[vc_row][vc_column][vc_column_text]Pie autor:
María José Arana es teóloga y forma parte del «Forum Ecuménico de Mujeres Cristianas de Europa» del que fue su presidenta.
Síntesis del artículo:
«A Dios nadie lo ha visto nunca». Sólo en Jesús podemos reconocerlo como Padre-Madre. Sólo por y en el Hijo nos descubrimos hermanos y hermanas. Precisamente un Dios así nos compromete en la construcción de la fraternidad, como parte de su imagen definitiva.
- Jesús nos lo ha contado
San Juan dice en el Prólogo de su Evangelio que “a Dios nadie le ha visto jamás” pero que “el Hijo único, que está en el seno del Padre”, Jesús, “él nos lo ha contado” (Jn 1,18). Nos ha explicado con su vida, sus palabras, con todas sus acciones, quién y cómo es ese Dios. Dios se nos ha manifestado en Jesús: “Él es imagen del Dios invisible” (Col 1,15) y “resplandor de su Gloria” (Hbr 1,1). En Jesús contemplamos al Padre. Nos lo ha acercado.
Efectivamente, Jesús por eso se encarnó, para eso vino, “habitó, puso su tienda, entre nosotros/as” para contarnos, de forma comprensible, que Dios es nuestro Padre… Padre entrañable de cada uno y cada una de nosotros y nosotras…, y eso nos llena de seguridad, de amor y de confianza. Padre de toda la Humanidad, y por lo tanto, los hijos e hijas de ese Padre Dios somos hermanos/as. Formamos una gran familia que se llama Humanidad y esto debería de hacer cambiar nuestras relaciones.
- Los «modelos» de Dios
“A Dios nadie lo ha visto nunca”, nadie puede verle y continuar vivo (Jn 1,18; Ex 33,20). Esto es verdad. Pero a la vez, también es cierto que hemos lo hemos experimentado como fundamento de toda experiencia “es lo que constituye el núcleo más profundo de mi ser”…, “es la raíz de toda experiencia”… [1]—“más íntimo a mí que yo mismo” como decía San Agustín…— y conocemos su amor que se nos da y que nos llega de múltiples formas.
“A Dios nadie le ha visto jamás”, pero lo percibimos de mil maneras porque Él constituye el núcleo de todo cuanto existe. Él es amor, vida, el que todo lo invade y todo lo transciende. Es luz y es «oscuridad». Es experiencia y es misterio, misterio absoluto, inabarcable, insondable: “Mientras más conozcas a Dios, más te darás cuenta que menos puedes conocer quién es”[2]. Dios nos supera por todas partes, pero lo experimentamos y sentimos su amor… No podemos abarcar el misterio pero a la vez sentimos la necesidad de dejarnos coger por él y de expresarlo. No sabemos como es Dios, pero se nos manifiesta continuamente y por eso los seres humanos utilizamos imágenes y «modelos» diversos para hablar de Él. Ninguno de ellos lo capta ni lo expresa totalmente. El misterio de Dios lo sobrepasa todo, pero a la vez, en todos ellos podemos descubrir rasgos que nos lo van mostrando, acercando y desde los que le vamos experimentando.
Ahora bien, no cabe duda de que estos modelos influyen muy decisivamente en nuestra experiencia y en nuestra relación. No es lo mismo llamar a Dios «Juez», «Señor», «Rey», «Guerrero», «Señor de los ejércitos», «Soberano de temible fuerza»… —todos estos nombres hemos dado a Dios en la Biblia o/y en la Tradición—, que percibirlo como «Pastor», «Prometido/Esposo», «Amigo/a», «sueve brisa», ternura inefable, etc. No da igual pensar que Dios “corrige en su enojo”, “castiga en su furor” (cf. Sal 38,2), “vence a los enemigos”, etc., que sentirlo como “luz y salvación”, “refugio de mi vida” (cf. Sal 27,1); es distinto cuando escuchamos del mismo Dios “Yo te curaré y te consolaré y te daré ánimos…” (Is 57,18), que “es eterno su amor”…, es maravilloso saber que “das a su tiempo el alimento… y abres tu mano”. Saber que Él “es mi Pastor”, que “me conforta”… y así “nada me falta” (Sal 23,1ss). No, no es lo mismo, una cosa que otra, pero todo ello va forjando en nosotros/as distintas imágenes de Dios, que podemos llamar modelos y que contribuyen a ir plasmando, expresando nuestra comprensión y nuestra vivencia; la van enriqueciendo…
- Dios es Padre, pero también es Madre
Israel ya percibió algo de esto. Toda su historia está marcada por la experiencia de liberación en la salida de Egipto y en el acceso a la Tierra Prometida. El Libro del Éxodo es fundamental para entender la experiencia y la revelación que Israel recibe de Dios. Marcó el verdadero nacimiento del Pueblo. Eran esclavos en Egipto, pero Dios liberó a su Pueblo porque lo amaba, porque lo había elegido para establecer una Alianza de amor y de esta forma podemos entender también que “fue entonces cuando Dios engendró a Israel”[3]: “Yo, Yahvé, soy tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre” (Ex 20,1 ss). El Pueblo está seguro de esta elección: “Yahvé ha escogido a Sión” (Sal 132,13) y recuerda esto constantemente ligado a la liberación y el amor que Dios le muestra: “Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo” (Os 11,1).
Israel se siente hijo, posesión de Dios y le recuerda: “No descuides esta porción que te pertenece, que tú rescataste de la tierra de Egipto” (Est 4,17). Este recuerdo mantiene a Israel: Dios estuvo con nosotros, nos salvó, estableció su Alianza de amor y nos dio la Tierra.
Yahvé se compromete en alianza con su Pueblo en el amor y en la fidelidad permanente, y así Israel reconoce a su creador y Padre: “¿No es él tu padre, el que te creó, el que te hizo y te fundó?”… (Dt 32,6b); pero además, continúa el texto, esto entraña un cuidado permanente y unas actitudes de Dios verdaderamente maternales: “…en tierra desierta le encuentra, en el rugiente caos del desierto. Y le envuelve, le sustenta, le cuida como a la niña de sus ojos. Como un águila incita a la nidada, revolotea sobre sus polluelos, así él despliega sus alas y le toma, y le lleva sobre su plumaje”…; “le alimenta con frutos del campo, le da a gustar miel de la peña”, etc. (Dt 32,10-14). ¿Podríamos encontrar imágenes más expresivas para contarnos el cuidado verdaderamente materno y paterno de ese Dios que ama y protege a su Pueblo, su hijo, a su primogénito?
Dios ejerce una protección llena de ternura que por analogía podemos llamar paterno-materna: ama, corrige y castiga como a un niño pero a la vez, se conmueve de amor y de compasión; está lleno de ternura y la manifiesta: “¡Si eres mi hijo Efraín, mi niño, mi encanto! Cada vez que te reprendo me acuerdo de ello, se me conmueven las entrañas y cedo a la compasión” (Jr 31,20).
“Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo” (Is 66,13). “Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así es de tierno Yahvé para quienes le temen” (Sal 103,13). Por eso no puede olvidarse de su Pueblo, porque lo ama con toda la ternura posible y lo lleva en lo profundo de su corazón: “¿Puede una madre olvidarse de su criatura, de dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque se olvide, yo no te olvidaré. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada” (Is 49,15-16). “Sin caer ellos en la cuenta” los cuidaba… (Is 46,3-4).
Todo esto entraña gran confianza y seguridad en el Pueblo y en cada creyente: “Así dice el Señor, tu creador, Jacob, tu plasmador, Israel. No temas, que yo te he rescatado; te he llamado por tu nombre: tú eres mío… Porque yo soy el Señor tu Dios, el Santo de Israel, tu Salvador” (Is 43,1.3); sabiendo que la fidelidad y “el amor de Yahvé duran desde siempre y hasta siempre” (Jr 31,3).
- Jesús, Hijo del Padre
Jesús, como judío, recibió esta experiencia y esta convicción que Israel tenía, es cierto; pero además, Él se sabía «el Hijo» y en ese Hijo es precisamente donde se nos revela el Padre trinitario; “Él es el Hijo, imagen del Dios invisible”. El pórtico por el que los evangelistas sinópticos nos introducen en la vida pública de Jesús es epifánico y majestuoso. Es una presentación pública del Padre y del Espíritu —la primera— que testifican la mesianidad y la filiación divina de Jesús: “Y a penas bautizado, subió del agua; y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios bajando como una paloma y viniendo sobre Él; y una voz desde el cielo decía: ‘Este es mi Hijo único —el querido, el amado— en quien me complazco” (Mt 3,16-17). El Padre testifica y manifiesta su Paternidad, y ese mismo Espíritu ratificará e iluminará -hará comprensible- todo lo que Jesús dirá y realizará durante su vida pública.
Jesús es manifestado como el Hijo del Padre y toda su vida es fidelidad y dependencia filial “para que el mundo crea” y para que sepan que “los has amado a ellos (a nosotros) como me has amado a mí”, con el mismo amor de Padre (Jn 17,23). Jesús es manifestación del Padre: “quien me ve a mí, ve al Padre; porque el Padre y yo somos una misma cosa” (Jn 14,7), y por eso vino a este mundo, para mostrarnos al Padre, porque: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Padre se lo quiera revelar” (Mt 11,27). Sólo Él podía «contarnoslo».
Por esto perseguían a Jesús, y esto le costó la vida: “Los judíos trataban con mayor empeño de matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre” (Jn 5,18). En realidad, esta fue la causa religiosa de su condena oficial. El Sumo Sacerdote sentenció contra Él por blasfemo, porque se hacía Hijo de Dios: “Yo te conjuro por Dios vivo —le dijo Caifás— a que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”, y Caifás entendió muy bien la respuesta afirmativa de Jesús, por eso se rasgó las vestiduras como señal de haber oído una blasfemia y, por eso, lo condenó (Mt 27,45ss).
- El Dios Padre y Madre reveladoen Jesucristo
Cuando Jesús quiso describirnos cómo es Dios, nos dijo que era Padre y nos aseguró que en Él, todos somos hijos y por eso podemos llamarlo, sin temor alguno «Padre nuestro» y nos lo explicó de muchas formas y con muchas imágenes.
Es el Padre que está pendiente de sus criaturas, aún de las más pequeñas: de los lirios del campo, de los pájaros…, más aún, de todos y cada uno de los seres humano que valen más que la hierba del campo o las aves del cielo (Mt 6,25ss). Un Dios que libera de la angustia: “no os agobiéis pensando qué vais a comer o beber… Vuestro Padre celeste sabe de qué teneis necesidad”. No os agobiéis: “Venid a mi todos los que estais cansados y agobiados” (Mt 11,25 ss).
Nos muestra un Padre lleno de amor y de misericordia, que cuando vio llegar a su hijo pródigo “salió corriendo” y lo acogió “echándosele al cuello y cubriéndolo de besos” (Lc 15,20). Un Dios al que como Jesús podemos llamar «Abbá» con todo el cariño y desvelar así un Padre cargado de amor, de ternura, misericordia y compasión, con entrañas amorosas. Un Dios capaz de cargar, con toda la delicadeza, sobre sus propios hombros a la oveja descarriada, después de haberla buscado con desvelo. O de buscar, como aquella pobre mujer (que representa a Dios en la parábola), la moneda perdida (es decir, a cada uno de nosotros) y de mostrar su alegría convocando a las vecinas (cf. Lc 15). Su reino, el reino de Dios, se parece a una semilla pequeña, o a la levadura que metió una mujer en medio quintal de harina y todo acabó por fermentar y cambiar (cf. Lc 13,20-21). Así de sencillo. Por eso, un Dios que se revela a los sencillos, a los pequeños (cf. Lc 10,21) y es precioso observar cómo Jesús “se llenó de gozo (de auténtica alegría) en el Espíritu Santo” precisamente cuando explicaba todas estas cosas. Un Dios paternal con rasgos maternos.
Jesús, que “es la imagen del Dios invisible”, así lo vivió. Así, en Él, en su vida y actuación, podemos descubrir los rasgos del Padre, porque Jesús y el Padre “son una misma cosa”. Él fue capaz de llorar conmovido por la muerte de su amigo Lázaro y por la ingrata Jerusalén… porque los amaba. Sintió compasión por la multitud hambrienta, se apiadó de los pobres, de los enfermos y de los marginados. Todas sus curaciones son signo de esa compasión misericordiosa y manifestación del consuelo de Dios. Y su predicación, de igual manera promueve la compasión y la generosidad hasta entregar la vida, como Él mismo lo hizo.
Ese es nuestro Padre, “Padre de las misericordias y Dios de toda consolación” (2Co 1,3). Algunos exégetas observan que «misericordioso» y «maternal» se dicen en griego con la misma palabra y para algunos, “vuestro Padre es misericordioso significa: vuestro Padre es maternal”; es Padre y Madre, ama como una madre que «no calcula», que ama con todo el corazón. Y dice Karl Herbst: “Así pues, el Dios anunciado por Jesús es Padre y Madre, pero no como dimensiones yuxtapuestas, sino fusionadas: Dios es Padre y Madre”[4]. Y continúa Franz Alt: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso significa: creced, madurad, abríos, confiad y amad con el corazón y con la mente. Dios nos ama como una madre ama a sus hijos: sin contraprestación y entrañablemente”.
Un Dios al que podemos llamar Padre nuestro: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, ¡pues lo somos!” (1Jn 3,1) y esta filiación nos llena de confianza y nos convoca en la hermandad.
- Somos fraternidad, pero la detrozamos
Si Dios es Padre nuestro, evidentemente se establecen unos lazos de auténtica fraternidad entre todos los seres humanos pero que no siempre aceptada y lograda; más aún, a menudo, esta hermandad es pisoteada y desfigurada.
El apóstol Santiago nos recuerda con energía en su epístola que “si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario y alguno de vosotros les dice: «Idos en paz, calentaos y hartaos», pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está muerta” (St 2,15-17). O como dice, de forma muy semejante, San Juan: “Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?” (1Jn 3,17).
Miramos al mundo en el que ¾ partes de la Humanidad viven en la penuria, con hambre, enfermedades y todo tipo de desolación. Miramos hacia los lugares machacados por los terremotos, huracanes, sequías y otras catástrofes, agudizadas por el desequilibrio ecológico…: las víctimas siempre son los más pobres. Contemplamos las agresiones, las violencias de toda clase y especie, los enfrentamientos y las divisiones… ¿Dónde está la fraternidad Humana?
“Si tu hermano carece del sustento diario…” Y hay millones de seres humanos que padecen hambre. “Si alguno que posee bienes de la tierra ve a su hermano padecer necesidad…”, y lo estamos viendo cada día a través de los periódicos, la TV, los medios de comunicación que nos acercan a los rincones más pobres del Planeta; los estamos viendo tirados, mendigando en las calles, en las bocas de los metros o en cualquier recodo de nuestro Primer Mundo. Nosotros somos los que «poseemos bienes», pero… ¿abrimos nuestro corazón?, ¿no nos hemos acostumbrado demasiado a estas dolorosas imágenes?, ¿hay un reparto medianamente equitativo y justo…? ¿Cómo podemos decir que “el amor de Dios permanece en nosotros y nosotras”, si nos repartimos el 80% de los bienes entre sólo el 20% de la población humana, mientras el otro 80% , la inmensa mayoría, debe compartir solamente el 20% de los bienes mundiales? Hacinamiento, incultura, catástrofes, miseria de todo tipo…: es escandaloso y nuestro corazón debería sangrar de pena y de vergüenza. Pero, hay demasiados corazones indiferentes, endurecidos. ¿Es ésta la fraternidad…?
Maltratamos la Tierra, la saqueamos y, además, nos maltratamos, nos agredimos los unos a los otros con implacable egoísmo e indiferencia. Nuestro Planeta agoniza porque lo hemos devastado y el desequilibrio ecológico nos muestra cada día la enfermedad y el dolor terráqueo. Millones de seres humanos sufren hoy las consecuencias, pero el futuro también está amenazado.
“Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve, […] es un mentiroso” (1Jn 4,20). Somos una pandilla de auténticos mentirosos y muchas veces culpamos a Dios del mal que nos infringimos unos a otros. Miramos con cinismo hacia el cielo cuando, en realidad, somos nosotros y nosotras responsables de toda esta desproporción, dolor y desequilibrio. Dios no quiere nuestro sufrimiento, pero nosotros le hacemos sufrir en los otros y otras; Él continúa sufriendo en esta humanidad herida y maltratada.
“Tú eres Dios, y tus brazos amorosos,
doloridos y agotados, sostienen el mundo”
(W. H. Vanstone)
Efectivamente, “a Dios nadie le ha visto nunca”, pero estamos viendo su imagen, muchas veces inmensamente dolorida y desfigurada en sus hijos/as. Él está ahí, en ellos y en ellas; en el dolor de cada ser humano y de la Tierra toda. Se identifica totalmente y Jesús, —el Hijo, el Hermano— nos lo dice con claridad en el Evangelio: “Lo que hicisteis a uno de esos mis hermanos, a mí me lo hicisteis” y “cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños también conmigo dejasteis de hacerlo” (Mt 25,40.45). “Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18,5). “Dios sufre con los que sufren” (K. Kitamori) y en los que sufren; se identifica totalmente con el dolor humano.
“Si nos amamos unos a otros, Dios (el Padre) permanece en nosotros” (1Jn 4,12). No hay otra forma; solamente el amor. ¡Pero cuántos odios, envidias, desgarrones, incomprensiones, abandonos y soledades…! Matrimonios y familias rotas; amigos traicionados, niños y adolescentes abandonados en las calles de las grandes ciudades del orbe; el número de mujeres del mundo entero vendidas, abandonadas, maltratadas, violadas es incalculable…; las explotaciones y los abusos sin número; los ancianos olvidados en su incapacidad e impotencia aumentan y aumentan. ¡Cuánta desprotección y cuánta angustia! ¡Cuánta dificultad para vivir juntos…! ¿Es esta la fraternidad en Jesús? ¿Decimos con nuestros hechos que somos hijos del mismo Padre?
- Construir la fraternidad
Sólo el amor salva al mundo, sólo el amor construye. Es la trama íntima y profunda que va tejiendo las relaciones, colmando de energía constructiva este mundo y esta humanidad.
En el Padre nuestro pedimos con insistencia: “Venga tu Reino”, pero el Reino de Dios “no es de este mundo”, que quiere decir, no es injusto, ni violento, no es orgulloso o lleno de avaricia, que es lo habitual en nuestros reinos. El suyo es un Reino de amor, de justicia y de paz… Y esto quiere decir que pedimos cada día que el Padre nos ayude a resturar la fraternidad, a construir ese mundo nuevo y esa tierra nueva de las que nos habla el Apocalipsis en donde “ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas”, en donde Dios “enjugará toda lágrima”. Quiere decir que será ya un hecho esa fraternidad en igualdad, sin dominación, en la que “ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni libre ya que todos somos uno en Cristo Jesús” (Ga 3,28) y precisamente porque: “La prueba de que sois hijos de Dios” es que Dios mismo clama en nuestros corazones «¡Abbá, Padre!», y de esta forma ya no somos esclavos (Ga 4,6) sino hijos, libres, hermanos.
Eso nos compromete profundamente en la transformación del corazón y en la transformación de las relaciones: “Que cada uno trate a su hermano con misericordia y compasión” (Za 6,6). Una ética realista, seria y universal reclama un cambio básico, una conversión total en las relaciones ya muy deterioradas y empobrecidas como primer instrumento de paz y de concordia en la justicia.
“Como el Padre me amó, así… ¡amaos!” (Jn 15,9), este es el mandamiento cristiano, sólo ese y en eso, sólo por eso, conocerán que somos sus discípulos; por ese amor, podrán vislumbrar que somos hijos e hijas del mismo Padre-Madre y que formamos una única y gran familia humana. “Lo que os mando es que os améis los unos a los otros” (Jn 15,17).
Ese amor «cambia el mundo» y debe implicarnos en un trabajo conjunto, solidario. Este trabajo supone un aprendizaje arduo y comunitario que debemos hacer todos y todas. Es una tarea compartida con todos los hombres y mujeres de buena voluntad, para la que es necesario mucho amor que es la energía fundamental de la vida y de las relaciones; de ahí brotan las posibilidades de transformación y búsqueda. Pero lo tenemos ya porque “el amor ha sido derramado en nuestros corazones” (Rm 5,5). Podemos amar con el mismo amor de Dios porque lo poseemos por el Espíritu, y porque somos hijos. El amor brota del Espíritu y conduce al Espíritu, esencial en esta transformación humana, en esta auténtica nueva creación de la humanidad que hermana razas, sexos, pueblos, religiones, etc., y los transforma “desde el útero de Dios”, “ex útero Patris”, como decía un Concilio de Toledo (675) refiriéndose a la Creación de Dios, que es amor. Este amor hemos de recibirlo, de cultivarlo y de vivirlo con agradecimiento y con generosidad, cada día. Somos hijos del mismo Padre, corresponsables de esta familia que es la Humanidad, en esta «casa común» que es nuestra Tierra. Dios, que es nuestro Padre común, nos convoca en esta tarea de amor y de reconciliación continua.
“Dios, que es nuestro Padre y nuestra Madre está sentada y llora.
El maravilloso tejido de la Creación
que, con tanta alegría había tejido,
está mutilado, desgarrado, hecho jirones,
y su belleza está devastada por la violencia.
Dios, Padre y Madre, está sentada y llora,
pero he aquí, que se dispone a reunir los jirones
para tejerlos de nuevo:
Reúne los jirones de nuestras tristezas,
las lágrimas, las frustraciones, el dolor,
la ignorancia, las violaciones, la muerte….
Y reúne también el trabajo duro,
la compasión de muchos corazones,
las iniciativas de paz,
las luchas contra la injusticia y el odio.
……………………………………………….
Y nos invita a sentarnos a su lado,
a recrear el tapiz con Ella/Él.
Nos invita a tomar parte en su trabajo
a rehacer el tejido de una nueva Creación reconciliada”.
- RIENSIRU
[1] R. PANIKKAR, Iconos del Misterio. La experiencia de Dios, Península, Barcelona 1998, 52.
[2] Ibíd., p. 117 (citando a Angelus Silesius).
[3] L. ARMENDÁRIZ, El padre materno en «Estudios Eclesiásticos 58 (1983).
[4] F. ALT, Jesús el Primer Hombre Nuevo, Almendro, Córdoba 1993, 116-117.[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]