¿Dónde está el futuro de la Iglesia?

1 mayo 2001

PIE AUTOR
José M. Castillo es profesor en la Facultad de Teología de Granada.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
«¿Dónde y en qué lugar está el futuro de la Iglesia? ¿Cómo debe ser la Iglesia del futuro?». Tras unas pinceladas generales para situar el futuro, precisamente, el autor afronta con rigor, valentía y claridad estas «problemáticas» cuestiones. Antes de nada, los peligros fundamentales: «la religión que sustituye a Dios» y «el poder» como «la gran tentación de cualquier institución religiosa». Respecto al primer aspecto, el sitio de la Iglesia para poder hablar de Dios tiene que ser el sitio que ocupó Jesús… El problema del poder en la Iglesia, sin duda, necesita una profunda revisión: «mientras no se plantee hasta el fondo el problema del poder —palabras que cierra el artículo—, la Iglesia se debatirá siempre ante un futuro incierto».
 
 
 
 

  1. Situar la pregunta

 
Si nos preguntamos por el futuro de la Iglesia, es porque no lo tenemos claro. Lo cual es comprensible. En un momento como el que estamos viviendo, en el que tantas cosas cambian (y cambian a tanta velocidad), es lógico que los cristianos nos preguntemos dónde, en qué y cómo estará el futuro de la Iglesia. Pero no se trata sólo de que casi todo está cambiando con mucha rapidez. Si hoy nos preguntamos por el futuro de la Iglesia, es porque en ella vemos cosas que no nos gustan, cosas con las que no estamos de acuerdo, cosas que a unos preocupan, a otros sorprenden y a algunos escandalizan. Por eso, hay quienes se plantean esta pregunta: ¿es que la Iglesia va a tener que seguir siendo siempre como es ahora?
 
Para situar exactamente esta pregunta, es necesario indicar dos cosas. En primer lugar, por muchas críticas que se hagan o se puedan hacer contra la Iglesia actual, es un hecho que esta Iglesia nuestra es una enorme institución de ámbito mundial, que está haciendo mucho bien en todo el mundo. Por más ciertas que sean las denuncias que se hacen contra la Iglesia y sus dirigentes, nadie puede negar, ni poner en duda, que ahora mismo hay más de un millón de mujeres y hombres que, en nombre de la Iglesia y por mandato de ella, están dedicados (a tiempo pleno) a anunciar el Evangelio, a sanar enfermos, a educar niños, a dar de comer a gentes muertas de hambre, a luchar por la justicia y los derechos de los pueblos, a conseguir que muchas personas sean menos desgraciadas de lo que serían si la Iglesia no existiera.
En segundo lugar, es un hecho también que, en esta Iglesia nuestra, hay cosas que van mal. Y se puede afirmar sin exageración que algunas de esas cosas van muy mal. Cada día hay más gente que, sin decir nada a nadie, abandona la Iglesia. Porque su presencia y su mensaje, no sólo no interesa, sino que molesta y hasta resulta insoportable para muchas personas. De ahí que la presencia de la Iglesia en la sociedad es que cada día más marginal. Porque su pensamiento ya apenas influye en la cultura, en las costumbres y, sobre todo, en la solución de los grandes problemas que hoy preocupan a la gente y hacen sufrir a tantos ciudadanos.
 
Estando así las cosas, y precisamente por lo que acabo de decir, nos preguntamos: ¿Dónde y en qué debe estar el futuro de la Iglesia? ¿Cómo debe ser la Iglesia del futuro?
 
 
 

  1. ¿Un futuro preocupante?

 
Las gentes que vivimos en los países que se aproximan a lo que, desde los años posteriores a la segunda guerra mundial, se ha llamado el «Estado del Bienestar» tenemos el peligro de no darnos cuenta del futuro tan incierto y preocupante que tenemos a la vista. Como en estos países la mayor parte de la gente vive bien, seguramente nos imaginamos que esta situación, no sólo se va a perpetuar, sino que incluso va a ir a mejor. Además, los políticos y los medios de comunicación se encargan de «entontecer» a grandes sectores de la opinión pública con ideas como, por ejemplo, «España va bien» o «para dentro de cinco años habremos acabado con el paro», etc.
 
La realidad, sin embargo, es muy distinta.

  1. Porque el llamado «Estado del Bienestar» entró en crisis hace ya tiempo. Desde que allá por los años 80 del siglo pasado, la derecha pura y dura de Reagan, en EE.UU., y de M. Thatcher, en el Reino Unido, pusieron radicalmente en cuestión las condiciones que hacen posible el bienestar para todos los ciudadanos. El sueño de una sociedad de pleno empleo, de seguridad social para todos, y de alto nivel del consumo resulta cada día más problemática en los países más ricos del mundo. De manera que, por ejemplo, en EE.UU. hay ahora mismo 36 millones de pobres y más de 40 millones de personas que no tienen ningún tipo de seguridad para la salud y la enfermedad.
  2. Porque si esto está ocurriendo en los países ricos, la situación en los países pobres (que afecta a dos tercios de la humanidad) es cada día más desesperada. La cosa resulta increíble. Porque es un hecho (confirmado por Naciones Unidas) que hoy se produce, en el mundo, un diez por ciento más de los alimentos que necesitan todos los habitantes del planeta para alimentarse de sobra. Y sin embargo, cada día mueren de hambre cinco mil personas. Y se calcula que llegan a setenta mil los que diariamente pierden la vida por las consecuencias de la malnutrición y enfermedades consiguientes.
  3. Porque todo esto está ocurriendo a causa de la perversión del sistema económico, que se ha hecho el amo del mundo. Se trata del capitalismo en su versión más agresiva y salvaje, que tiene como consecuencia inevitablela concentración creciente y progresiva del capital mundial. De manera que cada año que pasa hay menos ricos que son increíblemente ricos. Y cada día hay más pobres que carecen de lo más indispensable para poder vivir con un mínimo de seguridad y dignidad.
  4. La consecuencia más grave que tiene todo esto es la inevitable bifurcación de la especie humana en dos grandes bloques: por un lado, la humanidad opulenta que consume hasta el despilfarro, por otro lado, el 70 % de la humanidad, que va en aumento, y que se debate en la miseria o incluso al borde del exterminio, como ocurre en bastantes países de Africa.

 
 
No sabemos lo que podrá durar este estado de cosas. Lo que sí conocemos son los efectos que todo esto está produciendo. La enorme crisis ecológica, con la consiguiente alteración de los climas, las aguas potables, la química de los suelos, las sociedades humanas. A esto se añade la inestabilidad de los pueblos, cuya expresión más aterradora es el fenómeno de las migraciones: gentes que huyen de sus países de origen para escapar de la muerte por hambres, guerras, enfermedades y miserias sin cuento.
Además, está el hecho de los cambios profundos que se están produciendo en el interior de nosotros mismos. Ya no tenemos la misma escala de valores que teníamos hace años. Ahora importa más la pareja que el matrimonio. Interesa más la ganancia que la honradez. Preocupa más el confort que el bienestar. Cada día aumenta la cantidad de personas que sufren depresiones o que simplemente no le ven sentido a la vida que llevan.
 
¿En qué va a parar todo esto? Nadie lo sabe. Ni lo puede saber. En cualquier caso, hay razones serias para no ser pesimistas, a pesar de todo. Más bien, se puede pensar que estamos asistiendo a uno de los grandes cambios que ha experimentado la humanidad. El cambio se viene gestado hace bastantes años. Y tardará años en cuajar. Para que surjan nuevas formas de organizar la política, la economía, la convivencia de las gentes y de los pueblos. Hasta que surja una nueva cultura. Tanto despilfarro, por parte de unos, y tanto exterminio en el resto del mundo, son cosas que no podrán durar demasiado. La fuerza de la vida terminará por imponerse. En eso, que es lo más fuerte (la vida misma) radica nuestra esperanza. Que no es sino la convicción de un futuro mejor.
 
 

  1. ¿Y las religiones?

 
La pregunta es lógica. ¿Qué papel están desempeñando las religiones en la situación de cambio que estamos viviendo? ¿Están las grandes religiones contribuyendo a que este proceso de cambios profundos desemboque en un futuro más digno para la humanidad?
 
Allá por los años 60 y 70 del siglo pasado, se hablaba insistentemente del final de la era religiosa de la humanidad y, por tanto, de la muerte de la religión. Los hechos han demostrado que aquellos «profetas de desgracias» no tenían razón. Las religiones siguen vivas. Y hasta se puede decir que ahora tienen más presencia en nuestra sociedad que hace cuarenta años. El problema está en que ha aparecido un nuevo tipo de religión. Una religión que sustituye a Dios. Porque, aunque sea cierto que la religión tiene ahora más fuerza que hace unos años, el hecho es que le fe en Dios es un problema creciente para muchas personas. Hasta el punto de que hay individuos que no se pierden una procesión o una romería, pero al mismo tiempo son ateos militantes o simplemente agnósticos.
 
Pero esto, con ser tan grave, no es lo más preocupante. Lo peor de todo es que las grandes tradiciones religiosas son representadas y gestionadas por instituciones religiosas, con sus líderes y dirigentes, sus dogmas, sus liturgias, sus tradiciones, sus normas y prohibiciones. Y también, como es natural, con sus intereses de poder y de influencia en la sociedad.
Ahora bien, con demasiada frecuencia ocurre que los intereses de las instituciones religiosas se anteponen a los fines de dichas instituciones. De donde resulta que, por una parte, las religiones predican el amor y la solidaridad, pero, por otra parte, fomentan divisiones y enfrentamientos, nacionalismos a ultranza, comportamientos racistas y xenófobos, sin que falten las guerras de religión que siguen derramando demasiada sangre entre gentes fanatizadas por sus creencias religiosas.
 
 
Todo esto quiere decir que, en una situación de cambio cultural como la que estamos viviendo, las religiones tienen que estar allí donde se defiendan los derechos de la vida de las personas, la igualdad efectiva (no meramente teórica) de todos los ciudadanos, la dignidad y la felicidad para cualquier ser humano, sea cual sea su origen; y sean las que sean sus creencias, sus tradiciones, sus costumbres o incluso su comportamiento. En este sentido, las religiones tienen hoy un papel decisivo para el futuro de la humanidad. Porque son un factor de paz y estabilidad o, por el contrario, de conflictos y enfrentamientos mucho más fuertes de lo que algunos se imaginan.
 
La consecuencia es clara: las religiones tienen que organizarse de tal manera que puedan ser agentes decisivos para el logro de una ética planetaria, es decir, generar una espiritualidad y una mística que sean capaces de fundamentar una «ética mundial» (L. Boff, H. Küng). Porque es evidente que mientras no se logre el común acuerdo de una ética mundial para la justicia, el respeto y la convivencia, no habrá paz en el planeta tierra. Y menos aún habrá una igualdad razonable entre los pueblos, culturas y tradiciones que se extienden por el mundo. Desde este punto de vista, se puede afirmar, sin miedo a exagerar, que la aportación de las religiones será más decisiva cada día, para el logro de una humanidad que pueda convivir en condiciones dignas del ser humano.
 
 

  1. El problemático futuro de la Iglesia

 
De acuerdo con lo que he explicado hasta ahora, es evidente que el futuro de la Iglesia no está en peligro. Porque la Iglesia es una institución religiosa. Y sabemos que la religión no se está debilitando, sino todo lo contrario. Por eso, cada año, cuando se celebran determinadas fiestas religiosas (por ejemplo, la semana santa) o con motivo de tal o cual peregrinación, romería o concentración eclesiástica, la masiva afluencia de gentes (que quizá vienen de medio mundo) es con frecuencia tan multitudinaria que resulta impresionante.
 
Pero, de acuerdo también con lo que he explicado, precisamente el auge de la religión puede convertirse en el gran peligro para la Iglesia. Y esto por dos razones: 1/ Porque, como ya he dicho, hoy abunda la religión que sustituye a Dios; 2/ Porque la gran tentación de cualquier institución religiosa es el poder. Ahora bien, en la medida en que estas dos razones son verdad, el futuro de la Iglesia resulta enormemente problemático, si es que tomamos en serio la función más importante y más urgente que, en este momento, tienen que desempeñar las religiones en el mundo. Porque bien puede suceder que tengamos una Iglesia que concentra a millones de personas para actos religiosos. Y que además está dirigida por un papa que goza de una popularidad y un poder de convocatoria que atrae a miles y miles de fieles que le ovacionan y le aplauden.
Pero todo eso puede ocurrir de tal manera que la Iglesia no cumpla con el fin que tiene que desempeñar en el mundo. Por eso se puede (y se debe) hablar del problemático futuro de la Iglesia. Cuando los «hombres de Iglesia» ven que la gente acude en masa a determinados actos religiosos, se pueden alucinar con semejantes éxitos y bien pueden llegar a pensar que la Iglesia está ahora mejor que nunca. Y, sobre todo, si el poder se mantiene sólidamente organizado dentro de la institución eclesiástica, los que manejan ese poder tendrán ciertamente el convencimiento de que la Iglesia va bien y hace lo que tiene que hacer.
 
No parece aventurado pensar que esto exactamente es lo que está ocurriendo ahora mismo en la Iglesia. La religión católica en auge. Y el poder del papa y de la Curia Romana más sólidamente afianzado que nunca. De ahí, la enorme dificultad que tienen muchos dirigentes eclesiásticos para ver lo que tendrían que ver. Y para darse cuenta de los cambios que sería necesario asumir con urgencia, para que la Iglesia cumpla realmente con su misión en este momento de la historia humana.
 
 
 

  1. El problema de Dios

 
Por supuesto, lo primero que tiene que hacer la Iglesia es dar testimonio de Dios, afirmar la existencia y la presencia de Dios, en cada lugar y en cada momento de la historia. La Iglesia no es una institución de servicios sociales. La Iglesia tiene su origen en Dios. Y su misión es ser testigo de Dios. Pero con decir esto, no hemos dicho lo esencial. Porque no se trata de anunciar a cualquier Dios. Se trata de hacer presente en la sociedad al Dios de Jesús. Es decir, al Dios que anunció Jesús o, más exactamente, al Dios que se nos reveló en el hombre Jesús de Nazaret (Jn 1,18; Mt 11,27; Jn 14,9).
 
Ahora bien, si es que efectivamente el Dios, en el que creemos los cristianos, se nos dio a conocer en Jesús, eso quiere decir que nuestro Dios se nos reveló en un hombre. Concretamente, en un hombre que nació en extrema pobreza, vivió entre las gentes pobres y marginales de aquel tiempo, y murió ajusticiado como un delincuente, colgado entre dos lestai (Mc 15,27), una palabra que el historiador Josefo utiliza para designar a los rebeldes contra los poderes públicos y contra el orden establecido.
Por lo tanto, el Dios en el que creemos los cristianos no se entiende, ni se puede entender, desde la condición de los poderosos y su «poder», sino a partir de la situación de los débiles y su «debilidad» (cf. 1Cor 1,25). El Evangelio representa, desde este punto de vista, la más asombrosa subversión en la historia de las tradiciones religiosas de la humanidad. Porque el Dios del cristianismo, a partir del misterio de la encarnación, se funde y se confunde con lo humano, con lo más débil de la condición humana, la sarx, la «carne» (Jn 1,14), que es la debilidad propia de los seres humanos (cf. Mt 26,41). Por eso Jesús, en nombre de Dios, pudo decir: “lo que hicisteis que uno de estos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40).
 
Pero es claro, si todo es así, Dios es y será siempre un problema para la Iglesia. Por una razón que se comprende enseguida. La Iglesia es una institución religiosa, muy celosa de su poder, de su autoridad, de su capacidad para mandar y para ser obedecida. Según el Derecho Canónico, el papa tiene una potestad “que es suprema, plena, inmediata y universal”, que “puede siempre ejercer libremente” (c. 331). Y además se trata de una potestad tal que, en este mundo, “no cabe apelación ni recurso contra una sentencia o un decreto del Romano Pontífice” (c. 333,3). Más aún, el canon 1404 afirma que el papa “no puede ser juzgado por nadie”.
Ahora bien, un poder tan universal y tan pleno, que no admite ni crítica ni disensión alguna, y al que nadie puede enjuiciar o juzgar, es un poder único en este mundo. Pero entonces el problema está en saber dónde, cómo y en quién se fundamenta semejante poder. ¿En virtud de qué argumento se «legitima» ese poder absoluto? Es evidente que, al ser un poder religioso, su «legitimación» tiene que estar en Dios. Los papas de todos los tiempos lo han dicho de mil maneras: el poder que ellos tienen y representan no es sino la expresión en la tierra del Dios Omnipotente.
 
 
Y aquí es donde está el problema. Una Iglesia Jerárquica, tan celosa de su poder, no tiene más remedio que presentar a un Dios que se entiende a partir del poder, del dominio, de la autoridad que se impone y exige obediencia y sometimiento. Y una Iglesia que descalifica, rechaza y condena a los que no le someten, tiene que anunciar forzosamente a Dios que juzga y castiga, que prohíbe y amenaza. Por eso el Dios de Jesús es un problema para la Iglesia. Porque la Iglesia del poder, de los anatemas, del control sobre las conciencias, del rechazo de los que no se someten a sus verdades y mandatos, es la Iglesia que no sabe qué hacer con el Dios que anunció Jesús. Porque quien va por la vida con semejantes pretensiones de poder no puede entender al Dios de Jesús. Y menos aún puede hablar de ese Dios con un mínimo de coherencia.
 
Para poder comprender al Dios de Jesús y poder hablar de ese Dios hay que situarse donde se situó Jesús. Y vivir como vivió Jesús. Por eso, sin duda, el propio Jesús dijo que todo esto se oculta a los sabios y entendidos, mientras que quienes lo entienden son la gente sencilla, los nepioi (Mt 11,25), los que literalmente no tienen nada que decir en este mundo.
 
¿Dónde tiene que estar la Iglesia del futuro, si es que quiere de verdad hablar de Dios y mostrar a Dios? Su sitio tiene que ser el sitio que ocupó Jesús. Desde el poder supremo en la tierra, desde los desfiles triunfales entre los grandes de la política, los famosos de los media, los policías y los guardaespaldas, los clamores del éxito y el triunfo, se podrán decir palabras, palabras, palabras…, incluso palabras sublimes sobre Dios. Pero no se dirá ni media palabra sobre el Dios de Jesús. La gran contradicción de la Iglesia del poder está en que a todas horas tiene el nombre de Dios en la boca, pero sorprendentemente no suele anunciar al Dios que tiene que anunciar. Porque desde el poder, sobre todo si es el poder religioso, no se hace otra cosa que deformar y desfigurar al Dios que anunció Jesús.
 
 

  1. El problema del poder

 
La Iglesia tiene una «estructura» divina que, precisamente porque proviene de Dios, es inmutable. Ni se puede cambiar, ni se puede poner en discusión. La estructura divina de la Iglesia se concreta en su «estructura jerárquica»: el colegio episcopal, como sucesor del colegio apostólico, cuya cabeza es el obispo de Roma, el papa. Pero en la Iglesia, una cosa es la «estructura» y otra cosa es la «organización». Porque la estructura jerárquica de la Iglesia se puede organizar de muchas maneras. Y sabemos que históricamente ha estado organizada y ha funcionado de formas muy diversas. La actual organización y administración de la Iglesia es una de las posibles. Pero no es la única. Ni es la mejor de todas.
 
Por otra parte, el asunto de la organización administrativa de la Iglesia representa un problema mucho más importante de lo que algunos se imaginan. Porque de la organización depende cómo se gestiona el poder en la Iglesia. Si el poder se gestiona como, de hecho, se hace en la actualidad, la consecuencia es dramática. No sólo se deforma la imagen de Dios, sino que además la institución eclesiástica vive más preocupada por asegurar su poder y sus derechos, que por defender la paz, la justicia y los derechos de los seres humanos, sean cuales sean sus creencias, su condición social o su forma de vida.
 
Ahora bien, si la gestión del poder en la Iglesia se quiere afrontar en serio y con todas sus consecuencias, es imprescindible y urgente resolver tres grandes cuestiones:
 
 
6.1. ¿Quién es el sujeto de suprema potestad en la Iglesia?
 
El concilio Vaticano II dice que “el Romano Pontífice tiene… potestad plena, suprema y universal sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer libremente” (LG  22,2). Pero el mismo concilio dice a continuación que “el orden de los obispos… es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la universal Iglesia” (LG 22,3). Esto quiere decir que el papa, por sí solo, no es el sujeto de suprema potestad en la Iglesia. Porque también el conjunto de los obispos, junto con el papa y nunca sin él, tiene la suprema potestad en la Iglesia. Esto es lo que nos dice la teología de la Iglesia. Lo que pasa es que la organización eclesiástica está montada de tal manera que, de hecho, quien ejerce el poder supremo en la Iglesia es únicamente el papa.
 
Y la razón está en esto: lo que «teológicamente» no está resuelto en la Iglesia, el Derecho Canónico lo ha zanjado «jurídicamente», asignando al papa el ejercicio exclusivo del poder. Lo cual es cierto hasta tal punto que el canon 1372 dispone que si alguien recurre al Concilio Ecuménico o al Colegio de los Obispos contra una decisión del papa, debe ser castigado con una censura. O sea, en la Iglesia manda un solo hombre. Y ese hombre tiene tal poder, que él decide quién está en la verdad o en el error, quién va por el camino del bien o por el camino de la perdición. Además, el papa quita y pone, premia o castiga, a cualquier cardenal, a cualquier obispo, a cualquier cargo eclesiástico.
 
Por supuesto, durante los diez primeros siglos de la Iglesia, todo esto no estuvo «organizado» de esta manera. Por ejemplo, a los obispos no los nombraba el papa, sino que eran elegidos en cada Iglesia local. En el sistema actual, existe el peligro evidente de que el papa, al nombrar a un obispo, piense más en si ese obispo le va a ser sumiso, que si va a ser un hombre libre para exigir los derechos de los fieles, de los infieles o de cualquier persona. Es evidente que mientras este problema no esté resuelto, los «hombres de Iglesia» tendrán el peligro de mirar más a Roma que a las necesidades del pueblo. Y se preocuparán más por estar en buena relación con Roma que con los representantes de otras religiones. En estas condiciones, el diálogo con otras religiones, en busca de una ética mundial, será un asunto que no va a preocupar gran cosa a la mayor parte de los obispos de la Iglesia católica.
 
 
6.2. ¿Qué derechos y qué poderes tiene la Curia Romana?
 
El problema de fondo, en este punto concreto, está en saber cuál es el estatuto teológico de la Curia. Según el actual Código de Derecho Canónico, la Curia Romana es el organismo mediante el cual el papa “suele tramitar los asuntos de la Iglesia universal, y que realiza su función en nombre y por autoridad del mismo” (el papa) (c. 360). Pero el Derecho Canónico sólo puede establecer el estatuto jurídico de la Curia. La teología de la Curia es una cuestión que está por hacer.
 
En cualquier caso, lo más grave que aquí se plantea es que un estamento, que no tiene un estatuto teológico claro (tal es el caso de la Curia), está por encima de otro estamento, que sí tiene su razón de ser en la estructura teológica fundamental de la Iglesia (tal es el caso del Colegio de los Obispos). De donde resulta que en la Iglesia tiene más poder quien tiene menos teología para justificar ese poder. De ahí que, en situaciones como la actual, con un papa que, por su edad y su salud, impresiona a quienes le ven ocupando el cargo que ocupa, resulta que quien realmente ejerce el poder en la Iglesia es quien menos claro tiene en virtud de qué argumento teológico ejerce semejante poder. Se sabe que, de hecho, los funcionarios de la Curia controlan a los obispos, les llaman la atención en no pocas ocasiones, les imponen normas o les prohíben lo que consideran que un obispo no debe hacer.
Todo esto, en un régimen de secretos, normas o disposiciones que no se conocen exactamente, denuncias que se ocultan, procesos que no resultan patentes, etc, etc. Y si controlan tan estrechamente a los obispos, mucho más controlan a los teólogos, a los sacerdotes, a las religiosas y religiosos, a las instituciones cristianas, a los laicos en general. La consecuencia inevitable es un régimen de miedo y la consiguiente falta de libertad. De ahí que en la Iglesia se piensa y se hace lo que en Roma agrada, mientras que no preocupa tanto lo que los cristianos se preguntan y, sobre todo, lo que la Iglesia tendría que aportar a este mundo angustiado en el que nos ha tocado vivir.
 
6.3. ¿Qué derechos tienen en la Iglesia
todos los que están bajo el poder supremo?
 
Esta pregunta es inevitable después de todo lo que acabo de explicar. Por supuesto, el Derecho Canónico habla de las obligaciones y de los derechos de los fieles (cc. 224-231). Pero, desde el momento en que el mismo Derecho Canónico establece que “no cabe apelación ni recurso contra una sentencia o un decreto del Romano Pontífice” (c. 333,3), es evidente que en la Iglesia nadie tiene, ni puede tener, «derechos adquiridos». Porque cualquiera, en cualquier momento, puede ser depuesto de su cargo, puede ser trasladado, castigado con una censura eclesiástica, etc, etc.
Por eso, en la Iglesia se escriben y se dicen maravillas sobre la responsabilidad de los laicos, sobre la importancia de las mujeres y su papel en la misión evangelizadora, sobre la corresponsabilidad de los obispos y los sacerdotes en el gobierno de la Iglesia, sobre la razonable democratización de las instituciones eclesiásticas, sobre el poder como servicio a la comunidad, sobre la reforma de la Vida Religiosa….
 
Todo eso, por muy razonado y argumentado que esté, desde el punto de vista del Evangelio y de la teología, a la hora de la verdad es papel mojado. Es decir, todo eso no se puede traducir en nada concreto y operativo. De ahí que, en la Iglesia, ocurre constantemente que se dicen unas cosas y se hacen otras. Por ejemplo, el papa organiza reuniones públicas con los líderes de otras religiones, pero a renglón seguido Roma destituye a los teólogos que defienden en serio el diálogo con otras confesiones religiosas. Por eso, a cualquiera se le ocurre pensar que es muy difícil que la Iglesia, mientras perdure su actual sistema organizativo, pueda aportar algo verdaderamente serio para elaborar, en diálogo de igualdad con las demás religiones del planeta, una ética mundial en la que todos los seres humanos coincidamos para conseguir un mundo más justo, más humano y más digno.
El papa y los obispos dirán que están de acuerdo con ese proyecto y que están dispuestos a que se haga. Pero, si eso se tiene que hacer a base de bajarse del pedestal en el que la Iglesia católica se ha colocado, como la única religión que posee la plenitud de la verdad sobre Dios, el papa y los obispos no se pondrán a dialogar en serio con las otras religiones.
 
 

  1. Conclusión

 
 
La Iglesia tiene una estructura jerárquica, querida por Dios y, por tanto, intocable. Pero esa estructura divina se puede organizar de muchas maneras. En el actual sistema organizativo de la Iglesia, el poder se ha concentrado de tal manera en un solo hombre, el papa, que eso ha tenido como consecuencia anular, en la práctica, los derechos y, por tanto, la corresponsabilidad de todos los demás miembros de la Iglesia, desde los obispos hasta los laicos.
Ahora bien, en un sistema así, la consecuencia inevitable que se sigue es que se hace prácticamente imposible anunciar al Dios que Jesús reveló al mundo. Porque una Iglesia en la que se concentra tanto poder, necesita un Dios que se tiene que entender a partir del poder, no desde la bondad, el amor y la tolerancia. Por otra parte, una Iglesia en la que el poder se gestiona de manera tan autoritaria y centralizada, no tiene más remedio que centrar sus mayores preocupaciones en defender su poder, su dignidad, su buen nombre, su prestigio. Y entonces lo demás (en la práctica, no en teoría) pasa a segundo plano. Por eso en la Iglesia se castiga más la desobediencia que el desinterés por los pobres o las confusas relaciones con los poderes que causan tanto sufrimiento en el mundo.
 
Finalmente, una Iglesia que ejerce el poder de maneta tan absoluta, podrá pedir perdón por los errores del pasado, pero es muy dudoso que reconozca los errores que comete en el presente. Porque es una Iglesia que tiene que aparecer ante el mundo como quien posee la plenitud de la verdad y del bien. De ahí que a una Iglesia así, le resultará muy difícil ponerse a dialogar en plano de igualdad con otros creyentes, para buscar entre todos el camino que todos tenemos que andar en el siglo que estamos iniciando.
Muchos problemas tiene hoy la Iglesia. Y mucho tendrá en el futuro. Pero mientras no se plantee hasta el fondo el problema del poder, la Iglesia se debatirá siempre ante un futuro incierto. n

José M. Castillo

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