Dos historias de superación

1 septiembre 2002

Jordi Gon… Gon… González

 
–          Jordi González es una estrella de nuestra televisión «Vitamina N» en Citytv es su pro­grama. Lleva más de 20 años en la radio y só­lo tiene 40.
–          Jordi: Yo era tartamudo «Fui el tartaja de la clase hasta los 13 años. Los otros me lla­maban JordiGon… Gon… González».
–          Periodista: ¡Qué crueles pueden llegar a ser los niños!
–          Jordi: Sí. Pero los Reyes me trajeron un ca­sete grabadora.
–          Periodista: ¿Un regalo cruel para un tarta­ja?
–          Jordi: Al principio yo pensé que sí, pero mi – madre me dijo que practicara con él en mi habitación a solas. Y me encerré con el «cacharro» y pasaba días enteros haciendo experimentos con mi voz y al final autén­ticos programas de radio. Pronto todas las vecinas del patio de luces me escuchaban.
–          Periodista: Fue usted Demóstenes.
–          Jordi: Un año después los profes en clase pasaron de no sacarme a la pizarra para no ponerme en ridículo a sacarme siempre porque era el que mejor leía.
–          Periodista: El fracaso es parte del éxito.
–          Jordi: Un día mis amigas de clase me dije­ron que habían oído en la radio que bus­caban jóvenes para hacerles pruebas de voz y que yo lo hacía muy bien. Me pre­senté.
–          Periodista: Buena idea.
–          Jordi: Lo fue. En la radio se maravillaron de que un chaval tuviera mi ritmo radio­fónico. No sabían las horas y horas que me había pasado ante el micrófono.
–          Periodista: Su madre debe estar muy orgu­llosa de su regalo.
–          Jordi: Murió en abril pasado. – Periodista: ¡Ah! Lo siento.
–          Jordi: Era una mujer muy fuerte, vital, sa­na. Ella era mi crítico más exigente.
–          Periodista: ¿El secreto del éxito de un pro­grama?
–          Jordi: Está en el detalle y en el buen trato a la gente de cada lugar, de tal manera que todos se sientan en familia.
 

ALEXANDRE JOLLIEN

–          Alexandre tiene 26 años. Nació con paráli­sis cerebral y ha pasado 17 años interno en un centro para discapacitados mentales. Es­tudió 4° curso de filosofía en la universidad. Ha escrito un libro «Elogio de la debilidad» en el que relata su vida y expone sus refle­xiones.
–          Periodista: Si le llamo «anormal», ¿qué?
–          Alex: Me llena de alegría porque me está llamando «extraordinario», un ser único. – Periodista: ¿En qué consiste su discapaci­dad?
–          Alex: Es una clase de parálisis cerebral a causa de una asfixia al nacer: el cordón umbilical enrollado en torno al cuello. La insuficiente oxigenación cerebral deja unas secuelas… que saltan a la vista, ¿no?
–          Periodista: Sí pero, ¿me las enumera?
–          Alex: Paralisis motora, deficiente coordi­nación muscular. Total que no empecé a caminar hasta los 9 años. Hoy camino tambaleándome, me cuesta vocalizar, con mis manos no puedo escribir a lápiz.
–          Periodista: ¿Hay grados de parálisis cere­bral ante los que no hay nada que hacer? – Alex: Decir eso es muy peligroso. Aunque fuese verdad, jamás hay que decirlo, ¡porque siempre hay algo que hacer! Yo lo he visto en el centro donde estuve 17 años.
–          Periodista: ¡17 años!
–          Alex: Para mis padres fue un sacrificio se­pararse de su niño, pero estaban conven­cidos de que era lo mejor para mí. Eso sí, ¡volver a casa cada fin de semana era una fiesta!
–          Periodista: ¿Nunca pensó «mejor no haber nacido»?
–          Alex: jamás. Ni yo ni ninguno de mis ami­gos.
–          Periodista: Una vida con muchas desventa­jas.
–          Alex: ¿Desventajas? Depende. Para con­vertirse en jugador de fútbol, sí. O para hacerme la comida yo solo. Pero esto me dio una capacidad de observación que me ha hecho descubrir muchas cosas. «Lo que no me ha matado, me ha hecho más fuer­te». «De todo puede sacarse provecho, hasta de la injusticia».
–          Periodista: ¿Y también del sufrimiento?
–          Alex: Sí. Si se puede eliminar el sufrimien­to eliminémoslo. Si no se puede, ¡sácale provecho! Allí tuve un amigo enano, ¿y sabe qué decía de su talla? «Uno tiene la talla correcta cuando sus pies le aguantan sobre el suelo». Hay que aceptar la exis­tencia en su totalidad y hay que construir­se con los materiales que te da. Tuve una amiga fuera del centro, que ocultaba su mano en el bolsillo porque tenía un dedo deformado. Le dije «Si yo hiciera igual, ¿debería salir de casa envuelto en una bol­sa de basura!»
–          Periodista: ¿De donde saca ese sentido del humor?
–          Alex: De mi debilidad, de la lectura y del ejemplo de otras personas. En el centro co­nocí a un sacerdote, el padre Morand, ale­gre y animoso hasta en su lecho de muer­te. Me dije: «¡Yo quiero ser como él!».
 
–          Periodista: ¿Era un filósofo?
–          Alex: Filósofo es quien es consciente de que existe y eso le alegra. «Nosotros que tenemos la certeza de existir, de ser, ¡ale­grémonos!», decía Ramón Llull. Y Nietzs­che remachaba: «Si de un grupo de filóso­fos quieres elegir al mejor… elije al que ría».
–          Periodista: ¿Por qué estudió filosofía?
–          Alex: En el centro sólo se preocupaban de curar el cuerpo. Entonces leí a Sócrates y me dí cuenta que la filosofía me ayudaría a vivir. Se suelen aprender muchas cosas, pero no se aprende a vivir. Reflexionamos poco sobre nosotros mismos.
–          Peridodista: ¿Que piensa del aborto?
–          Alex: Sólo sé que si mi madre hubiese abortado, yo no estaría aquí.
–          Periodista: ¿Quién le ha ayudado más en la vida?
–          Alex: Quién me trató con autenticidad, quien conversó conmigo sin que yo le die­ra lástima.
(Tomado de unas entrevistas de «La Vanguardia» y «Avui»)
 
 (Viene de pág. 40/8)
 
sible como variables activas de la vida. La enferme­dad degenerativa de su madre corrobora sus princi­pios pragmáticos. Junto a sus nuevas experiencias vitales (destaca el reencuentro con su mejor amigo de la infancia) va a ser sobre todo el amor inque­brantable del padre y su obcecación por la boda las vivencias que acaben por resquebrajar su descrei­miento y su materialismo… En esa pugna feroz en­tre lo visible, lo contingente, con todas sus limitacio­nes, y lo invisible (sea esto lo afectivo, lo espiritual, lo religioso o lo imposible) se juega la partida entre lo que tristemente somos y lo que noblemente pode­mos llegar a ser.
Recapitulemos: el discurso teóricamente compla­ciente de El hijo de la novia no está inspirado en un idealismo fácil que vuelve la espalda a la realidad, como puede deducirse de una visión poco atenta de la obra, sino en proponer que, ante un mundo que no excluye el dolor, el desencanto, la derrota, los
problemas, la enfermedad, el olvido y la muerte (elementos todos presentes con mucha intensidad en la película), sólo una férrea fortaleza/fe interior, cimentada en los valores del espíritu y en el com­promiso con y por el otro, nos permitirá encarar la vida con cierta esperanza. Ahí es nada. Si el cine ac­tual más arriesgado es aquel que se atreve a mirar cara a cara a las realidades conflictivas de nuestro mundo para presentárnoslas descarnadas, con todas sus contradicciones y matices en carne viva, sin es­quivar los fúnebres presagios que anuncian, Campa­nella opta por llegar hasta el pesimismo y franque­arlo para acceder más allá, al punto de sugerir una necesaria vuelta al alma y a la utopía frente al desa­liento. Buenos sentimientos, valores humanos, ter­nura y corazón, leído así el texto fílmico, ya no son atributos torpes de una película familiar compla­ciente, sino arriesgadas alternativas ante un mundo con setenta balcones y ninguna flor y una humani­dad aquejada del mal de Alzheimer.

JESÚS VILLEGAS

 
 
 

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