¿Dios anda por nuestra casa?

1 noviembre 2005

Transmitir la fe en familia

Mari Patxi Ayerra
 
Mari Patxi  Ayerra es madre, abuela, catequista.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
Desde la convicción de que es en la vida familiar, desde los primeros años, donde el niño aprende quién es Dios y cómo es, el artículo ofrece un amplio abanico de orientaciones y sugerencias para transmitir la fe: testimonio de fe y de oración, enseñar a rezar, catequesis familiar, diálogo y comunicación, invención de nuevos símbolos y ritos familiares. De manera concreta se refiere también a las situaciones actuales de increencia e indiferencia religiosa, a la necesidad de acogida por parte de la comunidad cristiana, a las posibilidades que ofrece la celebración de los sacramentos.
 
Hay casas en las que Dios es un extraño, en las que no se percibe el mínimo atisbo de su presencia. En cambio, hay otras familias que están impregnadas de El y en su hogar contagian su experiencia espiritual. Porque lo de Dios no se transmite con charlas y palabras, sino por contagio, como las enfermedades, que no las transmite el que ha estudiado mucho sobre ellas, sino el que las padece. La fe la contagia quien tiene experiencia de Dios, quien tiene su vida entrelazada con la de El, quien está comprometido con la construcción del reino de Dios, aquí en la tierra y colabora  contento, ilusionado y al mismo tiempo sin ansiedad, sabiendo que no lo hace solo sino que Dios trabaja y vive la vida a su lado.
Es en la vida familiar donde uno aprende, en los primeros años, a conocer el mundo y las cosas fundamentales, como quién es Dios. Dicen que en los tres primeros años se le graban a un niño la mayoría de sus aprendizajes y creencias. Por eso los padres que hablan con sus hijos de Dios, que les enseñan a rezar, a ser agradecidos y contemplativos, a compartir lo que sienten por El y el entusiasmo y esperanza que aporta a sus vidas, ponen los cimientos para una fe adulta, que se irá alimentando de la información del colegio y de la catequesis, pero que florecerá mejor porque salen de casa con la semilla de una fe profunda, vivida desde los principios de la vida.
 

  1. Momentos sagrados con los niños

 
Los padres que saben que su vida está entrelazada con la de Dios, vivirán con Él como si fuera uno más de la familia y así les saldrán con naturalidad esos momentos especiales, casi sagrados, en los que saben que los niños van aprendiendo a hablar con Dios, como es la bendición de la mesa, que supone dar gracias a Dios por los alimentos y tomar conciencia de ser afortunados por tenerlos y de caer en la cuenta de que otros no comen. También acostumbra a los hijos a no comenzar a comer hasta que no se haya dado gracias y ya, desde muy niños, adquirirán ese hábito de ir haciendo presente a Dios en las pequeñas cosas. Me encanta a mí cómo mis nietos, que son muy comilones y se impacientan por empezar a comer, sin esperar a los que faltan por sentarse a la mesa, comienzan a bendecir o nos recuerdan que hay que rezar y, mientras, el de dos años dice amén, continuamente, pues se le hace largo el rezo, ya que está deseando empezar a comer. También me gusta mucho cuando estamos a media comida, o tomando el aperitivo en un bar, y dice un niño “¡no hemos bendecido!”… Yo no sé que sentirán los demás, pero yo me entusiasmo de ver que Dios se va haciendo habitual en su vida.
Otro momento especialmente espiritual es cuando rezan los niños al acostarse. Perdonen que ponga el ejemplo de mis nietos, que podría decir que es porque es el que tengo más cerca, pero no es así. Es que realmente me entusiasman detalles religiosos que les veo vivir. Sus padres les han enseñado a dar gracias a Dios por las cosas del día, para que se sientan afortunados por lo que tienen, en vez de ansiosos por tener más, y ese momento de oración tiene su parte educativa de fomentar austeridad y sencillez, y caen en la cuenta de tantos detalles afectivos y materiales que han recibido durante el día. También es importante el que pidan por otras personas, para ir haciéndoles un corazón universal, que les saca de sí mismos, para sentir con otros, para que les importen los hermanos.
El otro día mi nieta de 6 años me dice: abuela, ¿hablamos un ratito con Dios? Que yo le quiero pedir perdón porque me “haiga enfadado contigo”. Yo también pedí perdón por las veces que me enfado con el abuelo, pero le expliqué que a Dios no le importa que nos enfademos, ya que Él sabe que es algo normal, pero que lo que le gusta es que nos duren poquito estos enfados. Y dice la niña: “Bueno, ahora pedimos por los de la ola (un huracán, que les afectó mucho por la crudeza de las imágenes) y le hablamos a Dios, sin hablarle, sólo con el corazón, y así nos dormimos”… Me fascina ver cómo la niña, rota de cansancio, propone rezar, se acuerda de otros niños, pide perdón y además comprende que podemos hablar con Dios en los adentros, sin palabras y seguir durmiendo. Eso es lo que muchos mayores no llegan a comprender. Esa es la experiencia de Dios que enriquece la vida y se queda tatuada en el alma para siempre.
Otro detalle que recuerdo de mi nieto de 3 años, cuando murió Juan Pablo II, preguntó ante el televisor: “¿Por qué lloran tanto, es que no saben que el Papa se ha “morido”, pero está ya con Dios?”… Al rato, se ve que estaba el niño pensando en la muerte y me dice: “¿Te acuerdas, abuela, qué bien lo pasamos en la fiesta de la abuela Pili?” Se refería al funeral de mi madre, que preparamos con mucho cuidado y cariño, y en el que celebramos su vida y la seguridad que tenemos de que ya está sentada en la mesa camilla de Dios Padre. Y me encanta comprobar que todo esto se ha quedado tatuado en la memoria de los niños.. Estos son los momentos, para mí, “sagrados”, en los que se están poniendo las semillas de la fe que estos niños recordarán toda su vida y que podrán un día transmitir a sus hijos.
 

  1. Abuelos catequistas

 
Por eso yo animo a los padres y a los abuelos, si los padres no lo hacen y se lo dejan hacer a los abuelos, que aprovechen esos días en que les prestan a los nietos para que vayan adquiriendo estos hábitos de amistad con Dios, que se les quedarán grabados en el corazón para siempre y que, más tarde, podrán completar con el conocimiento adulto de Jesús y el compromiso por seguirle.
Claro que hay que saber ser muy respetuoso y si los jóvenes optan conscientemente por no enseñar ninguna religión a sus hijos, no puede uno meterse en ese terreno sin su consentimiento, no vaya a ser que se molesten o se sientan manipulados.
Estoy hablando de los inicios en la fe, y es que la fe tiene que ver con la comunicación, que es el alimento de la familia. Porque, igual que hablamos de enseñar a los niños la oración, al acostarse o en la mesa, se trata de saber contarles lo que Dios va haciendo en nuestra vida. En muchas familias se ha puesto demasiado énfasis en recordar la obligación de ir a misa y la de no cometer fallos, más que en sentir el amor de Dios y saberse sus hijos, siempre acompañados por El y seguidores de Jesús que nos enseña una manera de vivir.
De haber oído excesivas misas se quejan muchos jóvenes y yo creo que ese suele ser un fallo de los padres, por llevarles demasiado pequeños a misas que no entienden y, como se aburren, terminan por vivirlas como algo rutinario y obligatorio. Yo no sé si lo he hecho bien, pero puse mucho cuidado en buscar eucaristías infantiles entendibles para sus edades y no poner la fuerza en la obligación de ir a misa, sino en la suerte que teníamos de poder celebrar la vida con otros hermanos y hablar con Dios en comunidad.
Cuando uno tiene un hijo elige muy bien cómo quiere contarle la vida. Por ejemplo, yo elijo cómo mis hijos se van a encontrar con la muerte, con la guerra, con la enfermedad y con la fe. Y si quiero darles lo mejor, pues buscaré las eucaristías que les abran el apetito de seguir celebrándolas y les contaré que la cuaresma es un tiempo para estar más cerca de Dios, pues nos vuelve a hacer una llamada y nos invita a sacar más tiempo para la oración y seguirle con más ganas. Y de la Semana Santa, también les cuento con fuerza el jueves y el viernes santo, pero pongo un gran énfasis en la resurrección, porque estoy convencida que muchas veces los creyentes lo parecemos más de la cruz de Jesús, que de su forma de servir y lavar los pies a su gente, y de resucitar, que es lo que da sentido a la muerte, sabiendo que al final de la vida nos reencontraremos con El.
Esta Semana Santa me ha ocurrido algo que me ha dejado sorprendida de mí misma. De pronto, viendo las procesiones, caí en la cuenta de algo que nunca había reflexionado, que es que todas las procesiones acababan con el sepulcro o la Dolorosa, pero en ninguna estaba presente la resurrección. Además me impresionó tanto el sepulcro que no quise que lo vieran mis nietos. Y conste que soy de las que apuesto por educar para la elaboración del duelo y la naturalidad de la muerte, pero el sepulcro sentía que producía demasiada impresión a los niños, de 2, 4 y 5 años, que presentaba al Dios de muertos y no de vivos, y lo que yo más quiero que sepan estos niños es que tenemos un Padre que nos quiere un montón, que estamos habitados por El y que nos enseña una manera de vivir diferente, que nos llena de felicidad y nos hace querer a los otros como a todo el mundo. Que a ese Dios hecho hombre le mataron por nosotros, pero eso es solo una parte de su vida, no lo fundamental.
No sé si es una barbaridad lo que digo, pero recuerdo que yo, de niña, adoraba la cruz, me fijaba mucho en las llagas y heridas de la corona de espinas, pero que lo que de verdad me hizo ser diferente fue conocer cómo vivió Jesús y se entregó hasta el final de su vida, pero que resucitó y nos está esperando en la mesa camilla de Dios, ese lugar maravilloso al que todos llegaremos un día.
A mí me gustaría presentar a Dios como el que nos impulsa hacia lo mejor nuestro, el que hace brotar tesoros interiores que desconocíamos, el que fomenta la comunicación entre unos y otros. Por eso, las familias en las que se cuentan la vida, en las que se piden perdón unos a otros, en las que comparten sus sentimientos y sus dificultades dan seguridad al individuo y son un espacio de descanso y complicidad. Y los que saben ir a Dios cuando están cansados y agobiados y trabajan como si todo dependiera de ellos, pero luego descansan dejando todo en manos de Dios, esos saben vivir serenos, desasosegados, armónicos y contentos, porque están seguros de que Dios tiene más interés en ellos y en sus cosas que ellos mismos. Y dejan de ser los surperocupados, los yupies del reino, los estresados de nuestra sociedad, para ser los escuchadores, los amigos, los compañeros de trabajo que facilitan la vida y sosiegan y descansan a los de alrededor.
Y es que Dios tiene un efecto potenciador en la persona, ayuda a disfrutar, a vivir con humor, nos entusiasma con la vida, nos vuelve contemplativos, nos alegra el corazón, nos regala momentos, detalles y personas para que seamos dichosos y nos convierte en cristianos alegres que  podemos liberar a otros y contagiar las cosas de Dios, en vez de producir esa alergia aburrida de los cristianos grises y sosainas que presentan a un Dios light que nos aleja de la fiesta de la vida.
Hay familias en las que la fe es su mayor tesoro y lo comentan, lo regalan a los que llegan y saben que es su impulso para vivir felices y para llegar a ser cada uno, en plenitud. Estos gozan de los sacramentos, hablan con naturalidad unos y otros de lo que viven, de lo que rezan, de lo que celebran y se transmiten mutuamente los virus de la fe. Y aprovechan la navidad para jugar con el nacimiento e ir contando la historia de Jesús, y cualquier otra fiesta del calendario, para que se vayan familiarizando con todo lo que creen.
Uno de los mayores tesoros que unos padres pueden ofrecer a sus hijos es transmitir el gozo de la oración. Esto se aprende en casa, igual que se aprende el valor de los amigos, de la comunicación y la acogida. Así los niños y los jóvenes hablan con Dios con naturalidad, de su vida y de todas las cosas. Y sin darse cuenta, Él se va haciendo vida de su vida y algo natural en su ser cotidiano.
Porque cuando uno vive acompañado de Dios la vida se vuelve una fiesta. Con Él uno aprende a disfrutar de las cosas sencillas, vive menos preocupado y más ocupado, está atento a las necesidades de los demás, lo que vuelve las propias pequeñas y ayuda a relativizarlas, está libre de resentimientos y culpas, pues se sabe amado por Dios y se perdona y perdona a todos con facilidad. Y, sobre todo, el que tiene una relación constante con Dios va dejándose impulsar por el evangelio, va contagiándose con el modo de vivir de Jesús, se va liberando de esas ataduras y deseos infinitos que nos crea esta sociedad del mejor estar, competitiva y consumista, y se compromete de lleno en transformarla para que todos vivamos bien.
 

  1. Símbolos religiosos

 
Antes era frecuente ver en las casas un crucifijo en la cabecera de la cama, una imagen de la Virgen en el cuarto de los niños, una especie de capillita con una imagen que visitaba todos los hogares mensualmente y que hacía que ese día que estaba en la casa se rezara más en familia, y un montón de símbolos religiosos que han desaparecido radicalmente de los hogares. Y eso no quiere decir que no ande Dios presente en su mente, sino que simplemente han pasado de moda, como otros adornos, sin más. Antes, era frecuente que una persona tuviera un rosario enorme adornando la cabecera de su cama, aunque eso no quería decir que lo rezara, pero hoy es más frecuente ver una barrita de incienso quemándose en una bandejita, para que produzca buen olor y serenidad alrededor, que ver una imagen de Dios.
Se han quitado todos los símbolos y no los hemos suplido por nada, como se ha suprimido el rosario en familia y tampoco hemos encontrado nada que ocupe su lugar, como no sea la televisión, que une a todos alrededor de ella, para adorarla y dificultar la comunicación familiar. Sería necesario que inventemos símbolos y ritos familiares, para que los niños, ya desde su infancia, vean la presencia de Dios en su casa. A mí me gusta regalar, en momentos transcendentales, un crucifijo latinoamericano, de esos de colores vivos, o algún icono o un nacimiento, junto al evangelio del año, con alguna cartita especial, para que Dios ande por ahí.
Podríamos crear ritos para la celebración de un cumpleaños, un santo, un día de…, una fiesta especial, para contagiar el gusto por la oración y el incluir a Dios en la vida familiar. También se podría comentar el evangelio los domingos, todos juntos, o hacer una oración en  los viajes, o aprovechar una dificultad que tenga alguien de la familia, para orar unidos. Yo siempre ando con este tema entre manos. Podría decir que es el que más me ha preocupado en mi vida y siempre he ido creando formas nuevas de encuentro con Dios entre nosotros. En casa recibimos una publicación que comenta las lecturas de la eucaristía de cada domingo y, cuando mis hijos se casan o se independizan, nosotros, nos encargamos de que llegue a su nuevo hogar esa publicación, suscribiéndoles para toda la vida, para que ande por su casa, junto a la prensa dominical.
También al terminar el año, en una celebración de recuento y acción de gracias, les regalamos, dedicado, el evangelio del año siguiente, para que no les falten las “vitaminas” fundamentales de la vida. Esta navidad, mi regalo ha sido un baulito con una especie de baraja, con 50 bendiciones de la mesa, para que no pierdan el hábito de hacer presente a Dios y a los hermanos en sus comidas. Y así, poco a poco, y con diferentes gestos, yo me intento que Dios no se les traspapele, de que ande acompañando su vida siempre.
Pueden pensar que soy una pesada… y quizás tengan razón, pero es que es lo único en lo que tengo interés de dejar de herencia a mis hijos, su amistad con Dios, que creo que es lo más valioso que yo he tenido en la vida, que hemos vivido en familia y que, hoy por hoy, todavía lo tienen. El haber tenido siempre una comunidad cristiana con la que celebrar y compartir la fe, la vida y el compromiso, nos ha ayudado a toda la familia al seguimiento de Jesús.
 

  1. Los dioses hoy son otros

 
Para la mayoría de la gente los dioses han cambiado, y hoy se adora al dinero, al trabajo, al poder y al tener, pero con el Dios de Jesús, que todos conocieron un día, hay diferentes tipos de relaciones. Hay algunos que son ateos hay otras personas convencidas de que Dios no existe y tienen un rechazo total a todo lo que sea religioso; otros creyeron un día y se han ido enfriando, por abandono en su relación con Dios y lo justifican, en muchos casos, por haber tenido un empacho religioso en su niñez y juventud; hay un grupo que se queja del comportamiento de los cristianos, especialmente de la jerarquía y dice que cree en Dios, pero no en la Iglesia; hay otro grupo de gente que quisiera ser creyente pero no lo consigue, que intelectualiza tanto a Dios que no le entra en la cabeza; un sexto grupo sería el de los que creen en Dios, frecuentan los ritos y sacramentos, pero no se dejan transformar el corazón, sino que se les queda únicamente en el mundo de las ideas. Y, finalmente, el séptimo grupo sería el de los que creen en Dios Padre, celebran su fe con los hermanos, intentan vivir al estilo de Jesús, se alimentan de los sacramentos y de la oración y encuentran en su amistad con Dios salud para su historia personal y estímulo y misión para su vivir diario. No sé si es muy simplista mi calificación de los diferentes grupos de creyentes, es posible que lo sea, pero es el que yo me voy encontrando en mi vivir diario, entre mis amigos y conocidos.
Una teoría que mantengo, y con la que no coinciden la mayoría de mis gentes, es que no se puede mantener viva una pareja en la que uno tenga una vivencia de Dios y el otro no. Pues si no se puede compartir lo más profundo de la persona, el motor del ser y de las ilusiones, se vivirá la relación a medias y quedará coja la comunicación. Y así, mientras uno disfruta con un rato de oración, un retiro, o unos ejercicios espirituales, el otro no comprende sus sentimientos ni se alimenta de lo mismo, lo que produce alejamiento, incomunicación y grandes diferencias. Vaya, que rotundamente afirmo que no se puede casar un creyente con un ateo, porque su fe será una fuente de distanciamiento, diferencias y desencuentros.
El tipo de creyente que sea cada uno se manifestará en la propia casa y sobre todo en la vida familiar. Antes se vivía una fe social, es decir, que en casi todos los ámbitos se veía alguna manifestación religiosa; en cambio, hoy apenas se ven símbolos, salvo en determinadas fiestas que son específicamente religiosas y que se siguen celebrando por creyentes y no creyentes. Por eso es tan importante cuidar la transmisión de la fe en la familia, pues es donde se cimienta el conocimiento de Dios, aunque también tienen mucho que ver el colegio y la catequesis. Si un niño no ha conocido a Dios en su vida familiar lo tiene mucho más difícil que el que ha vivido con Él desde sus primeros años.
Hay familias que cuidan la expresión de su fe únicamente cuando los niños son pequeños. Cuando llegan a la adolescencia suelen pasar la crisis de borrarse de la fe de los padres, para encontrar la propia, es decir, que pasan una época de descreimiento, que es dolorosísima para los padres con inquietud espiritual, pero que una vez superada, redescubrirán de nuevo si tienen un entorno creyente que les atraiga, bien en la parroquia, el colegio o algún grupo scout o de otro tipo. Si los padres siguen expresando su vivencia de Dios, aunque los hijos estén en etapas de crisis, cuando las superen se reengancharán a la fe familiar con gozo.
Creo que es un error dejar de rezar juntos o de contar a los hijos lo que les va ocurriendo en su relación con Dios, o el efecto que les ha hecho una lectura determinada, unos ejercicios espirituales, o el cambio de actitud que les ha supuesto un rato de oración, para que los hijos lo sigan manteniendo como valor. En la vida familiar solemos hablar de todo lo que nos importa, pues es necesario hablar con naturalidad de las cosas de Dios, o comentar el evangelio, aunque alguno esté en etapa de alejamiento o frialdad.
A mí con las cosas de Dios me pasa como con la comida. Yo, cuando voy a una casa y me invitan a algo muy rico, me intereso en aprenderlo y todo el mundo ve con naturalidad que las recetas de cocina y los consejos se intercambien entre las personas. Por cierto, que hay un cocinero en televisión que vemos todos los días, que hace sencillo, económico y agradable el cocinar, que es una necesidad que tenemos todos los seres humanos, ya que comemos tres o cuatro veces al día. Este cocinero, que hace sencillo lo más elemental, entre canciones, humor y consejos y, sin darse uno cuenta, va aprendiendo los pequeños secretillos cotidianos que se necesitan para salir airoso del trance de hacer la comida familiar, me hace pensar que me gustaría ser como él para las cosas de Dios, y presentarlo atractivo, sencillo, divertido, cercano y cotidiano. Porque en realidad tener fe es vivir una historia cotidiana de amistad con Dios y sólo tiene que ver con las cosas del querer, como casi todo en la vida, y sobran los conceptos y las elucubraciones. Dios vuelve la vida sencilla, comprometida y fácil. Con Él se puede con todo y uno vive muchísimo mejor.
 

  1. Cuando los hijos no creen

 
Los padres que rondamos los sesenta hablamos muchas veces de la preocupación que tenemos por la fe de nuestros hijos. Mientras, ellos dicen que ya han tenido bastantes misas con las del colegio, o que siguen creyendo en Dios, pero no necesitan ir a la iglesia, o que ahora están ocupados en cosas más importantes, como son la realización profesional, cumplir sus sueños, pagar el piso o atender a los hijos, pero que Dios anda por ahí… Otros, rotundamente, piensan que lo de la fe es un comecocos infantil y que ya no les sirve nada de lo que creyeron en su juventud.
Una gran parte de esos jóvenes ocupadísimos con las tareas de la vida, que hacen malabares para poder compatibilizar el trabajo, la casa y los hijos, que suplen su dedicación paternal a base de hacer cosas especiales y de regalos infinitos, suelen ser afectuosos, juguetones y muy permisivos con sus hijos, debido al poco tiempo que tienen para estar con ellos, y por eso eligen no gastarlo en marcar límites y enfadarse. Más adelante buscan para su hijo el mejor colegio, es decir, donde sepan que le educan bien, esté cercano a su domicilio y, si es religioso, incluso lo prefieren, pues piensan que la educación  cristiana no le va a hacer daño, sino que más bien, le aportará unos valores, que es bueno que conozca y más adelante elija si quiere seguirlos o no.
Suelen encontrarse muy pronto con el principal dilema: el niño que acude a un colegio religioso conoce enseguida a Dios, quiere tenerle de amigo y comienza a rezar. Así los padres le acuestan enseñándole el “Jesusito de mi vida”, oran con él sobre la vida y se ponen en contacto con su parcela espiritual, que les despierta su hijo, entre ternuras y ritos, y sienten esa música interior que todos llevamos dentro. Sin apenas darse cuenta, los padres, en su deseo de dar lo mejor a sus hijos, despiertan a la fe y al encuentro con Dios y se produce algo profundo y especial entre la familia, que es que el niño va recordándoles a ellos el amor de Dios.
Cuando llega la Navidad, es posible que en el colegio se preparen actividades, se hable del niño Dios y se aprendan villancicos. Los padres recuerdan su niñez y ponen el nacimiento en casa y así el niño sigue haciendo preguntas e integrando a Dios, casi sin darse cuenta, en la vida familiar.
Más adelante este mismo niño habla de la posibilidad de hacer su primera comunión, y cuestiona a los padres por qué no ha sido bautizado, de bebé, como otros niños de su cole. Los padres, entonces, se encuentran de frente con el sacramento del bautismo, que hasta ahora apenas se lo habían planteado. Si tienen la suerte de dar con una parroquia en la que les den una buena catequesis entusiasmante y liberadora, se reencontrarán con el Dios que ya formaba parte de su vida y pueden vivir un profundo despertar religioso, e incluso ilusionarse con que su hijo haga la primera comunión y viva una buena relación con Dios que ellos ayudarán a mantener.
Otros padres, muchos desgraciadamente, acompañan el despertar de su hijo a la fe, como lo hacen con la fiesta de los Reyes Magos, que es preciosa y hay que mantener, que tiene que ver con las ilusiones infantiles, pero que es un juego más de la vida, sin implicar nada de sus adentros. Estos padres festejarán la celebración como un acto social más, emocionados por la fe de su hijo, pero sin dejar que les cale lo más mínimo. Su atención estará puesta en los efectos especiales, es decir en lo guapo que esté su niño, la ropa, el convite y los regalos.
En cada familia los acontecimientos religiosos se celebran de una manera. Afortunadamente muchos sienten el deseo de celebrar los sacramentos, aunque sea un deseo social el que les impulse. Lo mejor que podría pasarles es que se encontraran con unos cristianos cercanos, cálidos y empáticos, que conocieran perfectamente lo perdidos que se sienten esos padres en materia religiosa, y que aprovecharan esa ocasión para, en vez de comerles el coco y hacerles reproches por su alejamiento religioso, para entusiasmarles con la persona de Jesús y que les presentaran al Dios que tiene para nosotros grandes sueños de plenitud y de felicidad.
 

  1. Vienen a por un sacramento… ¡acojámosles!

 
¡Este tema sí que es realmente preocupante! Tenemos a cantidad de niños en catequesis, y esta es una estupenda oportunidad que se nos presenta de encuentro con los niños y con los padres, en la que tenemos la posibilidad de presentarles a Dios y despertar en ellos el deseo de seguirle. Y en algunos casos lo que solemos hacer es echar broncas repetitivas, sobre lo mal que lo hacen los padres y la falta de límites que tienen sus niños… y así lo único que hacemos es alejarles, conseguir que nada más reciba el sacramento su hijo salgan de estampida y no vuelvan a pisar una iglesia hasta el próximo hijo o el próximo funeral.
No podemos permitirnos el lujo de dejar escapar a esta gente que llega a nuestra iglesia, no somos quién para juzgar por qué o con qué intención viene… Lo importante es que Dios se las ha arreglado para que estos padres vengan a su parroquia y nosotros no podemos perder esta oportunidad de acogerles, comprenderles y ayudarles a que su hijo viva un encuentro profundo y especial con Jesús y que a ellos también les salpique. Los sacramentos son, en realidad, la puerta de entrada de muchas personas a la Iglesia. Y ahí debemos estar un equipo de cristianos entusiasmados con Dios, que les contagiemos la fe, que les demostremos que nuestra vida es interesante y apasionada y que vivimos comprometidos con el mundo y con la historia.
Uno de los momentos, para mí importantísimo, es cuando una pareja acude al cursillo prematrimonial. La mayoría lo hacen, como un trámite más, burocrático-parroquial. Del primer encuentro con ellos, de cómo se  les acoja en la casa de Dios, dependerá cómo lo vivan. Y si, además, está bien preparado, es actual, no les infantiliza, y se lo dan personas de su edad, integradas en el mundo, y con una vivencia profunda de Dios, que les puedan servir como modelos de identidad, este cursillo se convertirá en un impulso de crecimiento como pareja, de conocimiento y comunicación entre los dos. Así, el cursillo prematrimonial puede ser una vivencia preciosa de encuentro entre la pareja, de hacer amigos desde un ámbito profundo y de encontrarse con Dios cara a cara.
Las cosas han cambiado muchísimo, tanto a nivel social como religioso. Sucede, a veces, en algunos cursillos prematrimoniales, que parejas mayores, de buena voluntad, hablan a los jóvenes de pureza, castidad, autoridad y controles de la natalidad, con palabras de ayer y recursos caducados. Hoy los jóvenes no ponen en la castidad su principal valor sino en la cercanía, la amistad, la entrega y el saberse fieles el uno al otro. Es importante que descubran que Dios tiene un gran sueño para cada ser humano y que en la pareja Dios lo que hace es potenciar ese sueño y ayudar a que ambos se amen, se cumplan, y se potencien el uno al otro.
Es necesario que descubran que Dios no es alguien que está por ahí para pillarles en falta o para hacerles milagritos y conseguirles las cosas como las cajas de ahorro, que le metes mil euros y te regalan un juego de café. No, Dios no nos hace caso porque le pongamos una vela, le ofrezcamos un donativo o hagamos un sacrificio. No, Él no es una entidad bancaria, Él es un padre que nos quiere, nos acompaña en la vida, está dentro de nosotros siempre y lo que espera es que seamos felices y que hagamos felices a los demás. Y cuanto más fuerte es la relación con Él, más nos va comprometiendo en la mejora de este mundo, en trabajar por la justicia y la igualdad y en no descansar hasta que esta sociedad nuestra funcione bien para todos.
Cuando una pareja hace un cursillo prematrimonial y descubre o se encuentra de nuevo con el Dios de Jesús, con el que entusiasma y potencia el amor en nosotros, celebra su boda ilusionada y Dios se va colando en su matrimonio y en su historia, casi sin que se den cuenta. Sería importante que después se les vaya haciendo un seguimiento, una oferta de participar en algún grupo de jóvenes o en formar una comunidad cristiana o integrarse de algún modo atractivo en la vida parroquial.
 

  1. La parroquia, lugar de encuentro

 
Los que hemos vivido la juventud y parte de la vida de familia alrededor de una parroquia, sabemos que estas son elementos dinamizadores de relaciones, de compromiso social y de vivencia del evangelio. Que son espacios que igual sirven para una reunión de vecinos que para otra de una asociación, pero que todo ello los hace abiertos al barrio, a sus necesidades y a sus gentes.
La familia debe ser el lugar donde se nutre la fe, pero necesita del acompañamiento de  la parroquia y de la comunidad cristiana que le apoye y dinamice. Sobre todo que el camino de encuentro con Dios tiene que ver mucho con el itinerario pastoral de la parroquia, que tiene en su mano el trabajo fundamental de evangelizar y socializar a los individuos.
Y todo lo que digo de la parroquia se puede aplicar también al colegio religioso, que se encuentra con unos padres con los que puede trabajar, pastoral y psicológicamente, teniendo el tacto y la sabiduría de crear un clima de complementariedad, para aportar a los padres recursos para ayudar a sus hijos a crecer y especialmente a nivel religioso. Hay colegios que generan alrededor unas redes de relación, ocio, educación en la fe y formación, que son un apoyo fundamental para los padres en la educación de sus hijos, fuera del ámbito escolar, con actividades extraescolares y con complicidad educativa, implicando a los padres en la vida del colegio.
Quería hablar de la fe en la familia y por eso voy y vengo por las distintas oportunidades de encuentro con Dios, a nivel pastoral y social, con que se puede encontrar. Cada etapa familiar, condiciona la vivencia de Dios en las casas y en el ámbito parroquial y escolar. Las hay que pertenecen a comunidades y grupos parroquiales, que viven su fe apoyándose los unos en los otros, buscando su alimento y formación y celebrándola juntos. Estos son la esperanza de que Dios siga presente en esta sociedad descreída en la que vivimos. Ellos van a ser los transmisores del evangelio a las nuevas generaciones.
Tenemos una tarea importante que hacer, hemos de inventar respuestas al reto de hacer llegar la buena noticia del evangelio a las familias, a los hogares, a los niños, a las parejas, a los jóvenes y a los mayores. Nos hace falta ser creativos, osados, atrevidos para abrir caminos nuevos, atractivos, actuales y compatibles con este siglo XXI tan tecnificado, deshumanizado y estresado. Pero no hemos de olvidar que el Espíritu sigue soplando y que Dios cuenta con nosotros para hacerle llegar a cada ser humano con el que nos encontremos en el camino de la vida, para que mientras hacemos realidad la construcción de la gran familia humana, en nuestro hogar y en nuestra mesa, se respire el amor de Dios, se celebre, se contagie y se explicite, de forma natural y festiva. Que el Señor nos sugiera el gesto y la palabra oportuna, que no lo tenemos nada fácil. Pero, no andemos agobiados… que estamos en sus manos.

Mari Patxi Ayerra

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