodea, tomar posturas y justificarlas, etc.— porque su vida es así, racional, creativa, espiritual. Sea más o menos consciente, lo quiera o no, está abocado a confrontarse con la vida. Bien podemos entender que el primer significado de la espiritualidad es precisamente éste: «el espíritu con que se afronta lo real» (J. Sobrino), el modo como se va construyendo la historia personal.
Esta espiritualidad —personas con espíritu— remite primordialmente a la manera con la que se unifica y orienta la respuesta ante lo real, al punto clave o quicio sobre el que las personas edifican su propio proyecto vital. Poner frente a frente la realidad, a este nivel que podríamos denominar espiritualidad fundamental o básica, entre otras cosas, exige respetar la verdad de la realidad que nos rodea, es decir, captarla tal cual es —no inventarla a nuestro gusto— y responder a sus exigencias, a la par que reaccionar con misericordia y esperanza.
 
 

         Contraseña cristiana

 
La «era de la informática», entre otros distintivos, ha puesto de moda la estrategia de las contraseñas. Ordenadores, Internet, etc., se pueblan de señales de reconocimiento personalizadas y enrevesadas. Pues bien, si de acceder a la clave de la identidad y espiritualidad cristianas se tratase, el santo y seña no abrigaría ninguna dificultad: la «encarnación» es la contraseña, el misterio central del cristianismo. El quid de la historia de Dios con el hombre estriba en eso, en una paulatina profundización de la encarnación, en un progresivo abajamientode la altura divina hasta acreditarse ante nosotros con una talla humana.
Lo más significativo y paradójico del cristiano radica precisamente en dicho proceso, por el que alcanzar a Dios —quien siempre nos sorprende y desborda— no supone una salida de lo humano, sino todo lo contrario, la plenitud y realización más profunda del propio hombre. Y más: la senda de Dios para llegar al hombre se convierte en la vereda de los hombres para llegar a Dios. La Encarnación además de «acontecimiento» del que brota el contenido fundamental de nuestra fe, nos señala igualmente el «método»: para «vivir de fe» y anunciar el Evangelio no hay otra ruta que encarnarse, que salir al encuentro de los hombres concretos de cada tiempo o, mejor dicho, que «hacerse cargo» y «hacerse prójimo» de todos los tirados por el camino (cf. Lc 10,25-37; Mt 25,31-46).
 
 
Los tinglados narcisistas y dualistas
 
Pese a conocer muy bien los quicios sobre los que han de apoyarse tanto la común espiritualidad básica como la específica cristiana, el desquiciamiento es una de las imágenes más aireada del hombre actual.
La distorsión o el desquiciamiento más terrible es aquél que nos impide ver la realidad mayor, que no es otra que la injusticia y la pobreza. Frente a ella, resultan más necesarios hombres y mujeres «con espíritu» que desenmascaren ese egoísmo narcisista que desquicia la vida de los seres humanos.
Entre los cristianos, siguen pululando espiritualismos (¿religiosos?) que separan a Dios y sus intereses de la vida humana y los suyos, que incluso hasta parcelan la misma existencia —hombre interior (sagrado) religioso y exterior (profano)— e identifican burdamente lo profano con el pecado y el mal. La separación, en fin, conduce a dualismos y propuestas ad hoc de «huida del mundo», a desentenderse de los problemas sociales y considerar la relación con Dios como cuestión puramente individual.
 
 
         Espiritualidad de encarnación
 
Por la Encarnación, «todo es gracia» de Dios, pero también «todo es libertad» del hombre. Y, en esa «democracia de la gracia», la encarnación determina la naturaleza del «Pueblo de Dios» y la identidad-misión de cada uno de sus miembros.
Dios se nos entrega —se ofrece, no se impone—. Resulta fundamental destacar la estructura de esta oferta: reconocer a Dios, conocer su mensaje, no tiene nada que ver con un proceso ciego, sobrenaturalista o espiritualista sino con la propia experiencia humana de la realidad y de la historia, donde se ha de contrastar y verificar tanto su imagen como su palabra.
En esta perspectiva, sólo una «espiritualidad de encarnación» será capaz de aportar soportes humanos sobre los que ir asentando el cambio de siglo.

José Luis Moral