Dinero, justicia, solidaridad

1 diciembre 1999

Ildefonso Camacho es profesor de Moral Social y Económica en la Facultad de Teología de Granada.
 

Síntesis artículo

El artículo trata de “ofrecer algunas pistas para llegar a una síntesis, donde el dinero pueda ser instrumento para la justicia y la solidaridad”. Lo hace sugiriendo un sistema de valores —alternativo al que tiene por cabeza el dinero—, regido por la justicia y la solidaridad. Termina el autor sus reflexiones señalando unas cuantas preguntas concretas para autoevaluarse al respecto.
 
 
Combinar las tres palabras que se han reunido en el título de este artículo parece una tarea a primera vista imposible. Pero si aceptamos que es imposible nos metemos en una situación harto problemática: porque, dada la importancia del dinero en nuestro mundo, ello equivaldría a renunciar para siempre a la justicia y a la solidaridad.
Estas páginas pretenden ofrecer algunas pistas para llegar a una síntesis, donde el dinero pueda ser instrumento para la justicia y la solidaridad.
Para ponernos en camino de entender esta síntesis hay que huir por igual de dos actitudes que suelen darse en nuestra sociedad: porque hay personas que sienten una verdadera adoración hacia el dinero, mientras que otros, en el extremo opuesto, sienten hacia él una actitud de rechazo visceral. Si buscamos una postura más equilibrada, desde la que están elaboradas las reflexiones que siguen, habría que sostener: el dinero no es algo a lo que hay que sacrificar todo en la vida, ni tampoco una especie de veneno que inficiona todo cuanto alcanza.
 
 
      1 El dinero como instrumento económico
 
La sociedad moderna, en la que a nosotros nos ha tocado vivir, se ha ido formando a través de una larga evolución. Y uno de los resultados de tal evolución es que vivimos en una sociedad de abundancia. Esto significa que estamos rodeados de una abundante variedad de bienes y servicios. Pero tal cosa sólo ha sido posible gracias a un elevado grado de especialización en el trabajo. Ahora bien, todo ello no hubiera sido posible sin el dinero.
En efecto, abundante variedad de bienes y especialización en la producción son dos premisas que exigen un alto nivel de intercambios. Y es aquí donde nos encontramos de lleno con el dinero. Porque la primera función de éste es facilitar los intercambios entre personas que producen una sola cosa pero necesitan de muchas para vivir y desarrollarse. Por eso el dinero es, ante todo un medio de pago. ¿Qué sería de un panadero —por poner un ejemplo— que tuviera que inter­cambiar pan por otros productos alimenticios, y que tuviera incluso que pagar a base de pan el alquiler de su vivienda o los estudios de sus hijos? Esta hipótesis absurda demuestra que sin el dinero es inconcebible el funcionamiento de nuestra sociedad.
 
En una sociedad tan especializada —dicho en términos técnicos: con una tan alta división del trabajo— y con tanta abundancia de bienes y servicios, el dinero es como el lubricante esen­cial para que todo funcione con una cierta agilidad. Sin él, los intercambios serían muy difíciles de consumar. Insistir en esto no es superfluo, porque los problemas derivados de la existencia y del uso continuo del dinero no pueden resolverse prescindiendo de él. Tal solución sería volver a las cavernas.
Pero el dinero es, además, un medio para conservar la riqueza. Puesto que los recursos que poseemos no siempre se emplean de forma inmediata, es conveniente disponer de instrumentos para conservarla con seguridad hasta el momento en que precisemos utilizarla.
 
Ahora bien, el dinero que no se precisa gastar para vivir en el día a día es susceptible, no só­lo de ser conservado, sino también de convertirse en recurso productivo: si se inmoviliza, no produce nada; pero si se lo moviliza, poniéndolo a disposición de otro que lo necesita, sí que pue­de generar nueva riqueza, tanto para el propietario como para el que lo usa (prestamista y prestatario, respectivamente). Esta circunstancia nos obliga a centrar nuestra atención en el concepto económico de capital, que es algo más que riqueza en cuanto posesión de dinero o de otros bienes. La palabra capital añade a la de riqueza la posibilidad de reproducirse y multiplicarse: capital es dinero con capacidad de producir más dinero (o más riqueza).
 
La realidad del ahorro —que eso es conservar el dinero para el futuro— y la posibilidad de hacerlo productivo son dos circunstancias que abren un nuevo e importantísimo campo a la actividad económica: el de las operaciones financieras. Se trata de aprovechar el hecho de que unos tienen dinero que no precisan gastar a las inmediatas y otros, en cambio, necesitan un dinero del que, por el mo­men­to, no disponen.
El sistema financiero tiene por misión aumentar la movilidad del dinero desde los que lo tienen hacia los que lo necesitan: así el dinero puede ser empleado en beneficio de estos últimos, pero también de sus propietarios. El sistema bancario, las bolsas de valores, los fondos de inversión, los fondos de pensiones son, todas ellas, instituciones nacidas con esta función. En estos últimos años han alcanzado unas dimensiones y una complejidad sorpren­dentes. Y eso es expresión de la importancia que está adquiriendo la economía financiera, pero también fuente de no pocos problemas, como en seguida tendremos ocasión de ver.
 
Esta última función del dinero (ser medio de conservar la riqueza) nos permite descubrir una perspectiva que no es frecuente ver expresada. Si pensamos en todo el dinero que hay en la sociedad, independientemente de quien lo posea, nos encontramos ahí con una magnitud que podría ser el reflejo de todos los recursos de que dispone la sociedad. Y esto, no sólo por lo que es el dinero en sí, sino por lo que representa: el dinero es como «la otra cara» del conjunto de riqueza real a disposición de la sociedad, dicho en términos más técnicos, la contrapartida económica de los bienes reales. Este vínculo entre riqueza real y riqueza económica se comprende mejor si se tienen en cuenta los dos hechos que siguen:
 
¡   No tendría ningún valor el dinero que poseemos si no hubiera nada que comprar con él.
¡   Pero además el dinero llega a nuestros bolsillos como contrapartida de nuestra contri­bución, directa o indirecta (porque trabajamos o porque aportamos capital), a la producción de bienes y servicios.
 
 
      2  El dinero como valor, como clave de un sistema de valores
 
Ante funciones tan importantes como las que el dinero desempeña, es explicable que la gente aspire a tenerlo y luche por conseguirlo. Esta búsqueda puede realizarse por caminos diferentes. He aquí algunos:
 
¡   Hay personas que desarrollan un trabajo normal (actividad productiva), gracias a la cual consiguen unos ingresos que les permiten satisfacer sus necesidades.
¡   Pero hay personas que nunca están contentas con lo que ganan y buscan nuevos ingre­sos trabajando jornadas interminables: son verdaderamente obsesivos en su afán de trabajar y ganar más dinero.
¡   Hay personas que tienen una obsesión semejante por ganar más dinero y la orientan a conseguir una mayor participación en los resultados económicos de la actividad que realizan con otros: es el caso de aquel que explota a sus trabajadores o los somete a contratos laborales infrahumanos.
¡   Hay personas, por fin, que buscan apropiarse de lo que poseen otros sorprendiéndolos o mediante la violencia: es el caso del ladrón, ya sea porque no quiere trabajar o porque no en­cuen­tra ocasión para hacerlo.
 
En principio se puede decir que todos estos tipos pretenden obtener los medios para satis­facer sus necesidades. No en vano la primera función del dinero es la de ser medio de pago. Pe­ro esta afirmación, a primera vista tan obvia, puede estar ocultando una complejidad mayor, al menos en una doble dirección:
 
q El concepto mismo de necesidad no es, de ninguna forma, obvio. Hay ciertas nece­sidades que son perentorias, pero son las menos. Una sociedad evolucionada se caracteriza porque convierte en necesidades lo que en otro tiempo fueron sólo posibilidades: y eso es posi­ti­vo porque redunda en un mejor desarrollo de las personas. Piénsese en el caso de la educación o de ciertas atenciones sanitarias… Pero no puede ignorarse otro aspecto de las necesidades: la capacidad del sistema productivo para crearlas, y normalmente con la única intención de dar salida a una mayor producción de bienes. De esta forma la frontera entre la necesidad y el deseo se diluye, con lo que ampliamos desmesuradamente la urgencia de acumular recursos econó­micos para satisfacer tantos deseos que experimentamos como necesidades.
 
q El dinero tiene un carácter, no sólo instrumental, sino también simbólico. El dinero no es sólo capacidad de gastar, sino expresión de poder. Tener dinero significa ser poderoso, ya sea porque se tienen más cosas (mejores viviendas, mejores coches, más lujo), ya sea porque se pueden tener. Y no sólo cosas materiales, porque el dinero abre otras puertas en la medida en que es un signo de poder, no sólo económico, sino también social. Con el que tiene dinero conviene estar bien.
 
Por ambas razones el afán de poseer se convierte en la clave del sistema de valores domi­nante hoy en nuestra sociedad. Si el término «sistema de valores» nos resulta abstracto, cabe sustituirlo por “forma de entender la vida y de situarse ante ella”. Es lo mismo. Porque no estamos hablando de una construcción teórica o filosófica, sino de una forma espontánea de ser. Se considera «natural» que nuestro comportamiento se oriente siempre por el objetivo de ganar más o tener más. Y por eso sorprende y descoloca que una persona renuncie a un puesto en que podría ganar más por otras consideraciones.
El que estas decisiones se tomen «sobre la marcha», sin mucha (o sin ninguna) reflexión o discernimiento, lejos de reducir su importancia, nos permite calibrar su verdadero alcance: estamos ante criterios evidentes, que no merecen discu­sión, que todo el mundo admite con absoluta naturalidad. Pensar de otra manera, o cuestionar ésta dominante, se considera una anormalidad.
 
El espectacular desarrollo de los sistemas financieros, al que aludimos más arriba, no es sino una expresión límite de este sistema de valores dominante. No hace falta entrar en la comple­jidad técnica de ese mundo de las finanzas, cosa que nos sería imposible, para comprender la lógica que lo preside. Baste con apuntar una distinción sencilla: la que contrapone economía real y economía financiera.
Por economía real entendemos aquel conjunto de actividades pro­ductivas cuyo objeto es la producción de bienes y servicios aptos para satisfacer las necesidades de la sociedad y de todos sus miembros: éste es el núcleo esencial de la economía. La economía financiera contribuye a facilitar todas esas actividades productivas movilizando los recursos que algunos no necesitan a corto plazo para que puedan ser utilizados por los que precisan de ellos para llevar adelante actividades productivas o beneficiarse de ellas.
 
Pues bien, esta subordinación de la economía financiera a la economía real (que parece lógi­ca) es la que se subvierte cuando el afán por multiplicar los recursos en operaciones financieras (ganar más) se desvincula por completo de la función esencial de ayuda a la economía real o incluso llega a convertirse en un obstáculo para ésta. A partir de ese momento vivimos en un mundo al revés: en él es la economía financiera la que impone su ley sobre la economía real, en vez de estar al servicio de ella.
El ejemplo más ilustrativo de esta paradoja es el de las grandes operaciones especulativas. Aprovechando, o incluso provocando, los movimientos erráticos de los mercados (los tipos de cambio de una moneda o el valor de las acciones de una empresa), se pueden obtener grandes beneficios, si se compra barato lo que luego se vende caro. Pero estas intervenciones introducen una tal dosis de inestabilidad y de incertidumbre en el normal funcionamiento de la actividad productiva, que se traducen en un fuerte perjuicio para ella y para toda la sociedad.
Evidentemente no está al alcance de cualquiera realizar operaciones de ese estilo. Pero, antes de descalificar a quien así actúa, es preciso tomar conciencia de que tales comportamientos obedecen a la misma lógica antes enunciada: la de que tener más y ganar más dinero es el valor supremo que ha de orientar todos nuestros comportamientos. Cuando com­pren­demos esto, caemos en la cuenta de que todos tenemos las manos igualmente sucias…
 
 
      3  Un sistema de valores alternativo
 
La descripción de lo que es el dinero y de sus funciones nos ha permitido identificar el lugar que ocupa en el sistema de valores más extendido en nuestra sociedad. Si entendemos el sistema de valores de cada uno como la forma particular de entender la vida, es indudable que el dinero ocupa algún lugar en todo ese conjunto. Lo que nos interesa es saber cuál es el lugar que ocupa exactamente.
Hemos visto que el sistema de valores dominante concede un puesto decisivo al dinero y a todo lo que él representa. Más de lo que parece en principio admisible. ¿Estaríamos dispuestos a admitir que el dinero debería ser un medio? Es lo que parece deducirse de las funciones que hemos descrito antes. Sin embargo, hay que reconocer que, de hecho, es mucho más que un medio. Es casi un fin, porque son muchos los comportamientos humanos presididos por el deseo de acumular más. Es decir, tiende a pasar de medio a fin.
 
Que las cosas ocurran así no deja de producir una cierta inquietud. Y más, si reconocemos que nos vamos acostumbrando a aceptar que las cosas sean así, porque eso es lo que estamos viviendo todos los días: la gente (¿y nosotros mismos?) actúa como si el dinero fuera un fin en su vida, algo de primera importancia en ella.
Estas páginas quieren, por lo menos, cuestionar el que nos habituemos a que las cosas sean así y sintamos como pereza para pensar que podrían ser (que convendría que fueran, incluso) de otra manera. Es verdad que no resulta cómodo ir «contra corriente» de lo que en nuestro entorno se considera «normal». Pero hay razones más que suficientes para ser críticos. La más importante es, sin duda, el cúmulo de consecuencias que tiene en nuestro mundo este afán generalizado y desmedido de acumular dinero.
 
Entonces la pregunta sería: ¿no es posible concebir un sistema de valores alternativo? ¿Un sistema donde justicia y solidaridad fueran valores que estuvieran por encima de la acumulación económica? No se trata de despreciar el dinero, sino de hacerle recuperar para nosotros su función de medio al servicio de fines superiores, tanto en la vida personal de cada uno como, consecuentemente, en la vida social.
Si damos por bueno este planteamiento y estamos dispuestos a buscar una forma diferente de situarnos ante la vida, ha llegado el momento de que nos preguntemos por la justicia y por la solidaridad.
 
Pero de la justicia y la solidaridad hay que hablar con una gran cautela. Porque algunos lo repiten tanto que terminan por convertirlo en un tópico casi sin contenido. Parecen ver en ellas como un talismán capaz de resolver todos los problemas; pero luego nunca acaban de concretar los caminos para ello… Precisamente por esto, otros desprecian esas palabras, convencidos de que su frecuente uso —y hasta abusivo— ha terminado por desgastarlas y volverlas completamente estériles.
Ante todo eso, es obligado preguntarse: ¿es posible hablar con sentido de justicia y solidaridad? ¿es posible llenarlas de contenido y revitalizar sus exigencias?
 
 
      4  ¿Qué justicia?
 
Comenzamos por una definición de manual: justicia significa dar a cada uno lo que le pertenece. Esta definición que parece tan obvia encierra no pocos problemas en cuanto a su interpretación y alcance. A nosotros nos interesa especialmente uno: si la entendemos en sentido individual sólo, o también social. Eso dependerá de cómo concibamos la sociedad en su conjunto: si es meramente la suma de todos los individuos que la componen, o si es algo más que eso porque ese conjunto genera una red de interrelaciones complejas.
 
Si la sociedad es sólo el conjunto de los individuos que la integran, entonces la justicia será el principio regulador de las relaciones entre individuos aislados. Eso es lo que hace la justicia conmutativa. Exige que en los intercambios entre individuos se respete el criterio de la equivalencia, de forma que exista una correspondencia (que no tiene por qué ser siempre una estricta igualdad) entre lo que cada uno da y lo que recibe.
No hay que minusvalorar este tipo de justicia, porque hay muchas relaciones en nuestra sociedad que se mantienen en ese ámbito: todas las relaciones comerciales (compraventa) y también las relaciones laborales. En todas ellas subyace una relación entre dos partes que genera derechos y deberes para cada una respecto a la otra.
 
El problema radica en reducir la sociedad sólo a eso: a la suma de individuos aislados. Porque entonces perdemos de vista esta otra dimensión tan decisiva: que la sociedad es también una red de relaciones complejas, que en su conjunto debe garantizar que cada uno de sus miembros reciba lo que le corresponde. En cuanto miembro de la sociedad, cada persona tiene derecho y obligaciones respecto a ella. Y viceversa: también la sociedad tiene derechos y obligaciones con cada uno de sus miembros. Este es el campo de la justicia social, cuya misión es asegurar que todos y cada uno de los ciudadanos podamos ser reconocidos como tales, es decir, que nos sean respetados nuestros derechos en toda su integridad.
 
¿Qué tiene todo esto que ver con nuestro tema: el dinero? Pues que entre esos derechos está también la posibilidad de participar de los recursos de que la sociedad dispone. Y ya hemos visto que el dinero es, no sólo una realidad que se posee de forma individualizada, sino la expresión de todos los recursos disponibles para la sociedad, de su riqueza total.
Es el momento de recordar que todo eso que está distribuido entre muchos es fruto del trabajo de todos: como ya dijimos, el hecho de estar distribuido no debe ocultar esa otra reali­dad anterior de que ha sido producido gracias al esfuerzo de muchos. Esta circunstancia tiene sus consecuencias morales: que todos deben participar de la riqueza generada por todos, y que no hay distribución justa si algunos o muchos quedan excluidos o no suficientemente atendidos.
 
¿Es aventurado pensar que el afán de acumular, arriba criticado, será un obstáculo para que la distribución de la riqueza sea justa? ¿No demuestra la experiencia de cada día que los que tienen más poder, económico o político, terminan llevándose también las mejores «tajadas»?
En la tradición cristiana es fórmula consagrada la del destino universal de los bienes de la tierra. Se solía deducir de la fe en la creación. Dios creó todas las cosas para que se sirviera de ellas la humanidad entera. Hoy podemos completar esa visión con un nuevo motivo para ese destino universal, que se deduce de lo que acabamos de decir: que todos deben participar de los frutos del trabajo porque todos han contribuido a hacerlo fructífero. Y este «todos» incluye, no sólo a los que han colaborado directamente, sino también a tantos otros que lo han hecho indirectamente, incluso en las generaciones que nos precedieron. ¿O es que cualquiera de los objetos que usamos continuamente —un ordenador o un coche, por ejemplo— podemos atribuirlo exclusivamente a quien lo fabricó mate­rialmente?
 
 
      5  ¿Qué solidaridad?
 
La experiencia de cada día muestra, sin embargo, que la distribución de los recursos se hace de forma muy desigual porque juega mucho en ella el distinto poder de los que actúan. Y no debe extrañar que esto sea así cuando tanto se exalta la competitividad como llave para el éxito en un mundo en que todo es objeto de disputa. Ser competitivo es tener al otro siempre por enemigo, al menos potencialmente: el otro es el que aspira a conseguir aquello que yo deseo alcanzar. No hay duda que la competitividad dinamiza mucho la sociedad. Pero también deja muchas víctimas en el camino…
Por eso hay que equilibrarla con otros planteamientos, con otros valores… Y es aquí donde hay que hablar de solidaridad. Ser solidarios es sentirse efectivamente responsables de los problemas de los demás, de los problemas de todos. ¿No es, justamente, lo contrario que ser competitivos? ¿No genera la solidaridad una dinámica opuesta?
 
La solidaridad es tanto más necesaria cuanto más asimétrica es la sociedad. Cuando el poder y los recursos de todo tipo (no sólo económico) están tan desigualmente repartidos, la sociedad en su conjunto tiene que generar mecanismos que busque restablecer un equilibrio siempre roto por la desigualdad de fuerza. Y esto sólo se puede motivar con vigor desde valores como la solidaridad.
En la acción solidaria no se busca una contrapartida equitativa o equivalente (como en una transacción comercial): se busca sólo el bien del otro y precisamente porque está menos capacitado para conseguirlo por sí mismo y es más vulnerable al mal.
 
 
      6 Conclusión: unas preguntas para autoevaluarse
 
El dinero es esencial para la vida de nuestras sociedades. Pero es un arma de dos filos. Depende de los fines al servicio de los que se pone. Cuando se convierte en un medio para la propia promoción a costa de lo que sea, cuando se absolutiza su obtención y acumulación desmedida, es una fuente de desigualdades sociales y de injusticias. Cuando se considera como un medio al servicio de la distribución equitativa de unos recursos que son patrimonio de todos, es un instrumento para que todos accedan al bienestar que les corresponde.
Que las cosas ocurran de una manera o de otra no depende sólo de las estructuras sociales, a las que solemos culpar de todo lo malo que nos rodea, sino también de los sistemas de valores que presiden la vida de cada uno de nosotros. ¿O es que no cabe ser solidario en un mundo insolidario y experimentar en ello la mayor felicidad a la que un ser humano puede aspirar?
 
Esta es una buena pregunta para calibrar nuestra actitud ante la vida. Pero quizá suena demasiado grandilocuente. Por eso cabría desmenuzarla en los puntos que siguen:
 
n   No sería superfluo comenzar preguntándose qué lugar ocupa realmente el dinero en nuestra vida. Pero hay que huir de toda respuesta teórica, construida más con la cabeza que con el corazón.
n   Para evitar los engaños respecto a la pregunta anterior podría indagarse cómo se va­lo­ra el ganar más dinero en comparación con otros bienes, con los que puede entrar en coli­sión: por ejemplo, el descanso, el bienestar y la convivencia familiar, la posibilidad de tener tiem­po para otras actividades no retribuidas (tipo voluntariado…). ¿Estamos siempre dispuestos a sacrificar estos bienes ante la posibilidad de trabajar más o en mejores condiciones econó­micas para ganar más dinero?
n   Es cierto que ganar más dinero es a veces necesario para hacer frente a verdaderas necesidades. Pero también es conveniente discernir la calidad y la urgencia de estas «necesidades». Considerándolas una a una, ¿se trata de auténticas necesidades? ¿son más bien simples deseos? ¿o no pasan de vulgares caprichos?
n   Los criterios para gastar se pueden examinar desde otra perspectiva: ¿basta que se tenga dinero en el bolsillo para que esté justificado gastarlo? Es la actitud de la persona que, si no gasta más, es porque no tiene; pero que, en cuanto se encuentra con algún dinero a mano, se lo gasta en lo que sea…
n   Todavía sobre la forma de gastar, cabe preguntar con qué conciencia se hace. Más concretamente: ¿se es capaz de confrontar el hecho de gastar y el destino del dinero con la situación de otros que no tienen recursos aunque probablemente tienen más necesidades?
n   Y yendo aún más al fondo: ¿sería posible que en el presupuesto personal o familiar de gastos estuviera prevista una cantidad para compartirla con otros, de forma que el compartir se viviera como una obligación moral concreta y cuantificable?

Ildefonso Camacho