Dios no es como te lo imaginas, por eso, otro mundo es posible Las parábolas de Jesús

1 enero 2008

Alberto de Mingo Kaminouchi es profesor del Instituto Superior de Ciencias Morales (Madrid) y director de la Revista Moralia
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El artículo explica que para comprender el contenido del mensaje de Jesús hay que prestar atención al modo en que Jesús lo presentaba. Hablaba en parábolas, que no son pura estrategia pedagógica. Salen al encuentro del oyente en las situaciones de la vida cotidiana. Su contexto original es la proclamación del Reino, centro del ministerio de Jesús. Pero, además de rey, Jesús nos habla de Dios como padre, en aquel tiempo, figuras de autoridad y poder. Pero las parábolas son expresiones de un poder alternativo, subversivo.
 
Marcus Borg, uno de los investigadores del Jesús histórico más leídos en el mundo, afirma que existe hoy un consenso entre los historiadores en considerar a Jesús como “maestro de una sabiduría subversiva”. Este acuerdo está basado en algo que cualquier lector de los evangelios ha experimentado alguna vez: después de dos mil años las palabras de Jesús no han perdido su capacidad de sorprender.
El mensaje de Jesús es subversivo, porque cuestiona ideas preconcebidas acerca de Dios, el ser humano y el mundo. Nos dice: Dios no es como te lo imaginas, y por eso, otro mundo es posible. Las autoridades religiosas y políticas de su tiempo fueron perfectamente concientes de las consecuencias sociales de este cambio de perspectivas que provocaban las palabras de Jesús. Por eso les resultaba molesto.
Prestar atención al modo en que Jesús presentaba su mensaje es esencial para llegar a comprender el contenido: Jesús no hablaba de la divinidad de forma abstracta, como lo haría un filósofo, lo suyo eran las historias. Un hombre de la cultura oral, este predicador criado en la aldea de Nazaret se dirigía principalmente a campesinos de su entorno, y lo hacía utilizando un lenguaje cargado de imágenes. Su forma favorita de comunicación eran lasparábolas, pequeñas narraciones cargadas de simbolismo. Los evangelios recogen unas cuarenta.

  1. La parábola da que pensar

Pero las parábolas son algo más que una estrategia pedagógica para hacerse entender por una audiencia de analfabetos. Por muy cultos y sofisticados que lleguemos a ser, para hablar de Dios necesitamos de metáforas. Los mitos y los símbolos son mediaciones necesarias para acceder a las profundidades del ser humano y poder hablar de Dios.
El filósofo Paul Ricoeur (1913-2005) hizo célebre la frase: “la metáfora da que pensar”. Las parábolas de Jesús, en cuanto metáforas historizadas, “dan que pensar”. Cristo no trató de suplantar un sistema dogmático por otro: “Jesús eligió una forma de discurso que apelaba a la libertad humana”. Sus relatos introducen al oyente o lector en una reflexión abierta sobre Dios, el ser humano y el mundo. Al sumergirnos en las parábolas, nuestra imaginación intuye verdades que rompen con esquemas preconcebidos y nos devuelven a la libertad de dejarnos sorprender por el Dios desconocido.
Las parábolas de Jesús arrancan siempre de situaciones de la vida cotidiana, son “relatos radicalmente profanos”. No hay en ellas apariciones de ángeles, ni se narran las leyendas de los tiempos primordiales. Sus protagonistas son un labrador que siembra su campo o un mercader que hace sus negocios, una lámpara que se enciende en una habitación oscura o una mujer que busca la moneda perdida. Es verdad que nos hablan de Dios, casi siempre de modo bastante explícito, pero lo hacen a través de imágenes de la normalidad; interpelan no a la persona sagrada en nosotros, sino precisamente la persona profana, la persona secular.
En esto Jesús se diferencia del idiolecto en que se ha convertido el discurso religioso en muchas comunidades cristianas. El exegeta norteamericano John Donahue comenta: “A menudo, la predicación cristiana es ineficaz porque se hace en un dialecto religioso que llega a ser ininteligible para la mayoría”. Las parábolas se encuentran en las antípodas de fórmulas religiosas repetidas hasta la saciedad para crear espacios seguros, aislados de la dura realidad de la vida: “El realismo de las parábolas significa que Jesús coloca el punto de contacto entre Dios y la persona en el mundo cotidiano de la experiencia humana”.
Las parábolas salen al encuentro del oyente en las situaciones de la vida cotidiana, en personajes y objetos bien reconocibles, al menos para su audiencia original formada por campesinos galileos. Pero traen siempre un punto de paradoja o de exageración, de extravagancia. Según Ricoeur, esta “excentricidad que interrumpe el curso soberbiamente pacífico de la acción” hace que lo divino irrumpa en lo cotidiano.
En una de las parábolas, un rey prepara la boda de su hijo y elabora una lista de invitados. Hasta aquí nada de extraordinario. Algo más extraño, pero aún dentro de lo posible, es que los invitados se excusen por no poder asistir. El elemento sorprendente viene después: el rey manda a sus servidores a recorrer los caminos e invitar a todo cuantos encuentren: “Y aquellos siervos salieron por los caminos, y reunieron a todos los que encontraron, tanto malos como buenos; y el salón de bodas se llenó de comensales” (Mt 22,1-13).
La extravagancia de este rey invita a una reflexión sobre Dios. Su Reino irrumpe, no para unos privilegiados, sino para todos, “buenos y malos”. Está claro que no se trata del viejo y conocido Dios “que premia a los buenos y castiga a los malos”. El Reino es algo nuevo, y está llegando.
No puedo evitar recordar aquí una anécdota que cuenta el teólogo y obispo anglicano Tom Wright de cuando era capellán en Oxford. Siguiendo las normas de aquella universidad, Wright se entrevistaba al comienzo del curso con cada uno de los alumnos de su college. Algunos le comentaban: “Mire, creo que no me va a ver mucho por aquí, es que no creo en Dios”. A lo que el teólogo solía responder: “¡Oh, qué interesante! Dígame, ¿en qué Dios no cree usted?” El estudiante, cogido por sorpresa, respondía algo así como: “Pues un ser que desde arriba en el cielo vigila a los hombres, interviene ocasionalmente haciendo milagros, y finalmente castiga a los malos enviándolos al infierno y premia a los buenos con el cielo”. A lo que Wright replicaba con humor: “No me extraña que no crea en un Dios así. Yo tampoco creo en ese Dios”. Tras este intercambio, asegura el profesor, la conversación se volvía menos tensa, más franca y profunda.
Sólo quien deja que se cuestione su imagen del Dios -en el que cree o no cree- da una oportunidad a las parábolas de Jesús. Éstas abren en nosotros un espacio de nuevas promesas, nos invitan a la aventura. Fundamentalismos hay de todos los colores: islámicos, cristianos y laicos. Es más, todos nos refugiamos en alguna medida en el “ya me lo sé” en cuestiones esenciales de la existencia. Las parábolas son sugerencias a la imaginación, resquicios abiertos para permitirnos huir de las seguridades asfixiantes, de las identidades asesinas.

  1. Reino de Dios

El contexto original de las parábolas es la proclamación del Reino de Dios, que fue el centro del ministerio de Jesús; muchas se refieren explícitamente al Reino. Jesús habla de Dios como de un rey que viene a ejercer efectivamente su soberanía sobre el mundo.
Aunque la expresión “Reino de Dios” es original de Jesús, muchos antes y después de él han usado la metáfora de la realeza para referirse a Dios. Al fin y al cabo se supone que el primer atributo de Dios es su poder. Dios es todopoderoso. Resulta natural, pues, hablar de Dios comparándolo con la figura de autoridad por excelencia en la sociedad humana, el rey. En esto Jesús fue muy poco original. En diversas culturas y religiones los dioses son presentados como reyes y los reyes como dioses. Lo novedoso del mensaje de Jesús fue cómo imaginó este Reino y su afirmación de que estaba haciéndose realidad.
En el inicio de su relato, el evangelista Marcos resume así el mensaje de Cristo: “El reino de Dios se ha acercado; cambiad de mentalidad y creed en la buena noticia” (1,15). El verbo que he traducido aquí como “cambiad de mentalidad” es en el original griego metanoeite, y se traduce también como “arrepentíos” o “convertíos”. Muchas veces, la piedad cristiana ha entendido esta conversión como corregir el comportamiento para ajustarse a la norma establecida. Pero lo que está en juego en esta palabra es algo más profundo. Lo que se pide es una transformación –el prefijo meta indica cambio- de la noê, -la mente-. Se trata de cambiar la forma de pensar, de sentir, de percibir la realidad, para adecuarse al Reino de Dios que está irrumpiendo.
¿Cómo imaginar el Reino de Dios, es decir, ese espacio en el que Dios ejerce plenamente su soberanía? Estable, sólido, impecable,… Así lo imaginó el que mandó construir el complejo de los Nuevos Ministerios, en Madrid, un edificio que representa un estado como Dios manda: cuadriculado, monolítico, enorme, gris. De colores son las atracciones de Disney World, otro modo de imaginar hoy el estado de perfecta felicidad. ¿Con qué comparar el reino de Dios?
“El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza, que un hombre tomó y sembró en su campo, y que es la más pequeña de todas las semillas; pero cuando ha crecido, es la mayor de las hortalizas, y se hace árbol, de modo que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas” (Mt 13,31-32).
Jesús imagina el Reino como algo bien pequeño que, sin embargo, está cargado de porvenir. Su imagen del Reino es lo opuesto a lo estático e inamovible. Crece hasta hacerse un árbol. Pero este árbol no es como el cedro, que en el Antiguo Testamento es símbolo de la grandeza de Israel. La planta de la  mostaza es una herbácea que como mucho alcanza los tres metros de altura. Lo que interesa no es la grandeza como signo de poder, es suficiente que haya espacio para acoger.

  1. Dios Padre

La otra gran imagen con la que Jesús se refirió a Dios es el de “Padre”. Pero esto es difícilmente original. En multitud de religiones, se apela a la divinidad como padre de los humanos. Según G. Schenk, “La invocación de la divinidad bajo el nombre de padre pertenece a los fenómenos primordiales de la historia de las religiones”. Contrasta esta afirmación global, referida a las religiones del mundo, con el hecho de que “el Antiguo Testamento es muy reservado en el uso de esta designación de padre en relación con Yahvé”. Esta reserva se explica como reacción contra el uso de la imagen del dios padre por los pueblos cananeos, vecinos y enemigos de Israel. La expresión “padre” aplicada a Dios traía un eco de representaciones míticas que los profetas rechazaban decididamente. La Biblia Hebrea evita la metáfora “Padre” para prevenir el deslizamiento hacia formas de comprender a Dios propias de sus vecinos paganos.
A los profetas les interesa enfatizar que el Dios de los judíos es trascendente y no se confunde con las realidades de este mundo. Pero esta prevención no implica que la imagen de Dios Padre esté ausente de la Biblia Hebrea. El profeta Jeremías escribió: “Y me decía : Me llamarás ‘Padre mío’ y no te volverás de detrás de mí” (3,19). E Isaías: “Tú, YHWH, eres nuestro padre” (63,16). En el Salmo 103, leemos “Como un padre tiene compasión con sus hijos, así YHWH se compadece de los que le temen” (Sl 103,13). En la oración Shemoneh Esreh, una plegaria judía que aún hoy se recita en las sinagogas, podemos leer: “Perdónanos, Padre nuestro, porque hemos pecado, perdónanos, Rey nuestro, porque hemos cometido falta. Porque tú eres Dios bueno y perdonador. Bendito eres, YHWH, misericordioso y rico en perdón”. Es claramente injusto el estereotipo que ha contrapuesto el “Dios cercano” de los cristianos y el “Dios lejano e innombrable” de los judíos.
Si bien en el uso de la imagen de padre para referirse a la divinidad, Jesús no fue original, sí lo fue en el modo directo con el que se dirigió a Dios llamándole “Abba”. No existe en la literatura judía un ejemplo semejante de alguien que haya llamado a Dios así. Pero incluso esta peculiaridad ha de entenderse dentro de una imagen de Dios que era compartida en muchos de sus rasgos por contemporáneos judíos. Sin el marco que ofrece la religión de Israel, ni Jesús ni el cristianismo serían comprensibles.
El origen y significado de la palabra “Abba”, tal como fue empleado por Jesús y por el cristianismo primitivo, ha hecho correr ríos de tinta. Este debate se sustenta, en realidad, en sólo tres textos del Nuevo Testamento, dos en las cartas paulinas (Gal 4,6 y Rom 8,15) y una en el evangelio según San Marcos (14,36), los únicos lugares en los cuales puede encontrarse este término.
Se ha convertido en lugar común la idea, popularizada por Joachim Jeremias, de que la expresión “Abba” tendría su origen en el lenguaje infantil. Según esta interpretación, “abba” sería el equivalente al castellano “papá” o “papi”. El mismo Jeremias abjuró más tarde de esta posición considerándola “un caso de inadmisible ingenuidad”, pero el error continuó extendiéndose. No existen argumentos serios que fundamenten esta forma de traducir el término. Por el contrario, pueden aducirse evidencias textuales del uso de “Abba” por adultos en documentos judíos antiguos, como el Targum.
Es un producto de la imaginación moderna la idea de que Jesús se dirigió a Dios como un niño a su padre a través del uso de una palabra proveniente del lenguaje infantil. “Abba” es sencillamente el vocativo de “Ab” (padre), un término usado por igual por adultos y niños, que no denota de por sí una especial intimidad o ternura, mucho menos un matiz infantil. Abba no es papá, y menos aún, papi.
Jesús utilizó, entre otras metáforas la de “padre” para referirse a Dios, con esto no aportó nada radicalmente nuevo que no fuera de uso en las religiones de la humanidad en general o en la suya, el judaísmo, en particular. Lo original de Jesús fue el modo en que fue dibujando una imagen de Dios a través del uso de esta y otras metáforas. En sus parábolas, Jesús narra un padre bien distinto de los padres de su cultura patriarcal. Quizás ninguna resulta más ilustrativa que la que se nos presenta en el relato, así llamado, del hijo pródigo (Lc 15,11-32).
En esta historia, el menor de dos hermanos pide a su padre “la parte de la hacienda que me corresponde”. En aquella sociedad, igual que en la nuestra, los hijos no se repartían los bienes paternos en vida, sino a su muerte, como herencia. Pero este padre, contra toda expectativa, distribuye su herencia en vida al hijo que se lo pide. Lo que viene a continuación es más previsible. El joven que se ve de pronto en posesión de una fortuna lo malgasta irresponsablemente y se queda al poco tiempo sin nada. Luego llega la penuria, y entonces, -la narración deja claro que lo que le motiva es el hambre, no los sentimientos más nobles- decide volver a casa. En el camino, prepara el discurso del reencuentro: “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus trabajadores” (Lc 15,18-19).
El verdadero momento de la sorpresa llega ahora, en el desenlace de la parábola: el padre, verdadero protagonista del relato, hace algo que en el contexto sociocultural de Jesús y sus oyentes resultaba chocante: corre, se echa sobre cuello de su hijo y lo besa (15,20). Correr y tener tales efusiones de afecto fuera del ámbito de la casa era un comportamiento impropio, vergonzante para un patriarca de aquella cultura. El padre del hijo pródigo se comporta como una madre. – “¡Qué vergüenza!”, exclamaría un defensor del orden establecido – Y, sin embargo, millones de hombres y mujeres de aquella cultura y de muchas otras se han conmovido hasta las entrañas al escuchar este relato de Jesús.

  1. Otro poder

Reyes y padres eran las figuras de autoridad por excelencia en el mundo antiguo. En las sociedades grecorromanas, como en la mayoría de las sociedades de la era preindustrial, las dos instituciones básicas eran lacasa o familia (oikós en griego) y la ciudad (polis en griego), que cumplía con las funciones del estado. Esto marca una gran diferencia con respecto a las sociedades modernas. En nuestro mundo actual hay una gran variedad de instituciones además de la familia y el estado, que constituyen el denso tejido de la sociedad civil, entre las que juega un papel fundamental la empresa.
La mayoría de los ciudadanos adultos de las sociedades modernas pasan la mejor parte de sus días en empresas, y a ellas dedican gran parte de sus energías. No era así en la época grecorromana. El término “economía” (norma –nomos– de la casa –oikós–) da testimonio de cómo en el mundo antiguo, el proceso productivo se realizaba en la familia. En aquella sociedad, el paterfamilias era el jefe del ámbito laboral, como lo es hoy el director o superior jerárquico en la empresa.
La paternidad, que es en nuestros días una función sobre todo afectiva y al margen del trabajo productivo, era en aquella época una función, ante todo, de poder. El padre organizaba el trabajo y exigía obediencia. Podía en el caso del derecho romano administrar justicia a los miembros de su casa, incluida la aplicación de la pena de muerte. El “padre” de la antigüedad no es el “papá” de la familia de la era posindustrial.
Llamar a Dios “rey” y “padre” es reconocer la autoridad de Dios. En esto Jesús fue muy poco original. Cualquier religión que se precie afirma que la divinidad es una fuerza superior con autoridad sobre los humanos y la realidad. Lo peculiar de Jesús fue el modo en que presentó a este padre y rey. Jesús ofrece una imagen del poder de Dios que subvierte las imágenes humanas del poder. Dios es poderoso, incluso Todopoderoso, pero no ejerce su poder al modo de los poderosos de la tierra. Jesús invita a sus discípulos a convertirse por su comportamiento en metáforas vivas de este otro poder:
“Sabéis que los que son reconocidos como gobernantes de los gentiles se enseñorean de ellos, y que sus grandes ejercen autoridad sobre ellos. Pero entre vosotros no es así, sino que cualquiera de vosotros que desee llegar a ser grande será vuestro servidor, y cualquiera de vosotros que desee ser el primero será siervo de todos” (Mc 10,42-44)
Jesús no dice que Dios es padre para hacernos entender que Dios nos ama como nos ama nuestro padre. Justo al contrario, lo hace para decirnos que Dios nos ama en un modo en que los padres no se atreven a amar en una cultura patriarcal. Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios no para decirnos que Dios ejerce el poder como lo haría un rey, sino justo al contrario, para subvertir el modo en que gobiernan los poderosos de la tierra.
Dios es llamado “Padre” no sólo ni fundamentalmente para ofrecer una imagen cercana y cariñosa de Dios, sino sobre todo para subvertir lo que la cultura patriarcal entiende por paternidad. Esto explica, al menos en parte, por qué Jesús prefirió la imagen de “padre” a la de “madre” para referirse a Dios: quería poner en cuestión el poder, un atributo paterno y no materno en aquella cultura. Que Jesús no comenzara su oración con “Madre nuestra que estás en los cielos” no es ni mucho menos una prohibición del uso de imágenes femeninas para referirnos a Dios. El uso de invocaciones a Dios en femenino puede dar continuidad a intuiciones profundas del evangelio.
Las parábolas de Jesús son expresiones de este poder alternativo, metáforas que hacen intuir la verdadera naturaleza del poder Dios, que no se impone jamás. Abren la puerta a un ámbito en el que el amor, lejos crear dependencia, es fuente de libertad. En palabras del biblista español Rafael Aguirre, “el Reino de Dios es oferta desarmada a la libertad humana”.
Queda por dilucidar una cuestión que se ha planteado en numerosas ocasiones en debates tanto eruditos como populares entorno a la figura de Jesús. ¿Fue su mensaje eminentemente espiritual, dirigido al corazón de las personas? ¿O fue Jesús un revolucionario social preocupado más por el bienestar material de sus contemporáneos? Una aproximación a las condiciones sociales y culturales del mundo de Jesús revela rápidamente que este es un falso dilema.
La religión como cuestión privada del individuo es un invento de la Ilustración europea y norteamericana. En la época de Jesús, toda afirmación sobre Dios tenía inmediatas consecuencias políticas. El Imperio Romano se sostenía ideológicamente en la divinización del emperador dentro de un panteón politeísta. Las reivindicaciones nacionalistas de los judíos también se apoyaban en una determinada visión del Dios único y del papel confiado a Israel como pueblo elegido. La guerra que estalló entre los judíos y el Imperio en el año 66 d.C., y que concluyó con la quema del Templo y la destrucción de Jerusalén en el año 70, escenificó de forma brutal el choque de dos teologías.
Es claramente anacrónico el dilema que plantea decidir de forma excluyente si el Reino de Dios predicado por Jesús era una entidad política o religiosa. En el mundo de Jesús era simplemente imposible un mensaje sobre Dios que no fuera al mismo tiempo una proclama política. Tanto la imagen de un Jesús “religioso” ajeno a los problemas sociales como su opuesta, la de un Jesús revolucionario social desinteresado de las cuestiones espirituales, son proyecciones de nuestra modernidad secularizada.
La enseñanza de Jesús fue, sin dejar de ser totalmente teológica, un mensaje social de alto contenido político. No terminan en la cruz las almas cándidas, sino los revolucionarios. Lo ha expresado muy bien Rafael Aguirre: “Jesús expresaba religiosamente la protesta ante la realidad y los anhelos de algo alternativo de los campesinos galileos. El Reino de Dios no es la legitimación religiosa de lo existente, sino, al contrario, su denuncia y la afirmación de que Dios abre otras posibilidades en la realidad”