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Pie Autor:
Xavier Quinzá es profesor en la Universidad Pontificia Comillas (Madrid).
Síntesis del Artículo:
Debemos aprender el «alfabeto amoroso del deseo». En concreto, “la ascesis cristiana nos enseña a no identificarnos con la dinámica ciega de nuestros deseos”. El peregrinaje cristiano del deseo recorre el camino que va del eros al ágape para dejarnos «seducir por Dios». Al final, nuestros deseos de peregrinos se encuentran con Jesús, que polariza los deseos de nuestro insatisfecho corazón humano “hacia Él mismo, pero no para retenerlos allí sino para devolver a cada uno —desde el mismo Dios— la confianza extrema en la fuerza humana del desear”.
Somos peregrinos del deseo y, por eso, peregrinos de Dios. El deseo es lo que siempre tira de nosotros. Y se puede convertir en un tirano que nos esclaviza. Aunque desear incesantemente nos revela una grieta en lo más profundo de nuestro ser. Pero la ocasión del deseo es no abdicar de ese lugar, sino abrazarlo como propio y aceptar como grandeza lo desmesurado del deseo. Y desde la fascinación, como figura del deseo, aceptar que debemos adentrarnos en la reconciliación de nuestros deseos, en un cierto recorrido del corazón al corazón. El deseo siempre renace, incluso en la posesión de lo deseado, porque nos orienta hacia el otro. Nos hace nómadas. Por eso podemos dejarnos iniciar en una cultura del deseo peregrino que deje aflorar los deseos y les dé cauce como una forma nueva de sacarlos de la clandestinidad y de atreverse a ponerles nombre.
Afirmamos que hay una lectura cristiana de la dinámica de los deseos: la del peregrinaje de la compulsión de los deseos a la integración en un Deseo mayor. Y que el cristianismo no es un camino de negación del deseo o de competencia con la cultura que configura lo que somos, sino una verdadera oferta a la salvación y rehabilitación del deseo. Dios mismo nos hace desear y reorienta y acoge los deseos del corazón.
El amor es la cualidad extrema del deseo, la que nos introduce en un alfabeto amoroso del deseo que debemos aprender. La ascesis cristiana nos enseña a no identificarnos con la dinámica ciega de nuestros deseos. Porque solamente en el éxodo del deseo, del eros al ágape se puede disfrutar el verdadero dinamismo liberador del deseo. Jesús es el Seductor del corazón humano que nos atrae y nos hace más ricos de nosotros mismos y capaces de aspirar a la plenitud desde la confianza en la fuerza humana del desear.
1. Peregrinos del deseo: en camino del eros al ágape
La ascesis cristiana no es sino ejercitarse en hacer este peregrinaje del deseo, y por ello es, primariamente, una alteración de la cultura del deseo, o sea de las formas como se experimentan la insatisfacción y los proyectos existenciales dirigidos hacia lo que vale la pena desear. Se trata de salir de unas formas de desear, de dejarlas atrás y atreverse a cruzar la frontera como verdaderos peregrinos. Y, precisamente por eso, la reestructuración evangélica del deseo es autocrítica con la lectura de los mismos que nos proporciona la cultura del deseo imperante en nuestra sociedad.
Nos sabemos seres necesitados, carenciales y limitados, pero también nos sentimos y experimentamos capaces de simbolizar aspiraciones y deseos del corazón que desbordan los mismos límites que nos impone la condición cultural en la que nos reconocemos. Y en este éxodo en primer lugar estamos hablando de la imperiosa necesidad de favorecer la eclosión y el desarrollo del deseo. Dejarle salir de la esclavitud y emprender el camino hacia la tierra prometida.
Entre el deseo y la fidelidad a la ley establecida, a la norma fijada, siempre se crea esta dinámica nómada que es la que nos hace crecer. Porque cuando cada uno luchamos contra la falta de deseo y ensayamos cómo llenar las lagunas de nuestras aspiraciones estamos construyendo una cultura del deseo, estamos adquiriendo una experiencia, ganando una sabiduría que nadie puede ganar por nosotros. La palabra es maestra de todos nuestros deseos, cuando está al servicio de la fidelidad y del amor.
Cuando la esperanza cristiana se sitúa hoy, dispuesta a dar cuenta de la densidad cultural de nuestros deseos, lo hace desde unos códigos de desciframiento a partir de los cuales reconoce en nuestra vida indicios de salvación, traduce las posibilidades de nuestro desear y nos introduce en un alfabeto del deseo desde el que podemos leer nuestra salvación como promesa de una nueva plenificación. Incluso para la posmodernidad.
Crítica con una lectura moderna e instrumentalista del deseo, la lectura cristiana es transgresora. Pero el modo evangélico de reestructuración de los deseos sigue siendo quizá escandaloso dentro de la marea de cultura presentista y hedonista que nos invade. Porque reestructurar los deseos supone salir del propio amor, recuperar una perspectiva diferente, una pedagogía nueva y un modo inédito de dejarnos afectar por los otros.
Parece evidente que la ascesis significa muy poco para nosotros cristianos de la posmodernidad. Sin embargo la aventura de Jesús nos ilustra sobre un modo nuevo de ganar la vida entregándola, y de perderla queriéndola retener como posesión inacabada de los deseos. El modo como las primeras comunidades decantaron las formas de desear iba unido indefectiblemente al amor como cualidad extrema del deseo, a una forma de amor oblativo que les llevaba a entregar la vida por los hermanos.
Sólo desde el Signo máximo del cristiano, que es la cruz como forma del amor más grande, amor de amistad llevado hasta el extremo, leemos los cristianos la fuerza apasionada de la realización del deseo.
El corazón humano, en su realidad distorsionada o más encajada, es la historia de un viaje permanente desde la necesidad imperiosa de los deseos a la integración graciosa del Deseo. El Espíritu de Jesús inspira el disfrute agradecido de todo lo creado. En lo amable se ha hecho cuerpo el espíritu, y el sentir, amar, desear, se convierten en campo de la experiencia de Dios.
En Cristo, los ámbitos del deseo y de la necesidad se expanden hacia una vivencia que fluye en el ágape, en la fiesta del deseo, en el intercambio y la plenitud de la fuerza de la fe que desborda los límites impuestos por la dominación de la cultura del consumo.
Y esto puede ser así porque el que ama, el que libera en sí mismo las fuentes inagotables del deseo, es un entusiasta de la vida. Descubre dentro de sí una fuerza desconocida que lo eleva a las más altas cimas de la existencia humana. Todo le asombra, todo le encandila, todas las cosas le parecen nuevas, como si cada día pudiera estrenar de nuevo la creación. Amar es envolver en afecto a la persona que despierta en nosotros ese fervor del deseo, y con ella o con él todo el mundo queda iluminado a una luz distinta y renovadora.
Las mismas cosas vividas antes del amor como normales, se descubren ahora inusitadamente distintas, llenas de otro color, arreboladas de una intensidad tan nueva que parecen ser otras y no las mismas. Sucede a menudo que podemos conocer a una persona antes de desearla y, siendo ella la misma, la miramos después a una luz nueva de tal manera que nos parece otra. Es ella, la de siempre, pero ahora la vemos a la luz del deseo de nuestro corazón.
Por eso el entusiasmo no es solamente la manera exagerada de vivir la vida del que ama, sino su estado más propio; es una calidad nueva que envuelve al amante y le dota de una capacidad desconocida para afrontar las cosas del amor. Es una posesión, una visita de algo diferente, algo que no puede ser de este mundo, que sólo puede explicarse como la asombrosa experiencia de sentirse poseído por la divinidad.
2. La seducción de Dios, seducción del deseo
Porque para amar hace falta tener mucho coraje, y Dios se muestra misericordioso con los que participan de ese modo de su misma esencia divina. Reconocer el amor en nosotros es descender a la grieta del corazón y sentirse al fin humanos, porque sólo amando se conoce la esencia de uno mismo. Y eso supone reconstruir las piezas de la vida, encajarlas de nuevo desde otros cimientos, desde esa nueva experiencia vital que pide una explicación, un sitio donde albergar los sentimientos, un aprendizaje nuevo y fervoroso desde la voluntad de ese dueño que se ha instalado en los ámbitos de nuestra propia casa.
Nos sentimos a veces arrebatados por un torrente extraño que no podemos reconocer sino viviéndolo en nuestros dilatados corazones de carne. Pero, a la vez sabemos que no es nuestro, que no nos pertenece, que no somos la fuente de ese manantial que nos nace en las entrañas, pero que debe tener su origen en el seno mismo del misterio secreto de la Vida.
Nos sabemos deudores de Otro, capaces de acogerlo en el centro más íntimo de nuestro ser, pero desbordados por la presencia de un Don que tiene que tener un nombre y una esencia personal. Y ése es el secreto de los amantes, que se saben habitados por la fuerza del Amor, extraños ellos mismos a lo que viven y sienten e incapaces incluso de expresar todo el misterio y la hondura de lo que les pasa.
El Amor se adueña de su sirviente ingenuo. Y ésa es precisamente la señal que nos llama a discernir el amor auténtico del otro: que se hace nuestro dueño, que no podemos controlarlo con nuestras pobres fuerzas, que nos sabemos siempre en sus manos, sometidos a él, a sus caprichos, si es que hablando de Amor podemos expresarnos de ese modo. El amor es caprichoso porque rompe los moldes de nuestra débil lucecita de la razón; es más que lógica, es deseo que se levanta rebelde y atrevido contra los mismos límites de la condición humana.
El que ama se atreve a bailar sobre la misma tumba de la muerte y es capaz de mirarla a la cara con aire de desafío. Por eso el Cantar de los Cantares nos recuerda que el amor es más fuerte que la muerte y sus flechas una llama del Señor de los ejércitos.
La locura de amor de los románticos no era sino una imagen alterada de esa posesión. El que ama parece que está loco, porque esa fuerza le llega a sacar de sus cabales para lanzarle a una desbordada capacidad de asimilar a la persona amada, de hacerse uno con ella, de mirar por sus ojos, sentir por sus sentidos e imaginar sus sueños casi desesperadamente. Nos saca de tal modo de lo nuestro que seríamos capaces de abandonar lo conocido y transitado para iniciar una aventura loca de asimilación de gustos y pareceres de aquel o aquella a quien amamos.
Por amor se han realizado las más grandes gestas en nuestra historia humana, los mayores esfuerzos de grandeza, las más incomprensibles y excelsas empresas. El que ama no repara en gastos, ni en medida, ni en razón o convenciones. Es único e irrepetible, o al menos así se siente y se figura ser.
Así es como Dios seduce nuestro corazón, como una fuerza de atracción que polariza nuestro desear y que se adueña del centro de nuestra vida. Lo atractivo, lo bello, lo sugestivo forma parte de la ingeniería del deseo. Redescubrir una cultura cristiana del deseo supone que nos alejamos de un concepto de lo divino ligado a experiencias de lo tremendo, aterrorizador, para acercarnos a lo amable, lo gracioso, lo atrayente. Supone que nuestra vivencia de Dios se vincula con más frecuencia a lo atrayente y armonioso, que toma un nuevo carácter cuando es marcado por la belleza y el amor en lugar de serlo, como por desgracia es tan frecuente, por las categorías del poder.
La predicación cristiana de nuestro desencantado fin de siglo ha olvidado que eros y religión estuvieron una vez íntimamente unidos, y que gracia no significa otra cosa que infinita fuerza de atracción, encanto divino, prestancia. De tal manera que podemos decir que lo amable, lo atrayente, lo bello corporal tiene que ver con la gracia en su misteriosa profundidad, en su dimensión de captación y plenificación del deseo.
De la enseñanza evangélica se puede derivar una unidad de disfrute y renuncia que está a la base de la verdadera vivencia del amor. Y en el trato corporal de Jesús con los que le rodean (imponiendo sus manos, acariciando, bendiciendo…) se muestra por qué la vivencia del cuerpo está tan profundamente unida con la experiencia de los deseos humanos: porque expresa la propia capacidad de acoger la oferta de Dios que salva nuestros deseos.
Toda la estructura humana receptora de la gracia es corporal desde la dinámica del deseo y sólo donde el ágape queda contrapuesto al eros en lugar de ser integrado, sucede la división y la evasión. El cuerpo, como una realidad simbólica del deseo, posibilita la vivencia unitaria de necesidad y deseo, de disfrute y renuncia, de pecado y salvación.
3. Jesús como Seductor: dejarnos rehabilitar el deseo de Dios
El Evangelio subraya de forma eminente la realidad humana como existencia corporal de deseos y encierra una fuerza propia para promover un estilo de vida realmente dinamizado hacia su plenitud. Jesús nos invita a ser captados por un sentimiento de vida que resume y encierra todas las imágenes de un Dios amor. Y así, embriagados por él, poder ser captados por un misterio insondable, por el mismo Deseo del Corazón de Dios.
En los textos de gozo, que llamamos evangelios, anida esta convicción fundamental: el Dios de la fidelidad está muy cerca de nosotros e irrumpe definitivamente en nuestra historia para dar cumplimiento a los deseos de nuestro corazón. Esta irrupción del Dios Amor en nuestra realidad concreta no puede dejar la historia como está, intocada en sus encrucijadas de frustración, sino que se produce por medio de unas prácticas liberadoras y solidarias de la dinámica de los deseos humanos.
Los signos mesiánicos que realiza Jesús son señales de esa irrupción de Dios que sana al ser humano y le abre a una plenificación sorprendente, tan concreta y corporal como sanar las miserias y enfermedades, reorientar el anhelo del corazón, solicitar el abandono de los deseos en la confianza del Padre. Abrir los ojos a los ciegos, hacer andar a los cojos, hacer oír a los sordos, perdonar los pecados, se convierten así en prácticas de rehabilitación del deseo y son reivindicadas por Jesús como señales de lo nuevo, como cumplimiento de las aspiraciones humanas, tal y como había sido prometido en el pasado.
En este clima mesiánico de cumplimiento de las expectativas, podemos situar el criterio para discernir lo ilusorio o real de nuestros deseos, para preguntarnos, desde el corazón, qué es lo que podemos desear. Se nos anuncia una nueva situación en la que los deseos se cumplirán, porque la reconciliación universal consistirá en una purificación del corazón.
El carácter universalista y el tono amistoso y esperanzado de reconciliación final son característicos de la predicación de Jesús. Podemos esperar el cumplimiento de nuestros deseos porque el mismo Dios realizará esa integración en los mismos deseos de su corazón por obra del Espíritu que se nos regala sin medida.
Debemos recordar que Jesús, al ser manifestación histórica del mismo Dios, asumió la interpretación profética del mundo vigente en su momento histórico: que Dios era el garante de las aspiraciones del corazón, de la realización plena de los deseos impedidos, enfermos, o incluso pervertidos de sus hermanos.
Jesús se hizo hombre no porque estuviera obligado a ello a causa del pecado de los hombres, sino porque le gustó hacerlo así, porque quiso mostrarnos un Amor incondicional y recreador. Se hizo hombre desde el eterno deseo de Dios de mirar amorosa y liberadoramente los deseos humanos. No fue la miseria humana lo que obligó a Dios a hacerse hombre sino su propio e insondable deseo de comunión.
Pero sobre todo nadie como Jesús ha sabido cómo polarizar los deseos del corazón humano insatisfecho hacia Él mismo, pero no para retenerlos allí sino para devolver desde el mismo Dios a cada uno la confianza extrema en la fuerza humana del desear, que se transfigura en sus palabras en la invitación a cultivar una fe persistente, confiada, que es indispensable para poder obrar milagros.
Jesús acoge a las personas con tal respeto que nunca invade la intimidad, ni otorga favores como quien practica obras de misericordia, sino que más bien alcanza a remover lo más propio de cada uno, aquel fondo dormido del corazón. Enriquece sin oprimir, como devolviendo a todos lo más propio, haciendo descubrir los deseos y oreándolos con su bendición. Pero de un modo tan hondo que atrae y seduce a las multitudes que le siguen para saciarse de su palabra amiga y sentirse en el ámbito de su intimidad, en el círculo privilegiado de los suyos.
Jesús, el Seductor, que puede ser visto, en unas inspiradas palabras de F. Nietzsche, como «el genio del corazón»:
«…que a la mano torpe y apresurada le enseña a vacilar y coger las cosas con mayor delicadeza, que adivina el tesoro oculto y olvidado, la gota de bondad y de dulce espiritualidad escondida bajo el cielo grueso y opaco y es como una varita mágica para todo grano de oro que yació largo tiempo sepultado en la prisión del cieno y la arena. Aquel de cuyo contacto todo el mundo sale más rico, no agraciado y sorprendido, no beneficiado y oprimido como por un bien ajeno, sino más rico de sí mismo, más nuevo que antes, removido, oreado y sonsacado por un viento tibio; tal vez más inseguro, más delicado, más frágil, más quebradizo, pero lleno de esperas que aún no tienen nombre» (Más allá del bien y del mal, & 265)
Por eso la nueva creación es realmente nueva frente a la antigua, inaugurada por Jesús, estrenada de muchos modos, tal y como nos recuerda el evangelio de Juan: vino nuevo para las bodas definitivas, agua que brota cristalina del interior del hombre y que salta hasta una calidad insospechada, nuevo nacimiento desde el Espíritu, definitivo pan para un nuevo éxodo: el de la manifestación de la Gloria de Dios. ¡
Xavier Quinzá Lleó
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