“DONDE ESTÁ TU TESORO, ALLÍ ESTÁ TU CORAZÓN”

1 mayo 2011

ALEGRÍA Y SANTIDAD: COORDENADAS PARA UNA PASTORAL JUVENIL EVANGELIZADORA

 
José Miguel Núñez Moreno
Pertenece al Consejo General de la Congregación Salesiana.
Es Consejero General para la Región Europa Oeste.
 
SÍNTESIS DEL ARTÍCULO
El autor ve que la experiencia cristiana tiene su núcleo en el encuentro salvador con Jesucristo y se manifiesta en unos rasgos característicos de espiritualidad: alegría y santidad. Estos rasgos son coordenadas irrenunciables de una pastoral juvenil evangelizadora. Hemos de recuperar el centro de nuestra propuesta: Dios.
Todo comenzó, para aquellos discípulos, con un encuentro. Aquellos hombres y mujeres de Galilea entraron en contacto con Jesús de Nazaret y se quedaron con él. El encuentro, el camino recorrido y todo lo compartido en la vida y en la muerte del Maestro hicieron que sus historias adquirieran un sentido nuevo y un significado más pleno. Jesús les habló de la misericordia de Dios, de la alegría del Reino presente entre nosotros, de la fuerza irresistible del amor y de la capacidad regeneradora del perdón. Se sintieron renovados y comprendidos, acogidos, sanados y liberados por Dios que los llamaba amigos y no siervos. Aprendieron a elevar una plegaria sencilla al Padre, experimentaron que su rostro iluminaba sus vidas y que la fuerza del Espíritu era brisa suave que cicatrizaba y hacía nuevas todas las cosas. El encuentro con Jesús, les devolvió la dignidad de hijos de Dios y les abrió horizontes nuevos de esperanza en su mortecina existencia.
A veces necesitamos volver a recorrer el itinerarium mentis que vivieron los discípulos de Jesús para re-descubrir dónde está el núcleo de la experiencia cristiana: el encuentro con el Dios de la vida revelado en Jesucristo y la adhesión cordial (en el sentido más etimológico del término) de quien en el encuentro experimenta transformada su vida. Es la alegría del Evangelio, el gozo del perdón y la misericordia, la esperanza del Reino – presencia de Dios en el corazón del mundo -, la santidad de Dios que nos ha hecho hijos y partícipes de su herencia, el rostro de Dios en Jesús de Nazaret que nos invita a seguirle por el camino de la vida, perdiéndola por amor.
La santidad y la alegría son rasgos de la espiritualidad cristiana y constituyen dos coordenadas para una pastoral juvenil claramente evangelizadora, esto es, con capacidad de anunciar a Jesucristo y de acompañar la maduración creyente de aquellos jóvenes dispuestos a adentrarse en la experiencia de la fe.
Por una parte, la alegría expresa el profundo gozo de quien se siente en manos de Dios, amado entrañablemente, sostenido por su presencia que es pura gracia; de quien ha descubierto un tesoro en su campo y siente su vida transformada porque Dios hace nuevas todas las cosas. Por otra, la santidad – reflejo de la santidad de Dios -, expresa la conciencia de ser hijo y discípulo. Hijo amado con capacidad de amar con las entrañas del Padre. Discípulo que trata de vivir con pasión el seguimiento del Maestro haciendo de las bienaventuranzas del Reino un proyecto vital.
Pues bien, cuando nos preguntamos cómo debe ser la pastoral con jóvenes con los que recorrer un camino de fe en nuestras sociedades complejas, hemos de saber recorrer también con ellos el mismo itinerarium mentis de los discípulos de Jesús. Hemos de recuperar el centro en nuestra propuesta: Dios. Desde el centro, sólo desde el centro, podemos articular una acción evangelizadora que alcance al destinatario y transforme su vida. Porque sólo Dios cambia la existencia. Como a aquellos discípulos de Jesús. Sólo Dios es el Santo, sólo la experiencia de su misericordia y su bondad provocan la auténtica alegría.
Nuestra propuesta pastoral con jóvenes deberá ser claramente evangelizadora, esto es, audaz en el anuncio creíble de la buena noticia de Dios para la vida y la esperanza de las personas. Deberá favorecer experiencias de encuentro personal con Dios, que en Jesucristo nos ha revelado su rostro; sólo así podrá provocar la adhesión del corazón, la respuesta del seguimiento incondicional del Maestro hasta dar la vida. Sobre estas experiencias de fe se estructura y modela la “identidad cristiana” que ha de crecer y madurar en itinerarios compartidos con otros creyentes.
Con estas premisas, un par de clarificaciones que sitúen mejor esta reflexión. Hablamos de “pastoral juvenil” y a la pastoral con jóvenes me referiré. No a niños y ni siquiera a pre-adolescentes. Pienso en adolescentes y, sobre todo, jóvenes que caminan hacia opciones vitales. Y me referiré, para ajustar mejor el campo de reflexión, a jóvenes dispuestos a hacer camino, a descubrir y a madurar la fe. Otros destinatarios de la pastoral juvenil merecerían una reflexión diferente con una orientación diversa en la propuesta.
 

  1. El anuncio de Jesús: Buena Noticia de Dios

La pastoral juvenil ha de recuperar su capacidad de ser anuncio y alternativa. En una sociedad como la española, según los últimos datos de la encuesta “Jóvenes 2010” de la Fundación Santa María, el 53% de los jóvenes entre 14 y 24 años se definen católicos aunque algo más de la mitad de ellos reconozcan que tal creencia no afecta demasiado a su vida cotidiana. Puede que éstos, y el otro 47 % restante (Un 2% es creyente de otra religión y el 42% se define como no religioso. Se definen como indiferentes al hecho religioso el 16% de los jóvenes, el 9% como agnósticos y el 17% como ateos), nunca hayan experimentado el anuncio de Jesús en sus vidas como una auténtica “buena noticia” que transforma la existencia y hace vivir en plenitud.
Probablemente tengamos que reconsiderar nuestra metodología catequética. O puede que sea necesario un cambio de registro en nuestra manera de comunicar la fe. Quizás podamos hacer algo de autocrítica a la hora de valorar la presencia de la comunidad eclesial en la sociedad y su capacidad de interaccionar con ella. Lo cierto es que nuestra pastoral juvenil debe ser una propuesta para la vida y la esperanza de las personas. No una carga fatigosa ni una realidad alejada de sus intereses vitales, sino una alternativa en libertad con capacidad de interrogar, cuyo mensaje pueda incidir en la experiencia de los jóvenes y sea capaz de impulsar caminos nuevos en la vida de las personas.
Algunos estarán disponibles. Otros descubrirán horizontes ante los que, en circunstancias diferentes, permanecerían ajenos. Puede que a muchos, el anuncio no los alcance porque sigue habiendo mucho ruido a su alrededor o simplemente no les interese. No todos adherirán al mensaje. Tampoco lo hicieron en tiempos de Jesús. Lo cierto es que, como agentes de pastoral, como evangelizadores, creo que hemos de hacer más explícito el anuncio, más creíble la propuesta, más coherente nuestra vida.
Para muchos de trata, sobre todo, de búsqueda. Por eso, la primera preocupación es la de despertar la necesidad de salir de la propia mediocridad. Suscitar la pregunta en una realidad social y cultural que margina las cuestiones importantes. Zarandear a la persona, ayudarle a leer situaciones límite como el dolor, la soledad o la muerte, ayudar a interpretar con afecto y cercanía las circunstancias por las que atraviesa un adolescente, arrojar algo de luz en la vida los jóvenes que se preguntan alguna vez por el sentido de todo esto o se sitúan con incertidumbre ante el futuro. En definitiva, sacudir la modorra en la que aparentemente nos sumerge la banalidad del día a día.
Sólo quien busca puede encontrar. Es una actitud vital, existencial. Más allá de estadísticas, aunque tengamos que vernos las caras con ellas, la inquietud del evangelizador está en cómo disponer el terreno, cómo acompañar en la búsqueda, cómo ayudar a descubrir que hay realidades diferentes que pueden iluminar la existencia.
La pastoral juvenil deberá propiciar experiencias que ayuden a liberar interrogantes, que posibiliten la búsqueda, que toquen el entramado vital de las personas para que éstas puedan ponerse en camino, inquietas, disponibles, expectantes. Se necesita, pues, el mediador. El testigo que acompaña y señala; que invita y ayuda a descubrir. Con delicadeza pero con maestría. Con libertad pero con audacia. Es el evangelizador evangelizado que ha recorrido ya esas veredas y saber orientar la marcha. Y lo que es más importante, anuncia con su vida – en ocasiones coherente y en tantas otras aún en camino -, que hay un tesoro por descubrir.
 

  1. El tesoro en el campo

A fin de cuentas, esta es la experiencia evangélica. Los discípulos de Jesús están a la expectativa. Buscan sin saber muy bien qué. Pero el Maestro les ayuda a comprender y a vivir una realidad nueva que transforma sus vidas:
 
“Se parece el Reino de Dios a un tesoro escondido en el campo; si un hombre lo encuentra lo vuelve a esconder, y de la alegría va a vender todo lo que tiene y compra aquel campo” (Mt 13, 44).
 
Encontrar el tesoro en el campo llena de alegría. Transforma la existencia. Ya nada es igual. ¿Cómo propiciar experiencias que ayuden a descubrir este tesoro? ¿Cómo ayudar a los jóvenes, dispuestos a la búsqueda, a encontrarse personalmente con Jesucristo? ¿Cómo ayudar a experimentar al Dios que anuncia Jesús como Dios de la Vida y de la Misericordia? Pensar en una pastoral juvenil “de la alegría” es responder a estos interrogantes. Porque tal descubrimiento provoca júbilo y transforma la vida. Es la alegría del Evangelio. La de verdad. La que no se confunde con la sonrisa efímera o la euforia pasajera. Es la alegría que brota de haber encontrado tu propia razón de ser, el sentido de tu existencia, la armonía de tu vivir.
Hace tiempo que pienso que uno de los males que aquejan a nuestra pastoral juvenil es crear andamiajes (conceptuales, teóricos, ambientales) en los chavales alejados de la propia realidad personal y que en nada o muy poco afectan a sus opciones vitales: familia, estudios, gestión del tiempo libre, percepciones morales… En ocasiones parecen dos caminos diferentes.
La experiencia de la fe no es una realidad “externa” a la persona. Por el contrario, es una experiencia profundamente enraizada en el propio ser que se deja interpelar por Dios y en el encuentro se siente transformado desde lo más íntimo, desde las propias entrañas. Tal experiencia provoca la respuesta al Tú que interpela: la adhesión cordial (de corazón) a Dios que, en Jesucristo, nos ha mostrado su rostro. Ese es el tesoro a descubrir. Ese es el campo a comprar. Ese es el Reino, Dios mismo, que provoca una alegría inimaginable en mi vida.
Nuestra pastoral juvenil debe ayudar a los jóvenes a descubrir a Jesucristo, a encontrarse personal y vitalmente con él en la escucha de la Palabra, en la Eucaristía, en la fraternidad de la comunidad eclesial, en el compromiso con los más pobres. Porque sólo Dios es la verdadera alegría. Y si estamos convencidos de que aquí está la fuente viva, nuestra acción pastoral debe estar orientada sobre todo a provocar el encuentro, a acompañar a los jóvenes en experiencias que les ayuden a descubrir al Dios que Jesús de Nazaret nos ha revelado de modo que el Reino, Dios mismo, sea quien fundamente mi vida.
Para los discípulos de Jesús, la experiencia de encuentro fue todo un descubrimiento que orientó decisivamente sus vidas. Pero después vino el camino. La respuesta entusiasta (llena de Dios) a la invitación de Jesús a seguirle necesitó pasar por estrechos desfiladeros que pusieron a prueba la capacidad de discipulado. No basta decir “Señor, Señor”. Muchos abandonaron. Y los que perseveraron tuvieron que personalizar algunas vivencias particularmente significativas: las bienaventuranzas del Reino y las experiencias de la misericordia y del perdón. Son coordenadas “clave” para poder descubrir los caminos nuevos que conducen a la alegría del evangelio y a la autenticidad de una existencia lograda, según el corazón de Dios.
 

  1. Las bienaventuranzas del Reino

Acompañando durante años a jóvenes universitarios me di cuenta muchas veces de que  la experiencia de la fe necesita hacer su camino para elaborar una propia síntesis personal, una auténtica personalización: en el camino se entrelazan la experiencia humana, el esfuerzo racional por darle un sentido a la existencia y la iluminación de la fe. La experiencia humana es, precisamente, el lugar teológico donde puede crecer y madurar la experiencia creyente.
Convencidos de esta realidad, tendríamos que preguntarnos cómo hacer para que el Evangelio ilumine la vida de las personas, cada pliegue, cada circunstancia, cada opción. Para los seguidores de Jesús, en el encuentro con el Maestro descubrieron una manera diferente de vivir que afectaba personalmente la historia de cada uno. Lecturas de la realidad, visiones del mundo, percepciones sobre las personas… todo quedó “afectado” por la Palabra de Jesús. En la situación de cada uno, diferente a la de los demás, andar por veredas nuevas les produjo una inmensa alegría. Tanto, que Jesús los invitó a vivir en plenitud y llamó felices a todos los que, acogiendo la semilla del Reino, cambiaran su modo de vivir para vivir según Dios. Les invitó a la conversión. Un vuelco del corazón, un cambio de mentalidad, una mirada más auténtica sobre las personas y manos más abiertas para compartir. Sin conversión, no hay camino posible tras el Maestro. En nuestras estrategias pastorales hemos de saber proponer momentos de escucha de la Palabra, pendientes de los labios de Jesús, para tratar de releer la propia existencia a la luz de su propuesta. La invitación a la conversión debe llegar al corazón de la persona; cambiar, dar un vuelco a la propia vida, ponerse en camino… son las exigencias que el Maestro pide a todo el que quiera quedarse con Él.
Las bienaventuranzas del Reino se convierten en un auténtico proyecto de vida para todo seguidor de Jesús. Me he preguntado muchas veces cómo hacer para “desmontar” esquemas en los que la propuesta evangélica se sitúa a contracorriente. He pensado en no pocas ocasiones que nuestra pastoral con jóvenes debería ser menos dulcificada y más audaz. Jesús propone un cambio de vida para encontrar la Vida en abundancia. La verdadera conversión y la auténtica alegría están precisamente aquí, en recorrer los senderos de la Vida, en andar por el único Camino que nos conduce a la Verdad que es el amor.
Me pregunto cómo suenan en los oídos de muchos de los jóvenes de nuestras parroquias, de nuestros grupos, de nuestros centros juveniles las palabras de Jesús:
 
“Dichosos los que eligen ser pobres, porque ésos tienen a Dios por Rey. Dichosos los que sufren, porque van a recibir el consuelo. Dichosos los no violentos porque van a heredar la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia porque van a ser saciados. Dichosos los que prestan ayuda porque van a recibir ayuda. Dichos los limpios de corazón porque ésos va a ver a Dios” (Mt 5, 3-8).
Jesús llama “dichosos”, llenos de dicha, de alegría… a los que viven así. Hablar, pues, de alegría evangélica es vivir las bienaventuranzas del Reino. Plantearnos como hacer una “pastoral de la alegría” es ayudar a los jóvenes a vivir experiencias que los sitúen ante la urgencia de la conversión, del cambio de vida, de opciones importantes que, motivadas por la opción fundante que es Dios, les permitan ir dando pasos para de-construir la lógica en la que viven y hacer emerger una persona nueva en un nuevo orden vital. Esto exige paciencia y maestría. Casi un proceso “artesanal” en el que el acompañante ayuda a liberar potencialidades, orientar opciones y descubrir nuevos pasos a dar en el propio camino. Se necesitan maestros y la apertura a la acción del Espíritu, el único que nos hace clamar “¡Abba!”.
 

  1. La experiencia de la misericordia y del perdón

Otra de las experiencias que los seguidores de Jesús hicieron junto al Maestro fue verdaderamente novedosa: la experiencia de la misericordia y el perdón. Los gestos y las palabras de Jesús fueron sanadores para ellos. Junto a él experimentaron que Dios no es un juez terrible que condena y castiga, sino que percibieron el rostro del Padre con entrañas de bondad y misericordia infinita. Sus pobres vidas, maltrechas por la dureza de lo cotidiano y sometidas al pesado fardo de una religión deformada y opresora, encontraron en Jesús una realidad nueva. El Maestro hablaba como quien tenía autoridad. Y sus palabras no eran como la de los demás porque él era la Palabra que regenera y salva, que perdona y libera, que sana y levanta, que hace nuevas todas las cosas:
 
“¿Dónde están los otros? ¿Ninguno te ha condenado? Contestó ella: Ninguno, Señor. Jesús le dijo: Pues tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no vuelvas a pecar…” (Jn 8, 10-11).
 
Me pregunto si nuestros jóvenes viven la misericordia y el perdón. Hay una experiencia básica que no siempre es fácil hacer y que a los jóvenes les puede resultar alejada de su realidad cotidiana: la de sentirnos necesitados de salvación; la de experimentar el anhelo del perdón y la vuelta a casa; la de clamar, desde las entrañas: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí.
No es una realidad fácilmente asumible cuando se vive en la superficie, autosuficientes, convencidos de nuestras posibilidades y seguros de nosotros mismos. Pedagógicamente, los agentes de pastoral hemos de ayudar a los chicos y chicas que acompañamos a penetrar la dura corteza de la banalidad existencial para identificar esta experiencia interior que todos tenemos aunque muchas veces esté camuflada por los maquillajes del activismo, la búsqueda de afectos o las compensaciones efímeras de nuestros logros. No estamos habituados a ello. Pero es imprescindible para educar en el sentido de la misericordia y del perdón. Sólo quien se siente necesitado, limitado, exiliado interiormente, abandonado o roto… puede salir al encuentro de la misericordia.
La misericordia y el perdón liberan. El dolor se convierte en alegría, la debilidad en fuerza de Dios, la sanación interior en camino liberador. La experiencia de encuentro con Dios, misericordia y perdón, nos devuelve nuestra dignidad de hijos, de personas libres, de hombres y mujeres según el corazón del Padre. Y es entonces cuando podemos descubrir en nuestras vidas que sólo el amor auténtico merece la pena de ser creído. Y en el Amor, única experiencia de redención en nuestra existencia, comprendemos que hemos sido llamados a participar de la santidad de Dios.
De nuevo me surgen algunos interrogantes: ¿ayudamos a vivir experiencias de este tipo a los jóvenes de nuestros itinerarios de educación en la fe? Me parece demasiado simple responder que los jóvenes no están maduros para vivir experiencias así. Puede ser. Pero prefiero pensar, por lo que yo mismo he vivido en el acompañamiento de jóvenes, que nos perdemos en conceptos o caemos en la trampa de calibrar el camino recorrido por lo bien que estamos y el buen ambiente que hay en el grupo o en el encuentro. Pero nos cuesta ir a fondo. Es difícil penetrar la corteza y adentrarnos en la profundidad de la experiencia religiosa cristiana. De nuevo aquí, el itinerarium mentis de los discípulos de Jesús nos ilumina el camino. Una vez más, se hace imprescindible la propia experiencia del evangelizador evangelizado que se adentra por veredas ya conocidas y tiene la maestría  de caminar cogiendo el paso de los jóvenes y señalando caminos nuevos.
 

  1. Seguir a Jesús: la radicalidad evangélica

En definitiva, la experiencia de los hombres y mujeres que se encontraron con Jesús, fue auténticamente liberadora y cambió definitivamente sus vidas.  El Maestro les invitó a quedarse con él:
 
“… Los dos discípulos se fueron de tras de Jesús. Jesús se volvió, y al ver que lo seguían, les preguntó: ¿Qué buscáis? Le contestaron: Maestro, ¿dónde vives? Les dijo: Venid y lo veréis. Lo acompañaron, vieron dónde vivía y se quedaron aquel día con él” (Jn 1, 37-39).
 
Es la experiencia de todo discípulo, de todo cristiano: el seguimiento del Maestro. Un aprendizaje de vida. Un camino junto a Jesús que pide a todo el que quiera quedarse con él que le siga con las manos disponibles y el corazón liberado de ataduras. La tarea del evangelizador es la de acompañar a los jóvenes en el descubrimiento de esta llamada y ayudarles a encontrar caminos de respuesta personal a la iniciativa de Dios que compromete en el seguimiento de su Hijo.
Como aquel joven que se acerca a Jesús preguntándole qué tiene que hacer para ganar la vida eterna y se encuentra con una respuesta inesperada. Su vida tiene ya un cierto ritmo, es una persona creyente, comprometida con la fe de sus mayores… pero ante la pretensión de Jesús de dar algún paso más en su respuesta de totalidad a Dios, desprendiéndose de todo lo que le impide caminar más libremente, da media vuelta y se aleja porque la propuesta es demasiado exigente.
Quizás nos pase también a nosotros en nuestra pastoral juvenil. Por temor a ser demasiado explícitos o que la exigencia pueda fracturar la respuesta de los destinatarios, casi sin querer, suavizamos la propuesta evangélica. Creo que es necesario cambiar de perspectiva y propiciar experiencias que apunten en la dirección de la coherencia y la radicalidad tal como Jesús las plantea.
Hay tres exigencias evangélicas particularmente relevantes en la vivencia cristiana que necesitan una adecuadapedagogía pero que provocan la alegría del corazón y nos ayudan a avanzar – también a los jóvenes – por la senda de la santidad (radicalidad) que Jesús propone a sus discípulos. La primera de ellas es, precisamente, la del desprendimiento y la inseguridad que hacen al discípulo poner la confianza solo en Dios:
 
“Por el camino le dijo uno: ‘Te seguiré vayas donde vayas’. Jesús le respondió: ‘Las zorras tienen madrigueras y los pájaros nidos, pero este Hombre no tiene donde reclinar la cabeza’. A otro le dijo: ‘Sígueme’. El respondió: ‘Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre.’ Jesús le replicó: ‘Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar por ahí el reinado de Dios’” (Lc 9, 57-60).
¿Cómo ayudar a los jóvenes a vivir experiencias de desasimiento y disponibilidad para el Reino? ¿Cómo acompañar en una lectura de la propia vida desde el olvido de uno mismo y la opción por los demás? ¿Cómo acrecentar la confianza en Dios cuando optamos por liberar las manos y el corazón? Pienso que sólo desde experiencias de disponibilidad y generosidad, acompañadas en un voluntariado que no consuma vivencias sino que ayude a comprender, en el entramado de la propia vida, que hay más alegría en dar que en recibir y que vale la pena descentrarse de los propios egoísmos para vivir desde la esquina del otro. Cuando estas experiencias están bien enfocadas, son fruto de opciones de fe y están sostenidas por una oración sencilla y cotidiana, se abren cauces insospechados en la vida de las personas y se descubre la radicalidad del seguimiento de Jesús que pide a sus discípulos no buscarse a sí mismos sino el Reino de Dios y su justicia.
La segunda de las exigencias evangélicas que necesitan un aprendizaje vital se refiere a la propuesta de Jesús de amar a los enemigos y perdonar sin límites:
 
“Os han dicho que se mandó: Amarás a tu prójimo… y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: ‘Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para ser hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5, 43-45).
 
“Entonces Pedro se adelantó y le preguntó: Señor, y si mi hermano me sigue ofendiendo, ¿cuántas veces lo tendré que perdonar? ¿Siete veces? Jesús le contestó: Siete veces no, setenta y siete” (Mt 18, 21-22).
 
Son palabras difíciles de asumir. Van a contracorriente. La mayor parte de la gente a nuestro alrededor funciona de otra manera. Los jóvenes no son una excepción: amar a los que te hacen mal y perdonar sin límites no forma parte del guión. Nuestra propuesta de crecimiento en la fe ha de ayudar a los jóvenes a adentrarse en estas experiencias auténticamente rompedoras. El evangelizador que acompaña deberá iluminar la vivencia cotidiana con propuestas que abran nuevos espacios en la vida de las personas. Con discreción, habrá que apuntar en la dirección justa, sin traicionar el evangelio. La propia experiencia del perdón ante el límite del pecado y la acogida del amor y la ternura de Dios en la propia vida ayudarán, sin duda, a madurar un corazón libre con capacidad de amar y perdonar según el corazón del mismo Dios. El acompañamiento espiritual y la oración se hacen imprescindibles en este camino que supone también una extraordinaria madurez humana.
La tercera exigencia significativa en el seguimiento de Jesús: la entrega de la propia vida. Caminar tras el Maestro significa compartir su propio destino. Estar dispuestos a cargar con la cruz y perder la vida son condiciones inexcusables para el discípulo:
 
“El que quiera venir detrás de mí que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24).
 
La renuncia a uno mismo requiere también un aprendizaje vital. Poner a los demás por delante de mis propias exigencias personales, asumir las contrariedades de la vida sin perder el equilibrio y sostenido por la fuerza de Dios expresada en mi debilidad no son cosa de poco. Muchos decidirán abandonar. Ya fue así en tiempos de Jesús. Y nos sentiremos decir:
 
“¿También vosotros queréis marcharos? Señor, ¿a quién iremos si tú sólo tienes palabras de vida eterna?” (Jn 6, 67-68).
 
Asumir un proyecto vital en el que pasar por la vida haciendo el bien y dejando parte de tu vida en situaciones y personas en nombre de Jesús es la propuesta, sin aditivos ni conservantes, de Jesús de Nazaret. Cualquier itinerario de maduración en la fe con jóvenes deberá adentrarse en esta realidad proponiendo estilos de vida exigentes y entregados capaces de asumir la cruz como realidad inevitable en la propia vida. Una cruz liberadora en la que el dolor ayuda a madurar y el olvido de sí mismo pone en primer plano la misericordia y la fuerza de Dios en la propia historia.
 

  1. En la comunidad de Jesús: la eclesialidad de la fe

La experiencia de la fe tiene una dimensión eclesial que no podemos descuidar en el acompañamiento de los jóvenes. Los antiguos Padres de la Iglesia expresaban la dinámica de la comunidad cristiana refiriéndose a la “fe profesada, celebrada y vivida” como tres realidades profundamente conectadas entre sí imposibles de comprender sin las mutuas referencias entre ellas: lo que se cree es celebrado y vivido; el misterio que se celebra afianza la fe y transforma la vida; el compromiso creyente encuentra su fuerza en la fe compartida y celebrada.
Por eso, nuestra acción catequética debe educar en el sentido de la celebración cristiana y ha de proponer experiencias que expresen la comunión y la acogida, la dinamicidad y el sentido de la fiesta de la fe pascual que abre horizontes de esperanza en el corazón de los creyentes.
En la comunidad creyente, la fe se comparte, se celebra y se vive con todos aquellos que han sido convocados en el nombre de Jesús. Como agentes de pastoral, nos sentimos urgidos a dar pasos que ayuden a la renovación y a la autenticidad de nuestra Iglesia de manera que ésta llegue a ser verdadera expresión de fraternidad y de solidaridad con los hombres y mujeres de nuestro mundo. Es necesario crear ámbitos de comunión y dar vida a nuestras celebraciones de la fe, sentirnos más implicados en la tarea común de transformación de la realidad, dar pasos decididos en la cercanía a los más abandonados, trabajar por el bien común, hacer de nuestra comunidad un espacio para la acogida, la comunicación y la vivencia compartida de la fe. La referencia a comunidades cristianas vivas y la experiencia de una Iglesia acogedora, sencilla y comprometida es imprescindible en el camino de crecimiento en la fe de los jóvenes.
De igual modo, el testimonio de los creyentes debe ser un signo de credibilidad para todos, el punto de referencia para un compromiso evangélico que invita a los cristianos a ser fuerza transformadora en el mundo. Es necesario impulsar una auténtica “pedagogía del compromiso” que ayude a los jóvenes a poner en juego la propia vida en el servicio incondicional a los demás, más allá de la tentación de hacer del voluntariado unas cuantas experiencias gratificantes o una mera expresión del tiempo que sobra: éstas serían, al fin y al cabo, tan sólo las migajas que caen de la mesa del señor.
 

  1. A modo de epílogo: “Aquí hacemos consistir la santidad en vivir muy alegres”

Son las palabras del joven Domingo Savio a un compañero que acababa de llegar al Oratorio de San francisco de Sales de Turín: “Aquí, en la casa de Don Bosco, hacemos consistir la santidad en vivir muy alegres”. Es la expresión de la espiritualidad sencilla y profunda que el santo de los jóvenes ayudó a vivir a sus muchachos.
En un ambiente positivo, de extraordinaria familiaridad y confianza, Don Bosco propone a sus chicos una experiencia de hondura creyente y de radicalidad evangélica. En el Oratorio, la educación se convierte en un auténtico “lugar teológico” para la evangelización. Algunos no supieron captarlo, otros vivieron rutinariamente una religiosidad capilar, pero muchos de sus jóvenes encontraron en él un maestro de espíritu que les acompañó en el descubrimiento de Dios, en quien centraron la propia vida porque fue el tesoro más preciado que encontraron nunca.
Junto a Don Bosco experimentaron la bondad y la misericordia de Dios, descubrieron el gozo del perdón y la grandeza del proyecto de vida de las bienaventuranzas del Reino. Jesucristo fue su amigo; su Palabra, camino de vida; la Eucaristía fuerza cotidiana para vivir una entrega sencilla y generosa.
Una santidad al alcance de todos. Una propuesta de vida evangélica que llenaba el corazón de gozo y se expresaba en la alegría desbordante, el sentido de la fiesta, la responsabilidad hacia las propias obligaciones y la preocupación por hacer el bien a los demás.
Don Bosco no tenía grandes teorías educativo-pastorales. Pero el evangelizador evangelizado se hizo compañero de camino y acompañó con maestría el sendero de crecimiento y maduración en la fe de sus muchachos proponiendo, sin ambages, una pastoral juvenil de la alegría y la santidad cuyo único secreto fue anunciar con la propia vida que Dios es amor y misericordia entrañable. Lo demás fue cosa del Espíritu.
 

José Miguel Núñez