A la hora de poner en imágenes una historia, el director de cine debe conferir un tono a su relato. El fracaso o el éxito de una propuesta artística depende en muchas ocasiones precisamente del acierto al elegir esa entonación: la intensidad de vibración, el nervio con que la cámara va a ir desgranando el argumento. Cercanía o distancia, ironía o convicción, contención o arrebato, pulsación lírica o arranque épico, detallismo o visión elusiva de lo contado son algunos de los múltiples tonos o registros con que un mismo guión puede ser materializado. Como el director de orquesta, el de cine imprime su carácter a un texto previo (la partitura o el guión, según el caso) situándose más cerca o más lejos, optando por el preciosismo, por la insinuación, por la crudeza. A esta toma de posición ante el material narrativo la vamos a llamar, esquivando cualquier tecnicismo, manera de mirar. Veamos algunos ejemplos de «manera de mirar» en tres películas de indudable validez pedagógica y plástica.
La habitación del hijo aborda el delicado tema del dolor ante la muerte: una familia debe encarar la pérdida de uno de sus miembros, un joven, víctima de un trágico accidente. Las diferentes actitudes con que el padre, la madre y la hermana se enfrentan a la desgracia y las profundas grietas que en la relación familiar provoca este hecho constituyen los ejes alrededor de los cuales Moretti construye su obra. Precisamente, el mayor acierto de esta interesante película reside en la forma en que el director pulsa un material tan frágil. Su manera de mirar nace de la sutil mezcla de realismo sereno y lirismo desnudo, resultante este último de la contemplación atenta y sensible de los detalles de la propia realidad. Con esta fórmula, el director italiano esquiva la tentación del melodramatismo, del exceso sentimental, para ahondar así en la repercusión profunda de los hechos, más que en su significado epidérmico y meramente emotivo. Más que presentar el dolor, con todo su séquito de desgarro y patetismo, la película indaga en sus efectos más profundos, en las contradicciones del alma a las que acaba por someter al ser humano, en los callejones sin salida a los que conduce lo radicalmente incomprensible. Nanni Moretti va más allá de las lágrimas: reniega de la espectacularización del sufrimiento y, en su lugar, se atreve a sondear la terrible e íntima soledad del que sufre.
Sin embargo, La habitación del hijo no es una película redonda porque en algunos instantes el autor cae en la tentación del formulismo, de subrayar lo obvio, de recrearse en lo explícito; en otros momentos incluso se llega a romper ese realismo sin alardes de la cinta al caracterizar, por ejemplo, de forma caricaturesca a una serie de personajes sobre los que se ironiza improcedentemente. A este respecto, todo lo que tiene que ver con la relación del padre, un siquiatra de éxito, y sus clientes está tratado de una manera mucho más burda, mucho menos atinada, y esto motiva que el resto de la película se resienta de ese desequilibrio.
En Requiem por un sueño se nos cuenta la caída en espiral de una serie de personajes en el abismo de las drogas. Frente al enfoque directo y despojado, aunque poético, de la película anteriormente comentada, Aronofskyi escoge el tremendismo, la desmesura dramática y visual como vía de acceso a sus seres, enredados en una maraña sin solución. La progresiva inmersión en la dependencia, el paulatino desmoronarse de las ilusiones a las que el título alude se corresponde con una evolución del tono: la película vira desde lo ligeramente humorístico y amable de los primeros compases de la obra hasta la negrura más insondable y el histerismo estético en que desemboca la función. Se trata de una opción legítima pero de resultados discutibles: el riesgo de una apuesta de este calibre radica, desde mi punto de vista, en el hecho de que se deja poco margen para la capacidad de sugerencia de la imagen y para la propia inteligencia del espectador. Yo, particularmente, prefiero lo evocativo, lo que se intuye, más que lo mostrativo, lo que se exhibe desde el exceso. Me toca más la fibra un reflejo que un destello, un indicio que un cuerpo. Creo más en los poemas que en los discursos y Requiem por un sueño tiene más de alegato apocalíptico que de apunte lírico.
Deseando amar es, en parte, el perfecto reverso tanto de La habitación del hijo como deRequiem por un sueño. Esta obra maestra contempla la historia de un hombre y una mujer que descubren que sus respectivos cónyuges son amantes. Desde ese momento, entre ellos se establece una relación que, en el intento de explicarse las razones del adulterio, va decantándose hacia el deseo contenido y el amor imposible. Frente al realismo de Moretti, Wong Kar-Wai elige una visión irrealizadora, de un formalismo minimalista subyugante. El esteticismo preciosista de sus imágenes, impregnadas por una honda musicalidad, es el mejor trasunto y la forma más adecuada de contar este hermosísimo relato sobre sentimientos límpidos y seres puros, casi ideales a pesar de su concreción y su humanidad. Por otro lado, al contrario que Aronofsky, el director de Hong Kong lanza sobre su material narrativo una mirada envolvente, tangencial, atenta a transmitir la intensidad de unos sentimientos más que la gravedad o significación de unos hechos. Su discurso entra en los más profundos dominios de la poesía, de ahí su gusto por la repetición, la rima y los recursos de honda raíz imaginaria (metonimia y metáfora son las bases de su estilo, en especial la primera).
Tres ejemplos de otras tantas maneras de mirar: realismo lírico, tremendismo discursivo, esteticismo poético. Detrás de estas fórmulas artísticas, hay también formas diversas de considerar la realidad, de pensar la vida.
Jesús Villegas