Desarrollo histórico de la Confirmación

1 enero 2010

José Antonio Goñi Beásoain de Paulorena
Profesor de Liturgia y sacramentos en Pamplona y Vitoria.

SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
La confirmación está siendo un sacramento controvertido. El autor comienza su reflexión con unas claves de fundamentación escriturística. A continuación recoge el recorrido histórico de algunos temas relacionados con el sacramento: desarrollo ritual, edad, lugar que ocupa en la Iniciación Cristiana, signo sacramental y ministro.
 
La confirmación es uno de los sacramentos más controvertidos en nuestros días. Según la analicemos desde la teología, desde la liturgia, desde la pastoral, desde el ecumenismo… cambia nuestro modo de plantearla más allá de meros detalles. Normalmente porque se parte de una concepción del sacramento diferente. Así puede verse desde la óptica divina, esto es, la confirmación como el sacramento del Espíritu, o puede enfatizarse su dimensión antropológica, esto es, la confirmación como el sacramento de la madurez cristiana, o puede tenerse sólo en consideración su vinculación con el bautismo.
Para poder comprender mejor su pluralidad e iluminar las distintas caras del poliedro que representaría la confirmación vamos a hacer un recorrido histórico por los principales temas que conforman este sacramento y que han variado con el paso del tiempo: desarrollo ritual, edad, lugar en los sacramentos de la iniciación cristiana, signo sacramental y ministro. Aunque antes de nada, ofreceremos una descripción del fundamento escriturístico de la confirmación.
Con todo ello esperamos que el lector pueda profundizar en el sacramento que plenifica la gracia bautismal y robustece nuestra pertenencia a la Iglesia al actualizar la efusión del Espíritu Santo acaecida el día de Pentecostés para que el cristiano, al igual que hicieron los apóstoles entonces, manifieste su plena adhesión a Jesucristo siendo en el mundo testigo del resucitado.
 

  1. Fundamento bíblico

 
Antes de retroceder a la época apostólica para describir los inicios del sacramento de la confirmación, nos centraremos en la relación existente entre Jesús y el Espíritu ya que la confirmación es, de algún modo, el sacramento del Espíritu Santo.
 
Jesús y el Espíritu Santo
 
La presencia del Espíritu en el Mesías ya había sido anunciada en el Antiguo Testamento por los profetas: «Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu del Señor…» (Is 11, 1-2); «El espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido; me ha enviado para dar la buena noticia…» (Is 61, 1).
Desde su concepción (Lc 1, 35: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra») hasta su muerte (Jn 19, 30: «Inclinando la cabeza entregó el espíritu»), la presencia del Espíritu Santo se constata en la vida de Jesús tanto en las obras que realiza como en su propio mensaje. De un modo particular desciende el Espíritu sobre Jesús en su bautismo (cf. Mt 3, 16; Mc 1, 10; Lc 3, 22; Jn 1, 32), el cual se había atribuido previamente la profecía de Isaías (cf. Lc 4, 18; Mt 12, 18).
Este Espíritu es prometido por Jesús a todos los que crean en él (cf. Jn 7, 3b-39; 16, 7-15; Hch 1, 8). Ezequiel y Joel habían profetizado esta efusión del Espíritu sobre el pueblo mesiánico (cf. Ez 36, 25-27; Jl 3, 1-2). Esta promesa se cumplió el día de Pascua: «Sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20, 22). Aunque de modo manifiesto los apóstoles se llenaron del Espíritu Santo el día de Pentecostés (cf. Hch 2, 1-4).
 
Pentecostés
 
El día de Pentecostés el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles, cumpliéndose la promesa de Jesús, y fueron transformados (cf. Hch 2, 1-41). Aquellos hombres que, tras la crucifixión y muerte de su maestro, vivían ocultos por miedo a los judíos y no se atrevían a expresar públicamente su fe, cambian radicalmente saliendo a las calles para anunciar el kerigma aun corriendo grave peligro sus vidas. Gracias al Espíritu, los apóstoles se convierten en testigos ardientes de Cristo resucitado.
 
El don del Espíritu Santo
 
Para seguir a Jesús, para pertenecer a la comunidad cristiana es necesario nacer de nuevo. El propio Jesús así se lo dijo al anciano Nicodemo: «El que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (Jn 3, 5a).
Y así, los apóstoles, siguiendo el mandato de Jesús (cf. Mt 28, 19-20), bautizaban a los que abrazaban la fe para expresar ritualmente su adhesión a Cristo. En el libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos múltiples ejemplos. El día de Pentecostés fueron bautizados unos tres mil nuevos creyentes (cf. Hch 2, 38-41). Felipe bautiza en Samaría a quienes abrazan la fe cristiana (cf. Hch 8, 5-17) y de modo particular se nos describe el bautismo del eunuco etíope (cf. Hch 8, 26-39). Pablo, tras su conversión, es bautizado en Damasco (cf. Hch 9, 1-19). Pedro bautiza al centurión Cornelio con su familia (cf. Hch 10, 44-47). Igualmente es bautizada en Filipos Lidia con su familia (cf. Hch 16, 12-15). En la misma ciudad Pablo y Silas bautizan a su carcelero (cf. Hch 16, 30-34). Con la predicación de Pablo en Corinto son bautizados los primeros creyentes del lugar (cf. Hch 18, 2-8). También en Éfeso fueron bautizados los conversos (cf. Hch 19, 1-7).
Con el bautismo va vinculado el don del Espíritu Santo. No obstante la conexión del bautismo con el don del Espíritu no es siempre automática e inmediata. Así, en casa de Cornelio, el Espíritu Santo desciende sobre los paganos durante la predicación de Pedro, antes del bautismo. Igualmente en el episodio de la conversión de Pablo se habla en primer lugar de la imposición de manos, llevada a cabo por Ananías, para que Pablo fuera colmado del Espíritu Santo (cf. Hch 9, 17) y seguidamente es bautizado. De modo contrario ocurre en los bautizos que hizo Felipe en Samaría donde el Espíritu desciende con la imposición de manos de los apóstoles Pedro y Juan que siguió al bautismo. Hecho que acontece del mismo modo también en Éfeso, donde el Espíritu desciende cuando Pablo impone las manos sobre los ya bautizados.
Algunos autores han querido ver en estos dos últimos textos (Hch 8, 14-17; 19, 1-7) el fundamento de la confirmación que en los tiempos apostólicos se conferiría mediante la imposición de manos. Otros, en cambio, opinan lo contrario.
Tras esta sucinta exposición de los datos que el Nuevo Testamento nos ofrece sobre el futuro sacramento de la confirmación, debemos concluir afirmando que los textos bautismales del libro de los Hechos de los Apóstoles no permiten deducir que existan dos ritos independientes, uno que conllevara el bautismo con agua y otro el bautismo con el Espíritu Santo, ni tampoco que los apóstoles se reservaran el derecho de comunicar el don del Espíritu Santo. No hay datos suficientes. El único dato que podemos extraer de todos ellos con firmeza es la unidad de la iniciación cristiana que conlleva el bautismo y el don del Espíritu Santo, pudiéndose dar simultáneamente o en momentos distintos.
 

  1. Desarrollo histórico del rito de la confirmación


El rito de la confirmación se ha desarrollado a lo largo de la historia, pasando desde la fusión con el bautismo en sus inicios a convertirse en un sacramento autónomo. Recorramos este camino.
 
El don del Espíritu Santo en el bautismo

Los primeros santos padres de la Iglesia (siglos I-II) no hablan de un rito específico para conferir el Espíritu Santo. Al contrario, se relaciona siempre con el bautismo. Así, ni la Didaché, ni la Epístola de Bernabé, ni el Pastor de Hermas, ni Ignacio de Antioquía, ni Justino, ni Ireneo de Lyon, ni Clemente de Alejandría… mencionan una imposición de manos, como veíamos en los Hechos de los Apóstoles, o una unción, como encontramos en los textos posteriores, para significar el don del Espíritu Santo. Todos ellos lo vinculan al bautismo.
 
El bautismo y el don del Espíritu Santo: unidad y distinción
 
A partir del siglo III encontramos los primeros testimonios de un rito distinto al baño bautismal mediante el cual se confiere el Espíritu Santo.
En la Tradición Apostólica, un documento litúrgico-canónico de la Iglesia de Roma de comienzos del siglo III, se describe por primera vez el desarrollo de la liturgia bautismal con sus ritos y oraciones.
Una vez ha ascendido , es ungido por el presbítero con el óleo de acción de gracias, diciendo: «Te unjo con el óleo santo, en nombre de Jesucristo». Y así, cada uno se secará y se vestirá; y después entrarán en la iglesia. El obispo les impondrá la mano y pronunciará esta invocación: «Señor y Dios nuestro, que los has hecho dignos de alcanzar la remisión de los pecados por medio del baño de la regeneración, hazlos dignos de ser colmados con el Espíritu Santo y envía sobre ellos tu gracia, para que te sirvan según tu voluntad; porque tuya es la gloria, Padre e Hijo, con el Espíritu Santo, en la santa Iglesia, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén». Después, derramando óleo de acción de gracias en su mano y colocando la mano sobre la cabeza dirá: «Yo te unjo con el óleo santo en Dios, Padre omnipotente, en Jesucristo y en el Espíritu Santo». Después le hará la señal de la cruz en la frente, y le dará el ósculo y dirá: «El Señor esté contigo».
Según esta descripción, hay por tanto una clara distinción entre el bautismo, con su unción, y la confirmación, que comprendería la imposición de manos y la unción hecha por el obispo. Las oraciones que acompañan estos gestos nos revelan el significado teológico de los mismos: en la confirmación el Espíritu Santo se da por sí mismo y no solamente para llevar a cabo una transformación como en el bautismo. Así hay una unidad entre el Espíritu recibido en el bautismo y en la confirmación, pero también se marca la distinción: en el bautismo realiza el perdón de los pecados y en la confirmación se trata del don mismo del Espíritu Santo.
En estos primeros siglos encontramos prácticas semejantes en otras Iglesias. En África, como atestigua Tertuliano, a la inmersión bautismal seguía la unción y la imposición de manos del obispo. En la Iglesia de Milán, san Ambrosio habla de unción de la cabeza y de sello del Espíritu Santo con sus siete dones. En España encontramos la signación en la frente del bautizado y la imposición de manos con la invocación del Espíritu Santo. La Iglesia franca conoce igualmente la unción y la imposición de la mano, a la que se atribuye el don del Espíritu. En Oriente en la praxis más antigua, además de la unción con óleo perfumado, signo que ha permanecido, figura la imposición de las manos.
Así que podemos concluir afirmando que, en los primeros siglos, bautismo y confirmación eran ritos diferenciados pero que formaban una unidad litúrgica. No podemos, por tanto, hablar del sacramento de la confirmación como un acto distinto del bautismo. En esta época se tiene la convicción de que el bautismo no ha alcanzado su plenitud mientras el obispo no haya finalizado la celebración comunicando el Espíritu Santo para recibir después la eucaristía. De modo que cualquier intento de separar los dos ritos sería un anacronismo.
 
Separación del bautismo y la confirmación
 
La difusión rural del cristianismo inicia una nueva etapa en la configuración de la iniciación cristiana. A partir de los siglos IV-V las comunidades se fueron haciendo más numerosas y diseminadas geográficamente, por lo que resultaba imposible que el obispo asistiera personalmente a todos los bautizos. De modo que son los presbíteros quienes empiezan a administar este sacramento. Pero, en Occidente, se le reserva al obispo la confirmación, que la administrará cuando haga la visita de esa comunidad. Así se producirá la separación del bautismo y la confirmación. En Oriente, en cambio, será el presbítero quien confiera ambos sacramentos, manteniendo su unidad.
Los primeros testimonios de esta separación provienen del siglo IV de la Galia. San Jerónimo, en su escritoContra los luciferianos (382), constata el uso en vigor según el cual el obispo imponía las manos a aquellos que habían sido bautizados por los presbíteros en los pueblos lejanos de la ciudad. También el papa Inocencio I en su carta al obispo Decencio de Gubbio, del año 416, nos ofrece un testimonio al respecto: «Acerca de la confirmación de los niños es evidente que no puede hacerse por otro que por el obispo».
Con la multiplicación del bautismo de los niños recién nacidos, propiciada en gran parte por la doctrina del pecado original de san Agustín pues era necesario que murieran en gracia para entrar en el cielo, se generalizó la separación del bautismo y la confirmación, que hasta el momento se daba en casos excepcionales.
A pesar de que esta praxis se fue extendiendo, los libros litúrgicos romanos mantienen la unidad de los ritos de la iniciación cristiana hasta el siglo X. Así figura en el Sacramentario Gelasiano, en el Ordo Romanus XI y en el Sacramentario Gregoriano Hadriano. Según estos documentos litúrgicos el bautismo solemne se celebraba dos veces al año: en la vigilia de Pascua y en la vigilia de Pentecostés. Los ritos que se sucedían tras el baño bautismal eran dos unciones con el crisma: la primera hecha por el presbítero en la cabeza del neófito y la segunda realizada por el obispo con el signo de la cruz en la frente. Ésta última estaba precedida, además, por una oración del obispo con la imposición de la mano en la que se pide la efusión del Espíritu Santo con sus siete dones sobre el recién bautizado.
 
Desarrollo del Ritual de la confirmación
 
Al normalizarse la administración de la confirmación en un momento diverso del bautismo, comenzó a desarrollarse un ritual propio para este sacramento independiente del bautismo. El rito de la confirmación aparecerá por primera vez de forma autónoma en los pontificales, libro litúrgico que contenía las celebraciones propias del obispo.
En el Pontifical Romano-Germánico del siglo X permanece todavía muy viva su relación con el bautismo. ElPontifical romano del siglo XII ofrece, en apéndice, un breve rito de la confirmación separado de la liturgia bautismal de la vigilia pascual. En el Pontifical de la curia romana del siglo XIII este rito pasará del apéndice al cuerpo del libro, quedando totalmente independiente del bautismo. Así quedarán las cosas en el Pontifical de Guillermo Durando, obispo de Mende (†1296) que se convertirá, con escasos retoques, en el Pontifical romanode 1595 que tras el concilio de Trento el papa Clemente VIII impuso a toda la Iglesia de rito romano.
La confirmación como rito autónomo se celebra fuera de la misa. El obispo está de pie delante del altar mientras los confirmandos están de rodillas frente a él. Tras la lectura de unos versículos bíblicos el obispo extiende las manos sobre los confirmandos y recita una oración que pide la efusión del Espíritu septiforme. Después unge a cada uno haciendo en la frente el signo de la cruz diciendo la fórmula correspondiente. Finalmente da una palmadita a cada confirmando en la mejilla deseándole la paz. Concluye el rito con la bendición y la exhortación a los padrinos sobre su responsabilidad hacia su ahijado.
 
La reforma del Ritual de la confirmación tras el concilio Vaticano II

En la reforma litúrgica promovida por el concilio Vaticano II fue renovado también el Ritual de la confirmación. Los padres conciliares habían pedido en la constitución Sacrosanctum Concilium (n. 71) que apareciera más clara la relación de este sacramento con la iniciación cristiana y que se posibilitara la celebración de la confirmación en la misa.
Para hacer realidad este deseo del concilio se incluyeron en el nuevo ritual algunos elementos que expresaran la vinculación de la confirmación con el bautismo y con la eucaristía, de modo que se manifieste la unidad de la iniciación cristiana. En primer lugar se incluyó la renovación de las promesas bautismales. En segundo lugar se pide que, en la medida de lo posible, se conserven los mismos padrinos del bautismo. En tercer lugar se propone la misa como el lugar ordinario de administración del sacramento de la confirmación. En esta misma línea se inspira la posibilidad de celebrar de modo continuo la iniciación cristiana (bautismo, confirmación y eucaristía) en el caso de un niño que no haya sido bautizado en la infancia y se inscriba como catecúmeno en la edad de la discreción (en torno a los 7 años).
La estructura del rito renovado, que vio la luz en 1971, se desarrolla tras la liturgia de la palabra. Comienza antes de la homilía con la presentación de los candidatos. Acabada la homilía tiene lugar la renovación de las promesas bautismales. Seguidamente el obispo impone las manos sobre los confirmandos mientras recita una oración pidiendo la efusión del Espíritu septiforme. A continuación el obispo unge con crisma la frente de cada confirmando haciendo la señal de la cruz mientras tiene la mano sobre la cabeza. El rito concluye con el abrazo de paz del obispo al recién confirmado.
 

  1. La edad de la confirmación


No ha habido, ni a lo largo de la historia ni en las diferentes Iglesias cristianas, uniformidad respecto a la edad conveniente para la confirmación.
En el rito romano eran bautizados tanto adultos como niños, así lo atestigua la Traditio apostolica de comienzos del siglo III: «Se bautizará en primer lugar a los niños. Todos los que puedan hablar por sí mismos, hablarán. Los que no puedan hablar por sí mismos, serán sus padres o algunos e su familia quienes hablen por ellos. A continuación, serán bautizados los hombres y después las mujeres.» Por tanto, también los niños eran confirmados, incluso bebés ya que se especifica si pueden o no hablar, pues ambos sacramentos se administraban en una misma y única celebración.
Esta praxis siguió vigente mientras la confirmación se administraba juntamente con el bautismo.
Como vimos, al aumentar las comunidades rurales el obispo, que administraba a los catecúmenos los sacramentos de la iniciación cristiana, no podía estar siempre presente. De modo que la confirmación tenía lugar en la primera visita del obispo al lugar, recibiendo el sacramento todos los que habían sido bautizados, fueran niños o adultos, desde la última vez que había estado el obispo.
Cuando el concilio IV de Letrán determinó que la comunión se recibiera a la edad de la discreción (en torno a los 7 años) quedó fijado, más o menos, el siguiente orden: bautismo a los pocos días de nacer (quam primum) y la confirmación en la primera visita del obispo, normalmente antes de la primera comunión que se recibía a partir de los siete años. Ahora bien hubo en las diferentes Iglesias locales distintos usos y costumbres.
El Catecismo tridentino, publicado en 1566, refleja un cambio en esta práctica: «Todos saben que se puede administrar el sacramento de la confirmación después del bautismo; sin embargo, es más conveniente no hacerlo antes de que los niños tengan uso de razón. Por eso, aunque no hay que esperar a los doce años, conviene diferir este sacramento hasta los siete». También la primera comunión se difirió hacia los doce años. Así, siguiendo las disposiciones tridentinas, se administraba el bautismo cuanto antes, la confirmación al iniciar la catequesis, hacia los siete años, y la primera comunión como conclusión del periodo catequético, hacia los doce años.
A mediados del siglo XVIII y durante el siglo XIX en diversos países de Europa, como Francia, Austria, Alemania y Hungría, se comenzó a retardar la confirmación y a posponerla a la primera comunión con el fin de que el bautizado recibiera una adecuada preparación.
En 1910 el papa san Pío X, con el decreto Quam singulari, estableció que la primera comunión se recibiese hacia los siete años, en lugar de a los once o doce, como era la práctica habitual. Inicialmente esto propició que se pospusiera la confirmación a la primera comunión. Pero el canon 788 del Código de Derecho Canónico, publicado en 1917, fijó la edad de la confirmación hacia los siete años. De modo que no era lícito administrar la confirmación después de la primera comunión. Pocos años después, en 1932, la Sagrada Congregación de los Sacramentos afirmó, en una respuesta dada a una consulta de las diócesis de España y Latinoamérica, que la confirmación debía administrarse antes de la primera comunión; sin embargo si algún niño llegara a la edad de la discreción sin haber sido confirmado podría recibir la comunión.
El concilio Vaticano II no se posicionó respecto a la edad del sacramento de la confirmación. Fue el Ritual de la confirmación el que en el número 11 de los Praenotanda estableció la edad: «Por lo que se refiere a los niños, en la Iglesia latina la confirmación suele diferirse hasta alrededor de los siete años. No obstante, si existen razones pastorales, especialmente si se quiere inculcar con más fuerza a los fieles su plena adhesión a Cristo, el Señor, y la necesidad de dar testimonio de él, las Conferencias Episcopales pueden determinar una edad más idónea, de tal modo que el sacramento se confiera cuando los niños son ya algo mayores y han recibido una conveniente formación.» De un modo jurídico fue recogida esta idea en el canon 891 del Código de Derecho Canónico: «El sacramento de la confirmación se ha de administrar a los fieles en torno a la edad de la discreción, a no ser que la Conferencia Episcopal determine otra edad, o exista peligro de muerte o, a juicio del ministro, una causa grave aconseje otra cosa.»
La Conferencia Episcopal Española determinó «como edad para recibir el sacramento en torno a los 14 años, salvo el derecho del obispo diocesano a seguir la edad de la discreción».
 

  1. Lugar de la confirmación dentro de la iniciación cristiana

 
La edad de la confirmación modifica el lugar que este sacramento ocupa en la iniciación cristiana. La teoría es clara: la confirmación es el segundo sacramento de la iniciación cristiana y se encuentra fuertemente vinculado al bautismo ya que plenifica la gracia bautismal. Pero en la historia el orden lógico de recepción de los sacramentos de la iniciación cristiana (bautismo, confirmación y eucaristía) no siempre se ha mantenido.
Al reservarse el obispo el derecho de administrar la confirmación, en aquellas ocasiones que un presbítero bautizaba daba la comunión al neófito posponiendo la confirmación para otro momento. La primera expresión ritual de esta práctica la encontramos en el siglo IX en el Suplemento añadido en las Galias al Sacramentario Gregoriano: «Si el obispo está presente es conveniente que lo confirme al momento con crisma. Y si el obispo está ausente, el presbítero le da la comunión». Hasta que el concilio IV de Letrán fijó, como hemos visto, la edad de la comunión a los siete años, ésta era administrada habitualmente juntamente con el bautismo incluso a los niños. Así, en el Pontifical romano del siglo XII se indica: «Si el obispo no está, recibirán la comunión de manos del presbítero. Los niños que todavía no pueden comer ni beber comulgarán por medio de una hoja o de un dedo majados en la sangre del Señor y que se meterán en su boca.»
En los siglos posteriores al mencionado concilio se recuperó el orden de los sacramentos de la iniciación cristiana hasta que desde mediados del siglo XVIII y durante el siglo XIX, como dijimos al hablar de la edad de confirmación, se empezó a posponer la confirmación a la primera comunión en Francia, Austria, Alemania y Hungría.
El resto de la historia va unida a las disposiciones magisteriales respecto a la edad de la confirmación que tratamos en el apartado precedente, por lo que no es necesario repetirlas.
 

  1. Signo sacramental

 
La esencia del rito de la confirmación, esto es, el elemento constitutivo del sacramento que en nomenclatura clásica se denominaba materia y forma es, tal y como definió el papa Pablo VI en la constitución apostólicaDivinae consortium naturae del 15 de agosto de 1971: «la unción del crisma en la frente, que se hace con la imposición de la mano, y mediante las palabras “Accipe signaculum doni Spiritus Sancti” (Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo)».
Ahora bien, no siempre ha sido así.
En el Nuevo Testamento hemos visto cómo se confería el Espíritu Santo mediante la imposición de manos (cf.Hch 8, 14-17; 19, 1-7). Este gesto tiene un fuerte significado epiclético, manifestando la transmisión del Espíritu.
En la descripción que ofrece la Traditio apostolica del bautismo-confirmación en la Iglesia de Roma encontramos una unción con óleo y la imposición de manos mientras el obispo dice: «Yo te unjo con el óleo santo en Dios, Padre omnipotente, en Jesucristo y en el Espíritu Santo»; después hace la señal de la cruz en la frente del neófito.
Poco tiempo después, la carta del papa Inocencio I a Decencio, obispo de Gubbio, del año 416, manifiesta que el rito de la imposición de la mano era considerado como el signo que confería el sacramento de la confirmación. La unción estaba vista con menor consideración. En aquel tiempo el papa quería solucionar un problema disciplinar: los presbíteros ungían con crisma en la frente a los neófitos. De tal modo que distingue entre dos unciones, que ya figuraban en la Traditio apostolica, la que hace el presbítero en la parte superior de la cabeza y la que hace el obispo en la frente. Y subraya que el Espíritu Santo lo confiere la imposición de la mano, teniendo la unción un papel secundario.
En el siglo X la imposición de manos pasó de ser individual a general, seguramente para acortar el rito. De modo que ésta perdió fuerza en favor de la unción con el crisma. Y la fórmula que acompañaba la unción fue modificada considerando ese gesto la confirmación: «Te confirmo y te marco en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Mientras que antes se decía: «El signo de Cristo para la vida eterna».
En los primeros siglos del segundo milenio algunos papas contribuyeron a recordar la importancia de la imposición de manos. Fue el caso de Inocencio III (1198-1216) e Inocencio IV (1243-1254). No obstante los concilios de Florencia y de Trento se decantaron por la unción con el crisma como el signo característico de la confirmación.
Finalmente, como ya hemos afirmado al comienzo de este apartado, con la publicación del nuevo Ritual de la confirmación el papa Pablo VI precisó la esencia del sacramento uniendo imposición de manos y crismación.
 

  1. Ministro

 
Según la disciplina actual de la Iglesia romana el ministro de la confirmación es el obispo, aunque también puede administrarlo válidamente el presbítero con el permiso oportuno.
En la Iglesia latina siempre ha sido el obispo el ministro ordinario del sacramento de la confirmación. Cuando éste dejó de administrar la iniciación cristiana a los catecúmenos se reservó, como vimos al tratar la historia, el derecho de conferir el don del Espíritu Santo por medio de la imposición de manos y la unción que seguían el bautismo.
San Jerónimo es el primero en señalar el motivo por el cual el ministro de la confirmación es el obispo. Según él esta práctica se justifica «más por el honor del sacerdocio que por la ley de la necesidad», pues del reconocimiento de la dignidad del obispo depende la buena marcha de la vida eclesial, dado que «si él no poseyera un poder eminente habría en la Iglesia tantos cismas como presbíteros». En esta misma línea, el Liber pontificalis atribuye al papa Silvestre I (314-335) la decisión de no ceder a los presbíteros la facultad de administrar la confirmación para evitar la propagación de los herejes.
En la carta del papa Inocencio I al obispo Decencio de Gubbio, del año 416, ofrece tres argumentos para que el obispo se reserve el derecho de confirmar: «Acerca de la confirmación de los niños, es evidente que no pude hacerse por otro que por el obispo. Porque los presbíteros, aunque ocupan el segundo lugar en el sacerdocio, no alcanzan, sin embargo, la cúspide del pontificado. Que este poder pontifical, es decir, el de confirmar y comunicar el Espíritu Paráclito, se debe a solos los obispos, no sólo lo demuestra la costumbre eclesiástica, sino también a aquel pasaje de los Hechos de los Apóstoles, que nos asegura cómo Pedro y Juan se dirigieron para dar el Espíritu Santo a los que ya habían sido bautizados .» Así, el primer motivo es teológico: un presbítero no puede confirmar a los neófitos porque carece de la plenitud del sacerdocio que pertenece únicamente al obispo. Su segundo argumento es de tipo escriturístico: en el libro de los Hechos de los Apóstoles se reserva la concesión del Espíritu tras el bautismo a los apóstoles como se constata del pasaje Hch 8, 14-17. Finalmente remite a la tradición eclesial ya que esa es la costumbre de la Iglesia de Roma.
En Oriente la praxis fue completamente diversa. Para mantener la unidad de los sacramentos de la iniciación cristiana el presbítero administraba la confirmación juntamente con el bautismo. La presencia del obispo se manifiesta en el óleo perfumado (myrron) que se emplea en la unción correspondiente, pues sólo el obispo puede consagrar este óleo.
De tal manera que, para poder englobar la visión occidental y oriental, en la Lumen gentium (n. 26) no se habló de que el obispo fuera el ministro ordinario sino originario del sacramento de la confirmación, esto es, en los orígenes era él quien lo administraba aunque después se modificó la costumbre en la Iglesia oriental.
Ambas prácticas presentan la confirmación en clave diferente. Así Oriente destaca la dimensión sacramental de la confirmación al enfatizar la unidad de la iniciación cristiana. Y Occidente resalta la dimensión eclesiólogica del sacramento, al expresar más netamente la comunión del nuevo cristiano con su obispo, garante y servidor de la unidad de su Iglesia, de su catolicidad y su apostolicidad, y por ello, el vínculo con los orígenes apostólicos de la Iglesia de Cristo.
 

José Antonio Goñi Beásoain de Paulorena

 
 
Las diversas opiniones al respecto pueden verse en S.A. Panimolle, «Il Battesimo e la Pentecoste dei samaritani (At 8, 4-25)», en G. Farnedi (ed.), Traditio et progressio. Studi liturgici in onore del prof. Adrien Nocent, OSB (Studia Anselmiana 95 – Analecta Liturgica 12), Pontificio Ateneo S. Anselmo, Roma 1988, 413-436.
Cf. P. Dacquino, Un dono di Spirito Profetico. La Cresima alla luce della Bibbia, Elle Di Ci, Leumann (Torino) 1992; G. Kretschmar, «Nouvelles recherches sur l’initiation chrétienne», La Maison Dieu 132 (1977) 7-32; A. Triacca, «Per una trattazione organica sulla Confermazione», Ephemerides Liturgicae 86 (1972) 128-181.
Cf. J. Rico Pavés, Los sacramentos de la iniciación cristiana. Introducción teológica a los sacramentos del bautismo, confirmación y eucaristía, Instituto Teológico San Ildefonso, Toledo 2006, 135-156.
Cf. Traditio Apostólica 21, ed. B. Botte (traducción castellana: La Didajé. La Tradicion Apostólica de san Hipólito (Cuadernos Phase 75), CPL, Barcelona 1996).
Cf. A. Nocent, «I tre sacramenti dell’iniziazione cristiana», en A.J. Chupungco (dir.), I sacramenti. Teologia e storia della celebrazione (Anàmnesis 3/1), Marietti, Genova 1986, 98.
Cf. P Borella (dir), la confermazione e l’iniziazione cristiana (Quaderni di Rivista Liturgia 8), Elle Di Ci, Leumann (Torino) 1970.
Cf. L. Ligier, La confirmation, sens et conjoncture aecuménique hier et aujourd’hui, Beauchesne, Paris 1973.
Cf. P. De Clerck, «La dissociation du baptême et de la confirmation au haut moyen âge», La Maison Dieu 168 (1986) 47-75.
Cf. Jerónimo, Dialogus contra Luciferianos 9: CCL 79B, 26-30.
DH 215.
Cf. Liber sacramentorum Romanae Aeclesiae ordinis anni circuli (Cod. Vat. Reg. Lat. 31 6 / Paris Bibibl. Nat. 71 93, 41/56) (Sacramentarium Gelasianum), eds. L.C. Mohlberg – L. Eizenhofer – P. Siffrin (Rerum Ecclesiasticarum Documenta. Series Maior. Fontes 4), Herder, Roma 1960, 449-451.
Cf. Les Ordines Romani du haut Moyen Age 2, ed. M. Andrieu (Études et documents 23), Spicilegium Sacrum Lovaniense, Louvain 1948, 96-102.
Cf. Le sacramentaire grégorien, ses principales formes d’après les plus anciens manuscrits 1, ed. J. Deshusses (Spicilegium Friburgense 16), Editions universitaires, Friburgo 1971, 375-376.
Cf. Le pontifical romano-germanique du dixième siècle 2, ed. C. Vogel (Studi e Testi 227), Biblioteca Apostolica Vaticana, Città del Vaticano 1963, XCIX, 382-390.
Cf. Le pontifical romain au moyen-âge 1, ed. M. Andrieu (Studi e Testi 86), Biblioteca Apostolica Vaticana, Città del Vaticano 1938, Appendix I.
Cf. Le pontifical romain au moyen-âge 2, ed. M. Andrieu (Studi e Testi 87), Biblioteca Apostolica Vaticana, Città del Vaticano 1940, 452-453.
Cf. Le pontifical romain au moyen-âge 3, ed. M. Andrieu (Studi e Testi 88), Biblioteca Apostolica Vaticana, Città del Vaticano 1940, Liber primus I, 1-8.
Cf. Pontificale Romanum. Editio princeps, eds. M. Sodi – A.M. Triacca (Monumenta Liturgica Concilii Tridentini 1), Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1997, 8-12.
Cf. A. Bugnini, La reforma de la liturgia (1948-1975) (BAC Maior 62), Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1999, 533-543.
Cf. Ritual de la confirmación reformado según los decretos del concilio Vaticano II, promulgado por mandato de Pablo VI, aprobado por el episcopado español y confirmado por la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto Divino, Coeditores Litúrgicos, Barcelona 21986.
Cf. Traditio Apostólica 21, ed. B. Botte (traducción castellana: La Didajé. La Tradicion Apostólica de san Hipólito (Cuadernos Phase 75), CPL, Barcelona 1996).
Cf. DH 812.
Una amplia exposición sobre el tema se encuentra en P.A. Muroni, L’ordine dei sacramenti dell’iniziazione cristiana (Bibliotheca “Ephemerides Liturgicae”. Subsidia 141), CLV-Edizioni liturgiche, Roma 2007, 27-305.
Catechismus romanus ad parochos II, 4, 15.
Cf. R. Levet, «L’âge de la confirmation dans la législation des diocèses de France depuis le Concile de Trente», La Maison Dieu 54 (1958) 118-142; Muroni, L’ordine dei sacramenti dell’iniziazione cristiana, 309-382.
Cf. Sacra Congregatio de Sacramentis, «De aetate confirmandorum (30 iunii 1932)», Acta Apostolicae Sedis 24 (1932) 271-272.
Conferencia Episcopal Española, «Decreto general sobre las normas complementarias al nuevo “Código de Derecho Canónico”», Ecclesia 2183 (1984) 895.
Le sacramentaire grégorien, ses principales formes d’après les plus anciens manuscrits 1, ed. Deshusses, 1088-1089.
Cf. Le pontifical romain au moyen-âge 1, ed. Andrieu, I, 29.
Cf. Traditio Apostólica 21, ed. Botte.
Le pontifical romano-germanique du dixième siècle 2, ed. Vogel, XCIX, 387.
Liber sacramentorum Romanae Aeclesiae ordinis anni circuli, eds. Mohlberg – Eizenhofer – Siffrin, 452.
Cf. Inocencio III, Epistola «Cum venisset»: PL 215, 285.
Cf. Inocencio IV, Epistola «Sub Catholicae professione»: MANSI 23, 579.
Cf. Código de Derecho Canónico 882.
Cf. Jerónimo, Dialogus contra Luciferianos 9: CCL 79B, 26-30.
Liber pontificalis 1, ed. Duchesne, 77. 171.
DH 215.
Cf. Catecismo de la Iglesia católica 1292.