¿Dónde están los profetas?

1 diciembre 2006

Por medio de hombres y al modo humano Dios nos habla,

porque hablando así nos busca (San Agustín)

 
Los hombres a través de los cuales Dios nos habla son, ante todo, los profetas. Es profeta quien habla de Dios y en nombre de Dios. Él dirige su palabra a su pueblo por medio de hombres y mujeres del pueblo. Los llama, los arranca de su tierra, les entrega la palabra, pone el mensaje en su boca, y los lanza al mundo y a la historia de los hombres para que sean mensajeros de la palabra de Dios. Toda su vida, sin condiciones, queda ya a disposición de Dios. Lo hizo ayer y lo hace hoy. El pueblo de Dios sigue siendo un pueblo de profetas, participa de la función profética de Cristo.
 
Realmente, la vocación cristiana conlleva la vocación profética. En realidad, por el bautismo, todos los cristianos somos ungidos como profetas. Y tenemos la misión de hablar de Dios, y de hacerlo desde lo hondo de nuestro ser, con palabras verdaderas de vida. Esta misión constituye la más alta dignidad cristiana: Dios nos envía a cada uno de los bautizados a dirigir al mundo una palabra propia y singular. Tenemos algo que comunicar, algo de Dios, una palabra que él ha puesto en nuestra boca y que sólo nosotros, cada uno de nosotros, puede comunicar.
 
Pero el verdadero profeta, el que de verdad llega a comunicar la palabra que Dios ha puesto en su boca, es el que es capaz de ver las cosas como Dios las ve; el que contempla el mundo, la realidad, la vida de los hombres y mujeres, desde Dios; el que descubre las huellas de su presencia en los acontecimientos, en la vida y esperanza de los jóvenes. Y porque mira las cosas desde Dios y las ve como Dios las ve, nos abre los ojos a los humanos para que podamos ver a Dios en las cosas, en la realidad cotidiana, en los acontecimientos de cada día.
 
En cada uno de nosotros hay un profeta. Pero es posible que con frecuencia quede oculto, escondido, diluido. Nada más débil que la palabra profética. Es débil, porque lo es el hombre que la debe pronunciar: ante las dificultades, muchas veces tiende a huir (como Jonás) o a callarse (como Jeremías). Y lo es también porque se dirige al corazón humano, muchas veces cobarde, miedoso, cómodo, terco.
 
Además de situarse en Dios y de dejarse interpelar por Dios, para comunicar la palabra de Dios el profeta necesita parresía, que es: confianza gozosa, audacia y valentía, libertad para decirlo todo. Parresía es el modo como Jesús realizó su misión, el modo como vivió la relación con el Padre y proclamó el mensaje evangélico. Y desde Jesús, deviene uno de los rasgos esenciales de la existencia y experiencia apostólica. Como Jesús, el apóstol habla abiertamente, con toda claridad, con intrepidez y con una confianza gozosa en el Señor. Como Pedro y Pablo, como los profetas del Antiguo Testamento, el apóstol de Jesús necesita parresia para ser profeta del Reino.
 
El profeta necesita parresia para pronunciar la palabra de la verdad y de la vida, para denunciar abiertamente la injusticia y la falsedad. Dejar la vida discreta, las formas prudentes, la instalación segura, el bienestar tranquilo el conformismo fácil y lanzarse a llamar las cosas por su nombre, a alzar la voz ante los poderosos sin dejarse intimidar, exige parresía.
 
Un año más nos disponemos los cristianos a celebrar el cumplimiento de la gran profecía: “y tú, Belén de Efrata, aunque eres la menor entre las aldeas de Judá, de ti ha de salir el que ha de ser jefe en Israel”.  Dios nos ha visitado y salvado en su Hijo. Tanto nos amó, que nos lo entregó. Cuando la Palabra de Dios comienza a hacerse carne y sangre humana, comienza el misterio de amor del Dios hecho hombre. Y cuando una muchacha nazarena da a luz en Belén, siguiendo las leyes de la naturaleza humana, se manifiesta con toda su fuerza y esplendor. Amigos de Misión Joven, ¡feliz Navidad! En Áquel que se nos da y nos entrega su amor y su Palabra.
 

EUGENIO ALBURQUERQUE

directormj@misionjoven.org